(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Reivindicando la autocrítica en la era de la indignación

Según la teoría del “cuanto peor, mejor”, la protesta civil iniciada en Madrid la pasada primavera se ha hecho mundial en otoño, reconvertida en Occupy [póngase-aquí-lo-que-sea].

Hasta ahora, gana la reprobación del sistema, siguiendo el argumento del documental Inside Job y, más recientemente, la película Margin Call, mientras se evita la autocrítica sobre, por ejemplo, la falta de responsabilidad sobre las finanzas propias.

Desconocemos si es bueno o no que el descontento se centre únicamente entre los casos más chirriantes de la crisis financiera; si sirve para algo o no.

Quienes apoyan incondicionalmente las protestas aseguran que, con su actitud, producirán el cambio necesario sobre la cúpula misma del capitalismo. Otros van más allá y desempolvan banderas y consignas.

La delgada línea entre crítica y consigna

Pero hay algo claro: tanto quienes han participado o simpatizan con las protestas como quienes se han mantenido al margen necesitan mantenerse informados, para que nadie aproveche el descontento para conducir las injusticias hacia intereses partidistas.

Porque se oyen consignas que sólo una minoría de las sociedades avanzadas suscribiría. Difícilmente la anarquía o la quiebra total de bancos y grandes corporaciones, así como el impago de las deudas soberanas, servirán para arreglar nada. Al contrario. Ni siquiera Islandia va también como se decía, tras impagar sus deudas.

Hablar en círculos

La inspiración, dicen los teóricos de la indignación, parte de la desobediencia civil clásica que se revela contra las injusticias, los movimientos contestatarios de los años 60 del siglo pasado o, más recientemente, la Primavera Árabe.

La protesta no es ni de izquierdas, ni de derechas, decían, afirmación repetida insistentemente por los participantes de la revuelta de la Puerta del Sol en Madrid y el resto de lugares del 15M, como la Plaça de Catalunya de Barcelona.

Ahora, con la protesta extendida por otros lugares, incluida la sede de la bolsa de Nueva York, el discurso se repite, con medios y comentaristas progresistas repitiendo que la protesta es transversal.

Los medios progresistas de Estados Unidos están especialmente interesados en relacionar la protesta con un movimiento transversal; de ahí mensajes como “somos el 99%” (we are the 99%), haciendo referencia a que una pequeña porción de la población acumula una gran riqueza (afirmación veraz, por otro lado).

Protestas y realidad cotidiana

Pero las protestas, tanto en España como en el resto del mundo, han movilizado más a la izquierda más joven y beligerante que a cualquier otro grupo. Se ha relacionado con el desempleo y la frustración derivada de la falta de oportunidades.

Muchos de quienes han protestado más enfervorecidamente en ciudades de todo el mundo no forman parte de quienes lo están pasando peor, cuentan a menudo con estudios secundarios y entienden la protesta como una oportunidad para cambiar el mundo. Nada que reprocharles, cuando el paro juvenil roza el 50% en España.

Preocupa más, no obstante, la manera en que los participantes de las protestas que han seguido a la Puerta del Sol y a Occupy Wall Street analizan (por decir algo) la situación que nos ha llevado hasta aquí, así como la falta de soluciones consistentes para solucionar algunos problemas.

El fantasma del populismo: Occupy Wall Street vs. Tea Party

Como apuntaba The Economist recientemente, Occupy [lo-que-se-tercie] tiene el cariz populista de otros movimientos de protesta ciudadana igualmente populares en los últimos tiempos, como el Tea Party estadounidense.

Quienes no nos consideramos miembros de ninguna ortodoxia y, a la vez, no hemos suscrito de manera entusiasta el movimiento 15M-Occupy [lo-que-sea-y-quepa], formamos parte del “99% de afectados”, poco menos que esclavizados por el elitista y demoníaco 1%.

Hablando en serio, es difícil mostrar distancia de un movimiento tan popular y “justo”, tan “del lado de los desfavorecidos”. Pero lo que sí podemos hacer es reivindicar nuestra autonomía de pensamiento, nuestra independencia, porque unirse a una protesta donde caben todas las pancartas es tan insensato como ser un indolente.

