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Literatura como experimento: explorar el todo desde la parte

El oficio de escritor se parece como pocos al de científico: ambos trabajos requieren dedicación, disciplina, inventiva, experiencia para urdir una narrativa donde la solidez del todo depende de la veracidad comprobable de las partes.

La literatura debe ser “verdad” de acuerdo con el mundo creado por el escritor, sometido a unas leyes, sean de este mundo o de otras realidades. No importan tanto época, lugar, estructura interna, tratamiento del tiempo, número de personajes, etc., como la coherencia entre el universo sugerido y todo lo que ocurre en él.

Consistencia literaria vs. consistencia científica

La literatura más consistente lo es por la calidad de los mundos sugeridos y lo que en ellos ocurre. En ocasiones, como también ocurre con las teorías científicas, lo más sencillo y consistente es lo más difícil de lograr, y muchos filósofos y científicos confiesan que la literatura les ayuda más que cualquier otra herramienta a mejorar sus teorías.

También como ocurre con la filosofía y la ciencia, la literatura busca su propia teoría del todo, de un modo quizá más optimista durante la Ilustración y con un escepticismo mayor desde los existencialistas, a medida que el mundo determinista imaginado por los primeros ilustrados se fue haciendo cada vez más contradictorio, hasta culminar en la aparente disociación entre las teorías de lo pequeño (física cuántica) con las teorías de lo universal (relatividad).

“Fatum”: límites y aciertos del universo mecanicista

El determinismo científico ilustrado (mecanicismo) se basó en el concepto acerca del universo de los estoicos, que lo concebían como un engranaje universal con unas leyes que no se pueden cambiar, pero donde el individuo tiene oportunidad de decidir sobre su propia existencia cultivando la racionalidad (y eligiendo, por ejemplo, dicha frente a desesperación).

Influidos por el “fatum” estoico de Baruch Spinoza, los pensadores Diderot y -en menor medida- el mecanicista Descartes, radicalizaron las posiciones de los clásicos y sostuvieron que incluso el comportamiento humano está sujeto al determinismo -nacimiento, educación-. La voluntad -creían- es tan mecánica -sometida a una cuantificación racional- que el entendimiento y las fibras musculares. 

Siguiendo la pista de los estoicos, muchos ilustrados se lanzaron a buscar la explicación universal, la teoría que reuniera todas las leyes científicas en una sola, la ecuación que certificara la racionalidad del universo percibido por el ser humano y su conciencia “mecánica”.

En busca de la “teoría del todo” y sus riesgos reduccionistas

El astrónomo y físico Pierre-Simon Laplace (1749-1827) confió en esta visión filosófica determinista del universo (según la cual todo concuerda como un gigantesco engranaje de la eternidad) para proponer su teoría del campo unificado.

Para Laplace, la única limitación que detenía al ser humano de lograr una ToE (teoría del todo en sus siglas en inglés) empírica, capaz de explicar todos los fenómenos físicos conocidos, desde los más próximos y diminutos hasta el propio universo, era su propia limitación intelectual.

Una vez se pudiera concebir un intelecto que conociera “todas las fuerzas que animan a la naturaleza” y fuera, a su vez, capaz de analizar la veracidad de los datos, sería posible “condensar en una simple fórmula el movimiento de los grandes cuerpos del universo y del átomo más ligero”.

El físico no reduccionista que cayó en el reduccionismo

A diferencia de lo que habían concebido los defensores del determinismo científico, a medida que avanzaron las distintas disciplinas humanísticas y científicas, la física teórica se alejó cada vez más de una teoría del todo creíble que no caiga en el reduccionismo.

El propio Albert Einstein, cuyos logros científicos demuestran su capacidad para evitar el reduccionismo de la convención, no pudo evitar caer él mismo en contradicciones que simplificaban el universo.

Al ser preguntado acerca de los puntos débiles o la falta de causalidad en sus intentos de aunar relatividad con física cuántica, Einstein contestaba que la única prueba concluyente que le acercaba a la teoría del campo unificado era su necesidad.

