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Mercado del pesimismo: ¿adictos a la retórica apocalíptica?

Muchos lectores de artículos punzantes echan de menos los reportajes del desaparecido periodista irredento Christopher Hitchens, The Hitch, así como algunos de sus ensayos.

Con la muerte de Hitchens (cáncer, diciembre de 2011), la versión estadounidense de Vanity Fair perdió a su mejor pluma, justo cuando las sociedades occidentales pasaban por su peor crisis económica y de valores en décadas. 

Hitchens explica su periplo vital, valores, carrera periodística y devoción por su país de acogida, Estados Unidos, en el ensayo Hitch 22, escrito a pluma alzada -como la mayoría de sus textos-, pero no por ello menos brillante. 

El periodismo que huye del confort del gregarismo

Sus amigos, entre ellos los escritores británicos Martin Amis e Ian McEwan, recordarían la capacidad de The Hitch (él mismo usaba el apelativo en tercera persona, como también lo hacía su grupo más cercano) para concatenar actos y veladas -convenientemente regadas con brandy y tabaco- hasta la madrugada y, sin embargo, llegar al hotel donde se alojara y despachar en media hora una columna para The Nation, un artículo para el London Review of Books o un reportaje para Vanity Fair.

Amis ha declarado en alguna ocasión cómo Hitchens, escritos con asistencia de la mordacidad socrática de su carácter (fue alumno de Balliol, Oxford, conocido por la formación retórica y analítica que empieza con Sócrates), no corregía sus artículos: solía escribirlos a la primera, a borbotones. 

Hitchens, dicen sus amigos, nunca perdió -ni siquiera cuando su salud empeoró, en las últimas semanas de vida- el gusto por alumbrar -como los sofistas- alguna verdad parcial usando la conversación como herramienta.

El propio Hitchens reconoce en Hitch 22 que esta capacidad para abstraerse (incluso cargado, después de una noche interminable) y volcar un buen artículo en un rato ante el ordenador le impedía escribir buena ficción, a diferencia de amigos más reflexivos -y con más talento literario, según él- como los Amis, padre e hijo, ambos amigos íntimos (incluso cuando Kingsley y Martin no se hablaban, Christopher veía a ambos por separado).

Últimos despachos de la industria del pesimismo

Sin artículos de Hitchens sobre los últimos acontecimientos en la economía mundial, sobre la radicalización del salafismo y el ascenso del yihadismo del ISIS, o sobre el fenómeno del populismo en la política no ya de los países europeos más castigados por la crisis, sino del propio Estados Unidos -que asiste al show berlusconiano de Donald Trump en las primarias republicanas-, hay que conformarse con otras plumas.

Personalidades influyentes de todos los ámbitos coinciden en la pérdida que supone no contar con la sagacidad de un periodista que evolucionó desde el trotskismo militante de su juventud al progresismo crítico con la intelectualidad voluble y postiza, para situarse en su madurez en posiciones consideradas conservadoras: defensa de las libertades individuales y del libre mercado.

Eso sí, desde un ateísmo próximo al de su amigo Richard Dawkins, crítico con la radicalización religiosa en el mundo islámico y las sociedades laicas, y socialmente liberal. 

Si bien el punzante (por su madurez, su independencia, su conocimiento) periodismo libertario de Hitchens (criticaba del libertarismo su debilidad e incapacidad para convertirse en alternativa), ha encontrado sustitutos parciales en distintos nichos, Graydon Carter, director de la edición estadounidense de Vanity Fair, ha sido quien ha hecho más por publicar voces autorizadas sobre las grandes cuestiones.

Sustituyendo a Christopher Hitchens

Entre los periodistas que han seguido con la labor crítica de Hitchens, destaca el ensayista Michael Lewis, cuya experiencia como inversor de altos vuelos -antes de que una crisis existencial lo llevara a cambiar su labor en las finanzas por el periodismo y ensayismo financiero- lo situaban en una posición inmejorable para escribir sobre la Gran Recesión (2008-2015) y sus intrincadas consecuencias.

