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Polizones en Mirrorworld: surfeo informal entre plataformas

Todos tenemos incentivos para contribuir a crear el espacio que hoy es Internet, cada vez más preeminente y próximo a sustituir aspectos de nuestra a menudo desangelada realidad cotidiana con una versión proyectada en ese mundo de apariencias que tanto evoca la Caverna de Platón y que podemos llamar mundo-espejo («Mirrorworld»).

Las plataformas privadas que se benefician del frenesí de la ciudadanía mundial por convertirse en meros «usuarios» apresurados a compartir sus creaciones y expresar pasiones como el público desinhibido de una tragedia griega, se aproximan a la promesa de convertir la realidad en un juego de espejos, un Show de Truman en que nuestros avatares son protagonistas de un juego de rol con mejores perspectivas que en el reglado mundo real.

El gigante medio ciego que se burló del raquitismo novelístico postmoderno dejándonos con un palmo de narices: evocó la posibilidad de una gran novela, de una novela última, de la novela-río que habría dado sentido a todo; prefirió dedicarse a imaginarla (y a escribir algún que otro cuento alegórico); he aquí a Borges, autor de «Pierre Menard, autor del Quijote»; el bibliotecario que entendió el mapa y el territorio que designa

En A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (1871), Lewis Carroll continuaba las aventuras de Alicia, esta vez al traspasar un espejo y entrar en una dimensión con leyes inversas a las de la realidad reflejada, algo así como una vida redactada con escritura especular.

Si en el mundo que Alicia encuentra a través del espejo la lógica ha transformado sus valores en sus antagonistas, lo que convierte objetos inanimados como cartas y figuras de ajedrez en seres animados, correr mantiene a uno en su sitio, alejarse de algo acaba por acercarlo, muchos han encontrado en Internet un lugar donde alterar su vida predecible y anodina por una montaña rusa de sensaciones al alentar nuevos credos y teorías conspirativas, además de invertir energía y dinero en cometidos dudosos.

Inquietante actualidad del mito de la Caverna

Poco a poco, como el cuento de Borges sobre el mapa a escala real que acaba confundiéndose con el mundo que designa, la infraestructura digital que construimos se funde y se hace indistinguible de lo que percibimos con nuestros sentidos en el mundo.

El cuento del argentino, evocado por Jean Baudrillard en el ensayo que aparece (horadado, para ocultar contenido digital ilícito) famosamente en la desaliñada habitación de Neo al principio de la primera entrega de «Matrix», es una antesala de la hiperrealidad que el mundo contemporáneo empezó a erigir con los medios de masas y que ahora fomenta la sensación de aceleración, fragmentación y agotamiento (es la «sociedad de la fatiga»).

Tras sus inicios militares y académicos, la informática personal e Internet prometieron aumentar las capacidades humanas, unas aspiraciones en sintonía con las tendencias New Age de una Costa Oeste que se volcó en crear la nueva infraestructura para conectar el mundo con la energía con que había estimulado el Salvaje Oeste cinematográfico en las colinas angelinas de Hollywood.

La nueva promesa no se conformaba, sin embargo, con hacer soñar a individuos y familias durante el rato que dura una película o la jornada de un viaje al parque temático por antonomasia, uno que habría chocado al propio Lewis Carroll: Disneyland. Una vez comprobado el potencial de la Internet comercial, las nuevas empresas se dispusieron a engullir el mundo real con un software que, a la larga, mejoraría lo suficiente como para hacernos dependientes en el trabajo, el entretenimiento y cualquier otra faceta de nuestra existencia.

Orígenes y deriva utilitarista

Ha habido beneficios indudables, como también se han producido transformaciones con réditos netamente positivos para el puñado de trabajadores iniciales, directivos e inversores que promocionaron algunos de los servicios que se han extendido con una rapidez e influencia sin parangón. Los beneficios para los millones de usuarios, para su vida personal y laboral, así como para las sociedades que conforman, tienen más claroscuros.

Los ideales iniciales del cibertactivismo («hacktivismo») se han topado con una Red de plataformas que concentran cada vez más actividad, lo que sepultó intenciones pretéritas como las de los pioneros Ted Nelson y Tim Berners-Lee, interesados en convertir a cada usuario de la WWW en alguien capaz de mantener su propia página y servidor, listo para combatir fenómenos como la desinformación o los monopolios con alfabetización digital y transparencia.