El mejor ciudadano no es el que más predica

Tener reticencias ante el 15M es algo así como demandar un “Unlike” en Facebook. Reivindicar que muchos, cuando no tuiteamos como posesos acerca de las protestas ni apretamos el “Like” con fruición, protestamos a nuestra manera. Si no apreto el “Like”, es porque yo me cuento a mí mismo y no quiero suscribir la carga política del “We are the 99%”.

Y no por ello creo que haya que dejar las cosas como están. Ocurre que los países que tradicionalmente respetan más sus leyes suelen tener pocas leyes y éstas están bien definidas, además de ser interpretadas con responsabilidad.

La solución, se dice, consiste en “más regulación”, “más Estado”, etc.

También tiene que ser mayor responsabilidad. Predicar el buenismo no sólo para el otro, pero no para nosotros. Qué mejor manera que homenajear a los más necesitados de nuestra sociedad que ayudando desinteresadamente a título personal y ser responsables con nuestras finanzas, crear riqueza, pagar nuestros impuestos sin subterfugios, evitar el malgasto de lo público, predicar con el ejemplo.

Choca especialmente la alergia patológica que causa reformar el mercado laboral español, cuya rigidez es comparable a la del cuarzo.

Pero, claro, gritar se ve más.

Los que enmiendan la totalidad

Se analiza la situación, se detectan algunos problemas y, de un modo a menudo poco profundo, infantil o peligrosamente parcial, se hace una enmienda a la totalidad. Históricamente, ha habido muchos personajes peligrosos que se han escudado precisamente en mensajes de “refundación”.

Si, por ejemplo, en Alemania se tiene tanto miedo a políticas expansionistas del Banco Central Europeo como imprimir dinero para estimular el gasto, es por las consecuencias que la inflación tuvieron sobre el país en la época de entreguerras del siglo XX.

Siempre hay que comparar las etapas históricas con responsabilidad y sin mala fe. Pero qué duda cabe que los mensajes más atractivos en épocas de incertidumbre y falta de referentes claros suelen ser los que encuentran un culpable, un Gran Demonio contra el que luchar.

Crisis económica vs. competición por los recursos

No sólo “los mercados”, “los políticos” o “Wall Street” han generado una crisis que se veía venir. El especialista en energía Richard Heinberg (ver entrevista), del Post Carbon Institute, ha estudiado la relación entre las crisis económicas tras la II Guerra Mundial y el consumo de energías y materias primas, principalmente petróleo.

La conclusión de Heinberg y otros expertos de todos los espectros políticos coincide en el fondo: con una población creciente (oficialmente, somos 7.000 millones de personas), los países llamados emergentes no sólo compiten con Norteamérica, Europa y Japón por las principales materias primas; sus compañías, asimismo, construyen grandes infraestructuras en todo el mundo y manufacturan de todo tipo de productos, no sólo los de bajo valor añadido.

Y, más importante, son, con Japón, los principales compradores de deuda de Estados Unidos, el Reino Unido y la zona euro.

Los países emergentes no sólo son la fábrica del mundo, sino que también aportan buena parte del nuevo talento y clases medias emergentes, con un poder adquisitivo que crece.

Los países emergentes son ya la otra mitad de la economía

Nacen fenómenos relacionados con el mayor poder industrial y de compra de las empresas y habitantes de los nuevos gigantes económicos, como la innovación inversa, o productos baratos y bien diseñados que, si bien son pensados para el mercado de los países emergentes, su atractivo les abre las puertas también en los países ricos.

Ocurre con mercados como el del automóvil, el electrónico, el médico, o el de las tecnologías limpias, por mencionar cuatro sectores que aumentarán su peso sobre la economía mundial.

El crecimiento de los países emergentes incide sobre el acceso y disponibilidad de energía, alimentos, agua, metales raros y otros recursos finitos. Del mismo modo, la atmósfera sale mal parada cuando parte del crecimiento chino repercute sobre su consumo eléctrico, ligado a centrales energéticas de carbón.

Las emisiones de estas centrales, así como la producción y consumo de cemento, o el aumento del parque automovilístico en estos países, incide no sólo sobre la calidad del aire de sus ciudades, sino sobre el resto del mundo, a través de su contribución al cambio climático.

