(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

"Me llamo Íñigo Montoya": honor y virtud por culturas/épocas

La caballería andante no murió en el imaginario colectivo con Don Quijote, sino que vivió con tradiciones anacrónicas como los duelos “entre caballeros” hasta tiempos modernos.

Su alternativa más sólida ha sido la virtud individual razonada, la aspiración a la excelencia (o areté) grecorromana.

La mística de Platón vs. la lógica de Aristóteles

La moral que apela a la épica de origen caballeresco en tiempos convulsos se aleja de los avances empíricos que forjaron las ideas de la Ilustración, fundamentadas en la sosegada virtud razonada de los clásicos. 

Honor visceral contra virtud racional. El (des)equilibrio entre ambas aspiraciones ha forjado las épocas más oscuras y prósperas de Occidente, y el individuo ilustrado no debería olvidarlo en tiempos de crisis y centrifugación de ideas.

De pliegos de cordel a superhéroes

Los padres jóvenes conocen quizá mejor que ningún otro segmento de población la dificultad de explicar a un niño, de manera inteligible y con convicción, el significado del honor y la virtud.

Son conceptos difíciles de explicar con convicción y apelando a la racionalidad, y fáciles de tergiversar, o de idealizar recurriendo a la épica de las novelas de caballería y sucedáneos de la cultura popular de distintas épocas: pliegos de cordel, novelas de vaqueros, cómics de superhéroes, etc.

La alargada sombra de Íñigo Montoya (y los ideales platónicos)

Honor y virtud. Grandes palabras. Tan grandes, que los padres jóvenes reviven al instante su propia edad dorada, cuando el rey Arturo, Don Quijote, Súperlópez (¿por qué no?) o Íñigo Montoya -el hidalgo español de La Princesa Prometida que quiere vengar la muerte de su padre-, eran referencias inexcusables en un pre-púber con ciertas aspiraciones de acervo cultural.

“Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; prepárate a morir”. En la adaptación cinematográfica de la novela homónima, esta frase -santo y seña de culto- es repetida hasta la hilaridad en la escena en que Montoya (Mandy Patinkin), finalmente, es capaz de vengar a su padre, cumpliendo así con el estereotipo en las Américas del caballero medieval español: manierista hasta el ridículo, aguerrido y obsesionado con el honor.

La mencionada escena de The Princess Bride (en inglés en el original): 

Interpretación histórica del honor y la virtud

Pero el honor y la virtud trascienden el místico mesianismo de la etapa más oscura del medievalismo europeo, atomizado en pequeños señoríos que luchaban por el favor de los gentilhombres cuyas exageradas historias de épico heroísmo alimentaban el imaginario del vulgo y, de paso, financiaban campañas contra el enemigo exterior común: los sarracenos de la Península Ibérica y Tierra Santa.

Amadís de Gaula, Tirante el Blanco (que Cervantes libra de la quema simbólica en El Quijote), el “rey Artús” y otros héroes del alto medievo de menor influencia -y menor calidad- sobre el temple y la locura del antihéroe Don Quijote no son el origen y el fin del honor y la virtud.

En todo caso, los grandes caballeros de los cantares de gesta son los responsables de que el imaginario colectivo olvidara referentes más sólidos y racionales que representaban ambos valores: los filósofos clásicos, centrados en la virtud y el honor introspectivos, más que en la búsqueda de la honra -dedicada a una dama, claro- a través de la violencia glorificada en un lugar fantástico y, a poder ser, en una Guerra Sagrada contra el archienemigo.

Cuando la “materia de Roma” mantuvo vivos a los clásicos

Antes de que la novela de caballería perdiera su sentido en Europa y fuera ridiculizada en el Renacimiento y el Barroco, con El Quijote como punto culminante, los cantares de gesta mantuvieron, junto con el Cristianismo, el sentimiento de pertenencia a una cultura paneuropea mucho después de que se hubieran desvanecido las provincias romanas.

