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Por qué aburrirse debería reconocerse como derecho infantil

La educación contemporánea afronta grandes contradicciones, en la escuela y en casa, y el resto de instituciones que jugaban un rol formativo, éste es hoy residual, a veces para bien.

La mayor de ellas es, quizá, el abismo que se amplía entre la evidencia de lo que nos dicta el sentido común —y cada vez más literatura científica—, por un lado, y lo que ocurre en realidad, por otro: la sobreprotección física contrasta con la amplia autonomía en el consumo digital. Las pantallas asumen un rol para el cual no han sido diseñadas, y la regulación mesurada llega siempre después de los primeros excesos.

El déficit de atención en los niños no es un fenómeno que puede aislarse de la experiencia cotidiana de éstos, tanto en sus interacciones con escuela, amigos y familia, como en su dieta y su relación con el medio. El exceso de carbohidratos de rápida absorción (sobre todo azúcares) en la dieta y la sustitución del juego y de los —necesarios— momentos de introspección (incluyendo el aburrimiento) por un ocio pasivo basado en el estímulo ante una pantalla no contribuyen a la salud mental de los adolescentes más vulnerables.

Lo que el tedio puede despertar en nosotros: una manera fresca de recrear la magia de Vermeer no está mal para empezar una mañana…

Los síntomas preocupan, pero los cambios ambientales se establecen conscientemente con mayor dificultad de la que han logrado implantarse con naturalidad. De repente, los medios difunden la preocupación de expertos, familias e instituciones por las implicaciones sobre la privacidad y salud mental de niños y adolescentes en su uso cotidiano de las redes sociales. La alarma surge a posteriori, cuando hay que tratar las consecuencias del exceso.

Nuestra antigua atracción por los hologramas

En paralelo, se acumulan los mensajes superficiales al respecto, mientras parece no haber tiempo para los análisis (ni para escribirlos, ni para leerlos): los padres, preocupados por el déficit de atención y la sobreexposición digital de sus hijos, son incapaces ellos mismos de calmarse y, sin prisas ni ansiedades inducidas por otros, analizar la situación.

¿Qué ha cambiado en la educación y el ocio actual de los niños con respecto a sus padres, expuestos ya a televisión y videojuegos? Hoy, la interacción con los medios es privada y ocurre en pantallas de uso individual, las cuales demandan atención constante y nos siguen en casa, en la calle, en el trasporte público, en la escuela o trabajo, en veladas con amigos y familia en restaurantes…

Hoy, afrontamos a menudo situaciones cómicas que recuerdan el pudor de los primeros televidentes de los años 40 y 50, los cuales, siendo presentados ante una pantalla desde la que alguien se dirigía a ellos, tenían dificultades para comprender que no eran vistos a su vez por el sujeto de la televisión.

Platón expone ya en la alegoría de la Caverna lo difícil que es para el ser humano distinguir entre interacciones reales e ilusiones. Nuestros sentidos son el filtro sensorial que nos separa del mundo, creando situaciones en las que un mensaje transmitido a través de un soporte multimedia captura fácilmente nuestra atención.

La emergencia del ocio moderno como derecho universal percibido

Quizá, lo que ha cambiado con mayor profundidad en los últimos años es la asunción generalizada de que el ocio proporcionado por medios tradicionales y digitales es algo «normal», algo «natural» que siempre ha ocurrido de un modo u otro.

Acaso, ¿no es un derecho el ser entretenidos en todo momento? No. No sólo no es deseable, sino que la estimulación constante nos priva de momentos de los momentos de introspección y tedio, necesarios como contraste enriquecedor de otras situaciones: estudio, trabajo… y estimulación ante una pantalla.

El televisor conformó durante décadas un ámbito circunscrito a un espacio y a un tipo de visionado, lo que limitó la extensión generalizada de un comportamiento compulsivo ya presente con la generalización de la oferta de la televisión por cable y satélite a partir de inicios de los años 90.

«Proyecto Remake»: el sitio británico booooooom.com (siete «o») y Adobe crearon un concurso en 2011 que retaba a cualquiera con tiempo libre y algo de creatividad a recrear algunas de las obras de arte más icónicas (se permitió, claro, el uso de Photoshop)

Una vez la tecnología ha evolucionado lo suficiente, nos topamos con ofertas de ocio ilimitado en Internet: películas, series, videojuegos y todo un mundo de interacciones con avatares que —recordemos la alegoría de la Caverna— nos estimulan lo suficiente como para encontrarnos con la disyuntiva de estudiar el modo de establecer límites en contextos de vulnerabilidad, como la exposición de niños y adolescentes a servicios de supuesto «bufé libre», como las redes sociales o Netflix.