Los coletazos de la economía “extractiva”

Paradójicamente, explica Richard Heinberg, pese a que sabemos que parte de nuestros problemas financieros parten del aumento de los precios del petróleo y otros recursos finitos, debido a que hay más personas disputándose la producción disponible y a que es cada vez más caro y arriesgado conseguir nuevos yacimientos, cuesta cambiar el modelo sobre el que se basa la economía mundial.

Y el aumento de los precios de las materias primas reduce aún más la liquidez económica para, desde los sectores público (ayudas, centros de investigación, etc.) y privado (investigación incentivada económicamente), hay menos dinero para acelerar el cambio del modelo energético, relacionado con la industria, la planificación urbanística, el transporte, etc.

Los mismos recursos finitos, más para repartir

Se ha pasado del crecimiento impulsado por la extracción barata de abundantes materias primas que se repartían fácilmente entre una pequeña porción de habitantes del planeta (escenario al fin de la II Guerra Mundial) a la carrera por controlar y acaparar materias primas, agua, alimentos, proyectos de infraestructura en terceros países entre los llamados países ricos y los emergentes.

Todos intuimos que la interconexión actual es tan estrecha que los problemas económicos de Grecia, Irlanda y Portugal afectan no ya a otros países de la periferia europea, sino a las economías más sólidas, con Alemania en cabeza.

Érase una vez una palabra llamada “autocrítica”

Si no te has expuesto al riesgo que no puedes asumir de manera realista, padeces menos. Si tu actitud es autocrítica, aunque te hayas expuesto al riesgo, sabrás analizar los problemas y, tras reconocer los errores, podrás subsanarlos con mayor rapidez y eficiencia.

¿Qué ocurre cuando no estás ni entre los que han evitado riesgos inasumibles o los que, al menos, han analizado bien sus errores para subsanarlos y evitarlos en el futuro?

Ha habido malos malísimos, odiosos monstruos sin escrúpulos, de esos tan fáciles de caricaturizar que alcanzan la ridiculez.

Señalar a “los malos malísimos”

Pero, ¿y si parte del problema subyacente tuviera que ver con la propia actitud de los ciudadanos? En otras palabras, ¿qué parte de responsabilidad tienen los griegos -o los islandeses, irlandeses, portugueses, españoles, italianos-, sobre los problemas económicos de su país?

¿Debe culparse únicamente a Wall Street, a la falta de pericia o capacidad de los políticos, o incluso a quienes tienen que destinar parte de sus recursos, mejor administrados, para garantizar la deuda del nuevo dinero que necesitan los que no se han sabido, ni colectiva ni individualmente, administrar?

O dicho de otro modo: en términos colectivos, ¿quiénes deberían estar protestando en la calle si centramos el problema en la UE, quienes padecen los problemas de deuda soberana o quienes, habiendo evitado las peores consecuencias de la pérdida de liquidez por haberse sabido administrar, tienen ahora que ayudar a los últimos de la clase?

La crisis de la humildad

Ayer oía en la radio que la presente crisis podría ser llamada la “crisis de la humildad”, ya que nos está haciendo reflexionar a todos. Cada decisión que tomamos tiene sus consecuencias. Y un individuo, empresa o administración, aprenderemos en esta crisis, tienen una economía “doméstica” que funciona del mismo modo.

Cuando se vive a base de crédito, existe el riesgo de que llegue un día que el crédito no pueda ser refinanciado, ni repagado con un nuevo crédito. La mejor manera de evitar el problema no es “refundando” el capitalismo, ni haciendo una enmienda a la totalidad, ni pensando que la incompetencia de los [póngase aquí a las personas o colectivo que sea] es la principal causa de nuestros males.

Consiste, simple y llanamente, en saber cuadrar los números a la antigua. Esto es: vivir siempre que se pueda de acuerdo con nuestras posibilidades de pago. Gastar lo que uno tiene. Cuando se acuda a por un crédito, asegurarse de que uno tiene provisiones para hacer frente a situaciones como la actual. La famosa “falta de liquidez” no sería tan grave si más gente hubiera hecho las cuentas de un modo más realista.