Los cantares de la “materia de Francia” (caballeros en la era de Carlomagno) comperían en popularidad con la “materia de Bretaña” (el rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda) y con el remanente de las grandes obras y hazañas de la época clásica, exageradas y convertidas en leyenda: era la “materia de Roma“, que combinaba mitología grecorromana y hazañas de Julio César, Alejandro Magno, etc.

Con el avance del medievo los cantares de gesta y los poemas épicos que inauguraron la literatura en las distintas lenguas vernáculas europeas dieron paso a romanceros e historias caballerescas en las que la lucha fantástica contra el villano (los sarracenos fueron el gran precedente de los malos malísimos del cómic) se transformó en narraciones cortesanas.

Pliegos de cordel: las historias de caballeros se popularizan

La imprenta y una relativa mayor alfabetización del campesinado y las clases menestrales, posibilitaron los pliegos de cordel, historias populares por entregas que los vendedores ambulantes colgaban con pinza en un cordel.

Los héroes de estas historias eran herederos del viejo eco de simplonas heroicidades de la época caballeresca, aunque transformados en famosos bandoleros y demás “guapos”, protagonistas del subgénero literario popular de la literatura de cordel.

(Imagen: el rey Artús y los caballeros de la Mesa Redonda ante el Santo Grial; ilustración de un manuscrito francés del siglo XV)

El código de honor de los caballeros andantes, tan místico, platónico y repetitivo que la fórmula era ridiculizada en el siglo XVI, carecía de la profundidad que sí logró el hidalgo esmirriado Alonso Quijano, un loco infeliz con momentos de profunda lucidez. 

El viejo loco que dio carpetazo al honor platónico (e insinuó la virtud aristotélica)

Cervantes se sirve de él para desmitificar la tradición caballeresca con un personaje que empieza como un loco y acaba como un anciano apesadumbrado por el sentido de la existencia, más filósofo que caballero andante, que ha seguido su propósito vital desoyendo el determinismo providencial.

Honor y virtud están presentes en las relaciones sociales de distintas civilizaciones y, en la tradición occidental, fueron el único modo de reconocimiento ajeno al linaje: desde la Antigüedad clásica, las dignidades derivaban en reconocimientos (renta, patrimonio, título), transmitido desde la Roma patricia al feudalismo de Europa Occidental.

La nobleza medieval, heredera de los patricios, dominó en la sociedad estamental usando valores como el honor y la virtud, atributos tomados de los clásicos distorsionados con un edulcorado mesianismo. Otras sociedades feudales, como el Japón de los shogunes (gobernadores militares) y samuráis.

La centralidad de la virtud en la Época Clásica

En Occidente, la llegada de la Época Moderna recuperó el sentido del honor y la virtud de la Edad Antigua:

  • por una parte, las sociedades del Antiguo Régimen desarrollaron un manierista código de honor, primero exclusivo a la nobleza y más tarde abierto a la burguesía; en Europa y las Amèricas, los varones de las clases pudientes tenían la obligación moral (según los “códigos de honor” desde el Renacimiento hasta ya entrado el siglo XX) de batirse en duelo por cualquier afrenta, pública o privada;
  • por otra, la recuperación de los clásicos grecorromanos durante el Renacimiento restó importancia al prestigio de casta (los méritos de los antepasados se heredaban, mientras los méritos propios se relativizaban) al prestigio meritocrático, individual e intransferible: la virtud, la honra y la reputación no venían de cuna, sino que había que cultivarlas como en las filosofías de vida clásicas.

Duelos que ridiculizarían la locura del Quijote

El manierismo romántico de los duelos, que contaban con cobertura legal en Occidente, dominó los ajustes de cuentas entre adversarios irreconciliables desde el siglo XV hasta el XX. Eran el remanente de los códigos de la caballería andante ridiculizados por Cervantes. 

