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Lo que gurús de dietas y autoayuda omiten sobre carbohidratos

El sesgo de modas nutricionales como las dietas sin carbohidratos, desde la paleolítica a la Atkins o la Dukan, alcanza niveles de epidemia: ni estas dietas logran lo prometido a largo plazo sin producir algún desequilibrio metabólico, ni todos los hidratos de carbono son nocivos, como éstas sostienen.

Nuestro organismo necesita glúcidos. La concentración adecuada de carbohidratos varía entre los 8 y los 15 gramos por kilogramo de peso corporal. En torno al 55% y el 60% de la energía que propulsa nuestra musculatura y actividad nerviosa y mental procede de la absorción de azúcares.

“Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirios” (Felipe Ramírez, 1628); Museo del Prado

Eludir la ingesta de todo tipo de glúcidos, y no sólo de los de más fácil absorción -relacionados con dolencias metabólicas como el sobrepeso y la diabetes-, puede ser tan contraproducente como abusar en el consumo de azúcar.

La moda de las dietas bajas en carbohidratos

Érase una vez un mercado de publicaciones dietéticas, suplementos alimentarios, parafarmacia y nootrópicos centrado en vender pócimas que lograban lo contrario de lo promocionado: el desequilibrio metabólico.

Las dietas sin carbohidratos olvidan deliberadamente que los azúcares son imprescindibles, omitiendo una explicación contextual necesaria:

  • hay azúcares simples -glucosa, fructosa y galactosa-, más peligrosos si se toman en exceso;
  • y azúcares complejos -glucógeno, fibra, almidones, sacarosa, maltosa y lactosa-, más recomendables y con la ventaja de saciar, lo que limita ansiedad en torno a los alimentos.

Asimismo, el mercado de la dietética elude una conversación sosegada y de largo recorrido sobre los hábitos y el estilo de vida que permiten mantener un peso equilibrado sin renunciar a ningún alimento. Ello supondría debilitar su potencial de ingresos, que se nutre de trastornos metabólicos y del comportamiento.

“Bodegón con peritas, pan, alcarraza, cuenco y frasca” (Luis Egidio Meléndez, 1760); Museo del Prado

Entre los hábitos con mejores resultados a largo plazo, destacan los tiempos de comida fijos y regulares, la ausencia de picoteo, las porciones mesuradas o el hábito de sentarse a la mesa para comer, apreciando su significado sociocultural.

Las dietas más equilibradas incluyen glúcidos complejos

Las poblaciones con tradiciones culinarias que combinan alimentos ricos en antioxidantes e hidratos de carbono complejos, absorbidos con lentitud por el organismo, registran menor obesidad y dolencias cardiovasculares, así como mayor esperanza de vida.

Por el contrario, los mercados del mundo desarrollado que más interés muestran en publicaciones y programas televisivos sobre dietética dominan el ranking de dolencias del estilo de vida:

  • dolencias metabólicas (obesidad, diabetes, síndrome metabólico, etc.);
  • enfermedades cardiovasculares (hipertensión, cardiopatías);
  • dolencias nutrimentales y psiquiátricas (trastornos alimentarios);
  • cáncer, etc.

Sin embargo, prensa y pseudociencia han extendido la creencia de que los hidratos de carbono o glúcidos son nocivos sin distinción, cuando el efecto sobre el organismo de los glúcidos simples es muy distinto al de los complejos.

En síntesis, es recomendable reducir el consumo de azúcares simples -monosacáridos y disacáridos- como el azúcar y mantener o incluso aumentar la variedad de polisacáridos y oligosacáridos, o azúcares complejos, como los cereales integrales, las legumbres, los frutos secos o las hortalizas. Nada mejor que seguir la pista de tradiciones gastronómicas como las de la cuenca mediterránea.

Los efectos de las modas pasajeras: paleo y Atkins

Los promotores de las dietas bajas en carbohidratos no comprenden -u omiten deliberadamente- las implicaciones de privar al organismo de fuentes de polisacáridos que contribuyan a saciar y liberen azúcares a medida que el organismo los necesite: sin carbohidratos, acabamos usando proteínas para procesos no estratégicos, relegando a un papel secundario sus tareas vitales -construir y reparar tejido corporal y células.

