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Riesgos de confundir polución tangible (ej. plástico) y clima

La realidad «líquida» contemporánea atomiza los relatos. Al no compartir grandes retos comunes, somos pasto de la llamada de los movimientos teledirigidos.

Esta tensión entre el individualismo de la Red y la cultura pop (manifestada a través de la compra de productos y ocio), por un lado, y el gregarismo propio de quienes se sienten desamparados en un clima de fragmentación del relato y polarización, por otro, parece condenarnos a la indiferencia o a la impotencia a la hora de afrontar los auténticos retos de nuestra época. Problemas percibidos como «too big to fix».

Bonnie Monteleone evoca un clásico de la pintura japonesa, la estampa «La gran ola de Kanagawa»; Monteleone imagina una ola que rezuma plástico

Ello explicaría por qué la mayoría de nosotros se muestra dispuesto a tomar medidas para reducir su impacto medioambiental, si bien esta voluntad se traduce en actos simbólicos y tendencias de consumo que, en la práctica, se quedan en el gesto estético y son parte integrante del problema.

En cambio, cuando se trata de apoyar auténticas medidas estructurales, en forma de acciones políticas y regulaciones, para transformar sectores y hábitos de la industria y los consumidores en su conjunto, aparece el vértigo propio asociado a los objetivos demasiado grandes y etéreos.

Activistas, indiferentes, cínicos, escépticos y negacionistas

La diferencia entre las actitudes más responsables y las más cínicas con respecto a nuestro impacto, individual y colectivo, en el clima, no es tan distante: por un lado, no cambiaremos la tendencia actual del calentamiento del planeta a partir de acciones militantes y hábitos individuales de consumo; por otro, sí hay acciones que pueden reducir las peores consecuencias de la crisis climática.

Ni activistas autoconvencidos (los guardianes de una supuesta moral y plan de acción inequívoco contra el clima) ni cínicos (los que nos recuerdan que qué más dará, que qué lata, etc.), ni escapistas están en lo cierto.

Y sí, existen medidas (desde la regulación de industrias especialmente contaminantes hasta la instauración de mecanismos de economía circular, pasando por acciones concretas de geoingeniería, transformación del sector energético —tanto en redes conectadas como en circuitos autónomos—, políticas agresivas de reforestación, etc.), que pueden ayudarnos de manera efectiva.

Las últimas encuestas confirman el auge del sentimiento de urgencia y preocupación en torno a los efectos del cambio climático incluso entre el público estadounidense, hasta ahora presa de un escepticismo alimentado por teorías conspirativas, líneas editoriales como la que sostiene el grupo mediático de Rupert Murdoch (y que lleva ahora a encontronazos familiares) y la acción de grupos de interés financiados por emporios empresariales como el de la familia Koch.

Una población dispuesta a escuchar (¿y a actuar en consecuencia?)

Sin embargo, el auge de la concienciación sobre el riesgo climático incluso entre opiniones públicas sujetas a los efectos de la ingeniería de escepticismo climático de los medios y tertulias de Murdoch, deberá trasladarse a la acción concreta de los votantes. Hasta ahora, ha sucedido lo contrario a lo que indican estas últimas encuestas.

En Australia, por ejemplo, el candidato más popular en las últimas elecciones logró convencer a los votantes a través de la irónica relativización del impacto del cambio climático sobre la vida del australiano medio.

Ahora, en medio de los efectos de los peores incendios en un país que se acostumbra a un fenómeno frecuente cada verano, ni Scott Morrison ni sus votantes parecen tan inclinados a actuar con semejante desdén por un sistema que aumente la resiliencia del país en eventos que se repetirán de manera cíclica.

Desafortunadamente, una mayor preocupación no tiene por qué desembocar en una aceleración de acciones efectivas para mejorar la resiliencia ante desastres (con planes a largo plazo basados en el consenso regional o estatal al estilo de los Países Bajos en su lucha histórica contra las crecidas del mar del Norte).

Por vez primera, el sentimiento de urgencia se impone entre la opinión pública de las tres principales regiones emisoras de CO2, Estados Unidos (mayores emisiones per cápita), la UE (regulaciones sobre emisiones más estrictas) y China (mayor emisor actual en términos agregados).

Relativismo climático y mercado de indulgencias

Cuando se interpela a la población sobre si estaría dispuesta a realizar determinadas acciones individuales para mitigar el cambio climático:

  • el 81% de estadounidenses, 98% de chinos y 93% de europeos reduciría drásticamente el uso de plásticos;
  • el 69% de estadounidenses, el 94% de chinos y el 75% de europeos asegura estar dispuesto a «volar menos» (tendríamos que ver en qué se traducirían estas intenciones);
  • mientras el 52% de estadounidenses, el 79% de chinos y el 56% de europeos asegura estar dispuesto a protestar y manifestarse para que avancen las medidas.

La intencionalidad y la empatía no reducirán las emisiones con efecto invernadero. En paralelo, algunos expertos denuncian la confusión del público con respecto al impacto real que tendrían las iniciativas más populares.

Hasta el momento, la incidencia en el problema del exceso de plástico y sus efectos sobre el paisaje y la vida marina, ha conducido a un cierto relativismo climático que dificultaría más la efectividad de medidas que parecen más destinadas combatir el problema de las emisiones.

Obviamente, reducir el consumo y la polución de plásticos es una actividad compatible con una lucha más amplia para reducir las emisiones y aplicar posibles medidas de geoingeniería.

