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Pasividad positiva: cuando no cambiar es lo "revolucionario"

¿Tiene sentido elogiar la pasividad? ¿Puede una actitud pasiva que defiende no hacer revoluciones -“no cambiar” lo básico y simplemente centrarse en que funcione bien-, convertirse en la fuerza más revolucionaria de la opinión pública?

Algunos economistas y filósofos creen que sí, sobre todo al constatar que las que historicamente hemos llamado “ideas revolucionarias” se han convertido en el statu quo, en lo políticamente correcto, en “lo que hay que decir porque es lo que toca”. Aunque esta actitud se muestre catastrófica una y otra vez.

Cuando no ser revolucionario es lo más revolucionario (y lo menos “popular”)

¿Cómo sabemos que las ideas antes “revolucionarias” han dejado de serlo al convertirse en las ideas centrales en la opinión pública para “mejorar la sociedad”? Cuando éstas se convierten en el statu quo.

Esta es, al menos, la provocadora idea planteada por el filósofo Mike Huemer y mencionada por Bryan Caplan en un artículo para Library of Economics and Liberty, bajo el título Elogio de la pasividad (In Praise of Passivity), librería electrónica que difunde artículos con visión económica libertaria financiada por la fundación Liberty Fund.

Por “pasividad”, el filósofo Mike Huemer entiende una oposición a la idea aparentemente aceptada por todos de que “el sistema” (el capitalismo y el libre mercado, la propiedad privada y el respeto de los contratos) no funciona y debe ser cambiado.

El riesgo de aplicar “soluciones” para “ayudar porque “hay que hacer algo”

Intelectuales, medios y partidos políticos, desde los más moderados a los más radicales, pretenden atraer el voto de los descontentos o los desmovilizados usando la tesis del cambio radical, de la resolución de “los problemas de la sociedad”. 

Mike Huemer: “Votantes, activistas y líderes políticos del presente están en la posición de los doctores medievales. Sostienen teorías simples y precientíficas sobre el funcionamiento de la sociedad y de las causas de los problemas sociales, de las que deducen una serie de remedios -la mayoría de los cuales resultan ser ineficaces o perjudiciales.

“La sociedad es un mecanismo complejo cuya reparación, si posible en absoluto, requeriría una precisa y detallada comprensión de un tipo que nadie posee en la actualidad.

“Por poco satisfactorio que pueda parecer, la actuación más prudente para los agentes políticos es a menudo tratar de resolver los problemas de la sociedad”, concluye Mike Huemer.

Corriendo hacia todas partes para cazar algo

La reflexión de Mike Huemer que recoge Bryan Caplan en su artículo es, como mínimo, provocadora. Más aún, subversiva.

Al menos, lo es a estas alturas, cuando todo el mundo es como mínimo antimonárquico, independentista de algo, revolucionario de algo otro, refundador de lo de más allá, prometedor de ínsulas más quiméricas que las que Alonso Quijano imaginara para su Sancho Panza. 

(Imagen de Maira Kalman: ya nadie menciona las ideas de Alexis de Tocqueville porque no están de moda y nadie las twittea)

Cambiar a tientas puede ser más perjudicial que no cambiar tanto y preocuparse por la salud de las estructuras básicas de la sociedad. Es lo que Luis Garicano, economista de la London School of Economics, sintetiza en un dilema: las sociedades avanzadas en dificultades deben decidir si quieren ser Dinamarca o Venezuela.

Elogio de no querer “cambiar la sociedad” a base de “revoluciones”

Cuando se perciben la debilidad de la seguridad jurídica y los poderes públicos, hay lugares donde -dice Luis Garicano- “regeneracionistas y cavernícolas se alían” a favor de la solución que aglutine, la “bala de plata” que se supone que debe acabar con todos los males, casi siempre “externos”. El Otro es el origen de todos los males. Cuando no hay un enemigo externo, siempre se puede recurrir al 1%. 

Bryan Caplan explica por qué la visión aparentemente conformista de Mike Huemer no es “inmovilista” ni “reaccionaria”, ni acaso “contrarrevolucionaria”. 

La reflexión del filósofo, que se pregunta si la inacción es lo menos malo en un momento en el que la opinión pública exige “que pase algo”, no apoya el statu quo: en cambio “tratar de resolver los problemas de la sociedad” se ha convertido en el statu quo. 

Ser “revolucionario” se habría convertido en la nueva idea imperante, la nueva normalidad. La manera, en definitiva, de no ser revolucionario.

