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Retos de ecodiseño y economía circular en la era blockchain

Han pasado diez años desde que el inicio de una fuerte crisis económica y un cambio político en Estados Unidos prometieran una economía más justa y circular (ecológica, en la que viejos materiales se convierten en nutrientes o conforman nuevos productos).

Hace tiempo que se ha superado la crisis en términos macroeconómicos. A pie de calle, la polarización política en el mundo desarrollado y, en Estados Unidos, el trasvase de votos desde Obama a Trump, exponen la crudeza de lo ocurrido.

La promesa ecológica apenas se ha materializado en un puñado de estándares y regulaciones, una minoría concienciada que nutre el crecimiento del nicho de productos de menor impacto y el interés por el turismo de conexión con la naturaleza.

Poco más: la economía circular como promesa no ha interesado lo suficiente a inversores y jóvenes talentosos, que contribuyeron a lo largo de la década a afianzar la posición de monopolio de los gigantes de Internet, para pasar luego a interesarse por la promesa anarco-capitalista de blockchain, más allá de la burbuja generada en torno al fruto hasta ahora más popular del mundo las bases de datos distribuidas (P2P): Bitcoin.

Los focos ya no se posan en la economía verde

El reclamo de los negocios “verdes”, como la gestión de desechos o el hallazgo de materiales alternativos al plástico o el cemento capaces de integrarse en una economía circular, se ha desinflado. ¿Pueden algún proyecto o invención revivir el interés por la economía circular?

En diez años, el dinero y talento han pasado de centrarse en la banca de inversión a otros intangibles: primero los servicios de Internet y, últimamente, la tecnología financiera en torno al fenómeno de las transacciones seguras entre usuarios a través de un sistema con historial compartido que no requiere intermediarios: blockchain. Como la energía, el sueño del pelotazo no se crea ni se destruye: sólo se transforma.

El próximo 15 de septiembre se cumplirá una década de que la firma de inversiones Lehman Brothers, fundada en 1850, se declarara en quiebra. El 11 de diciembre de 2008, el FBI detenía al inversor Bernard Madoff como máximo responsable de la firma que, bajo su apellido, había cometido una estafa piramidal con un fraude estimado en 64.800 millones de dólares.

Las consecuencias de la crisis financiera, que había empezado un año antes con el escándalo de las hipotecas basura, imposible de ocultar a partir de octubre de 2007, se extendió primero a la sociedad estadounidense, desde los más vulnerables a los amigos personales de Madoff que habían confiado su fortuna al opaco fondo del mayor estafador contemporáneo.

Pero los productos financieros que habían colocado el riesgo de las hipotecas subprime en productos financieros comprados por fondos de inversión y entidades bancarias de todo el mundo extendieron el riesgo al sistema financiero mundial.

El sentido del diseño circular

Empezaba entonces el frenazo del crédito internacional a instituciones que hasta entonces habían podido acceder a crédito, y tanto bancos como empresas y estados expuestos a la financiación exterior renovaron en el imaginario colectivo la metáfora del efecto dominó.

Las economías periféricas europeas perdieron su solvencia con respecto a sus acreedores y, en poco tiempo, la auténtica crisis llegaba a las sociedades del sur europeo.

En paralelo, Estados Unidos había iniciado un giro político y se apelaba tanto a la creatividad, la resiliencia y la “economía verde”: energías renovables; nuevas empresas capaces de fabricar vehículos eléctricos atractivos y productos domésticos para mejorar la eficiencia energética; e infinidad de ideas sobre “diseño ecológico”.

Poco queda ya de la energía y el positivismo de entonces: a medida que la crisis financiera quedaba atrás para entidades, grandes empresas y ejecutivos, la “próxima gran industria”, la de la sostenibilidad, se hizo esperar, influyendo apenas sobre el diseño industrial y sectores como el agroalimentario y el de la construcción.