Tres décadas después del inicio de la Internet comercial y en la semana en que sale a bolsa la primera gran empresa pública especializada en el mundo de la Internet descentralizada y la cadena de bloques, el mercado de criptomonedas Coinbase, la Internet ubicua no ha mejorado ni enriquecido el discurso público, sino que ha contribuido a mostrarnos hasta qué punto son frágiles conceptos basados en el consenso colectivo que creíamos sólidos, tales como «opinión pública», «sociedad abierta», «democracia» o incluso «verdad».

Los consensos en torno a la manera en que adquirimos y validamos conocimiento se fragilizan cuando los mensajes se amplifican sin que exista un filtro eficaz que permita a los más influenciables dirimir entre lo que es tendencioso o falso y lo verídico o propio de la opinión.

Sin discurso público sosegado, la sociedad abierta implosiona

Los conceptos griegos de «episteme» (conocimiento racional), «doxa» (opinión), «gnosis» (experiencia personal) y «techne» (aplicación práctica) son escurridizos en un contexto en que información inventada o tergiversada compite en igualdad de condiciones con información ponderada con mayor responsabilidad.

La popularidad de las redes sociales oculta un uso irresponsable a gran escala de los puntos débiles de estas plataformas, que apenas ofrecen fricción en su uso salvo en situaciones de flagrante comportamiento inauténtico coordinado. Como consecuencia, empresas, Estados y grupos de distinto signo aprovechan la situación para influir ilegítimamente sobre la audiencia más abundante y mejor segmentada de la historia a una fracción del coste.

La gestión de macrodatos ha evolucionado hasta ahora con un único objetivo principal: lograr la mayor fidelización («engagement») de la audiencia y convertir esta capacidad de atracción en conversiones de publicidad contextual. Escudadas en una interpretación sin límites del concepto de «libertad de expresión», las redes sociales han transformado el discurso público y han contribuido a polarizarlo.

«Narciso», óleo sobre lienzo atribuido tardíamente a Caravaggio

Sin otros modelos de beneficios equiparables, las principales plataformas de contenido, reticentes a considerarse a sí mismas como medios de comunicación (lo que implicaría que existe una responsabilidad con el contenido de usuarios publicado), no lograrán modelos más equilibrados y respetuosos con los consensos epistemológicos de cuya salud depende la estabilidad de nuestra sociedad.

Límites de la moderación de contenido a granel

El poder, real y percibido, de contar con un teléfono inteligente en el bolsillo y poseer —gracias a la economía de bolos instaurada por las redes sociales— el incentivo de publicar lo que sabemos que puede atraer atención (eventos chocantes, discursos polarizadores, sensacionalismo clásico), tienen la capacidad de aumentar la crispación y diluir los consensos sobre lo que es o no verdad, lo que es o no tendencioso, lo que merece o no publicarse.

Hasta el momento, las grandes plataformas han optado por algoritmos y auténticas «granjas» de trabajadores de segunda fila (a menudo empleados a través de empresas subcontratadas, con menos protección y beneficios) para moderar una cantidad colosal de contenido generado por usuarios, que cuentan con incentivos simbólicos y económicos para contribuir con su propia visión de las cosas.

Analistas como Tim O’Reilly y Benedict Evans exponen los límites de la moderación de contenido, pues un entorno como la Internet actual, con la participación creciente de perfiles creativos que han convertido la promoción su opinión u experiencia en un trabajo (fenómeno ampliado todavía más, si cabe, por las limitaciones de movilidad y entretenimiento presencial de la pandemia), contará con un porcentaje más o menos elevado de malos actores.

Una diversificación en los incentivos para las empresas, la llegada de regulaciones de protección de usuarios en determinadas geografías, y una mayor «fricción» (dificultad de participación) para los malos actores son estrategias hasta ahora pobremente exploradas que —expone Tim O’Reilly— podrían mejorar el discurso público en la Red.

Una película de Tod Browning

Los «corredores» o «brokers» de realidad han hecho de su propensión a la hipérbole, la confrontación, la desinformación, la tendenciosidad o todo a la vez, una estrategia económica que sólo parece entrar en vía muerta cuando algunas de estas personalidades concentran demasiada atención de los medios, lo que obliga a las redes sociales a responder con estrategias tales como la suspensión temporal o definitiva de sus plataformas.

Mejores conexiones y pantallas cada vez más sofisticadas ofrecen acceso libre a un mundo de contenido de bufé libre con distintos perfiles que se entremezcla en la dieta mediática y de entretenimiento de una audiencia que hoy tiene menos que compartir.