Mientras Vanity Fair publicaba por entregas la serie sobre la crisis de la deuda europea (un subproducto de la crisis financiera anterior), con los celebrados reportajes sobre Irlanda, Grecia y Alemania (compilados más tarde en Boomerang: Travels in the New Third World), se estrenaba una adaptación cinematográfica de su ensayo sobre el comportamiento irracional de las decisiones que mueven el deporte (en este caso el béisbol), Moneyball.

A diferencia de Christopher Hitchens, periodista desde sus inicios profesionales -primero en el Reino Unido, luego sobre todo en Estados Unidos-, la anterior carrera de Michael Lewis como experto en negociación de alta frecuencia le permitieron escribir los incisivos ensayos sobre los abusos y contradicciones del mercado financiero, incluyendo el semi-autobiográfico libro Liar’s Poker, donde se analizan los orígenes de los productos de Wall Street que posibilitarían la Gran Recesión.

Espectáculo de la fallida a cámara lenta

Si Liar’s Poker (1989) relata los inicios de los bonos hipotecarios como producto financiero ajeno al valor real que representan, otro ensayo de Lewis, The Big Short (2010), es su segunda parte natural, analizando el marco que permitió que nuevos productos financieros inspirados en los anteriores, pero totalmente desgajados de la realidad y la supervisión responsable, desestabilizaran la economía estadounidense y mundial con el estallido de la burbuja inmobilaria en 2007-08.

La versión cinematográfica de The Big Short (La gran apuesta, Adam McKay, 2015, Oscar a la mejor adaptación) recuerda a Scorsese y al estilo de algunas series televisivas de los últimos años: los personajes se dirigen al espectador para explicar el intrincado contexto técnico que favoreció la burbuja, logrando su efectista cometido.

A diferencia de la película, el ensayo de Lewis cultiva un tono reflexivo que prioriza la argumentación sobre el efectismo, y cuando uno lo acaba no lo hace con la sensación de que el mundo puede acabarse de un momento u otro, sino tratando de aportar su grano de arena para que el conflicto de intereses no conduzca a reguladores e instituciones vigilantes a hacer la vista gorda ante el mínimo indicio de irregularidad. 

Después de recrearse en lo que ha fallado

Al final de la película, en cambio, el espectador se queda con el mismo regusto pesimista y apocalíptico cultivado por más filmes sobre la vorágine del crédito y las finanzas de la última década: algo así como el Rocky IV de una cuatrilogía con Inside Job (2010), Margin Call (2011) y El lobo de Wall Street (2013) como entregas anteriores.

Añadamos al cóctel las dolorosas metáforas representadas por los escándalos de Enron y Bernard Madoff, para concluir que el problema se encuentra en el capitalismo, y no en su funcionamiento más que perfectible.

Casi una década después de que se desataran los acontecimientos que conducirían a la crisis, narrados en La gran apuesta, el público se decanta ahora, pasado lo peor de la crisis, por opciones que aseguran ir contra el establishment y, en última instancia, contra las supuestas injusticias del capitalismo, un cajón de sastre donde cabe toda la frustración: los votantes de Donald Trump en las primarias no piden algo muy diferente a lo que demandan los jóvenes tras Bernie Sanders…

Y los datos sobre desigualdad y estancamiento de salarios, añaden más combustible a la frustración de una parte de votantes. 

La prosperidad que se omite

Si los artículos de Hitchens evitaban alentar falsas esperanzas (como las que hacen pensar a los votantes de Bernie Sanders que el mundo volverá a brillar en tiempo récord, o a los de Trump que todo el mundo recibirá su supuesto merecido en un tiempo récord), películas como La gran apuesta ofrecen un recorrido recreativo por la cara más deleznable del, por otro lado, sistema que se ha mostrado más efectivo para extender el bienestar y las libertades individuales en el mundo.