El Quijote se convirtió en el hazmerreír de generaciones de lectores por la ridiculez de sus maximalismos; desconocemos cuántos de sus lectores se batieron en duelo por razones no mucho más racionales que las expresadas por Alonso Quijano el Bueno.

El combate, “entre dos caballeros”, contaba con una liturgia tan solemne y sobreactuada que le otorgaba un carácter quijotesco y un determinismo tan opresivo como el propuesto por la ortodoxia religiosa:

  • se usaban armas mortales según reglas explícitas;
  • los contendientes iban acompañados de padrinos (testigos de fe), que en ocasiones luchaban entre sí;
  • el duelo podía comprometer a alguien si existía voluntad de una de las partes: bastaba con que el desafiante percibiera -de manera fundada o infundada- que el oponente había insultado su honor de un modo u otro;
  • si bien el objetivo no solía ser matar al oponente, muchos duelos se saldaban en la muerte de al menos uno de los contendientes, en nombre de la restauración del honor, producida al haberse jugado la vida en su defensa;
  • efectuados tradicionalmente al amanecer, los duelos se convertían en grandes acontecimientos, hasta el punto de inspirar pliegos de cordel e historias del Oeste en Estados Unidos;
  • de nuevo, la parte que se consideraba ofendida decidía el riesgo que se iba a correr, sin opción de rectificar para su oponente, incluso cuando los motivos del duelo eran tan ligeros y subjetivos como la propia concepción del honor;
  • no presentarse a un duelo tenía unas consecuencias sociales bochornosas.

A primera sangre, a contrincante herido, a muerte, a pistola

Había luchas a primera sangre (acababa cuando uno de los duelistas era herido); luchas que acababan cuando uno de los contendientes era herido con severidad; duelos a muerte (el que persigue Íñigo Montoya en La Princesa Prometida ante un esquivo y “poco honorable”); y a pistola, en los que se podía disparar en una ocasión.

Había duelos tan casuales, aciagos y enmarañados como una obra de Shakespeare, mientras otros pudieron evitarse por la destreza dialéctica o astucia de los padrinos, o con la intervención de las autoridades, advertidas por familiares o amadas.

En 1864, Mark Twain evitó un duelo con el editor de un periódico rival gracias a la injerencia del que debía ser su padrino.

La costumbre quijotesca fue prohibida y perseguida desde finales del XIX, aunque todavía se registraron duelos célebres hasta mediados del siglo XX. En Japón, existe una ley específica contra los duelos en vigor desde 1889.

La delgada línea entre la costumbre y el anacronismo

El escritor y político conservador británico Samuel Johnson, autor del primer gran diccionario de la lengua inglesa, otorgó en el siglo XVIII una acepción a la palabra honor que denotaba su estima por códigos de costumbre que justificaban el duelo, incluso cuando se trataba de tradiciones irracionales que no garantizaban los derechos individuales promovidos en los clubs de ilustrados de los que fue partícipe.

Samuel Johnson decía sobre el honor: “nobleza de alma, magnanimidad y un desprecio de lo mezquino”. El honor era visto por los caballeros del siglo XVIII con el dualismo quijotesco:

  • una sobreactuación romántica, visceral y reaccionaria;
  • siguiendo la recuperada tradición clásica, el honor era percibido como la conducta virtuosa de integridad personal que Don Quijote idealizaba.

Lo que pienso, lo que digo, lo que hago

El honor medieval parte de la concepción de virtud en la filosofía grecorromana.

La virtud era percibida como máxima aspiración moral, algo así como una prueba de excelencia personal, una muestra de la coherencia entre la vida personal e introspectiva y la proyección social de la persona.

Además de las distintas materias que hoy reconoceríamos (metafísica, lógica, física, biología, retórica, estética, política, ciencia, religión, ética), las escuelas clásicas impartían filosofías de vida: enseñaban a vivir, o “el arte de vivir“, según el estoico Epicteto

Los alumnos aprendían en la escuela elegida “a vivir” mejor, a usar herramientas intelectuales para conseguir una vida plena.