Hace unos días, Emma Marris argumentaba en un artículo para The Atlantic que los reportajes sobre naturaleza producidos por la BBC nos ofrecían un mundo salvaje idealizado y amplificado, apenas existente en las lentes de precisión militar y una edición que deja afuera del producto final cualquier ápice de actuación o intervención humana.

Estos esfuerzos de divulgación, expone Maris, mantienen inquietantes paralelismos con otros tipos de contenido popularizado en la Red, desde la aparente existencia idílica de los «influencers» al sexo exagerado y postizo de los sitios porno, un espectáculo más propio de malabares, superhéroes, freaks de gimnasio y otras criaturas que bien podrían haber aparecido en un filme de Tod Browning.

La búsqueda sin descanso de la sorpresa y la perfección idílica conduce, paradójicamente, al agotamiento del que habla Byung-Chul Han al referirse al uso que hacemos de la tecnología. Más que una aumentación de capacidades, lo que el «biohacking» promocionado por algunos empresarios tecnológicos representa se asemeja más a una mediocre enésima entrega de los ensayos de Tim Ferriss.

Víctimas de la optimización A/B

Si el contenido generado para atraer la atención y propiciar el clic impulsivo puede generar desapego y frustración, no existen alternativas claras al modelo actual: cualquier análisis con experimentación aleatoria A/B, conduce a inquietantes conclusiones. El sensacionalismo, la exageración y la confrontación logran mayor interés inicial que cualquier otra estrategia más responsable.

Mientras tanto, proliferan aficiones que deberían inspirar algún que otro estudio concienzudo, como el uso «recreativo» en Estados Unidos del portal inmobiliario Zillow para navegar por barrios y viviendas fuera del alcance del visitante, que acaba estudiando todo tipo de minucias incluso sabiendo que ni la localización ni la vivienda se ajustan a su perfil.

Entre todos, hemos contribuido a crear una Internet con cada vez más información, donde abundan los «sumideros de tiempo» o actividades poco productivas en las que podríamos pasar el resto de nuestros días y que apenas habríamos empezado a explorar.

A la vez que invierten en estrategias cada vez más agresivas para atajar el fenómeno de la implicación falsa de usuarios («fake engagement»), las principales redes sociales deben enfrentarse a su propio reflejo, en tanto que auténticos sumideros de narcisismo digital.

El Narciso de la mitología se refleja en el mundo-espejo actual y lo que encuentra es una versión postiza de sí mismo. Servicios como Instagram invitan a sus visitantes a elaborar una biografía digital que esté a la altura de las expectativas platónicas de la plataforma; como consecuencia, la rigidez plastificada impide el surgimiento de una relación entre usuarios que reduzca la ansiedad y mala fe imperantes.

Criterio social y evolucionismo cultural

La universalización de los beneficios de la Red amplificó algunas de las contradicciones de cualquier experimento a gran escala. Mientras prevalezcan los incentivos actuales para lograr atención y la fricción para publicar, exagerar, engañar y difamar siga siendo escasa o inexistente, contaremos con un discurso público polarizado que premia a personas a quienes no confiaríamos un instante de atención en la vida real, tal es su ausencia de escrúpulos. Y hemos comprobado que será difícil contar con la ayuda de las propias plataformas o de los reguladores, al tratarse de fenómenos a una escala sin precedentes.

Un empleado de una empresa subcontratada por Facebook para moderar su plataforma en Austin (la consultora Accenture) exponía estos días el ambiente en semejantes factorías desmaterializadas de «Mirrorworld».

El único antídoto eficaz existente en estos momentos se circunscribe a nuestro propio juicio y fuerza de voluntad para establecer límites en el uso de herramientas cuyo contenido no sólo no enriquece nuestra visión del mundo, sino que tiene el potencial de radicalizarnos o exponernos a un sinfín de productos y teorías conspirativas que minimizan los disparates de la peor prensa sensacionalista británica.

Hay lugar en el mundo-espejo erigido para alternativas, que deben partir en cualquier caso por la toma de conciencia individual. Quizá no sea de nuestro interés normalizar dietas informativas y de entretenimiento digital cuyo objetivo parece consistir en hacernos descender por la madriguera equivocada.

Más que las aventuras de Alicia, corremos el riesgo de adentrarnos en entornos más propios de no-lugares imaginados por John Carmack y Dante.