(Imagen: fotografía de T.S. Eliot, autor de The Waste Land un complejo y oscuro poema sobre una época en desintegración; por Cecil Beaton, 1956)

Al tratar de unificar con una sola ley las distintas fuerzas fundamentales del universo, Einstein ignoró hallazgos en física de su tiempo que él mismo conocía. ¿El motivo? Considerar hallazgos contradictorios habría complicado -o desechado por completo- su propia teoría del campo unificado.

Física de lo grande vs. física de lo pequeño: ¿dos melodías distintas en una sola canción?

Einstein era quizá tan consciente como los estoicos, los mecanicistas (Descartes, Darwin), los deterministas científicos (Laplace) y los físicos que inauguraron la mecánica cuántica y la termodinámica, de la incapacidad de su tiempo para avanzar de manera resuelta y concluyente hacia una teoría del todo. 

En un extremo del espectro, “lo grande”, Einstein tuvo que “conformarse” con haber alumbrado la teoría de la relatividad, mientras en el otro extremo -“lo pequeño”-, el físico austríaco Erwin Schrodinger, uno de sus coetáneos más brillantes, avanzó en la mecánica cuántica y la termodinámica: su ecuación es tan importante para la mecánica cuántica como la segunda ley de Newton lo es para la mecánica clásica.

Ni siquiera la correspondencia entre Albert Einstein y Erwin Schrodinger abonó el terrero para una teoría unificada sin que los intentos posteriores hayan evitado críticas por su reduccionismo.

Narrativa de ciencia ficción como disciplina educativa

La literatura tiene más que ver con la experimentación científica de lo que pensamos. Si la filosofía de la ciencia investiga la intersección entre las reglas de la investigación y lo investigado, la literatura ofrece libertad para crear mundos ajenos al corsé de la realidad, en los que la única limitación es su propia congruencia.

Desde finales del siglo XIX, la ciencia ficción y la literatura fantástica en general especulan sobre los derroteros plausibles de la humanidad (utopía y distopía), o confeccionan mundos fantásticos con una sorprendente riqueza y consistencia internas (lo demostraría J.R.R. Tolkien con especial tino).

Finalmente, la literatura de ciencia ficción logra el estatus académico de herramienta para desarrollar ideas y tecnologías del futuro: el Media Lab del MIT tiene un curso sobre ciencia ficción y tecnología del mañana.

El curso, que usa los universos de las novelas de ciencia ficción (que actúan como marco o “framework“, un conjunto de leyes similar al usado en aplicaciones de software, videojuegos, etc.), pretende explotar una interrelación entre literatura, filosofía y ciencia que ya existía de manera informal.

La teoría del iceberg: cuando lo omitido refuerza la historia

Pero no sólo la ciencia ficción nos sirve para poner a prueba entornos, tecnologías, comportamientos humanos y las consecuencias de la interacción de estos elementos: la literatura en general experimenta con los grandes temas que afectan nuestra visión del universo: desde nuestra propia interpretación (conciencia, realidad percibida, etc.) al propio diseño de lo que percibimos (determinismo y libre albedrío, metafísica, etc.).

Incluso la literatura aparentemente más particular y atenta al devenir de, por ejemplo, una pandilla de aspirantes a poeta (pongamos por caso Los detectives salvajes de Roberto Bolaño) durante un período determinado, abre al lector un mundo conformado por lo que dice el autor y lo que interpreta el lector, siguiendo la teoría del iceberg de Ernest Hemingway, según la cual uno debe remitirse a contar lo esencial y evocador, mientras el lector entreverá con la lectura el mundo sugerido en toda su extensión -añadiendo, de paso, la riqueza y particularidad de su propia experiencia.

Según Hemingway, si lo escrito es suficientemente evocador, la parte omitida “reforzaría la narración”.

Sobre narrar viajes particulares que se hacen universales

La vida particular y diluida de un grupo de muchachos con aureola existencialista deambulando por el submundo literario de México DF, expuesto por Bolaño a través del punto de vista de infinidad de personajes que conocieron a los dos protagonistas en distintos momentos y situaciones, nos habla de sueños propios y ajenos.