A inicios del siglo XX, el sociólogo estadounidense Thorstein Veblen analizaba el surgimiento de un fenómeno que sólo había sido posible con la mejoría de las condiciones del medio rural, la clase obrera y la pequeña burguesía urbana: los horarios más conciliadores con la vida privada no llegaron solos, sino que también mejoraron el poder adquisitivo y los medios de ocio.

La clase ociosa y el deseo mimético

La «clase ociosa», hasta entonces restringida a los afortunados de sociedades pudientes como la vitoriana, había evolucionado desde los viajes iniciáticos de la juventud de alto copete por la Europa continental, el Grand Tour de la nobleza y la alta burguesía, en un fenómeno de masas. De repente, mucha gente podía comprar una cámara de fotos Kodak, y una radio, y un automóvil, y un gramófono, y electrodomésticos… y, al finalizar la II Guerra Mundial, también un televisor.

Thorstein Veblen analizó también el fenómeno del consumo competitivo, que él llamó «conspicuo»; Veblen constató que no había mejor manera de promover el consumo de algún nuevo producto que introducirlo en algún barrio suburbano, para que entrara a formar parte de la imagen de una familia respetable de un vecindario cualquiera.

Pronto, familiares y vecinos emularían a esta familia debido a una ansiedad que creemos recién llegada: el miedo a quedar rezagados, una combinación de ansiedad postmoderna y pavor competitivo a no poder seguir el ritmo de quienes observamos con atención, debido a un sentimiento gregario muy humano que, décadas más tarde, el filósofo y crítico literario francés René Girard describiría como «deseo mimético».

Recreación de «El caminante sobre el mar de nubes» de Caspar David Friedrich

Girard llegó a sus tesis sobre el deseo mimético sumergiéndose en su pasión: la literatura. Girard constató que, para esbozar su personaje de Emma Bovary, Gustave Flaubert no había hecho más que emular a Cervantes en El Quijote, sustituyendo la pasión desenfrenada hacia la literatura desfasada del caballero de la triste figura por una creencia alocada en las pasiones sensuales irrefrenables, en el caso de Madame Bovary.

Alonso Quijano contra Amadís de Gaula

El deseo mimético constata que, con el advenimiento de la noción de individualismo a partir de la Ilustración, la noción de cultivarse uno mismo a través de la Biblia y el almanaque local (a la manera de los primeros luteranos, calvinistas, hugonotes y jansenistas), evolucionó rápidamente hacia la búsqueda de modelos en héroes y heroínas de la literatura de cordel y folletinesca, auténticos fenómenos de masas en el mundo hispanoamericano y en Europa Occidental, respectivamente.

La mimesis, o emulación, se convierte en un desvarío quijotesco cuando el rival es un personaje de ficción: Don Quijote compite con el caballero andante Amadís de Gaula por el favor de Dulcinea del Toboso, y Aldonza Lorenzo pinta poco en la historia, pues su caballero vive en sus ilusiones con el hincapié que muchos adolescentes y adultos lo hacen en Snapchat (en el caso de los más jóvenes), Instagram o Facebook.

Cuando el rival que se interpone entre la persona y el objetivo (el éxito, la diversión, la «popularidad», la compra de algún producto aspiracional como un vehículo o un teléfono móvil prestigioso) es real, explica René Girard, aparecen el espíritu competitivo y la frustración, al tratar de «seguir el ritmo» de los más exitosos. En estos casos, la mediación entre el individuo y lo deseado es una persona real e identificable (a diferencia de las idealizaciones como las padecidas por Don Quijote y Emma Bovary, en las que el mediador es el velo de realidad impostada generado por ellos mismos).

Esta persona que supuestamente se interpone en un objetivo (o que aparece junto a algo que deseamos en una imagen de Instagram, o en una entrada de vanidad de Facebook), se convierte en el chivo expiatorio de las frustraciones de quien padece los efectos del fenómeno del deseo mimético.

Herederos de Benjamin Franklin: la obsesión por la utilidad del tiempo

El fenómeno del consumo conspicuo, analizado por Thorstein Veblen y ampliado por las tesis del deseo mimético y el chivo expiatorio de René Girard, amplifican su preponderancia en la actualidad, cuando adolescentes y adultos buscan de manera incesante el estímulo definitivo en servicios digitales de bufé libre, obteniendo a cambio la frustración ocasionada por el estímulo sin tregua y la comparación en desigualdad de condiciones con personas que promocionan productos en imágenes idealizadas.

Hemos olvidado conceder a nuestros hijos el derecho a aburrirse, a afrontar situaciones de tedio de las que deberán salir de manera creativa y sin obtener, a cambio, una pantalla sin restricciones de uso.

«El hijo del hombre» (Magritte)

Lo que puede constituir en una ventana a líneas de conocimiento a las que un niño o adolescente puede acceder con una combinación de serendipia y agudeza investigadora que deberán usar en la vida real, se transforma en una fuente de trastornos como el déficit de atención, si delegamos una pantalla con acceso a Internet en un niño y no nos preocupamos por lo que ocurre durante esos momentos de «silencio».