No hay reflexión ni propuesta de mejora: simplemente catarsis ante lo más irracional del mundo financiero. Incluso los más celosos defensores del libre mercado, com el periodista y diputado conservador británico Matt Ridley, han propuesto la regular el “casino” especulativo y propensos a burbujas y estallidos que supone el mercado financiero.

Pero Ridley distingue, como la mayoría sin importar su espectro político, entre mercados financieros desgajados de la realidad, y otro significado de la palabra “mercado”: uno que equivale a comercio de bienes y servicios entre personas, con pocas normas y claras para evitar el compadreo entre oligarcas y permitir a cualquiera innovar, encontrar mejores modos de hacer algo, etc. 

La otra cara del festín del pesimismo

En este último caso, a diferencia del supuesto de la acepción “mercado” cuando se refiere al sofisticado sector financiero (el propio Michael Lewis explica los nuevos niveles de sofisticación en su último ensayo hasta la fecha, Flash Boys -2014-), la regulación debe limitarse al arbitraje y a evitar monopolios encubiertos u otros usos irregulares.

Pero ambos significados de “mercado” se confunden en una espiral de ruido que deriva en conclusiones surrealistas y promueve la demagogia de quienes aseguran tener soluciones fáciles y rápidas a problemas complejos. 

Prolifera la enmienda a la totalidad con llamadas: al proteccionismo; a la expulsión de inmigrantes que supuestamente compiten por empleos; o incluso contra el capitalismo (no se trata de la opinión pública en sociedades emergentes, sino de un clima de opinión que gana adeptos entre estadounidenses y europeos).

La otra cara de este festín de pesimismo son las buenas noticias, los datos que muestran tendencias positivas y que siempre topan con un “pero” que las empequeñece, ningunea o simplemente omite en la conversación colectiva.

Más hiperbólicos que Quevedo hablando de Góngora

La otra cara de la realidad, pese al daño causado por la Gran Recesión, el estancamiento de los salarios, las guerras contra el islamismo radical, el terrorismo yihadista en Europa, la corrupción y la creciente desigualdad, la “invasión” de los robots y algoritmos, entre otras temáticas perennes, son los datos que demuestran que el mundo no se acaba (no importa lo histéricos que nos pongamos).

Morgan Housel dedica un artículo en The Motley Fool a analizar por qué el pesimismo tiene tanta credibilidad y poder autoritativo.

Housel abre el artículo citando a la historiadora Deirdre N. McCloskey, que hace unos días exponía en The New York Times que, “for razones que nunca he entendido, a la gente le gusta escuchar que el mundo se va al infierno”.

Los bulos que circulan en artículos de opinión y redes sociales, insistiendo una y otra vez en lo mal que va todo, apenas son contrarrestados por artículos punzantes como los que muchos echan de menos con la desaparición de periodistas como Christopher Hitchens. Hay cosas que van mal, sí, pero la hipérbole y la demagogia empeorarían la situación más que mejorarla.

La industria que floreció con la crisis: los “anti-“

En Estados Unidos, por ejemplo, hay numerosos indicadores que invitan al optimismo. 

Ajustados a la inflación, los salarios están hoy por debajo de los picos en 2000 y 2007, cuando el crédito desaforado los había incrementado artificialmente, pero han estabilizado su ajuste y hay síntomas que aventuran su ascenso.

El desempleo en Estados Unidos ha vuelto a los niveles del inicio de la crisis y continúa mucho más alto que hace una década en la Unión Europea, pero aumenta el porcentaje de población ocupada pese al escaso crecimiento de la economía. 

La realidad deja claro que no vamos a entrar en la espiral calamitosa que algunos parecen esperar para poder así vestir un argumento que -quizá por pereza, quizá por falta de habilidad- no quieren cambiar tras todos estos años de festín anti-capitalista y anti-establishment.

Pero si las cosas mejoran lo suficiente, los pesimistas profesionales seguirán destacando los aspectos más calamitosos de la nueva situación.