Potencial, intención y realidad

Los cambios fueron cosméticos y orientados a causar un impacto entre el gran público: la “responsabilidad social corporativa” llenaba auditorios en los países con administraciones progresistas, mientras el diseño supuestamente ecológico seguía sin plantearse cambios profundos:

  • en sectores como el textil, el textil hogar, la electrónica y los pequeños y grandes electrodomésticos, la obsolescencia programada en productos no reparables ganaba la partida a versiones más duraderas y reparables;
  • en empaquetado, el plástico y la voluminosidad se imponían a envoltorios mínimos con materiales reciclables o biodegradables;
  • en la industria agroalimentaria, los alimentos de cultivo orgánico apenas cubrían el nicho de los urbanitas más concienciados, mejor informados y con poder adquisitivo.

Regulaciones y concienciación del público no transformaron las principales inercias de la industria de consumo y la logística globales, dependientes de la producción masiva, las economías de escala y el comercio global. La alternativa no llegó desde las propuestas racionales de los mejor informados, y el ecodiseño se convirtió en moda pasajera.

Inversores y estudiantes talentosos rehuyeron el tradicional recorrido del talento (universidad de prestigio, escuela de negocios y empleo en empresas financieras, de consultoría o multinacionales) optaron por Silicon Valley: las grandes empresas tecnológicas sustituían a Wall Street, y los más arriesgados preferían fundar sus empresas a conformarse con la gestión de un fondo de inversión en la Costa Este, en la City de Londres o en las plazas asiáticas.

El precio de confiar ciegamente en Silicon Valley

El segundo mandato de Obama se agotaba, la crisis de la deuda coleteaba todavía en la economía real de varios países de la Unión Europea… y la “economía verde” apenas había logrado entusiasmar al nuevo talento y a la inversión en proyectos de riesgo, que había vuelto con fuerza.

Las promesas en inversión sostenible de fondos de capital riesgo como el gestionado por el veterano ejecutivo de Silicon Valley Vinod Khosla se convirtieron en una mueca de lo prometido, y el propio Khosla protagonizaría uno de los encontronazos con la prensa y el público de la bahía de San Francisco que ejemplificaban lo que estaba por llegar: el fundador de Khosla Ventures impedía el paso del público en el tramo de playa contiguo a su vivienda, arguyendo con celo su derecho de uso privativo y atacando verbalmente a los periodistas que investigaban el caso.

El capital riesgo se interesó por las empresas tecnológicas con mayor potencial de crecimiento, independientemente de su cultura laboral, valores, contribución e impacto reales en sociedad y medio ambiente: los “unicornios”, o nuevas firmas capaces de alcanzar una valoración estimada de al menos 1.000 millones de dólares antes de salir a bolsa, eran el auténtico caramelo.

Los “unicornios” y el nuevo juguete, que carecía de proyección física como el “diseño ecológico” y prometía algo tan etéreo como facilitar todo tipo de transacciones seguras y anónimas entre usuarios de Internet: las criptomonedas (y su sistema de bases de datos con historial compartido entre participantes y a prueba de modificaciones).

“Anarcocapitalistas” que se instalan con préstamos federales

Mientras Internet perdía su inocencia al comprobar los efectos de la agitación propagandística en las redes sociales en las contiendas electorales de 2016, incluyendo las elecciones presidenciales de Estados Unidos, el libertarismo de valores progresistas e interés por un ecologismo pragmático cedió terreno ante la aparentemente imparable reacción de autoproclamados entusiastas del anarcocapitalismo, desde Peter Thiel a Elon Musk, pasando por el nuevo dirigente de la incubadora de empresas Y Combinator, Sam Altman.

Estos supuestos garantes del libertarismo compartían cierta facilidad para obtener contratos y ventajas gubernamentales (préstamos de bajo interés de la Administración Obama para Elon Musk, bajo la misma línea de ayudas que desembocó en el escándalo de la firma Solyndra, en los inicios de Tesla —la firma que, para su mérito, había cambiado la opinión del público sobre el futuro de los autos eléctricos—; uso de conexiones políticas para lograr contratos en administraciones locales y federales para la empresa de rastreo que había cofundado, Palantir, en el caso de Peter Thiel; etc.); así como una aversión militante a cualquier tipo de organización laboral en el seno de las empresas en las que participaran de algún modo.

