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Periodismo, redes sociales y confluencia de hechos y ficción

Noqueados por una agenda informativa atomizada en torno a polémicas reactivas y por el efecto de la desinformación en redes sociales, nos asomamos a la información sospechando del valor de lo que esconden los titulares más atrayentes.

A medida que conocemos con mayor detalle qué información logra más popularidad en Facebook, Twitter, YouTube o Reddit, se perciben algunas tendencias tras las que hay más que una decisión algorítmica.

31 de octubre de 1938. Orson Welles explica los pormenores de la emisión radiofónica que había dirigido el día anterior: una adaptación de la novela de ciencia ficción sobre una invasión alienígena escrita por H.G. Wells, “La guerra de los mundos” (1898)

El esfuerzo periodístico da paso a la ingeniería de titulares y a la tendenciosidad, mientras el análisis las cabeceras tradicionales cede terreno ante la llegada de medios desconocidos, menos interesados en hacer periodismo que en lograr impacto a toda costa y en el menor tiempo posible.

Centrados en atraer audiencia, muchos de estos medios-tapadera (a menudo, simples nombres bajo logotipos genéricos que conducen a granjas de contenido donde se elabora información para redes sociales) están dispuestos a hacer lo que sea para lograr su cometido, sea económico o propagandístico.

Nuestra relación cotidiana con el discurso público

¿Qué ocurriría si nuestra visión de la realidad y nuestra participación en la opinión pública dependiera de un entorno cada vez más influenciado por la burbuja de las redes sociales y, por tanto, proclive a la información reactiva y a la fabricación?

Durante una entrevista mantenida con el escritor francés Roger Errera en 1974, Hannah Arendt alertaba sobre el riesgo de acabar inoculados por un contexto en que la información veraz tiene el mismo valor que cualquier información tendenciosa o directamente inventada:

“Si todo el mundo empieza a mentir, la consecuencia no es que cada uno empezará a creerse las mentiras, sino más bien que nadie creerá nada más.”

Cuando un discurso deleznable alcanza la centralidad en el debate público, actuaciones hasta entonces intolerables dejan de preocupar a la ciudadanía, que acaba por habituarse a la nueva normalidad. De repente, las situaciones antes extraordinarias se convierten en cotidianas.

Experimentos sociológicos como el de la cárcel de Stanford nos recuerdan que somos seres gregarios dispuestos a normalizar cualquier situación extrema, y este nuevo contexto condicionará nuestro comportamiento y visión del mundo. Sorprendentemente, más que suscitar nuestra rebelión, estos ambientes distópicos diluyen nuestra voluntad individual, acabando por tolerar lo previamente inconcebible.

Explotadores de descontentos e inseguridades

Sin meditar demasiado cómo hemos llegado hasta aquí, observamos sin ya sorprendernos que un hasta hace poco integrante de la Administración de Donald Trump, Steve Bannon, realizaba días atrás una siniestra gira de “relaciones públicas” por Europa, llenando auditorios en Suiza, apareciendo en un mitin del Frente Nacional francés y alabando sin remilgos el giro del electorado italiano hacia los extremos de la Liga (ex Liga Norte) y el Movimiento Cinco Estrellas.

Tampoco sorprende que Trump nombre a un directivo de Dow Chemical como responsable del dispositivo de emergencia contra vertidos peligrosos de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos —EPA— (para muchos, algo así como nombrar a un pirómano responsable de la lucha contra incendios); o que destituya al Secretario de Estado con un tuit

Cuando la agenda informativa incluye en algunas jornadas varios escándalos como los mencionados, el resultado es la relativización de su importancia ante la opinión pública.

Si a esta pérdida de resortes para medir la importancia relativa de la información unimos la invasión literal de información tendenciosa, noticias falsas y leyendas urbanas, el resultado es desconcertante y desorientador incluso para los profesionales de la información.

Cuando medios de prestigio citan a fuentes propagandísticas

Columbia Journalism Review (CJR), publicación asociada con la escuela de periodismo de la Universidad de Columbia —uno de los centros que más han influido en la evolución del código deontológico y los estudios sobre periodismo—, expone en un artículo los resultados de un estudio que confirmaría que periodistas de prestigio habrían citado con reiteración tuits procedentes de cuentas asociadas al arma propagandística del gobierno ruso, en calidad de fuentes de información política.