(Imagen: primera edición de Amadís de Gaula -Garci Rodríguez de Montalvo-, impresa en Zaragoza en 1508)

El concepto de virtud es la base de las escuelas filosóficas occidentales y, a diferencia del concepto medieval de honor, la virtud no dependía tanto del heroísmo o el linaje social como del esfuerzo del individuo por comportarse usando la razón y un sentido común procedente de su contacto con la naturaleza.

No se enseña virtud cuando no se imparten “filosofías de vida”

La virtud a la que aspiraban los alumnos de filosofías de vida en la actualidad era humana, introspectiva, podía ejercitarse o atrofiarse y estaba al alcance de cualquiera perseverante y capaz, más allá del linaje. El propio Epicteto era un liberto.

En la Grecia Clásica, las disputas entre ciudadanos no se libraban de manera caballeresca (con individuos saldando cuentas a partir de su interpretación subjetiva de la realidad), sino que el honor personal y familiar es reemplazado por la obediencia a las leyes democráticas, una concepción de la justicia y salvaguarda de las libertades individuales que no volvería a fructificar desde la república romana hasta las primeras democracias modernas occidentales, 2.000 años después.

Sócrates sentó las bases de una filosofía de vida centrada en la búsqueda de un bienestar que se alcanza sabiendo más sobre uno mismo y el universo; la virtud individual consistía en el propio desarrollo introspectivo: saber un poco más a cada momento, mejorar, actuar de manera razonada, evitar comportamientos impulsivos.

Sobre la más valiosa de las posesiones

La virtud era, para Sócrates, la más valiosa de todas las posesiones; la vida ideal transcurre buscando la bondad; la Verdad se encuentra en las sombras de la existencia y la tarea de filosofar consiste en desenmarañar esos conocimientos. A medida que uno avanza, va cerciorándose de lo poco que sabe, pero la búsqueda virtuosa permite al individuo autorrealizarse.

Las filosofías de vida rechazaban por principio la salvaguarda del honor mediante la venganza de afrentas. Para Sócrates (y después para Aristóteles, Séneca, etc.), ofenderse ante lo que hacían los otros era una muestra de debilidad. 

Lo que importa, según el pensamiento socrático, no es lo que opinen los otros de nosotros (la base del honor tradicional), sino que el propio individuo tenga la convicción de que está viviendo según lo que él mismo considera justo. Sólo hay que salvaguardar una integridad: ser fieles a los propios ideales.

Platonismo (mística) vs. Aristotelismo (racionalidad, lógica)

Las principales escuelas posteriores se basaron en el pensamiento socrático para desarrollar sus propios conceptos de virtud:

  • el platonismo (Platón fue alumno directo de Sócrates) optó por la mística e influyó en la Iglesia (y el concepto de honor medieval); 
  • Aristóteles (alumno de Platón) fue más fiel a la idea socrática de autorrealización usando la razón (eudemonismo); Aristóteles: “La virtud es una disposición adquirida de la voluntad, consiste en un término medio relativo a nosotros según lo determinaría el hombre prudente”.
  • estoicos, epicúreos, cínicos, escépticos, etc., con sus diferencias (epicúreos en el extremo hedonista, estoicos en un centro equilibrado y comedido, cínicos en el extremo de las privaciones impulsivas), citaron la virtud descrita por Sócrates: razonada, mortal, introspectiva, de este mundo.

Para Sócrates, Aristóteles y las escuelas que situaron el uso de la razón como método para lograr la felicidad duradera (por ejemplo, el estoicismo), la virtud requiere práctica y sólo se impone a los impulsos cuando se convierte en un hábito natural.

Si la virtud platónica es un ideal basado en las 4 virtudes cardinales (templanza, prudencia, coraje, justicia) al que uno aspira sin ánimo de lograrlo, la virtud de Sócrates, Aristóteles y los estoicos es un hábito que mejora de manera cualitativa a medida que se practica.

