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Lucidez del escepticismo vs falso confort de la certidumbre

Viena, inicios de los años 20. El modernismo, que ha florecido en la ciudad en paralelo con la decadencia del Imperio de los Habsburgo, pierde fuelle después de la desastrosa I Guerra Mundial.

Es entonces cuando el núcleo intelectual de la Europa humanista y científica, en quien Nietzsche había depositado sus esperanzas como contrapeso al nacionalismo tras la unificación de Italia y Alemania, se empieza a descomponer.

El Café Griensteidl, lugar de encuentro del movimiento modernista Joven Viena (Reinhold Völkel, 1896)
El Café Griensteidl, lugar de encuentro del movimiento modernista Joven Viena (Reinhold Völkel, 1896)

Retrocede el individualismo liberal, y se consolida la fuerza popular de los grandes idealismos (que identifican las libertades individuales como parte de un ideario burgués que combatir), para los que el fin justifica los medios.

En una de las mayores paradojas de la historia, muchos de los jóvenes que se nutrieron del hervidero de ideas y tendencias de los cafés liberales, pondrían fin al desordenado cosmopolitismo centroeuropeo: unos años antes, en 1913 (recordaba BBC News en 2013), un puñado de jóvenes buscavidas malvivía en el centro de Viena, frecuentando los mismos círculos; ni más ni menos que Hitler, Trotsky, Tito, Stalin… y Freud).

Tres futuros dictadores, un ideólogo mandado asesinar por otro de la lista… y el creador del psicoanálisis.

Empiristas y escépticos en el funeral de la Wiener Moderne

Mientras se suceden los cambios dramáticos en Europa Central que producirán la emigración de artistas y académicos, la discusión entre tendencias filosóficas alcanza su cumbre:

  • por un lado, los empiristas, que aspiran a catalogar la realidad con objetividad, exploran la relación entre el lenguaje y las matemáticas;
  • mientras los escépticos reconocen con cada vez mayor convicción la provisionalidad de cualquier teoría humana: la física del siglo XX acaba con la concepción euclídea del universo, y tiempo y espacio dejan de ser absolutos.

Los empiristas abrazarán un método positivista de afrontar la realidad, creyendo en una realidad comprensible desde la lógica matemática; los segundos, atentos a la importancia del punto de vista, que cambia en cada momento -como lo hace el espectador-, desarrollarán teorías que invitan a observar la realidad sin la certidumbre del empirismo, pues todo es potencialmente refutable.

La influencia analítica británica y el ascenso de la fenomenología

Entre estos segundos, englobados en la llamada tradición filosófica “continental” (al destacar en los territorios de habla alemana y Francia), el vacío causado por el reconocimiento de la falta de absolutos será sustituido por el anhelo del individuo de involucrarse en la realidad con todos los sentidos, obteniendo una frescura en el momento presente al no dar nada por sentado: una proyección en el presente búsqueda de lo “auténtico” que Martin Heidegger denominará “estar ahí ahora”.

Algunos de estos filósofos, críticos con el neopositivismo y atentos a los matices de la realidad (Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre o Hanna Arendt, entre otros), constatan que no hay individuo ajeno a su contexto: el ser humano siempre se encuentra en un lugar, enfrascado en el momento y el sitio (y no separado como un compartimento estanco que pueda aislarse o analizarse sin la realidad circundante).

Las diferencias entre ambas corrientes, neopositivismo y las numerosas formas de escepticismo, dan inicio a una brecha entre tradiciones filosóficas que se sigue acrecentando:

  • quienes creen que la realidad es cuantificable y reducible a verdades irrefutables que, a la larga, podremos averiguar sirviéndonos del método científico;
  • y quienes no dan nada por totalmente cierto y se sorprenden de encontrar nuevas perspectivas del mismo fenómeno o fenómenos cada vez que observan, constatando que, quizá, el resultado de un sistema es siempre más rico que la suma individual de sus partes (emergentismo).

Más allá de lo cuantificable: nuestra actitud ante la realidad

Elaborada o no, nuestra visión del mundo y visión de la realidad influye sobre nuestra manera de afrontar cada momento: una aproximación positivista a la realidad concedería gran importancia a la objetividad de lo observado; mientras una posición más escéptica nos mantendría más atentos, pues nuevas ideas o conjeturas podrían cambiar o enriquecer la experiencia de lo observado.

Así lo atestigua el renovado interés contemporáneo por el concepto de “conciencia plena” (del inglés “mindfulness”), presente en la filosofía oriental y en corrientes occidentales como el escepticismo de David Hume (y su constatación de que es imposible definir un “yo” donde no haya un pensamiento, una sensación -frío, calor, etc.-, una percepción) a la fenomenología existencial de Heidegger.

El ensayista Matthew E. May reflexiona en una columna para The New York Times sobre la última obsesión de los gurús de la gestión empresarial, que recomiendan en sus clases y talleres el cultivo de la introspección, sirviéndose de un concepto tan esquivo como el de “mindfulness”, o conciencia plena.