El artículo de Josephine Lukito y Chris Wells abre con la mención del periodista del New York Times Bary Weiss, quien habría ilustrado la temática de su columna —la supuesta intolerancia de los progresistas, que estarían atentando contra la libertad de expresión—, citando un mensaje de la cuenta de Twitter @OfficialAntifa para vestir su argumento. La cuenta citada es de dudosa procedencia.

El estudio citado por la información publicada en CJR, de la Universidad de Madison en Wisconsin, elaborado por los propios Josephine Lukito y Chris Wells, estudia el contexto y las ocasiones en que la Agencia de Investigación sobre Internet (IRA), una organización rusa de inteligencia cibernética con sede en San Petersburgo —conocida por su relación con la contrainformación y el espionaje cibernético del gobierno ruso— incrustó sus intereses en artículos de la prensa “respetable” estadounidense, sirviéndose de la citación en estos artículos de mensajes difundidos por usuarios-tapadera en redes sociales.

“Analizamos el contenido de 33 notorios medios de comunicación en busca de referencias a mensajes de las 100 cuentas con más retuits de entre las controladas en Twitter por IRA, desde inicios de 2015 a septiembre de 2017. Hallamos al menos un tuit procedente de una cuenta asociada a IRA en 32 de los 33 medios —un total de 116 artículos—, incluyendo artículos publicados por instituciones con marcada reputación, como The Washington Post, NPR, y Detroit Free Press, así como cabeceras más recientes de origen digital tales como Buzzfeed, Salon y Mic (la cabecera sin enlaces a cuentas IRA fue Vice).”

Crisis de epistemología en periodismo y comunicación

Reflexionando sobre los chocantes resultados del estudio de la Universidad de Madison, el ejecutivo de Internet y bloguero Dare Obasanjo sospecha del interés de la prensa en centrar el problema epistemológico que sufre el periodismo (el riesgo a que se diluya la distinción entre lo veraz y lo falso, los hechos fehacientes y los “hechos alternativos, tal y como temieron Hannah Arendt y Karl Popper) en las redes sociales, olvidando que el riesgo parte del propio periodismo, tanto el formal como el amateur, imitados por granjas de contenido y AgitProp que buscan rendimiento económico o lío geopolítico (o ambas cosas).

Obasanjo:

“¿Podemos esperar que el público esté educado en comunicación para detectar bulos de Internet cuando los propios periodistas picaron el anzuelo de los trolls rusos hasta el punto de incluir sus tuits como testimonios de la calle?”

El estudio muestra, concluye Obasanjo, cómo los ataques del periodismo a las redes sociales pretenden también distraer la atención: si toda la culpa es de Facebook, parece concluir el mundo periodístico, nadie se fijará en las decisiones editoriales que llevaron a, por ejemplo, influir sobre la elección de Donald Trump.

La crisis conceptual (epistemológica, si se prefiere) forma parte del mismo fenómeno que, debido a la crisis de replicación de resultados en estudios científicos de campos como las ciencias sociales y la medicina.

¿Y si se borrara la frontera entre hecho y ficción?

Olvidamos que los pilares ilustrados sobre los que se erige la estructura de las democracias liberales avanzadas parten del consenso sobre un marco de pensamiento que nos ayuda a dilucidar lo verdadero de lo falso, lo tolerable de lo aberrante, y este marco no es ajeno a la evolución de la sociedad… y a sus crisis internas.

Sobre la delgada línea entre punto de vista y sesgo interesado: ilustración representando a varios reporteros, cada uno de los cuales distribuye su versión de “noticias falsas” (por Frederick Burr Opper, 1894)

En momentos de riesgo de colapso democrático y auge del totalitarismo, la distinción epistemológica entre lo verdadero y lo falso, entre los hechos y la ficción, sufren un colapso, tal y como expone George Orwell en 1984. Hannah Arendt resume este riesgo del siguiente modo:

“El sujeto ideal del dominio totalitario no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino personas para quienes, la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia), y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento), ya no existen.”

Preguntas que hacernos

¿Qué información de análisis te estás tomando la molestia de leer en los últimos tiempos? ¿Con qué diarios y semanarios, digitales o no, contrastas la información que más te reconforta procedente de las fuentes habituales?

¿Qué criterios usas para otorgar credibilidad a una información, si ésta procede de una fuente y cabecera que desconoces? ¿Cómo distingues a autores y cabeceras que difunden información ponderada y con criterio de aquellas otras firmas y cabeceras que difunden lo que sea popular, aunque sea falso o tendencioso?