En una entrevista concedida en Chile, donde apenas vivió en su vida adulta pese a considerarlo siempre su país, el escritor Roberto Bolaño conversaba sobre su vocación frustrada de poeta y sobre el éxito relativamente tardío que le había llegado con otro género, la novela.

La entrevista (conducida en 1999 por Cristián Warnken en su programa La belleza de pensar) transcurre por derroteros convencionales, pese a que el escritor, ya maduro, exuda el melancólico existencialismo de los personajes que retrata en su mayor éxito hasta la -posterior a la mencionada entrevista televisiva- novela-río 2666: Los detectives salvajes.

Lo que quedó en el tintero: vidas desmesuradas de los poetas

Bolaño certifica en ante la cámara, pese a su legendario pudor y discreción -que le habían llevado a vivir prácticamente desapercibido en España, donde los escritores que no le llegaban a la suela de los zapatos ni siquiera supieron quién era hasta que murió o hasta que lo mencionara Javier Cercas en Soldados de Salamina-, que los “detectives salvajes” eran él y sus amigos durante su juventud en México DF: una especie de generación Beat mesoamericana.

Los “real visceralistas”, esta supuesta corriente literaria iniciada en los 70, vivían la vida poética pero escribían menos que posaban, jugando quizá a revisitar el mito de los poetas malditos, los futuristas rusos y otras grandes generaciones autodestructivas.

Roberto Bolaño no quería idealizar sus tropelías juveniles, sino acaso dar cuenta de ellas y, de paso, acordarse del gran poeta que no pudo ser (su amigo Mario Santiago, caracterizado como Ulises Lima en la novela de Bolaño) y del trayecto que le llevó a vivir en Europa, prácticamente olvidado hasta el rescate de Anagrama.

Filosofías de vida compatibles con el trabajo a largo plazo: Lev Tolstói

En la mencionada entrevista, Bolaño habla de sus gustos literarios, de su poca maña para la poesía, del éxito como autor en prosa y de sus gustos literarios. También aprovecha para desmontar lo que consideraba el falso mito del escritor de vida disoluta y dionisíaca. Muchos de los grandes autores, decía, habían sido hombres buenos, íntegros.

Quizá se refería, entre ellos, a Lev Tolstói (1828-1910), cuyas circunstancias y momento histórico le llevaron, en calidad de terrateniente ruso de ascendencia noble durante tiempos convulsos, a enrolarse en el ejército muy joven.

Quizá Bolaño se refería, más que a hombres “buenos”, a hombres con gran bagaje vital y una ética articulada, a menudo alejados del supuesto estilo de vida del escritor (bohemia, etc.) por su incompatibilidad eventual con el trabajo perseverante.

The Hitch

Sin ánimo de comparar a Bolaño ni a ningún escritor relativamente contemporáneo con Tolstói, abundan los periodistas y escritores con vida de trinchera y gusto por los excesos que contradirían la idea del escritor chileno. 

Christopher Hitchens, por ejemplo, recalcó en una de sus últimas entrevistas antes de morir de cáncer de esófago (concedida a Charlie Rose), que su afición por las veladas maratonianas regadas con conversaciones, alcohol y tabaco, le habían asistido en su carrera periodística y ensayística. 

Sus amigos, entre ellos Martin Amis, Ian McEwan, Salman Rushdie o James Fenton, recordarían después de su muerte ante el propio Charlie Rose que, en efecto, Hitchens (The Hitch, tal y como él y se refería a él mismo) era capaz de sentarse a escribir después de una noche interminable y escribir un impecable artículo de 3.000 palabras.

Tolstói no podía hacer lo propio, si bien durante su juventud había lucido la enérgica y disoluta gallardía de muchos de sus jóvenes personajes: gregarismo, alcohol, mujeres, travesuras y brabuconerías de todo tipo.

Cuando Tolstói jugaba a ser un Karamázov

En el ejército, el joven Tolstói de la región de Tula distaba mucho, en conocimientos y sobre todo actitud vital, del hombre maduro que retrataría las costumbres, pasiones, aspiraciones e ideologías del siglo XIX en Guerra y paz y Anna Karénina (todo dicho).