Cuando reivindicar el escrupuloso funcionamiento de lo esencial sabe a poco

Reivindicar la seguridad jurídica, el libre mercado, la libertad de prensa, la responsabilidad individual, la transparencia, la separación de poderes y otras ideas “demodé” emerge como lo nuevo subversivo, un nuevo tipo de resistencia pasiva, o quizá de desobediencia civil.

Esta orientación, que legitima a los gobiernos a que prueben experimentos más o menos audaces para combatir lo que llaman capitalismo (cuando se trata de una perversión hiperregulada y clientelar de éste), es contraproductiva e inmoral según Mike Huemer.

Si fuéramos completamente ignorantes, expone el filósofo, nuestras políticas podrían incrementar o reducir el problema; pero, debido a que entendemos el problema al menos en parte, deberíamos aleviar el problema más que exacerbarlo.

Cuando arreglar a corto plazo empeora la situación

Así que la visión imperante anima al gobierno a intervenir para aliviar el problema, porque cuenta con algo de información y puede al menos “hacer una conjetura educada, y después implantarla”.

Pero, ¿y si esta manera de razonar aumentara las penurias o las dejara como está, más que reducirlas, provocando varios daños difíciles de cuantificar y reparar, tales como la pérdida de credibilidad, libertades individuales, seguridad jurídica, dinero, etc.?

Por qué exigir a los gobiernos que “hagan algo” puede ser dañino

Según Mike Huemer, hay al menos 4 razones según las cuales la conjetura imperante, que anima-exige a los gobiernos a que actúen o “hagan algo”, es incorrecta y dañina:

  • cualquier política gubernamental que impone requerimientos o prohibiciones a los ciudadanos se traduce automáticamente en costes: libertad, sanción de quienes no cumplen las nuevas restricciones, etc.
  • existe una presunción moral contra las intervenciones coercitivas: nuevas restricciones presuponen consecuencias para quienes no las acatan, y cualquier coerción requiere justificaciones claras y ajenas a las modas, el populismo o el calentón de la coyuntura (el riesgo de legislar o decretar “en caliente”);
  • cualquier intervención gubernamental implica que el Estado se hace responsable de los efectos secundarios de la entrada en vigor y aplicación de determinadas políticas (y de las consecuencias perversas que de ellas se deriven); así, por ejemplo, el endeudamiento público excesivo para “estimular la economía” o la nacionalización de compañías privadas previamente vendidas legalmente, a menudo con el beneplácito de gobiernos anteriores, vuelven a menudo con consecuencias inesperadas para las sociedades donde se promueven;
  • finalmente, una cuarta razón según Huemer: “una política realizada bajo condiciones de extrema ignorancia no está tan cerca de ser beneficiosa como de ser dañina; es mucho más probable que sea dañina…”

El precio del intervencionismo y la legislación alegre

Varios síntomas toman la temperatura de la ortodoxia “revolucionaria” que expone que los problemas sociales son creados por la creciente desigualdad, las élites (el famoso 1%) ultraliberales y sus políticas, etc. 

Para tratar de frenar las ideas antaño “contrarrevolucionarias” o “reaccionarias”, los revolucionarios ortodoxos siguen aplicando tácticas de antaño a problemas complejos que requieren análisis que combinan ciencias sociales y económicas, situaciones políticas y cuantas más aristas de la realidad mejor. 

Por ejemplo, ante la supuesta especulación contra la moneda de un país, su supuesto empobrecimiento, etc., se pueden aplicar políticas intervencionistas sobre la moneda, controlar artificialmente la inflación, fijar precios a las mercancías, etc.

Estas medidas, que en una economía madura no serían catalogadas de keynesianismo, sino más bien de socialdemocracia intervencionista o marxista con elementos propios del mercado libre, no dan ni a corto ni a medio plazo los réditos que buscan los países que las aplican. 

Entre el keynesianismo “personalizado” y la improvisación

Dos ejemplos: la Venezuela que suprime por decreto la inflación para edulcorar la coyuntura (el descontento popular) o la Argentina que interviene con bandazos constantes desde hace una generación en la moneda, los flujos cambiarios, la inflación, etc.

Ni las autoridades venezolanas ni las argentinas relacionan la elevada inflación en sus países, o la incertidumbre que suscitan sus respectivas deudas y economías en los mercados internacionales (lo que repercute en la inflación interna) con la inseguridad jurídica que las constantes medidas intervencionistas que promueven suscitarían.

Mientras ambos países achacan la convulsión de sus economías exclusivamente a una confabulación de especuladores, crece en ambos casos el mercado negro de compraventa de bienes de consumo y cambio de divisas y nadie se cree los datos oficiales de inflación.