¿Tomas tú la iniciativa —por temática, por área de interés, por problemática, por perspectiva geopolítica— a la hora de consumir información, o simplemente “picas” en lo que te sirven amigos, conocidos y personalidades en las que confías?

¿Cuándo fue la última vez que leíste y trataste de refutar con sosiego y racionalidad puntos de vista incómodos y apartados de los tuyos, pero igualmente legítimos? ¿De qué rasero conceptual te sirves para establecer una distinción entre información con un punto de vista ajeno al tuyo (esto es, opiniones divergentes a las tuyas, pero igualmente legítimas), y aquélla que cae en el sesgo premeditado para crear un estado de opinión, suscitar una reacción?

Impacto de la desinformación en el debate público

¿Te has planteado en los últimos tiempos si acceder a la información más comentada en redes sociales cambia o no tu estado de ánimo, haciéndote abandonar posiciones centristas para enarbolar otras opciones más “expeditivas” que prometen soluciones sencillas a problemas complejos?

¿Qué opinión te merecen los medios de comunicación tradicionales y el oficio del periodismo? ¿Cuál es, según tu opinión, la mejor manera de que los integrantes de una sociedad —puede haber integrantes de “diversas” sociedades, en función de región, Estado, entidad supranacional, etc.— puedan debatir libremente sin caer en la trampa de la polarización y la estrategia de los maximalismos, que considera que todo lo que no sea conseguir el 100% de las propias prerrogativas es “perder”, o “ser derrotado”?

¿Crees que la Internet social y el estudio de datos a gran escala (“big data”) con algoritmos de aprendizaje automático, diseñados para adaptarse sobre la marcha, ofrecen la información más adecuada para que la ciudadanía pueda debatir según el paradigma de “sociedad abierta” —Henri Bergson, Karl Popper, Hannah Arendt—, o simplemente han vendido nuestra predilección por el sensacionalismo al mejor postor comercial, inundándonos de información superficial y tendenciosa?

De Hearst a Murdoch

El fenómeno del amarillismo es tan viejo como el propio periodismo y antecede a la propia Ilustración. La difamación está ya presente en las rencillas públicas que esconden los versos envenenados de Quevedo a Góngora, o en la difícil relación entre Shakespeare y Marlowe, que competían por mucho más que la taquilla del teatro isabelino.

William Randolph Hearst inflamó a la opinión pública estadounidense para que su país entrara en guerra con España y clamara las Américas como su patio trasero, y quien conozca los entresijos mediáticos del mundo anglosajón sabrá que el periodismo amarillista es una sólida institución entre la clase trabajadora británica, influyendo de paso —sirviéndose de viejos lados familiares y administrativos urdidos por el viejo Imperio— sobre la opinión pública del resto de los integrantes de la Commonwealth.

Rupert Murdoch y su visión del mundo, en definitiva, preceden por décadas a cualquier hipótesis que quiera atribuir a las redes sociales fenómenos tan viejos como el maquiavelismo: con el surgimiento de los medios de masas, la intención de influir sobre la opinión de la gente sirviéndose de mecanismos que creen opinión amplificó su capacidad de persuasión, permitiendo fenómenos como la propaganda totalitaria y el nacimiento del marketing y las relaciones públicas a través de figuras como Edward Bernays, el sobrino de Sigmund Freud que hizo carrera en Nueva York, sabedor de que la opinión del mundo se dictaría durante las décadas siguientes desde los despachos de Manhattan.

La información que recibimos en nuestra pantalla

Agotados los viejos modelos de periodismo serio, de prensa amarillista y de agitación propagandística más o menos encubierta —a través de medios “alternativos” financiados por la Unión Soviética en Occidente durante décadas, etc.—, una vez el colapso del bloque comunista hizo creer que asistíamos al “fin de la historia” (con un capitalismo triunfante en un mundo abierto, nos decían Francis Fukuyama y los políticos del momento, tanto los de la derecha liberal como los de la “nueva vía” de la izquierda socialdemócrata), la informática personal e Internet iniciaron un nuevo proceso que afectaría a nuestra manera de trabajar, informarnos… y ver el mundo.