Como el resto de la economía dematerializada, el ecosistema de las bases de datos distribuidas entre usuarios (P2P: capaces de mantener una copia inalterada del historial de transacciones) prometió un escenario con muchas ventajas y ninguna gran desventaja.

Un sistema de intercambio seguro de cualquier tipo de información prometía la emancipación de los sistemas de datos con respecto de intermediarios: acuñar moneda sin bancos centrales, realizar censos de propiedad incluso en Estados fallidos, trazar el recorrido de un material desde el animal que lo produce hasta su desecho, una vez agotada la vida útil del producto en el que había sido integrado, crear redes sociales y sistemas de pago donde los participantes son dueños del contenido y de la infraestructura…

Dematerialización en la cúspide: de extracción de recursos a extracción de datos

Olvidado el potencial de la economía sostenible, que no se había materializado en ningún gran mercado capaz de atraer inversiones e iniciativa privada ajena a campañas institucionales llenas de buenas intenciones y sin más contenido que la propia fachada, la esperada “economía verde” perdió su momento tras la gran recesión, a favor de los “unicornios” de la economía colaborativa y las criptomonedas.

En paralelo, opinión pública y reguladores superaban al fin la edad de la inocencia con respecto a los gigantes de Internet: ni siquiera años de campañas de relaciones públicas favorables, muchas de ellas retroalimentadas de manera orgánica por entusiastas de la tecnología (así, en general), entendida como herramienta de progreso y supuestamente alineada con los intereses de la ciudadanía, evitaron el cambio de la percepción de Apple, Google, Amazon, Facebook o Microsoft.

Una década después del inicio de la Gran Recesión, los gigantes energéticos han sido superadas en volumen bursátil por una nueva industria extractiva, cuyo impacto en la sociedad no siempre es positivo: el de las firmas de Internet cuyo negocio gira en torno al rastreo de datos de usuarios para afinar la efectividad de mensajes personalizados para orientar la acción del usuario en un mundo con consecuencias físicas.

Y así, convertida la sostenibilidad en un reclamo de marketing para una minoría urbana y con poder adquisitivo, se suceden derivas industriales que se desentienden del diseño ecológico sin ningún recato:

  • a medida que el mundo emergente adquiere poder adquisitivo, crecen las aspiraciones materiales de la población (y, con ellas, el impacto medioambiental): se ha disparado el consumo de carne de vacuno a medida que lo hace el poder adquisitivo de la case media de países como China o India; y la instalación de aparatos de aire acondicionado absorberá 700 millones de unidades durante los próximos años;
  • minar criptomonedas se convierte en una de las actividades tecnológicas que demandan un uso energético más intensivo (contradiciendo, de paso, la tesis de que la economía dematerializada carece de un impacto medioambiental real);
  • la falacia según la cual la contribución personal no tiene ningún efecto cuantificable sobre el impacto de la humanidad en el medio ambiente, contribuye a desentenderse de la responsabilidad sobre el consumo de recursos o la deriva de los desechos, una vez los apartamos de nuestra vista (en la basura, en el contenedor de reciclaje o, en el peor de los casos, en el lugar que sea más conveniente para nuestra mirada a corto plazo —lo que explicaría, entre otros fenómenos, la acumulación de plástico en los océanos o el aumento de la basura en los campamentos de ascenso al Everest—.

Banalidad del mal y tragedia de los comunes

En su controvertido concepto de la banalidad del mal, Hannah Arendt reflexiona sobre la aparente insipidez del horror y el sinsentido en las sociedades modernas: el individuo se difumina en la estructura burocratizada, lo que evita la identificación entre el individuo y las atrocidades a las que contribuye. Pablo Picasso nos dice algo similar en su Guernica.

Cuando todo el mundo contribuye a una externalidad no deseada, nadie percibe su parte de responsabilidad, olvidando las grandes cuestiones éticas asignadas por la filosofía al individuo, como el compás moral que permite distinguir entre el bien y el mal, la empatía y la indiferencia, la compasión y la crueldad…

De momento, pocos se interesan por su parte en fenómenos prorrateados entre la humanidad y, por tanto, aberraciones sobre las que nadie reivindica su corresponsabilidad, como la acumulación de plástico en el medio y los océanos.