La rentabilidad de la queja

O como el filósofo y economista británico John Stuart Mill exponía a mediados del siglo XIX al tratar de exponer las ventajas de la filosofía utilitarista que defendía (maximizar los beneficios para el mayor número de personas con recursos finitos): “he observado que no es el hombre que mantiene la esperanza cuando otros se desesperan, sino quien se desespera cuando otros tienen esperanza, el que es considerado sabio por la mayoría”.

Quejarse es rentable. Morgan Housel cita a Matt Ridley para ilustrar el caso: “Si dices que el mundo ha mejorado, puedes ganarte apelativos como ingenuo o insensible. Si dices que el mundo seguirá mejorando, eres considerado vergonzosamente loco. Si, en cambio, dices que la catástrofe es inminente, puedes esperar un premio McArthur o incluso un Nobel de la Paz”.

Hay economistas que, como hechiceros a sueldo, se han dedicado a escribir columnas de prensa y pasearse de tertulia en tertulia al compás de la marcha atrás para el supuesto fin del mundo. 

Pero los orígenes de la credibilidad del pesimismo y los malos augurios entre la opinión pública se remontan a los inicios del propio periodismo y la propia definición de lo noticiable.

Genealogía de la moral

Del mismo modo, las críticas negativas ostentan mayor credibilidad de partida que las positivas, como expone la profesora de Harvard Teresa Amabile: “Sólo el pesimismo suena profundo. El optimismo suena superficial”.

Pero el concepto de qué es noticiable y qué no lo es puede cambiar con el tiempo, pese a nuestra predilección por la crítica negativa. 

Quizá el motivo de nuestra predilección por las malas noticias y las desgracias que supuestamente afectan a otros y nos condenan como sociedad o como especie pueda explicarse por los orígenes de nuestra propia moralidad, tal y como especuló Friedrich Nietzsche en La genealogía de la moral (1887).

Nietzsche teorizó que la cultura judeocristiana había alentado un pensamiento reactivo y ensalzador de lo negativo contra la fuerza afirmativa y optimista de los creadores que persiguen la autorrealización.

El sentido de los contrarios: no hay luz de Vermeer sin uso de la sombra

O, dando un salto a una interpretación contemporánea de nuestro gusto por el pesimismo, el psicólogo del comportamiento Daniel Kahneman ha centrado su carrera en demostrar que la gente responde con mayor intensidad a la pérdida que a la ganancia.

Kahneman, que ganó el Nobel de Economía por su estudio, explica que se trata de un rasgo de comportamiento evolutivo: “Los organismos que tratan a las amenazas con más urgencia que las oportunidades tienen más oportunidades de sobrevivir y reproducirse”.

Sin olvidar que -dice Morgan Housel en su artículo para Motley Fool– “el optimismo suena como si alguien te vendiera algo, mientras que el pesimismo suena como si alguien tratara de ayudarte”.

Si hemos de hacer caso a los consejos de Agustín de Hipona en sus Confesiones, al conceder un sentido de existencia a la maldad humana, sin la cual sería imposible delimitar la bondad, comprender los motivos del pesimismo es esencial para celebrar un optimismo razonado y basado en una interpretación a menudo más viable de la realidad que los relatos apocalípticos, del mismo modo que la luz destaca al existir la sombra y la mejor pintura de Vermeer se sirve del claroscuro.

La última conversación

Cuando los pesimistas apocalípticos Trump y Sanders cabalgan por las praderas de la Norteamérica que, según ellos y por distintos motivos, está moribunda, merece la pena acabar con una cita de Christopher Hitchens a propósito del suculento negocio de los malos agoreros:

“Cuando Sócrates fue condenado a muerte por sus investigaciones filosóficas y blasfemia a los dioses de la ciudad, aceptó su muerte. Dijo: ‘bueno, si tenemos un poco de suerte quizá podré mantener una conversación con otros grandes pensadores y filósofos y escépticos”; en otras palabras: la discusión sobre qué es bueno, qué es hermoso, qué es noble, qué es puro y qué es cierto siempre puede continuar”.