Con la llegada del teléfono inteligente, esta nueva concepción de la agenda informativa maduró hacia un paradigma de repositorios tecnológicos en pocas manos que distribuían “gratuitamente” un servicio de noticias a medida de cada ciudadano: ¿qué podía ir mal?

A medida que la popularización de nuevos verbos y palabros (“googlear”, “texting”, “bloguero”, “meme”, “muro”, “tuit”) sugería hasta qué punto cambiaba nuestra manera de consumir información, la vieja estructura mediática, basada en plataformas de pago en las que cada cabecera actuaba de intermediario entre el mundo y el lector, perdió su sostén económico tradicional de clasificados y publicidad tradicional, así como parte de su audiencia e influencia.

En paralelo, los nuevos repositorios, autoproclamados “imparciales” y apenas gestores de algoritmos cuyo filtro —decían— no podía compararse a decisiones editoriales, actuaron según el paradigma fanfarrón del que se habían jactado: “muévete rápido y rompe cosas”.

Autenticidad vs. “Yo” postizo en Internet

Los algoritmos de las redes sociales han cumplido a la perfección con los objetivos según los cuales fueron diseñados: divertir a la audiencia; presentar una información —tendenciosa o no, qué más da si cumple con su cometido comercial— que muestre el mundo confortable de cartón piedra que cada uno quiere ver en sus pantallas personalizadas; y servir información contextualizada, la cual mejorará su efectividad a medida que el conjunto “infomercial” explote las debilidades de cada usuario.

Y así, sin darnos cuenta, nos hemos adentrado en la madriguera de anestesia sensorial y contenidos que apelan a nuestros impulsos más que a nuestro raciocinio, que Aldous Huxley imaginó para la sociedad del futuro en Un mundo feliz.

Una visita más a la alegoría de la caverna de Platón, un mundo que invita a sentarse y consumir con pasividad hologramas de fantasías a medida, que ni siquiera debe justificarse ante la población por esclavizar su atención a cambio de un estado de narcosis que, más que menos, se acerca a una “felicidad” de sofá.

Huxley nos avanza las consecuencias que este modelo de saturación por contenidos de ocio y aislamiento de la realidad tiene sobre los más débiles y los peor adaptados: es el nihilismo de los adictos a opioides, ni-ni voluntarios —que prefieren cambiar videojuegos por actividades en el mundo real— hikikomoris, personajes de Houellebecq y foreros extremistas; así como la angustia tosca y hedonista que empuja a jóvenes desvinculados de sus sociedades a cometer actos de vacío existencial que empequeñecen las miserias de los personajes más oscuros de Dostoyevski: desde asesinatos en nombre de la religión a matanzas en escuelas.

Qué queda de la labor tradicional del Cuarto Poder

¿Hacia qué estado de opinión en las sociedades abiertas está conduciendo este nuevo paradigma, que distribuye información y noticias según gustos y debilidades, y no en función de lo que sea necesario conocer —según el supuesto rol del periodismo como “cuarto poder“—? ¿Pueden el empleo y mejores perspectivas de futuro evitar la ideología extremista o, como Trump y el voto de Brexit demuestran, la agitación propagandística y el tribalismo han llegado para quedarse, auspiciados por redes sociales e información personalizada?

¿Ha acelerado Internet el individualismo y el secularismo hedonista vacuo de contenidos humanistas y de una “raison d’être” presente ya en décadas pretéritas, convirtiendo a los usuarios de nuevos medios en presa fácil de la manipulación y la agitación propagandística?

Del individualismo a la fragmentación mediática, suplida por repositorios utilitaristas que llenaron el vacío con servicios que ofrecen confort informativo, más que la información responsable necesaria para que cada ciudadano participe de manera ponderada en el debate público.

El éxito de mensajes polarizados y opciones políticas extremistas ofrece una pista sobre los efectos de haber sustituido los viejos modelos de comunicación de masas por una dieta informativa que “produce” información a la carta en función de su utilidad económica, medida en la capacidad de las redes sociales para transformar la atención de sus usuarios en beneficios publicitarios —gracias a acciones y a una publicidad contextual cada vez más efectiva.

¿Qué ganamos y perdemos con una agenda informativa personalizada?

Con todas sus irregularidades, prebendas y disfunciones —tal y como teorizaron los académicos marxistas de la Escuela de Fráncfort o, en el mundo anglosajón, Marshall McLuhan y sus reflexiones sobre tribalismo y “aldea global“—, el medio tradicional en crisis imita a la información a la carta: la información generalista y de análisis pierde fuerza en favor de la polémica de tertulias y “talk shows”, que han multiplicado su cantidad y variedad a medida que el precio de su distribución se acerca a 0.