“Conciencia plena” no es sinónimo de meditación

Al realizar un ejercicio entre los asistentes a un seminario, Matthew E. May constató que la audiencia confundía mayoritariamente los términos “mindfulness” con “meditación”; ocurre, explica el ensayista y consultor, que ambos conceptos no son intercambiables.

Conciencia plena no es sinónimo de meditación, sino que la meditación es uno de los métodos que lograrían acercarnos a ese estado de atención de orden superior que permitiría mantener una atención lúcida ante los cambios a nuestro alrededor, observando los matices su evolución en tiempo real. Esta atención nos sitúa en el presente, lúcidos y receptivos, lo que nos haría verlo todo con la frescura de lo novedoso.

Históricamente, ha habido dos métodos para lograr este estado de fresca lucidez, tan difícil de experimentar en situaciones rutinarias dominadas por la inercia y la apatía: meditación y pensamiento reflexivo.

Un viejo sofista, Popper y los fenomenólogos

La tradición oriental ha usado la meditación, pues las religiones dhármicas buscan un tipo de conciencia plena cuyo ideal es sosegar la mente y detener el pensamiento dentro de lo posible (algo imposible en su totalidad como constató un frustrado David Hume).

Pero este método para entrar en un estado de conciencia plena se opone a la estrategia que aspira a lo mismo en la tradición occidental: el pensamiento activo, cuestionando lo observado y evitando dar nada por sentado, explorando perspectivas y evitando conformar la interpretación de la realidad a expectativas, modelos existentes, etc.

Ambas tácticas, explica Matthew E. May, comparten el objetivo de evitar la inconsciencia, esos momentos no valorados en que el pasado dicta el presente, atrapándonos en categorías creadas con antelación: se imponen entonces la rigidez de perspectivas y la incapacidad para valorar puntos de vista alternativos, fenómeno que ofrece la ilusión de la certidumbre y que propulsaría el pensamiento dogmático.

El pensamiento activo consistiría en una especie de socratismo que combinaría reproductibilidad (base del empirismo clásico), refutabilidad (no hay certidumbres absolutas: todo está sujeto a la refutación) y, quizá, añado yo, ingenuidad -atributo que erróneamente asociamos sólo con la infancia-: como recuerda David Deutsch, todo es posible, siempre y cuando no esté prohibido por las leyes de la física.

Entrada del Seminario de Matemáticas de la Universidad de Viena (en Boltzmanngasse 5), lugar de reunión del Círculo de Viena
Entrada del Seminario de Matemáticas de la Universidad de Viena (en Boltzmanngasse 5), lugar de reunión del Círculo de Viena

Ya optemos por la meditación o el pensamiento activo, la conciencia plena es una aspiración para lograr una fresca lucidez cotidiana que nos ayude a disfrutar del momento “con autenticidad” (dirían los postulados de la fenomenología existencial).

Aceptar la incertidumbre

La clave para lograr este estado de conciencia, dice Matthew E. May en su columna, es aprender a mirar el mundo de un modo más condicional:

“Entender que nuestra perspectiva es apenas uno entre muchos puntos de vista requiere que aceptemos la incertidumbre. Cuando nos sentimos dubitativos e inseguros, nuestro entorno se vuelve de nuevo interesante, como la peculiaridad de los pequeños detalles que notamos cuando llegamos a un lugar desconocido.”

El arte de aceptar la incertidumbre es una de las grandes cuestiones de la filosofía occidental desde que los sofistas, exploradores de la realidad mediante la retórica, perdieran la gracia de que habían disfrutado en la Grecia clásica.

El cisma entre puristas de la razón y escépticos permanecía vivo en una Europa caótica y cosmopolita que desaparecía a inicios del siglo XX, dando paso a la Europa de los idealismos, sirviéndose de la ontología hegeliana para anteponer el fin a los medios.

Fin de una Europa Central

La brecha entre neopositivistas y corrientes más escépticas que rechazaban la objetividad pura (perspectivismo, relativismo, existencialistas) tiene su epicentro en una Viena que ya no existe, de la que surgieron las ideas científicas, artísticas y filosóficas que dominarían el resto del siglo XX, una vez distribuidas en el exilio por sus postuladores.

Después de la Gran Guerra, la Wiener Moderne se convierte en una ciudad de provincias cada vez más cerrada en sí misma, descartando todo lo no germanófilo; la cultura de cafés pierde su atractivo y se impone el jolgorio de mítines y tabernas: y el descontento de la población, el nacionalismo y la persecución verbal de minorías inundan folletines, periódicos y encendidos discursos.

Durante esta transición desde el humanismo paneuropeo hacia el idealismo maximalista (nativismo, materialismo dialéctico, etc.), la estridencia populista de veteranos de guerra y buscavidas que llaman a la rebelión tras el desastre de la Gran Guerra convive con los restos de la potencia artística, científica y filosófica de una Viena que desaparece.

La Viena de Wittgenstein

En 1921 nace el círculo de Viena, que se disolverá en 1936, coincidiendo con el ascenso de Hitler y el asesinato del fundador del Cículo de Viena y alumno de Max Planck, Moritz Schlick, a manos de un estudiante nazi. La anexión de Austria al Tercer Reich llegará dos años después.