Todo el mundo sabe de fútbol

Antes, todo el mundo sabía de fútbol. Ahora, todo el mundo sabe de economía y tiene la receta para arreglar el mundo, tras dar una patada “a quienes lo han estropeado”, las “criaturas” infames que han destruido el sueño.

Hay cosas que no funcionan. Grandes magnates que no pagan los impuestos que deberían. Ejecutivos bancarios y financieros sin escrúpulos. Políticos que [poner aquí lo que uno quiera destacar]. Pero todas estas injusticias tienen menor peso sobre nuestra existencia, como individuos y colectivamente, si nos administramos con efectividad.

Los finlandeses no salen a la calle con el mismo ímpetu que los griegos. Y a mí, honestamente, me extraña. Son ellos los primeros que deberían estar indignados. Y los suecos. Y los alemanes. Y tantos otros países que, colectivamente, decidieron pagar el precio de emprender reformas impopulares cuando no había ninguna “crisis sistémica”, más allá que la de sus propias economías.

Dime cómo es tu gobierno, y te diré cómo administras tus finanzas personales

No es casual que el comportamiento de los ciudadanos de los países menos afectados por la crisis financiera y sus consecuencias (como la crisis de la liquidez bancaria y la deuda soberana de los países con mayor riesgo de insolvencia) sea mimético al de sus administraciones.

El ciudadano medio alemán, o el finlandés, ahorraba y consumía a partir del dinero de que disponía, sin incurrir en grandes créditos de consumo. Lo mismo ocurrió en buena parte de sus administraciones; aunque sus bancos y grandes empresas estén entre las afectadas por la crisis debido a los errores de ejecutivos o a la propia interconexión de las economías, estos países no gastaron por encima de sus posibilidades, ni individual, ni colectivamente.

Por el contrario, los ciudadanos y administraciones (locales, regionales, estatales) de los países con mayores dificultades dependieron más del crédito. Y crecer a base de crédito es sencillo mientras los intereses son bajos y el prestamista se fía de ti. Cuando gira la torna, te quedas enganchado.

Es lo que ha ocurrido. Se puede decorar a continuación como uno quiera, pero si no incurrimos en intereses partidistas, las dificultades actuales parten de la irresponsabilidad, individual y colectiva. El caso de España es algo peculiar; la deuda pública total es similar o inferior que la de países que no padecen problemas de credibilidad, pero no es la deuda pública lo que preocupa, sino lo rápido que ha crecido, al más elevado nivel de deuda privada y a la tasa de desempleo.

“La culpa es del [(banco, político, financiero, especulador) granujilla]”

Sería sano, quizá incluso, liberador, que todos reconociéramos nuestra parte de culpa. Reivindicar la autocrítica es en estos momentos tanto o más decisivo que apuntar con el dedo a quien no se comporta de un modo ético o, simple y llanamente, ha metido el dinero en la caja sin escrúpulos.

Apuntar a los ejemplos universales de falta de ética no debería eximirnos de nuestras responsabilidades, ya que las recuperaciones son más rápidas y sólidas cuando parten de un diagnóstico realista de la situación.

El oportunismo y las sucesivas citas electorales, que estarán siempre presentes en un lugar u otro (locales, regionales, estatales, supranacionales o en terceros países decisivos para la economía mundial, como Estados Unidos; la elección de su presidente atañe al resto de habitantes del planeta, en tanto que se verán afectados por la situación), siempre influirán sobre los mensajes, grandes y pequeños.

“Siempre lo pagan los mismos”

Por ejemplo, existe un cierto interés de la socialdemocracia mundial por canalizar el descontento de los jóvenes urbanos desocupados y la clase funcionarial (los primeros afectados cuando hay tensión sobre el erario público) en los países ricos para demandar mayor regulación y justicia social.

Pero las grandes metas y discursos no deberían esconder la actitud irresponsable, individual y colectiva, que muy pocos han reconocido hasta el momento. No sólo existe una responsabilidad colectiva para revelarse ante la injusticia, sino para sobreponerse a los errores individuales y colectivos.