La estela alargada de la información personalizada indaga en las filias de cada persona con foros, podcasts, listas de correo, programas de radio por satélite o televisión por cable —estas dos últimas opciones mantienen su influencia entre los “baby boomers” de Estados Unidos, incluyendo a su presidente, la personalidad pública con un déficit de atención más agudizado que se recuerda—.

Con o sin redes sociales, la máxima de McLuhan según la cual el medio se confunde con el mensaje alcanza nuevas interpretaciones en la era de los “usuarios influyentes” de Facebook, YouTube o Twitter, y en la relación entre éstos y otros actores con capacidad de influencia: prensa tradicional, think tanks, grupos de usuarios autoproclamados representantes de una u otra “sociedad civil”, “bots” o actividad en redes sociales teledirigida por motivos económicos o geopolíticos (desde las granjas de contenido basura de Macedonia, que publicaron información favorable a Donald Trump porque era popular, a los grupos de AgitProp y espionaje cibernético próximos a la Administración rusa), etc.

Quienes tratan de minimizar el impacto de desinformación y redes sociales en el debate público y el funcionamiento de la sociedad abierta en las principales democracias liberales, harían bien en analizar la evidencia que se acumula en torno a la extensión e impacto del fenómeno de las noticias falsas en Internet.

El atractivo de las noticias falsas (estudio)

Un estudio recién publicado en Science compara los patrones de diseminación de información verídica e información falsa, confirma lo que todos intuíamos: la información fehaciente, a menudo menos sorpresiva y espectacular, se propaga más lentamente y genera menos interés que la tendenciosidad:

“La información verídica tardó alrededor de seis veces más que la falsedad en alcanzar 1.500 personas y 20 veces más que la falsedad en lograr una profundidad de cascada de 10 [en referencia al fenómeno de la diseminación exponencial de información popular].”

Para conocer cómo se difumina la información falsa y con qué velocidad, los investigadores del MIT Soroush Vosoughi, Deb Roy y Sinan Aral, autores del estudio, usaron datos sobre rumores virales (“con efecto cascada”) difundidos en Twitter desde 2006 a 2017. De manera consistente, las noticias falsas alcanzaron más personas y lograron esta mayor audiencia en menos tiempo, al ser compartidas hasta un 70% más:

“El grado de novedad y las reacciones emocionales de los destinatarios podrían ser responsables de las diferencias observadas.”

Amplificación

El estudio de Science, del que se hacen eco el New York Times y Vox, entre otros medios, demuestra estudiando las trazas en Twitter la pujanza del sensacionalismo, tan antigua como el periodismo.

Sin embargo, la inmediatez, ubicuidad y descentralización de los nuevos medios de difusión, en los que cualquiera puede participar como espectador pasivo o participante, amplifican el fenómeno.

Pero el periodismo efectista (que se interesa en historias en las que un hombre muerde a un perro, y no en los hechos esperados —un perro mordiendo a un hombre—) y el sensacionalismo de otras épocas no es comparable al nivel de desinformación actual.

La batalla ética entre Pulitzer y Hearst a través de la línea editorial de sus respectivas cabeceras neoyorquinas a finales del XIX es irreproducible en el contexto actual, dominado por un medio descentralizado e inabarcable, donde el contenido más popular se extiende según patrones más próximos al evolucionismo biológico (la memética compara los patrones de la vida a los de la transmisión cultural) que a las viejas campañas de difamación de la prensa amarillista.

Conocemos cada vez con mayor detalle:

  • que el periodismo tiene un problema epistemológico que resolver, si no queremos —como advirtió Hannah Arendt— que se diluya todavía más la diferencia entre hechos y ficción, visto como el inicio mismo de una opinión pública que podría caer en manos del totalitarismo;
  • por su propio atractivo evolucionista (según la hipótesis de la memética, o transmisión del contenido popular en Internet: “viralidad”), las noticias falsas y/o tendenciosas se propagan con mayor rapidez y logran mayor audiencia que la información legítima.