Antes de que Viena deje de ser uno de los centros intelectuales más importantes, los filósofos del Círculo, inspirados en el positivismo de Ernst Mach (el filósofo empirista que había influido en Albert Einstein) y de los británicos David Hume y John Locke, reivindican el método de inducción como principal herramienta del progreso científico.

Entre los proponentes, se encuentra el joven vienés Ludwig Wittgenstein, que había publicado su influyente Tractatus logico-philosophicus en 1922 (que pretendía reducir el lenguaje humano a los postulados del positivismo, equiparando a lenguaje y matemáticas), se instalará definitivamente en el Reino Unido, convencido de que la intelectualidad de la Europa continental no sobrevivirá al nazismo.

La única certidumbre socrática: todo es refutable

Wittgenstein se había presentado años en el departamento de filosofía analítica (que defendía el empirismo de la tradición anglosajona frente a la tradición llamada “continental”, más perspectivista -doctrina sostenida por Nietzsche y los existencialistas-), ante el máximo exponente del momento en el prestigioso Trinity College de Cambridge, Bertrand Russell.

El departamento de Russell, instalado en el clásico positivismo de la Ilustración, había mostrado su simpatía explícita con el círculo, como también había hecho el propio Albert Einstein.

Todavía en los años 20, otro joven vienés era algo más escéptico con la aspiración matemática del neopositivismo, corriente que defendía que el método científico era la única forma de conocimiento, se distanció de sus colegas del círculo.

Para este joven, el entonces desconocido Karl Popper, el neopositivismo era todo fachada, como ya había demostrado Sócrates con su respuesta al oráculo de Delfos, tras identificar al filósofo como hombre más sabio. Sócrates había respondido que su única certidumbre era que no daba nada por sabido: todo enunciado lógico puede refutarse con un enunciado que demuestre su falsedad (todos los cisnes no son blancos desde el momento en que encontramos un cisne negro).

La discusión entre Popper y Wittgenstein

Años después, en 1946, invitado a una conferencia en Cambridge, Karl Popper se enfrascó en una legendaria pelea verbal con Ludwig Wittgenstein, al recordarle a éste que el progreso humano era posible gracias a la evolución de ideas y tecnologías, pues las viejas conjeturas eran refutadas con un contraejemplo y sustituidas por teorías e ideas más difíciles de refutar, pero siempre refutables en principio.

Popper expuso ante sus colegas de Cambridge que no hay una sola teoría que pueda declararse irrefutable (empíricamente cierta al 100%), sino que todo el saber humano estaba sometido a la refutación: bastaba un sólo enunciado empíricamente demostrable invalidar cualquier teoría, por sólida que parezca.

Margarita, hermana de Ludwig Wittgenstein, retratada en 1905 por Gustav Klimt
Margarita, hermana de Ludwig Wittgenstein, retratada en 1905 por Gustav Klimt

Así, al primer y único pilar hasta entonces del método científico, la reproductibilidad de un enunciado, Popper incorporó con éxito el principio escéptico de la falsabilidad, o rechazo de las verdades absolutas.

La comunidad académica aceptaría poco a poco el principio socrático de tener la certidumbre de que nada es certero (“sólo sé que no sé nada”).

El fin de la Europa de Stefan Zweig

El incalculable potencial intelectual de la Viena de principios de siglo había sido reducido a cenizas: los académicos y artistas, sobre todo los de origen judío, habían abandonado la ciudad a principios de los años 30, a menudo en dirección a las universidades del Reino Unido (el caso de Wittgenstein o Popper) o con destino a Estados Unidos.

Otros emigrarían a terceros países, desprovistos de la patria intelectual paneuropea en que habían crecido, como Stefan Zweig (y su final trágico en Brasil).

Un siglo después de la desaparición de la Viena Moderna, los herederos de la fenomenología existencialista y del falsacionismo de Karl Popper constatan que todo es susceptible a la revisión, como ya había intuido Sócrates.

Pero mantener los ojos abiertos en un mundo tan exigente requiere, quizá, técnicas que prioricen la reflexión y la ganancia a largo plazo sobre las prisas del corto plazo y la gratificación instantánea, a la que tanto apela una cultura en constante cambio.

Matthew E. May dice que el método más efectivo que ha encontrado para pasar de la indolencia a la conciencia plena sin recurrir a la meditación tiene que ver con el ejercicio de distanciarse uno mismo de la realidad. En este recogimiento, uno puede hablar con su propia conciencia “como lo haría un buen consejero”.

Leer

Sócrates recomendaba a sus alumnos otro método para lograr la conciencia plena que yo creo superior al sugerido por el ensayista estadounidense: leer las obras más solventes de la literatura, para así aprender con facilidad y placer del saber destilado que tanto ha costado a otros sintetizar para nosotros.

Estos métodos nos permiten:

“Convertirnos en menos reactivos ante el mundo: todavía receptivos, pero no reactivos. Al final, la clave para eliminar la apatía sin recurrir a la meditación quizá sea darse cuenta de que el problema se ve diferente desde una perspectiva distinta, y luego sopesar ese derrotero.”