Y nadie cree haber obrado mal cuando pensó que podía financiar, por ejemplo: una red de trenes de alta velocidad sin parangón, una red de aeropuertos y centros de salud que llegan hasta el último rincón, si hablamos de responsabilidad colectiva; o un piso, coche y segunda residencia financiados al 100%, si nos referimos a lo personal.

La paja en el ojo ajeno

Pero la falta de autocrítica alcanza, en algunos casos, niveles patológicos, individuales y colectivos. Entonces, cuando la actuación propia ha sido tan irresponsable y fraudulenta como los “errores del sistema” que señalamos en las plazas del mundo tan enérgicamente, la autocrítica no sólo es aconsejable, sino exigible.

Quien apretó el primer botón de los créditos basura y sus derivados fue la Administración demócrata de Bill Clinton, que creó dos oficinas para conceder hipotecas a quienes no podrían pagarla cuando llegara el primer bache.

Qué más daba: los modelos informáticos mostraban que el volumen de hipotecas concedidas sería tan alto que los fallos se corregirían con la riqueza derivada de la construcción, compra, financiación de las operaciones que irían bien. Pero esa es sólo una parte de la historia.

Las consecuencias de la bola de nieve son especialmente graves entre quienes se han expuesto voluntariamente al sistema que ahora critican.

Clases medias decadentes, clases medias emergentes

Y, recuerda Richard Heinberg y otros, si no hubieran sido las hipotecas basura, la tensión subyacente en la economía mundial se habría manifestado tarde o temprano de un modo, si no igual, sí similar.

Cada vez es más caro y difícil asegurarse el acceso a la energía y los recursos, y cada vez hay más países y personas en el mundo con el suficiente acomodo como para pedir su “legítima” porción.

La interpretación de la crisis subyacente y cómo solucionarla varía según la formación y color político del experto de turno. Los que tienen más escrúpulos, sin embargo, reconocen que hay que devolver primero la credibilidad a los fundamentos de la economía: los contables, tienen que ser contables, y no creativos.

Salidas desde arriba: la máquina de hacer dinero

Hay países, como los del sur de Europa, el Reino Unido o Estados Unidos (con problemas de deuda igual de graves que en los países del euro más expuestos, aunque ello no se haya traducido en falta de credibilidad), que han basado su crecimiento en los últimos años en el crédito abundante y barato. Sus problemas se han agravados cuando la percepción del riesgo ha hecho que quienes prestaran ya no lo hagan, temerosos de que aumentarán los impagos.

Si comparamos Estados Unidos con Canadá (fiscalmente más responsable), se observan las diferencias de comportamiento y praxis económica que diferencian los países con más problemas de la zona euro de los que siguen manteniendo su credibilidad: mayor rigor contable y menor tendencia a crecer a base de crédito.

Pero, argumentan economistas partidarios de estimular el consumo y la inversión pública para salir de la crisis, como Paul Krugman, la diferencia entre Estados Unidos y el Reino Unido y los países que han crecido con deuda de la zona euro es que estos últimos no pueden devaluar su moneda.

Al no poder conectar su máquina de hacer dinero, dice Krugman, los países periféricos del euro padecerán mucho más el ajuste que toda contracción del crédito privado provoca. Al menos, dice, Estados Unidos y el Reino Unido, si bien no se han sabido administrar de un modo sensato o realista, sí pueden devaluar su moneda.

Salidas desde arriba (y 2): la ortodoxia contable

Abundan los economistas que no piensan como Paul Krugman o como la Administración demócrata de Estados Unidos y, en cambio, “entienden” la ortodoxia del Banco Central Europeo, empecinado en controlar la inflación, una actitud relacionada por la reticencia histórica alemana a no incurrir en la crisis de inflación que propulsó el ascenso al poder del nacionalsocialismo en la República de Weimar.

Las ideologías totalitarias de la época de entreguerras en Europa, embebidas en la efervescencia de los “ismos”, encontraron el modo de canalizar el descontento hacia sus intereses. Ni el momento histórico, ni las sociedades son las mismas.

La propia Unión Europea es el resultado genuino de las heridas de la II Guerra Mundial. Se intentará evitar el riesgo de colapso y disgregación.