Al atraer partículas de agua, los carbohidratos se adecúan más que las proteínas para producir la energía que cuerpo y cerebro demandan, facilitando el trabajo de las enzimas digestivas, pero su ausencia obliga al organismo a recurrir a proteínas para los mismos procesos; llevadas al extremo, dietas como la paleolítica o la denominada Atkins, con especial incidencia en el mundo anglosajón, fuerzan al organismo a adaptarse a situaciones anómalas, lo que puede incidir sobre la salud a largo plazo.

“Las doce” (Cecilio Pla y Gallardo, 1892); Museo del Prado

Asimismo, quienes omiten el consumo de todo tipo de carbohidratos, incluidos los recomendables alimentos ricos en glúcidos de absorción lenta (glucógeno -polisacáridos y oligosacáridos-), deberían informarse sobre el funcionamiento del sistema nervioso de los animales vertebrados superiores, incluida la especie con el cerebro proporcionalmente más grande y demandante de energía, el humano.

El cerebro humano es una reliquia de nuestros orígenes, y su núcleo se comporta como el cerebro de un reptil por motivos obvios. Como el cerebro de un reptil, el equivalente humano es incapaz de quemar grasas y obtiene el tipo de energía procesada más abundante y concentrada: la glucosa, una vez absorbida por la sangre (adonde ha llegado de manera equilibrada -alimentos de absorción lenta- o de sopetón -efectos de una bebida energética, etc.-).

Azúcares simples y azúcares complejos

Los carbohidratos aportan más glucosa (9 kcal por gramo) que el alcohol (7 kcal por gramo) y las proteínas (4 kcal por gramo). Ingerir proteínas de absorción lenta para un rendimiento intelectual prolongado debería ser un reclamo suficiente, pero los entusiastas de dietas como la denominada paleolítica insisten en el mantra-de-las-proteínas-para-todo.

Los azúcares simples o monosacáridos (también disacáridos) fomentan el atracón de azúcar en la sangre, mientras que los complejos rinden a nuestro cerebro un tributo más estoico, pero sano y efectivo a la larga: en lugar de sobreestimularlo con glucosa -bebidas carbonatadas, azúcar, etc.- y causar un bajón al desaparecer el exceso de azúcar, la ingesta de glucógeno ofrece un rendimiento prolongado, reduciendo efectos como la sobreexcitación, la fatiga, los cambios de humor o incluso la adicción a productos como bebidas carbonatadas y estimulantes ricos en glucosa.

“Aves muertas” (Francisco de Goya y Lucientes, 1808-1812); Museo del Prado

Una de las falacias más extendidas entre los a menudo autoproclamados expertos en nutrición consiste en asociar cualquier hidrato de carbono con dietas desequilibradas. Pero no todos los hidratos de carbono son idénticos ni tienen el mismo efecto sobre el organismo.

Riesgos de demonizar todos los hidratos de carbono

Además de imprescindibles para el organismo, los azúcares complejos están presentes en alimentos demonizados con información incompleta o tergiversada por entusiastas de experimentos dietéticos como dietas “bajas en carbohidratos”, sin pararse a distinguir entre los distintos tipos de glúcidos.

No todos los cereales y derivados menos elaborados, como el pan y la pasta, son poco recomendables: los que han sido elaborados con cereales integrales se componen de oligosacáridos y polisacáridos, o moléculas complejas que logran saciar y segregan energía a medida que el organismo la necesita.

“Bodegón: pan, granadas, higos y objetos” (Luis Egidio Meléndez, 1770); Museo del Prado

Por el contrario, el pan blanco o la pasta de cereales refinados y con bajo contenido en almidón son absorbidos por el organismo con la facilidad del azúcar, causando sus mismos efectos adversos.

Desde la musculatura -glucógeno muscular- al cerebro -glucógeno hepático-, nuestro organismo depende del consumo de hidratos de carbono o glúcidos, pues son las moléculas más sencillas para almacenar y consumir energía en momentos de actividad física e intelectual.

Carbohidratos de absorción rápida y de absorción lenta

Las dos familias de carbohidratos tienen un comportamiento y efectos muy distintos a largo plazo:

  • los azúcares o glúcidos de absorción rápida (glucosa) se componen de un único monosacárido o molécula simple, más fácil de absorber, o a lo sumo dos azúcares monosacáridos iguales (disacáridos);
  • los cereales integrales y derivados, legumbres y alguna fruta son ricos en glúcidos de absorción lenta (glucógeno), compuestos por varios monosacáridos (polisacáridos u oligosacáridos, en función de su composición).