Más tarde, al final de su período más fecundo y cuando ya había escrito las mencionadas Guerra y paz (1869) y Anna Karénina (1877), Tolstói recapitulaba en Confesiones (1880), su tratado sobre la madurez y su filosofía de vida, los años de su primera juventud.

No estaba orgulloso de ellos: “Maté en la guerra y reté a duelos para matar. Perdí a las cartas, malgasté el fruto del trabajo de los campesinos, les sentencié a castigos, viví a la ligera, y decepcioné a la gente.

“Mentira, robo, todo tipo de adulterio, embriaguez, violencia, asesinato… no hay crimen que no cometiera, y pese a ello la gente ha alabado mi conducta y mis contemporáneos me consideraron y consideran un hombre comparativamente moral. Viví así durante diez años.”

La crisis vital de Tolstói fue en muchos sentidos similar a la de otros pensadores de una época en que idealismo y materialismo batallaban por el control político e intelectual mientras se atisbaba el existencialismo: el filósofo danés Søren Kierkegaard, el alemán Friedrich Nietzsche o el propio Fiódor Dostoyevski.

Encuentro con lo comedido

Tolstói la superó cultivando un propósito vital y, según explica en Confesiones, poniendo en práctica una estrategia de aprendizaje y trabajo que rindiera frutos a largo plazo. La influencia del escritor y filósofo trascendentalista Henry David Thoreau, así como del anarquista francés Pierre-Joseph Proudhon, le llevaron a una posición individualista cercana al anarquismo cristiano, similar en muchos sentidos al libertarismo protestante de Nueva Inglaterra.

En la Rusia zarista abierta a las reformas occidentalizadoras de mediados del siglo XIX, convivían corrientes religiosas místicas como el fenómeno de los “stárets“, una suerte de místicos solitarios venerados por la población rural analfabeta -la mayoría del país- y combatidos tanto por el cánon ortodoxo como por las políticas reformadoras. 

Este ascetismo o pseudo-gnosticismo, a menudo próximo al panteísmo, tenía en él buena parte del germen anarquista cristiano que culminaría en posiciones como las del propio Tolstói -o, en otro contexto, las de Thoreau y Emerson-. El stárets Zosima venerado por el hermano menor de los Karamázov en la famosa novela de Dostoyévski, expone con maestría la idiosincrasia, prestigio y enemistades que cosechaban estos eremitas ortodoxos.

El nacimiento de una filosofía personal

De manera similar a lo expresado por Thoreau y Emerson en sus escritos sobre filosofías de vida, mentalidad de Tolstói combina consejos con profundo sentido común de las filosofías clásicas (occidental y oriental: le interesaron el budismo y el hinduísmo) y de un cristianismo ortodoxo sin intermediarios, similar en muchos aspectos al protestante, pero también a la tradición neoplatónica de Agustín de Hipona y al retorno a los orígenes del ascético Francisco de Asís.

Tolstói aseguró que sus aportaciones en sociología, técnicas agrarias, educación, filosofía o literatura partían de una sencilla ética de trabajo al alcance de cualquiera:

  • mantener la mente abierta;
  • practicar la empatía;
  • cultivar la responsabilidad, sobre todo el respeto por uno mismo (sin autoestima ni respeto por uno mismo no crece la proyección de este principio ético hacia los demás, creía Tolstói, en consonancia con la filosofía clásica y el pensamiento judeocristiano);
  • llevar una vida sencilla, sin caprichos que desestabilicen o desvíen de los propósitos sólidos;
  • afrontar las contradicciones;
  • expandir el círculo social; a diferencia de, por ejemplo, pensadores individualistas y poco sociales, tales como Søren Kierkegaard, Tolstói creía en la compatibilidad entre una vida interior rica y una vida social equivalente, con oportunidades para debatir ideas, detectar o afrontar prejuicios, etc.