Con un discurso, por cierto, muy próximo al de muchos carteles que he visto en los últimos meses: enmienda a la totalidad, acusación a los políticos de corruptos y no representar los intereses del pueblo, apuesta por una “nueva democracia”. Dejémoslo aquí.

En resumen, influenciada por la propia experiencia de Alemania y por la tradición de exigencia y responsabilidad contable centroeuropeo, Angela Merkel quiere asegurarse de que la Europa del euro, antes de avanzar hacia una mayor integración inevitable, está conformada por Estados con clase política y opinión pública capaces de asumir sacrificios colectivos.

En lugar de una política expansiva, los economistas que aconsejan a Merkel creen que la crisis actual es una oportunidad para que todos los países del euro sean, sin excepción, o con el menor número posible de excepciones, responsables con su propia fiscalidad.

De lo contrario, se cree en Alemania, más Europa significaría para el país menos recursos para sí, ya que se produciría un expolio fiscal continuado: trabajadores y ahorradores alemanes pagando las deudas de otros.

Se pueden encontrar paralelismos de esta situación dentro de la propia Alemania o de Estados igualmente descentralizados, como España. Como el cuento de Quim Monzó sobre Robin Hood, se empieza redistribuyendo lo de los ricos a los pobres, hasta que los pobres son más ricos y los ricos, más pobres.

Al final, llega un momento en que uno predica una justicia social y territorial distorsionada. Sobre todo cuando, ajustando indicadores como el coste de la vida, resulta que los que son supuestamente “ricos” tienen que trabajar más y más años que los pobrecitos. Que no nos pase.

Quizá, la opinión pública de Alemania o Finlandia agradecería el simple gesto de autocrítica colectiva de otros países que, viéndose incapaces de repagar su deuda, piden -exigen- una ayuda encarecida de sus “insolidarios” socios. Algo que no debe rozar el masoquismo. Simplemente, un reconocimiento, que parte del sano ejercicio de ser empático y ponerse en la piel del otro.

¿Cómo le explicamos a un trabajador del sector de la maquinaria de Alemania que trabaja todavía a los 67 años que, con sus ahorros, se están salvando situaciones provocadas por la falta de responsabilidad fiscal?

El mejor modo de evitar que su soledad acabe siendo captada por algún político populista que le diga que lo mejor es irse de Europa, es enviarle un mensaje de empatía.

Recuperar la credibilidad

En ocasiones, la credibilidad se recupera repagando las deudas, aunque cueste. No pagándolas, a menudo se sale más rápido de la crisis, sobre todo a corto plazo. Pero nadie se fía de quien reinventa las leyes cuando le conviene, como ha ocurrido a Argentina.

El caso de Islandia no es extrapolable al resto de Europa. Lo que puede permitirse un Estado con una economía minúscula produciría mayores quebraderos de cabeza en economías medianas y una auténtica hecatombe, de tratarse de una economía con el tamaño de la italiana y española.

Es discutible si Irlanda se hubiera podido permitir ni ayudar a sus bancos, cuyo tamaño era muy superior al de la economía irlandesa. No haber garantizado los depósitos habría causado más problemas que con Islandia, por la integración de la economía irlandesa con el resto de Europa, el Reino Unido (su principal socio comercial) y Estados Unidos (Irlanda es el país preferido por las multinacionales tecnológicas estadounidenses para instalarse en la UE, por sus ventajas fiscales).

Balada triste irlandesa

A Irlanda le costará mucho ser consecuente con su decisión de dar la cara con la deuda bancaria producida por un sector bancario sobredimensionado que siguió todas las malas prácticas que provocaron el colapso de 2008. Hasta se han cachondeado del modo indolente con que los irlandeses han aceptado los errores de su sector bancario.

El periodista Michael Lewis lo inmortalizó en When Irish Eyes Are Crying. No es la versión country de una canción de U2, sino un reportaje para la revista Vanity Fair, donde describe un gris Dublín tomado por espigados funcionarios de la Unión Europea desayunando solos en el bar, mientras repasan la hecatombre contable del malogrado Tigre Celta.

Más allá de las bromas que soportan los irlandeses, Irlanda pagará un precio muy alto por la irresponsabilidad de sus altos ejecutivos bancarios. Su economía, no obstante, se recupera con mayor rapidez que la de Portugal y, no hace falta decirlo, que la de Grecia.