Dada su extrema solubilidad, absorbemos los azúcares una vez llegan al estómago, estimulando cerebro y musculatura, pero creando a la vez otros efectos no tan deseados tanto en el sistema nervioso (dependencia, euforia, cambios de humor) como en el organismo (al acelerar la oxidación o envejecimiento celular, sobre todo cuando se combinan con un estilo de vida sedentario y con poca actividad intelectual).

“Bodegón con caja de jalea, rosca de pan, salva con vaso y enfriador” (Luis Egidio Meléndez, 1770); Museo del Prado

Quienes viven en climas gélidos y practican deporte de gran desgaste a diario se pueden permitir una dieta hipercalórica que combine una cantidad superior a la recomendable de azúcares simples, pero es el glucógeno, o carbohidratos compuestos de polisacáridos (y, por tanto, de absorción lenta al ser menos solubles) el nutriente imprescindible para cualquier dieta.

Usar proteínas para todo

Los carbohidratos complejos o de absorción lenta ofrecen más beneficios y menos efectos no deseados porque el organismo procesa de manera escalonada la energía que aportan:

  • la musculatura se regenera con mayor facilidad durante y después del ejercicio;
  • el organismo usa primero sus reservas de glúcidos y, cuando éstas descienden, éste recurre a la síntesis de glucosa a partir de proteína: si usamos menos reservas de proteína como fuente de energía primaria, el organismo hace mejor uso de esta biomolécula, más versátil y efectiva que los carbohidratos en actividades como el mantenimiento y reparación de los tejidos;
  • al absorberse con lentitud, el glucógeno regula el metabolismo de las grasas, evitando que el organismo retenga grasas (cuerpos cetónicos) a un ritmo mayor que su utilización;
  • nutriente imprescindible para el sistema nervioso central.

Cuando ingerimos cereales integrales y sus derivados no preparados -como el pan de cereales integrales (que no hay que confundir con el pan “multicereal”, pues este término implica que el producto contiene varios cereales, integrales o no) o la pasta integral-, legumbres y frutas ricas en glucógeno (frutos rojos), nuestro organismo debe primero convertir los polisacáridos en monosacáridos antes de absorberlos.

Al desarrollarse con mayor lentitud, esta ingesta garantiza la distribución uniforme de energía durante más tiempo, lo que nos mantiene saciados y permite al organismo distribuir recursos al sistema nervioso y la actividad muscular.

La montaña rusa de los atracones de monosacáridos

Los azúcares simples, por el contrario, son la manera más rápida de estimular musculatura y sistema nervioso, ya que los polisacáridos de que se componen son absorbidos al instante, agotándose con la rapidez con que han sido ingeridos, un fenómeno que desequilibra nuestro metabolismo con momentos de exceso de monosacáridos (hiperglucemia) seguidos de momentos de abstinencia de este nutriente (hipoglucemia), un proceso que reproduce el mecanismo nervioso y metabólico de las adicciones.

Cuando abusamos de azúcares simples (glucosa, o hidratos de carbono de absorción rápida), nuestro organismo se habitúa a reaccionar para contrarrestar el exceso de azúcar en la sangre: nuestro páncreas, órgano que nos asiste en la digestión, segrega una hormona (u orden nerviosa), la insulina, para trasladar el exceso azúcar a las células, lo que confunde a nuestro organismo, pues interpreta que hemos consumido toda la energía y necesitamos ingerir más alimentos.

“Bodegón con servicio de chocolate y bollos” (Luis Egidio Meléndez, 1770); Museo del Prado

En momentos de hipoglucemia, o escasez de azúcar en la sangre después del último atracón de monosacáridos, el páncreas vuelve a actuar, aunque en esta ocasión no segrega insulina (que privaría a la sangre de todo su azúcar) sino glucagón, la hormona que activa en el metabolismo del glucógeno, ordenando a nuestro cuerpo que produzca glucosa con sus reservas.

Como consecuencia, las calorías sobrantes, trasladadas por el páncreas a las células, se almacenan en forma de grasa mórbida, explicando la responsabilidad de los azúcares simples (monosacáridos) en trastornos de alimentación, sobrepeso, obesidad, altibajos en niveles de azúcar (de la hiper a la hipoglucemia), y dolencias cardíacas y metabólicas (como la diabetes).