Desde finales del siglo pasado, arquitectos, diseñadores industriales, químicos y expertos en otras disciplinas han abogado por productos y edificios capaces de reducir su impacto, fáciles de reparar y elaborados con:

  • materiales que vuelvan al medio con el mínimo impacto posible (biodegradables), de tal manera que su deposición se convierte en nutriente, estableciendo la base de una economía circular;
  • o materiales fácilmente reutilizables al final de la vida útil de cada bien de consumo (compuestos sintéticos no tóxicos cuyo carácter “técnico” permite su reutilización sin requerir un esfuerzo costoso en su reconversión —se trate de tiempo, energía dedicada, etc.—).

Obsolescencia programada

Si bien diseño industrial, etiquetado, empaquetado y publicidad incorporan en los últimos años información relativa al consumo de recursos, emisiones y otros impactos de cada producto, factores como el ratio entre precio y sofisticación técnica siguen dictando el éxito de todo tipo de bienes de consumo: industria automovilística y fabricantes de electrónica y telefonía invierten en los intangibles del producto que concentran cada vez mayor valor (software), desdiciéndose de un esfuerzo similar en experimentación con materiales, procesos y modelos comerciales sostenibles.

Como consecuencia, los principales materiales empleados en la actualidad tienen más en cuenta su rendimiento durante la vida útil del producto y abundancia en relación con el coste de producción, que su carácter biodegradable o capacidad de reutilización: el corto plazo (rendimiento durante la corta vida útil del producto) se impone al interés general y al largo plazo que constituye una economía de producción circular con materiales biodegradables o, en su defecto, materiales sintéticos no tóxicos que pueden ser reutilizados una y otra vez sin emplear recursos adicionales para su transformación.

Quienes se dejan llevar por el aspecto y el precio competitivo del producto que adquieren sin plantearse nada más, anteponen el beneficio momentáneo percibido al valor real del producto en una economía circular: con esta decisión impulsiva, el consumidor opta por un modelo industrial que depende de materiales tóxicos no biodegradables ni fácilmente reutilizables, expuestos al fenómeno de la obsolescencia programada, e impide la viabilidad a gran escala de una economía circular, o estrategia industrial en la que los componentes de productos y servicios se descomponen como nutriente o se reutilizan en nuevos componentes.

Cuando el usuario ya no mira: regulación y realidad

El abuso de polímeros de plástico en todo tipo de aplicaciones es la principal muestra contemporánea de la economía actual, heredera de la concepción extractiva de la producción industrial y a merced tanto del dictado de las economías de escala como del fenómeno de la obsolescencia programada.

Si bien regiones comerciales de peso como Norteamérica y Europa cuentan con leyes específicas que exigen el reciclaje de viejos productos electrónicos e informáticos, compañías y gobiernos locales delegan esta labor en subcontratas que optan por exportar los desechos a terceros países sin regulaciones medioambientales.

El viejo producto electrónico que, desde nuestra posición confortable en el mundo desarrollado, creemos haber devuelto con todas las garantías para su destrucción respetuosa con el medio ambiente, acaba despiezado en vertederos descontrolados y a cielo abierto como el de Agbogbloshie, a las afueras de Accra, Ghana, donde los restos de chatarra electrónica que no son recuperados o incinerados acaban en el subsuelo o en cursos de agua y mar.

Vertederos como el de Accra, uno de los epicentros mundiales de contaminación por tratamiento negligente de desechos electrónicos, registran niveles intolerables de contaminación por plomo, berilio, cadmio o mercurio, poniendo en riesgo a la población local y a la cadena trófica, una vez neurotoxinas e interruptores endocrinos procedentes de los desechos entran en contacto con invertebrados, peces y otros alimentos potenciales.