Pamela Paul, editora de la publicación Book Review y coautora de un nuevo ensayo, How to Raise a Reader, dedica un artículo en el New York Times a analizar la disonancia entre las expectativas que padres y sociedad depositan en los más pequeños, y una vida cotidiana diseñada para que éstos no afronten excesivas dificultades.

La sobreprotección física, que alcanza niveles de obsesión social en nuestro tiempo, contrasta con la exposición de los mismos niños a una estimulación constante con medios digitales y con actividades extraescolares (por tanto, medio adictiva y medio castrense), eliminando viejos momentos de aburrimiento… y los beneficios que todos obtuvimos debido a la necesidad de inventar maneras de abandonar un tedio que, en nuestra infancia, no equivalía a «pérdida de tiempo» ni a «pérdida de oportunidades».

¿Pantallas para formar o para explotar vulnerabilidades?

Según Pamela Paul, cuando no están siendo cortejados obsesivamente con actividades extraescolares,

«los niños de hoy son abandonados a sus propios aparatos —sus propios dispositivos digitales, esto es. Los padres que se preparan para un largo trayecto en coche o avión se comportan como oficiales militares planeando una compleja maniobra terrestre. ¿Qué películas descargar en el iPad? ¿Deberíamos iniciar un podcast para toda la familia?»

¿Qué hacían los padres de los 70 y 80 cuando debían cubrir un trayecto en familia?, se pregunta la Paul. Todos lo recordamos, nada:

«Ellos [los padres] los dejaban respirar humo de combustión. Torturar a los hermanos. Y debido a que en realidad no estaba hecho para ponérselo, jugar con el cinturón de seguridad averiado.»

Acudiendo a mi propia experiencia y a la de mis relaciones en España, la familia realizaba el viaje, en el que había oportunidades para escuchar música, hablar, discutir, visitar algún restaurante de carretera cortejado por camioneros, pelearse con los hermanos… Y sí, dormitar y aburrirse. Introspección. Ideas. Algún que otro sentimiento de empatía y amor fraternal. En los ochenta y primeros noventa, muchos vehículos utilitarios europeos carecían de cinturón de seguridad en los asientos traseros, así que yo no recuerdo haber jugado con éstos.

Incitar a nuestros hijos a que afronten sin ningún tipo de precaución los excesos de la cultura digital actual —tan proclive al exhibicionismo, al consumo conspicuo y al deseo mimético gracias a una publicidad cada vez más sutil y personalizada—, implica privarlos de una formación necesaria: la de enfrentarse a ellos mismos, a una soledad introspectiva sin médium digital.

Autonomía no equivale a cesión de responsabilidades parentales

Un aprendizaje productivo: saber cómo afrontar uno mismo cualquier situación de tedio, sin tener la sensación de que es necesario recurrir a algo exterior —en este caso, una pantalla llena de alertas diseñadas a la carta— no ya para formarse y ser creativos, sino para calmarse. La mentalidad del chupete, aunque digitalizada y para todas las edades. El holograma-placebo de la Caverna de Platón.

Los atracones de pantalla digital, que muchos adultos hemos afrontado por distintos motivos, desde el trabajo a la dependencia con respecto a mecanismos de estimulación neuronal equivalentes a los experimentados en otras adicciones, no son la mejor versión de los adultos más digitalizados, a menudo según una opinión que parte de la evidencia que empieza a acumularse, del sentido común y que ellos mismos comparten.

«La persistencia de la memoria» (1931) de Salvador Dalí (que seguramente habría quedado encantado con la recreación)

Razón de más para estar atentos y, en situaciones en que podamos elegir entre un contexto proclive a momentos de tedio y el mismo rato acallando al niño frente a una pantalla, deberíamos tratar de reconducir la situación para no caer en la tentación de la vida fácil, evitando recurrir a la pantalla.

Civilizaciones

De este modo, y cuando su empleo esté justificado, éste será más fructífero y ofrecerá al adulto y al niño un punto de vista sutil, pero que sabrá a una pequeña gran victoria cotidiana: la constatación de que somos nosotros, y no el aparato, quienes estamos al mando en nuestro tiempo «libre».

Yo mismo recuerdo haber pasado alguna que otra tarde maravillosa descubriendo un juego de estrategia concebido hace muchos años por Sid Meier. En aquellos momentos, este autor resonaba en mí a la altura de los dos o tres escritores y autores de cómics con los cuales había logrado conectar.

Aquel pequeño descubrimiento no me hizo abandonar el aprecio por las tardes tediosas en que uno trataba de crear su propia historieta de cómic, o dibujar un mundo fantástico hasta que el hambre atizara, o armar una cabaña en algún rincón.