Sombras poderosas

Desconocemos qué habría sido de Lev Tolstói y de su -frecuentemente olvidada, pero capital en la obra del autor- mujer, Sofía Behrs Tolstáya, de no haber encontrado un camino sosegado y disciplinado para fundar escuelas, escribir tratados agrarios, ayudar a desfavorecidos dentro y fuera de Rusia y… escribir dos de las mejores novelas de todos los tiempos.

Cuando Roberto Bolaño recordaba que muchos de los gigantes de la literatura habían sido hombres buenos o, a lo sumo, hombres con biografías remarcables y éticas sólidas, seguramente sopesaba sus afirmaciones con las contradicciones de su propia biografía y el recuerdo agridulce de los poetas y escritores que quemaron toda su energía en el torbellino de la bohemia de los años mozos, sin dedicar la mejor parte de la energía a escribir.

A su modo, tanto Bolaño como Hitchens expresaron sus mundos y filosofías de vida con la riqueza y consistencia que exige la escritura, se trate de periodismo y ensayo (Hitchens) o ficción (Bolaño).

Disección de uno mismo

Las grandes obras y las loadas memorias de Tolstói llegarían con la madurez, una vez asentada su filosofía de vida. Mucho antes, no obstante, cuando todavía no había estudiado a los clásicos occidentales y orientales, ni se había sumergido en una interpretación particular y sin intermediarios con la biblia (al estilo de los panteístas y trascendentalistas), el autor de Guerra y paz reflexionaba sobre la existencia y especulaba acerca de una teoría unificada particular.

A los 18 años, Tolstói inició un escrutinio de la conciencia y de lo observado a través de ésta. En esa época, estudiaba en la universidad de Kazán, pese a que estaba desanimado y a punto de dejar los estudios por falta de progreso personal.

En la clínica universitaria, el futuro autor planeó estudiarse a sí mismo (explica Irina Paperno en Who, What Am I?: Tolstoy Struggles to Narrate the Self).

El vértigo de querer capturar lo percibido

Con la intuición de los grandes científicos y escritores, el joven Tolstói, que todavía debería experimentar el desamor, la guerra, la muerte de alguien a su cargo, las limitaciones de la ideología y los sinsabores y contradicciones del propio ser humano, captó la ambición de toda teoría con vocación universal: demostrar el todo con el conocimiento meticuloso de una parte.

Tolstói escribía con dolor en sus días de Kazán: “Sólo Dios sabe cuán diversas y cautivadoras son las impresiones y pensamientos que evocan estas impresiones… ocurriendo en un solo día. Si sólo fuera posible capturarlas de tal modo que yo mismo pudiera leerlas fácilmente y que los otros pudieran leerlas como yo…”. 

Como un poeta romántico, Tolstói se daba cuenta de las limitaciones del lenguaje para capturar lo percibido: la vida experimentada e interpretada y la innombrable cantidad de fenómenos que capturan nuestros sentidos a cada instante, imposibles de recrear con toda su riqueza. 

Introspección 

La lucha de Tolstói tiene mucho de desesperada: es la constatación de su incapacidad para aplicar una regla clara y racional a la realidad para lograr así el mayor impacto con la mayor economía de palabras. La ciencia moderna y sus anhelos por lograr una teoría unificada se encuentra ante la misma disyuntiva expresada por el joven Tolstói.

Tolstói anotaba en su diario durante aquellos días de la Universidad de Kazán la influencia de Rousseau acerca de las ventajas de la soledad. La introspección, según Rousseau, tenía un objetivo moral: el cultivo racional servía de contrapeso a una existencia disoluta y carente de filosofía de vida.

Tolstói constató en su diario las dificultades para explorarse a sí mismo, así como la complejidad de la narración; intuía que la escritura dependía de un ritmo que no dominaba. 

La Ilustración francesa, tan influyente en su formación, no abarcaba con claridad los aspectos más contradictorios del ser humano, acaso su principal escollo para encontrar su teoría unificada del mundo según él (o teoría unificada del mundo interpretado a través de la literatura).