Irlanda no ha optado por la salida menos dolorosa a corto plazo: no pagar sus deudas, a la argentina. Tampoco pagará las consecuencias de ello y su población recordará con mayor claridad cuánto cuesta pedir demasiado dinero prestado.

Los reportajes de Michael Lewis

Un modo interesante y transgresor de conocer detalles y anécdotas sobre la crisis del euro consiste en leer los suculentos reportajes de Michael Lewis para Vanity Fair, donde hasta el momento ha escrito sobre Irlanda, Alemania (el otro lado de los problemas) y, recientemente, Grecia.

Como otras cabeceras de referencia en Estados Unidos (New Yorker, PlayBoy, Rolling Stone, The Atlantic), Vanity Fair ha sabido combinar anodinos artículos ligeros y de sociedad con mordaces reportajes en profundidad, al estilo del reportaje novelado del Nuevo Periodismo.

Autores como Christopher Hitchens y, últimamente, Michael Lewis, entregan de vez en cuando una perla periodística en las que el análisis crítico al estilo The Economist se combina con la experiencia en primera persona a lo Hunter S. Thompson o el mismísimo Tom Wolfe, que ha dicho de Lewis que es “uno de los dos escritores a los que hacer un seguimiento” (el otro es, dice Wolfe, Mark Bowden, también colaborador de Vanity Fair).

Por ahí va Michael Lewis, observando desaguisados de deuda pública y privada, donde el malgasto se mezcla con la cultura de los beneficios trimestrales y los obscenos complementos salariales practicados por el sector bancario.

Visita a Alemania

Pero Lewis no se queda con la carnaza superficial, sino que aporta su personalidad -en ocasiones exhibicionista- y espíritu crítico. Ocurre con su reportaje sobre la situación económica en Alemania: It’s the Economy, Dummkopf!.

Por un lado, se caricaturiza la manera de ser alemana, con una alegoría irreverente que raya en el mal gusto, al insistir sobre la presunta obsesión alemana por todo lo que tenga que ver con el trasero y sus excreciones.

Lewis se mofa de la falta de rigor que ha producido pérdidas a los bancos alemanes, los últimos que dejaron de comprar en Nueva York productos financieros derivados de las hipotecas basura.

Le cuesta más a Lewis criticar otros aspectos más sólidos de Alemania, como el hecho que ni sus ciudadanos, ni su gobierno hayan cometido el error de vivir por encima de sus posibilidades. Pese a ello, la principal economía de la UE tiene su futuro ligado a sus socios de la moneda única.

Michael Lewis en Grecia

El reportaje auténticamente incendiario de Michael Lewis de su serie publicada en la versión estadounidense de Vanity Fair sobre la crisis europea es el que analiza a Grecia, Beware of Greeks Bearing Bonds.

En el reportaje, se pueden leer algunas perlas que prefiero traducir, más que comentar. Son suficientemente elocuentes como para no requerir comentario adicional.

“El trabajo gubernamental medio [en Grecia] paga el triple que el salario medio en el sector privado. El sistema ferroviario nacional tiene beneficios anuales de 100 millones de euros, contra unos gastos anuales de 400 millones, más 300 millones de euros en otros gastos. El trabajador medio del sistema ferroviario estatal gana 65.000 euros al año. Hace 20 años un exitoso empresario convertido en ministro de finanzas llamado Stefanos Manos señaló que sería más barato llevar en taxi a todos los pasajeros de trenes griegos: sigue siendo cierto”.

“El sistema griego de educación pública es un lugar con una impresionante ineficiencia: uno de los sistemas peor clasificados en Europa, no obstante emplea 4 veces más maestros por pupilo que el mejor clasificado, el finlandés. Los griegos que envían a sus hijos a la escuela pública simplemente asumen que necesitarán contratar tutores privados para asegurarse de que sus hijos aprenden algo realmente”.