Cuando “quemar grasas” se transforma en acidez sanguínea

Los hidratos de carbono complejos cuentan con todas las ventajas de los azúcares y con ninguno de sus inconvenientes, al liberarse en el organismo de manera escalonada y mantener tanto niveles regulares de energía en sistema nervioso y músculos como un estado prolongado de saciabilidad, aumentando el rendimiento regular tanto en actividades intelectuales como musculares.

La distinción entre “glúcidos buenos” y “glúcidos malos” carece de base científica. Aunque estos conceptos se han utilizado en el diseño de las dietas cetogénicas como las dietas bajas en glúcidos, las cuales promueven una reducción en el consumo de granos y almidones en favor de proteínas.

El resultado es una reducción en los niveles de insulina usada para metabolizar el azúcar y un incremento en el uso de grasas para energía a través de la cetosis, proceso mediante el cual el organismo suple el déficit de carbohidratos recurriendo a grasas de proteínas para crear energía.

“El Gusto” (colaboración pictórica entre Pedro Pablo Rubens y Jan Brueghel el Viejo, 1618); Museo del Prado

En casos agudos, el déficit de hidratos de carbono puede derivar en cetoacidosis, que ocurre cuando el organismo es incapaz de expulsar con normalidad los cuerpos sobrantes de la quema de grasas para producir energía, ocasionando una acidificación de la sangre.

El exceso de cuerpos cetónicos en la sangre reduce el pH sanguíneo, lo que impide una respiración aeróbica adecuada y, a la larga, resultar fatal.

El lobby del azúcar y el lobby “low-carb”

Aclarado esto, la industria del azúcar ha ocultado deliberadamente los efectos nocivos de los azúcares simples desde que los primeros estudios concluyentes en Estados Unidos asociaron su abuso con dolencias del sistema metabólico (obesidad, diabetes, etc.).

Comprender la importancia de la glucosa en nuestro organismo es esencial para evitar la denominación de familias de alimentos o -todavía más peligroso- dejarse embelesar por los cantos de sirena de algún gurú de las dietas y los nootrópicos que prometa sustituir los carbohidratos de absorción lenta por alternativas supuestamente más adecuadas.

En un momento en que el relato dominante en Silicon Valley sobre la posibilidad de transformar cualquier elemento de la realidad con el que no estemos de acuerdo, se impone también en mercados como el del fitness y el de los suplementos alimentarios, los hidratos de carbono son demonizados por quienes creen que los nutrientes pueden descomponerse hasta su composición molecular para mejorarlos.

Esta visión reduccionista de la nutrición, impulsada tanto por “hackers” del mercado del desarrollo personal (Tim Ferriss, por ejemplo) como por empresas cuyo objetivo último es reemplazar la compleja experiencia de la gastronomía humana por compuestos nutritivos (Soylent, pot ejemplo), parte de la hipótesis mecanicista de que un alimento no es más que la suma de sus nutrientes.

Alimentarse es más que una suma simple de moléculas

Varios estudios sugerirían que los nutrientes en forma de alimento son absorbidos por nuestro cuerpo de distintas maneras en función de sus características, con lo que una alimentación variada no sería mecanicista, sino un fenómeno emergentista (el todo es superior a la suma de las partes).

Describir todos los carbohidratos (simples y complejos) en función de indicadores como el índice glucémico (cantidad de glucemia en un alimento) o el índice de insulina (efecto de un alimento sobre los niveles de insulina), simplifica una actividad tan compleja y cargada de significado cultural como la alimentación: hay carbohidratos quizá menos efectivos que otros, pero los menos efectivos carecen de nutrientes, texturas y particularidades que influirán sobre su disfrute, nivel de saciabilidad, etcétera.

A partir de estudios médicos recabados en todo el mundo (informe técnico OMS 916), la OMS recomienda que el consumo de carbohidratos suponga entre el 55% y el 75% de una dieta equilibrada. Está en nuestras manos sustituir los atracones de monosacáridos (en forma de bebidas carbonatadas, etc.) por alimentos que ofrezcan más glucógeno (polisacáridos, oligosacáridos), o glúcidos de absorción lenta.

De este modo, evitaremos la montaña rusa anímica y energética de la hiperglucemia (exceso momentáneo de azúcar en la sangre, que obliga a nuestro páncreas a producir insulina) y la hipoglucemia (ausencia momentánea azúcar en la sangre, lo que obliga al páncreas a segregar glucagón, o la hormona para producir glucógeno).

Una dieta rica en hidratos de carbono de absorción lenta permite además dedicar las proteínas en su labor más estratégica en el organismo, creando y reparando tejidos.