La fusión que forjó el mundo: filosofía clásica y religiones abrahámicas

Judaísmo, Cristianismo e Islam tomaron de la filosofía grecorromana las teorías éticas sobre la virtud, y los trazos de Platón, Aristóteles y los principales estoicos (como Séneca), al que los primeros teólogos cristianos llamaron “uno de los nuestros“, se observan -parcialmente mutiladas para acomodar la infalibilidad de la Providencia o disparates para la ciencia como la transubstanciación– en las éticas hebrea, cristiana e islámica.

Poco a poco, el ascenso del pensamiento ilustrado aparcó el honor veleidoso con altas dosis de testosterona y teatralidad al manierismo nostálgico de la literatura popular y las personalidades más tragicómicas y románticas del siglo XIX.

El duelo medieval y caballeresco, en tanto que demostración teatral de “aversión civilizada” entre gallos de corral de buena cuna, sucumbió a la virtud comedida, personal e intransferible que procedía de la educación sólida y la lectura concienzuda de los clásicos.

Cuando la autosuficiencia venció a la moral caballeresca

El honor visceral, tan volátil como los niveles de testosterona de un duelista, sucumbió de nuevo, como lo había hecho en la Atenas clásica y la República romana, a la obediencia a leyes democráticas diseñadas para garantizar los principios básicos de las libertades individuales.

Emulando a los filósofos clásicos, los hombres ilustrados, desde Michel de Montaigne hasta Benjamin Franklin (que desarrolló y aplicó desde su juventud sus propias 13 virtudes, descritas en su autobiografía), optaron por construir su reputación a partir del cultivo interior: siendo fieles, por ejemplo, a lo que consideraban justo y obrando en consecuencia, sin mostrar disonancias entre discursos informales, escritos y actuaciones.

De nuevo, como para Sócrates, Aristóteles o Séneca, lo que importaba en la vanguardia de las sociedades modernas no era lo que pensaran los otros, sino obrar según las propias convicciones. No había afrentas que despachar cuando lo que había que conservar era la integridad personal.

El arte de mantener la compostura ante provocaciones viscerales

Para Rousseau, Emerson, Thoreau o los románticos del siglo XIX, el honor era una virtud individual, interna, privada. La virtud social, externa y pública estaba a merced de otras fuerzas. 

De nuevo, la manera de salvaguardar la autonomía y la confianza en uno mismo consistía en vivir con un propósito vital, aprendiendo y esforzándose por actuar usando la razón.

En Ralph Waldo Emerson (filósofo trascendentalista decimonónico), Tolstói (influido por el trascendentalismo) o Gandhi (también influido por Emerson y Thoreau), entre otros, resuena la virtud clásica, el intento de pensar y actuar por uno mismo, manteniendo la compostura ante ataques o injerencias de terceros. 

Una muestra de la debilidad ajena y, por tanto, alejada de las convicciones y objetivos de uno mismo, es un intento de truncar nuestra tranquilidad, el ideal estoico de bienestar duradero.

Elogio de la virtud introspectiva

Sea cual fuere nuestro ideal propio de bienestar, la virtud introspectiva es más cercana a lo que admiramos de nuestro yo quijotesco, mientras la reacción ante las afrentas de otros despierta el histrionismo caballeresco, reducto del caballerismo medieval aceptado como decadente y quimérico por el propio Alonso Quijano el Bueno en su lecho de muerte.

Acercándonos a la virtud introspectiva, invocamos a Séneca y otros; el honor que cura afrentas es más bien un remanente del derecho visigodo, reliquia propia de trepidantes escenas cinematográficas.

En un mundo ideal, el carismático Íñigo Montoya de The Princess Bride no habría tenido que sacrificar su propósito vital, talentos y admirable energía para saldar una afrenta familiar.

Sus derechos individuales habrían obrado su trabajo, mientras él habría convertido su pesar en una voluntad todavía mayor por conocer, ser mejor, lograr su propia felicidad.