En Grecia casi nadie paga sus impuestos, porque nadie es castigado nunca. Negocios respetables y quioscos callejeros por igual, todo el mundo trabaja en negro, explica Lewis:

“En 2009, la recaudación de impuestos se desintegró, porque era un año de elecciones (…). La primera cosa que hace un gobierno durante un año de elecciones es sacar a los recaudadores de impuestos de la calle”, explica el ministro de finanzas griego al autor estadounidense.

Cuando toda la culpa no procede de Wall Street

Tras leer estos fragmentos; mejor, tras leer el reportaje, hay que esforzarse por no escandalizarse. ¿Quién es capaz de trazar la línea que separa el Estado del Bienestar del robo del erario público?

¿Dónde está la autocrítica? En Grecia, los bancos fueron contaminados por la sociedad. Da igual, dicen los griegos: el choriceo producido en Nueva York sirve para un descosido, así que nos unimos al populismo.

Como ciudadano europeo, creo que todos nos debemos una reflexión. Depende de nosotros aplicar la ética, el rigor contable, la eficiencia, el esfuerzo que exigimos a políticos, banqueros y demás blancos de nuestras críticas en nuestro ámbito de influencia más inmediato.

En nuestra casa y finanzas personales, trabajo, empresa, comunidad de propietarios, calle. Indignarnos con quienes malgastan recursos públicos o actúan de manera egoísta con lo que pagamos todos.

Mientras tanto, yo sigo dándole vueltas a cómo es posible que, en Finlandia, se obtengan los mejores resultados en el informe PISA de la OCDE sobre calidad de la educación, cuando Grecia, uno de los países con peor educación, usa 4 maestros más por alumno que el país escandinavo. Por cada maestro finlandés por alumno, 4 griegos.

En Estados Unidos (Lewis ha escrito sobre el problema de la deuda estadounidense en el reportaje para Vanity Fair, California and Bust), la situación europea se repite.

La falacia de “más gasto público = más bienestar”

Más dinero y más gasto público no siempre son la panacea, ni equivale siempre a mayor bienestar o eficiencia. El esfuerzo económico añadido sólo es justificable si los resultados son cuantificables. Si no, a otra.

Qué mas da. Mientras tanto, en Grecia y otros países se sigue apuntando al Otro, al verdadero Demonio, al que les ha quitado el maná. Porque la vida era bella con los créditos baratos, el maquillaje contable y la evasión generalizada de impuestos.

Apunta Michael Lewis en la última parte de su reportaje sobre Grecia:

“Miles y miles de empleados gubernamentales salen a la calle para protestar sobre las medidas [de austeridad]. He aquí la versión griega del Tea Party: recaudadores de impuestos sobornables, maestros de escuela que realmente no enseñan, empleados bien pagados de los ferrocarriles estatales cuyos trenes nunca son puntuales, trabajadores de hospitales públicos sobornados para pagar suministros con sobreprecio. Aquí están, y aquí estamos: una nación de gente buscando a alguien a quien culpar que no sea ellos mismos”.

Cuando se empieza caricaturizando y sacando de contexto

Hay aspectos del capitalismo injustos y mejorables; del mismo modo, las ideas de la Ilustración siguen manteniendo su vigor esencial. ¿Es injusto premiar a los que más se esfuerzan? ¿O respetar la seguridad jurídica, la propiedad privada y la libre competencia?

Por ejemplo, hay empresarios que, primando la pasión por encima de los beneficios trimestrales (y resolviendo, de paso, el “dilema del innovador“, construyeron empresas como Apple.

Esa historia forma parte del “demoníaco” capitalismo. Como la de la empresa Patagonia.

La ética, el único mecanismo de supervisión infalible

Hay aspectos que mejorar, individual y colectivamente. Pero enmendar la totalidad sin usar la autocrítica es una práctica demasiado peligrosa.

Tampoco hay que olvidar lo que un loable documental como Inside Job no comenta, ni siquiera sugiere: en la crisis financiera de 2008, no sólo existió mala fe, sino falta de información, incompetencia, o falta de herramientas sofisticadas para analizar el riesgo.

Pero, en el fondo, ni el mejor mecanismo de supervisión podría competir contra un arma infalible: la ética de quienes prestan y piden prestado. Lo que hay que evitar es el fraude premeditado, provenga de un esquema Ponzi en Nueva York o de la Hacienda griega.