Pequeñas y grandes historias

Tolstói dedicaría el resto de su vida a actuar con efectividad en lugar de describir. En lugar de perseverar en su particular teoría del todo, el escritor ruso se conformó con evocar la existencia con la máxima riqueza posible. En lugar de hallar una explicación del todo y aplicarla luego a su vida y a su narrativa, simplemente escribió lo mejor que pudo.

Inspirado en la autobiografía y los escritos de Benjamin Franklin, Tolstói anotó por separado en dos pequeños diarios de la época un “diario de las debilidades” y otro “diario de las ocupaciones diarias”, donde anotaba tanto los impedimentos en su propia conducta que frenaban o favorecían sus propósitos.

Posteriormente, aplicaría una filosofía de vida adaptada a sus observaciones empíricas sobre sí mismo, quizá inspirado por las 13 virtudes que Franklin había concebido para sí mismo a los 20 años y practicaría durante el resto de su vida.

Transitoriedad

Las reflexiones sobre el tiempo y la existencia del joven Tolstói ya tienen el tono estoico que desarrollaría más adelante con las lecturas clásicas occidentales y orientales. El pasado ya no podía cambiarse, el presente era escurridizo, mientras el futuro era incierto.

El azar, las pasiones humanas y otros factores obviados por la Ilustración interesaron a Tolstói por el desorden que incorporaban al espíritu positivista de la época. Era algo así como la constatación -intuía él- de que al ser humano todavía se le escapaban muchas cosas para dar con una teoría unificada que lo explicara todo, desde el pensamiento humano hasta el último cuerpo visible en el universo conocido.

Quizá los poemas de los poetas real visceralistas retratados por Bolaño, o los reportajes para Vanity Fair elaborados por Christopher Hitchens con el flujo febril de una noche inacabable, buscaban a su manera los retazos de realidad que evocaran las aristas de esa “hipótesis para todo” que no llega, a veces intuida o imaginada.

Sobre el oficio de dar cuenta de algo, por muy pequeño o grandioso que sea

En cierto modo, indagar en los sueños y frustraciones del joven Tolstói de la universidad de Kazán es leer el periplo juvenil de Benjamin Franklin según su propia autobiografía, pero también tiene retazos de los real visceralistas de Bolaño, o las mil batallas del Christopher Hitchens que madura con el lector en Hitch 22 (sin abandonar nunca su afición por el exceso ni conseguir teorías del todo, ni mucho menos compendios de 13 virtudes).

La frustración ante la teoría del todo que no llega es, al fin y al cabo, una batalla que da cualquiera que detecte y cultive su hambre por cuestionarse a sí mismo y lo que le circunda, por saber más sobre sí mismo y, de este modo, conocer más lo que percibe.

Según Irina Paperno, autora del mencionado ensayo sobre los primeros escritos introspectivos del escritor rudo, Tolstói quiso convertirse en un “libro abierto”, al tener la convicción de que todo el conocimiento estaba basado en “sentimiento” y todo lo que debía hacer era “hacer que mi alma sea transparente al lector”.

Eso sí, Tolstói escribía en 1851 que el problema de dar cuenta de la vida con la riqueza de la vida misma era imposible por la limitación del uso de una herramienta reduccionista como la narrativa:

“No hay suficiente tinta en el mundo para escribir semejante historia, ni tipógrafos capaces de imprimirla”.

Los “Cuatro cuartetos” de T.S. Eliot

Pese a esta incapacidad, constatada tanto por semióticos como por el mayor repositorio de conocimiento hasta ahora, Internet, la literatura sigue compartiendo con la filosofía y la ciencia un anhelo: acercarse a certezas mayores a partir de lo particular, sopesando a cada instante riesgos como el reduccionismo científico o la superstición.

La única manera de integrar melodías distintas en una misma canción sin perder la capacidad sugestiva de sus matices consiste, quizá, en abandonarse a lo jazzístico… o intuir el significado de su desorden al contemplar la naturaleza o el interior humanos.

Pero eso, claro, es territorio onírico. Y quizá acabaríamos hablando de T.S. Eliot, de W.B. Yeats, de Gerard Manley Hopkins…

O acaso de lo que los real visceralistas (o los futuristas rusos, o tantos otros) pudieron ser y no fueron.