Situarse como presa fácil de los mercados por deslices propios

La especulación y el funcionamiento de los flujos financieros está relacionado con los ataques a la deuda soberana y las economías de los países percibidos con mayor debilidad, pero esta realidad es tomada como el único origen de la crisis en varios países. 

La “ortodoxia revolucionaria” y su intervencionismo, a menudo contrario a la seguridad jurídica, influyen dramáticamente sobre la incertidumbre percibida.

Un artículo-perfil del actual ministro de Economía argentino, Áxel Kicillof, en The New York Times, expone el ideario detrás de la política económica y jurídica de gobiernos como el argentino, cuya “socialdemocracia” no es equiparable a la que representaría Michelle Bachelet (o de su antecesor, Ricardo Lagos) en el vecino Chile, siempre renuente a golpes de timón keynesianos o “intervenciones” a corto plazo para contentar al electorado.

Axel Kicillof, cuyos escritos académicos interpretan el trabajo de John Maynard Keynes desde la óptica marxista, según The New York Times, fue crucial en la nacionalización de la petrolera YPF.

Las secuelas de legislar con una supuesta superioridad moral

Tanto las medidas aplicadas en algunos países con una pseudo-socialdemocracia intervencionista a caballo entre el keynesianismo y el “marxismo de mercado” (una contradicción) como las ideas que las inspiran imperan no sólo en la opinión pública y los gobiernos de algunos países emergentes, sino que su predominio es patente en los países más ricos.

El (necesario) análisis de la crisis que condujo a la Gran Recesión que ha prevalecido es el del documental Inside Job, donde se muestra que una pequeña élite corrupta es el origen y final de la catástrofe, y la sociedad la víctima inocente.

En este mismo análisis, justificado con datos y con el peso de académicos como los Nobel Paul Krugman y Joseph Stiglitz (defensores del keynesianismo y los estímulos y críticos -como casi todo el mundo, todo sea dicho- con la austeridad de los últimos años en Europa), entre otros, el 99% es la víctima de los malos malísimos concentrados en ese 1% por ciento cada vez más rico (el aumento de la desigualdad un dato cierto, por otra parte, pero sus orígenes son mucho más profundos y estructurales).

Al fin y al cabo, hay razones para apuntar hacia los más ricos, al menos si atendemos a qué tipo de consumo crece y cuál es el que baja.

Lo que siempre olvidamos

Esta visión de la crisis niega el papel de la acción individual y las consecuencias de las decisiones políticas intervencionistas en la crisis:

  • quienes se endeudaron por encima de sus posibilidades son, al menos, corresponsables según las visiones más críticas de la crisis (contrarias al pensamiento ortodoxo de la teoría conspirativa del 1%);
  • quienes optaron por una economía expansiva sin independencia monetaria ni banco central para estimular la economía con devaluaciones o acciones similares (por ejemplo: el gasto público en España hasta la intervención europea de facto en las políticas económicas a partir de mayo de 2010, cuando Zapatero presentó el “plan de choque” que contradecía lo que había hecho hasta entonces; o la política económica de Francia hasta el giro –muy criticado por Paul Krugman- de François Hollande en enero de 2014 para controlar el aumento del gasto público);
  • hay países donde una política monetaria expansiva no es posible porque aumentaría un endeudamiento que no podrían refinanciar;
  • muchos de los países con mayores dificultades para financiarse tienen niveles de deuda pública y privada muy elevados, de modo que recetarles más gasto implica preguntar quién pagará el estipendio y por qué;
  • en otros casos, la calidad de las instituciones públicas y la inconsistencia de las decisiones públicas (en una escala de grises desde el nerviosismo al caos) perjudicaron las inversiones exteriores y contrajeron el consumo incluso entre quienes podían seguir haciéndolo;
  • hay países (Francia, España, Portugal, Italia) que evitaron realizar reformas impopulares en tiempos de bonanza que les habrían hecho más competitivos. Otros países (Alemania, Suecia) sí hicieron estas reformas, asumiendo las consecuencias de aplicar políticas impolulares;
  • el mundo está cambiando, con países emergentes que acaparan cada vez más producción, economía, capacidad de compra y capacidad de decisión para comprar la deuda pública de los países que ellos deciden (China acapara la mayoría de la deuda de Estados Unidos, por ejemplo): es impopular decir a la opinión pública de los países ricos que para mantener el nivel de vida hay que trabajar más, ser más transparente o vivir más a crédito (esta última opción es cada vez más inviable y nadie presta a “malos pagadores” o a “pagadores condicionales”).