El impacto de los “trolls” en el discurso público

Añadimos una tercera realidad, asociada con el impacto desproporcionado de la actividad propagandística de grupos rusos asociados a la desinformación y el espionaje cibernético: debido al diseño utilitarista de los algoritmos en los repositorios de contenido de Internet, interesados sólo en el rendimiento económico de lo que difunden —y no en su naturaleza epistemológica, de la que no se responsabilizan—, es fácil intoxicar cualquier red social con desinformación, conociendo el funcionamiento de estas comunidades y contando con un pequeño presupuesto publicitario.

El impacto desproporcionado de la información inflamatoria más popular no se explica únicamente en clave de memética, o viralidad, sino conociendo el propio funcionamiento de la participación en comunidades electrónicas: un estudio de Stanford nos ilustra con un dato: el 1% de los usuarios inicia el 74% de los conflictos en Internet.

El troleo con impacto real es cosa, por tanto, de pesos pesados, y los usuarios más activos en oscuros foros de extrema derecha y extrema izquierda saben a quién pedir ayuda y qué resortes utilizar para difundir una información determinada.

Este troleo de altura, a menudo disfrazado de activismo contestatario “contra las élites” (del periodismo, de la política, de la economía), encuentra terreno abonado en comunidades de Reddit (cuarto sitio más popular de Estados Unidos) y foros extremistas.

Qué hacer con el auge AgitProp

La estrategia confrontacional de estos “activistas”, a menudo activos como miembros de extrema derecha o extrema izquierda, según convenga, causa desasosiego e indefinición entre quienes padecen sus ataques, conscientes de que seguir el juego con una respuesta puede alimentar el “troleo”, e ignorar por completo a quien se postula como antagonista puede ser interpretado como señal de debilidad o connivencia.

Ignorando las provocaciones, arriesgamos ser cómplices. Respondiendo, amplificamos el mensaje que los agitadores propagandísticos quieren difundir. Ocurre tanto con usuarios desconocidos de Twitter como con el trol sentado en el despacho oval de la Casa Blanca y su actitud de bullying.

¿Cómo limitar el impacto de los “trolls” sin, a la vez, correr el riesgo de atentar contra la libertad de expresión? Tim Berners-Lee, el investigador del CERN que nos legó la WWW, diseñada en su ordenador NeXT, apoya sin remilgos la regulación de los grandes repositorios de Internet, para evitar así el impacto de la contrainformación.

La cuestión no es, sin embargo, tan fácil de resolver. Volviendo a las reflexiones de Dare Obasanjo sobre el origen de la auténtica crisis a la que asistimos, que parte de la propia epistemología del periodismo, sólo explicando lo que ocurre con elocuencia, insistencia y responsabilidad se logrará crear la concienciación necesaria para neutralizar la intoxicación de agitadores propagandísticos y “trolls” profesionales.

Explotando el resentimiento de la izquierda radical desde la extrema derecha

Hay que recordar, asimismo, que muchas personas bienintencionadas caen en el maniqueísmo de mensajes con origen en la contrainformación, contribuyendo de buena gana a la difusión de estos bulos y teorías conspirativas.

El Southern Poverty Law Center (SPL Center) de Montgomery, Alabama, ha elaborado un documento que ilustra cómo los mensajes de la extrema derecha global acaban encontrando lugares comunes con “activistas de izquierda” occidentales.

El resultado de esta convergencia del mensaje extremista es la concordancia de la actividad online de miembros de la “derecha alternativa”, el supremacismo estadounidense, y activistas y políticos de izquierda especialmente tolerantes con el gobierno ruso, como la propia Jill Stein.

Si suena demasiado bien o demasiado mal, desconfía

¿Cómo proceder en semejante terreno pantanoso? ¿Dónde está la frontera entre la autenticidad y la toxicidad, entre la libertad de expresión y el discurso de odio con intenciones propagandísticas?

Empecemos por desconfiar de dietas informativas diseñadas para complacernos o chocarnos. Lo que suene demasiado bien, o lo que se descubra ante nuestros ojos catastrófico hasta niveles dantescos, habrá llegado a nuestra pantalla a través de los resquicios que la memética deja al troleo y a la agitación propagandística.

No olvidemos leer. Distintos autores. Distintas épocas. Periodismo de análisis. Ensayo. Ciencia ficción. Desempolvar esa copia de 1984. Dejar Un mundo feliz de nuevo en la mesita de noche para revisitarlo cuando se presente la oportunidad.

No conformarse con la información alta en azúcar. Merecemos, como individuos y en tanto que sociedad, algo mejor.