Tímidos avances en la economía circular

Si bien el sistema industrial y comercial actuales están lejos de acercarse al paradigma de la economía circular, nuevos incentivos, tanto económicos como regulatorios, transforman procesos que recuperan más fácilmente materiales valiosos y finitos de aparatos desechados e impiden la comercialización de plásticos de un solo uso:

  • desde el uso de robots como Liam y Daisy (Apple); Liam emplea sus 29 brazos para desmantelar viejos iPhones en 11 segundos y recuperar sustancias reutilizables (si bien Apple no desvela el impacto real de este tipo de medidas en el impacto medioambiental del producto más exitoso de la compañía);
  • a la lenta pero inexorable prohibición de bolsas de plástico de baja densidad, fácilmente sustituibles por bolsas de otros materiales y evitar así su impacto paisajístico y medioambiental.

Las estrategias estatales y regionales para reducir el uso de plásticos de un solo uso no transformará la industria de bienes de consumo, centrada todavía en el rendimiento de los aparatos durante su vida útil, lo que impide combatir una mentalidad industrial orientada al corto plazo (según el dictado de los resultados trimestrales y las economías de escala).

De momento, la autorregulación de las empresas más exitosas no ha transformado procesos y productos en unidades de una economía circular, donde la dificultad de reparación y la obsolescencia programada den paso al uso de procesos y componentes capaces de volver al entorno como nutrientes (materiales biodegradables) o listos para ser usados de nuevo (materiales sintéticos no tóxicos, conocidos como materiales “técnicos”).

Cuando ocurre lo que nadie desea

Como consecuencia, el plástico se acumula en los océanos y la chatarra electrónica deja un reguero de mala praxis y desechos tóxicos: vertederos y empresas de gestión de desechos prefieren externalizar sus obligaciones medioambientales exportando plástico y viejos productos electrónicos y electrodomésticos.

Empiezan a aparecer las excepciones: empresas que se adelantan a regulaciones más estrictas en torno al abuso de materiales con gran impacto medioambiental, como el plástico de un solo uso, prohibiendo su empleo en productos y embalaje. Es el caso de Ikea, que asegura que en 2020 habrá suprimido por completo el empleo de estos productos.

Medidas que llegan, eso sí, una década después de que se anunciara la emergencia de la “economía verde”.

Incluso adoptando medidas radicales de transición hacia una economía circular, donde materiales biodegradables y técnicos sustituyan de manera paulatina a sustancias no biodegradables, tóxicas y difíciles de transformar para su reutilización, el mundo asiste a fenómenos a gran escala del dilema que Garrett Hardin llamó en 1968 “tragedia de los comunes“: cuando acciones racionales movidas por el interés personal acaban por agotar o destruir un recurso compartido por todos.

Entre los fenómenos en tierra de nadie a los que el mundo debe hacer frente, destaca la gestión de pandemias, que pondrá a prueba la coordinación y solidaridad internacionales; así como la protección de la biodiversidad medio ambiente (desde la megafauna a los insectos polinizadores); y el tratamiento efectivo de los desechos incontrolados como el plástico en los océanos.

Futuro

Llegan métodos prometedores que podrían emplearse a gran escala para recuperar (o suprimir) plásticos y microplásticos en el entorno: desde bacterias y gusanos que digieren plástico a proyectos de limpieza oceánica con medios mecánicos.

De momento, eso sí, se impone el baño de realidad: habrá que cambiar mucho más que la regulación sobre plástico de un solo uso, vertederos e incluso el diseño de aparejos de pesca industrial.

Sólo una combinación del sentido de la responsabilidad de todas las partes implicadas en el ciclo de vida de un producto (inversores, diseñadores y usuarios, intereses industriales, reguladores), y de la ingenuidad propia de quienes inician procesos hasta entonces inexistentes, aportará la inercia necesaria para transformar un mundo regido por el corto plazo en una economía circular, capaz de repartir entre la sociedad mucho más valor del que captura…

Y de convertir lo que hasta ahora es “desecho” en nutriente para la nueva generación de productos.

Quizá pronto estemos incluso preparados para crear energía a partir del excedente de CO2 y partículas contaminantes en la atmósfera. Para ello, necesitaremos que parte del talento obsesionado en estos momentos con dar el pelotazo en las criptomonedas, aporte un compromiso comparable en el “sector verde” que nunca fue.