Sobre buscar objetivos comunes

En definitiva, el mundo es más complejo de lo que la ortodoxia keynesiana reconoce y muchos de los problemas, explicados en la prensa como una cuestión de mera gula y especulación de una supuesta élite neoliberal que oprime al mundo, no ofrecen la complejidad de esta realidad. 

En el otro extremo, la ortodoxia que todavía defiende la desregulación de las transacciones financieras más especulativas carece también de la legitimidad y el conocimiento para solventar los “grandes problemas”. 

Incluso los partidarios del liberalismo económico y el libre mercado reconocen que debe haber un control escrupuloso de la “mano invisible” porque ésta no es tal. 

El capitalismo consciente de Smith no era el actual

Adam Smith no era esquizofrénico y su visión sobre el libre mercado no tiene nada que ver con el amiguismo, el clientelismo, el corporativismo y la connivencia entre distintos poderes del Estado para favorecer a unos por encima de otros si no es por méritos objetivos y cuantificables.

En The Theory of Moral Sentiments, Smith abogó por un sistema definido por la distribución eficiente de los recursos propulsada por el interés individual, pero guiada por el autocontrol y la responsabilidad individual (para vigilar, ser escrupuloso y exigente con uno mismo y los otros, denunciar si es necesario, ser premiado si uno lo merece, etc.). Un capitalismo, en definitiva, consciente.

No hay que derribar el libre mercado, sino protegerlo contra los chanchullos

El mercado libre, sin clientelismo ni connivencias político-empresariales, es el mejor antídoto conocido contra el sucedáneo de capitalismo que padecen muchos países, recuerda Matt Ridley en Rational Optimist.

¿El problema para poner en práctica este capitalismo que actúa como antídoto contra el capitalismo entre amiguetes, corrupto y clientelista? 

Se requieren instituciones de calidad, sujetas al escrutinio de organismos y profesionales independientes, donde quienes cometen infracciones pagan por ello y quienes obran con escrupulosa responsabilidad son protegidos legítimamente, sin más ayudas ni discriminación positiva que el funcionamiento escrupuloso de las instituciones para que otros puedan imitar por méritos propios a quienes logran prosperar.

Una opinión pública amiga de los extremos

La calidad de las instituciones y la consistencia de las decisiones, públicas y privadas, dependen más que nunca de una opinión pública que ha confundido los orígenes y efectos de la Gran Recesión con un mal intrínseco al capitalismo.

Más bien, se trata de un mal intrínseco a la interpretación -intervencionista, amiguista, clientelar, a la carta, voluble, mafiosa o lo que se aplique a cada contexto y en el grado en que se padezca- realizada sobre ideas liberales que, a grandes rasgos, son responsables de anhelos, ideas, avances, prosperidad cuantificable.

En su artículo, fundamenta la posición de Mike Huemer con argumentos de peso, y según Bryan Caplan “anticipa, aclara y replica todas las críticas obvias”. 

El radicalismo de pensar por uno mismo

Caplan le pone una salvedad: “[el autor] podría haber elaborado su caso con mayor concisión”, para mencionar a continuación su opinión sobre los costes del intervencionsimo bélico en contraposición con el pacifismo del propio Caplan (similar al argumentado por Thoreau acerca de sus oposición a la guerra Estados Unidos-México en 1846-1848, expresadas en su ensayo La desobediencia civil).

En su autobiografía Hitch 22, el periodista Christopher Hitchens, enfant terrible tanto para los dogmas de la izquierda tradicional como para los de la derecha, reflexiona:

“El único radicalismo real en nuestro tiempo llegará como siempre lo ha hecho: de gente que insiste en pensar por sí mismos y rechazan la mentalidad de partido”.

Per aspera ad astra

A menudo tan duro y viperino con el misticismo exacerbado de algún político o personalidad como dispuesto a ser indulgente con el trotskismo, visión política de la que se declaraba en parte heredero, Hitchens, “the Hitch”, como le llamaban sus allegados más cercanos, declaraba que “el capitalismo es el único sistema revolucionario”.

En la cita de Hitchens resuenan las ideas sobre liberalismo y democracia de Alexis de Tocqueville: “la democracia y el socialismo no tienen más en común que una palabra: igualdad. Pero aprecia la diferencia: mientras la democracia busca la igualdad en la libertad, el socialismo la persigue en la restricción y la servitud.”

El único que, al menos, anima expresamente al individuo a que explore todo su potencial racional hasta alcanzar la autorrealización, el “per aspera ad astra” del filósofo estoico Séneca:

“A través de lo áspero [se llega] a las estrellas”.