Dos problemas distintos: plástico y cambio climático

Sin embargo, un informe británico de Green Alliance, un grupo de interés ecologista con sede en Londres, muestra que, a estas alturas, todavía somos incapaces como sociedades de reconocer el peligro relativo de distintos retos medioambientales: en el informe, se preguntó al público sobre el grado de importancia de dos acciones, reducir las emisiones o reducir el uso de plástico. El triple de personas antepuso la reducción de plástico a la reducción de emisiones.

La capacidad de discernimiento es esencial para presionar a gobiernos (desde la esfera local hasta los organismos supranacionales) y empresas a tomar medidas adecuadas para reducir tanto el impacto local de fenómenos ambientales como el efecto global.

Parecemos incapaces de cuantificar en nuestro imaginario, pese a la evidencia de las emisiones y los modelos científicos, de qué manera estaríamos luchando contra el cambio climático, al tratarse de aspectos que percibimos como intangibles y demasiado grandes como para interiorizar como problema mitigable.

En cambio, a diferencia de las emisiones, los polímeros de plástico son un derivado del petróleo que toma forma molecular: es tangible y está presente en todo tipo de objetos cotidianos, mientras los efectos de su polución son detectables y causan un impacto inmediato.

El economista Max Roser, creador del recurso estadístico Our World in Data, apuntaba recientemente una de las posibles razones que explicarían el porqué del éxito en la concienciación contra el problema global del plástico (un material difícilmente reciclable que acaba en los océanos y supone un riesgo para los ecosistemas) y, en cambio, el debate sobre las emisiones parece encontrarse en un punto muerto tras años de cumbres del clima y cobertura mediática tan burocrática y desprovista de interés como un pleno parlamentario (el formato es, de hecho, similar).

Retos a la deriva

Roser recuerda que la polución por plástico en el entorno (vertidos incontrolados, gestión eficiente o inexistente de desechos), los ríos y, a través de éstos, los océanos, es un fenómeno que afecta de manera casi exclusiva a los países en desarrollo y los principales ríos asiáticos entre la línea costera comprendida entre el subcontinente indio y el mar de la China Meridional.

En cambio, los países que acumulan mayor cantidad de emisiones históricas y per cápita son mayoritariamente occidentales, productores petroleros o pertenecientes al antiguo bloque de influencia soviética (debido a la dependencia del carbón de su industria pesada).

Quizá, inconscientemente o no, la opinión pública del mundo desarrollado minimice el histórico de emisiones de CO2 y haga hincapié tanto en la contaminación «visible» (la calidad del aire en India y otros países asiáticos, la polución por plástico en Asia), mientras relativiza su rol clave en el calentamiento global desde inicios de la Revolución Industrial.

La equiparación en el imaginario entre crisis climática y polución «evidente» y que distinguimos «ante nosotros» (sobre todo, en forma de desechos plásticos en torno a ríos contaminados del mundo en desarrollo, o en torno a barrios informales de los suburbios industriales de países como Bangladés), se hace patente en la cobertura mediática de la información sobre el clima: las imágenes asociadas a la información sobre emisiones no evocan paisajes urbanos e industriales del mundo desarrollado, sino zonas con polución visible y pobreza patente. Como si se produjera un cambiazo simbólico y semántico.

La partida de la Administración Trump para estudiar la geoingeniería

Con vistas a la celebración del Foro Económico Mundial en Davos, un grupo de directivos e inversores reunido hace unos días en Londres reconocía que, en estos momentos, la temeridad que supone ignorar el riesgo de que las temperaturas suban según las previsiones menos optimistas (2º C de media o más con respecto a niveles preindustriales).

Dado el riesgo patente de que no se logre estabilizar a tiempo un plan efectivo de emisiones que sitúe el alza de las temperaturas a 1,5º C (o menos) con respecto a niveles preindustriales, el cambio climático supera al fin el riesgo percibido procedente de ciberataques, pandemias, conflictos geopolíticos y uso de armas de destrucción masiva.

Eso sí, administraciones como la de Donald Trump no se muestran demasiado conciliadoras ni con la evidencia científica, ni con la toma de conciencia de la población estadounidense, ni con la percepción del riesgo reconocida por empresarios, inversores y, cómo no, banca y aseguradoras.

Si bien la retórica del actual Gobierno estadounidense es incuestionablemente anticientífica (algo que va más allá del escepticismo climático), el presupuesto del país para 2020 incluye una partida destinada a financiar el estudio de técnicas de geoingeniería, explica Emily Pontecorvo en Grist.

La partida aparece en el presupuesto de la agencia dedicada al estudio de los océanos y la atmósfera, NOAA, y asciende a 4 millones de dólares. El negacionismo oficial contrasta con el celo profesional de perfiles técnicos bajo mandato de esta misma Administración.

Historia de una dejadez prorrateada

O, resumido por el empresario tecnológico danés afincado en Estados Unidos, David Heinemeier Hansson al compartir una información en las redes sociales:

«La incapacidad para actuar con respecto al cambio climático es la [señal de] decadencia política definitiva. Pronto, simplemente no habrá otro tema que importe».

La prensa dedica estos días, por ejemplo, extensos artículos de distinta retórica (humorística o apocalíptica, el tono es siempre fresco) en relación con un bug informático (Y2K38) que, de no ser afrontado, podría causar estragos en los sistemas informáticos mundiales en el año 2038.

Mucho antes, no obstante, los estragos causados por el recrudecimiento de los eventos de clima extremo que ya sufrimos, empequeñecerán cualquier consideración técnica asociada a los posibles problemas que los parches que se preparan para atajar este bug pudieran presentar.

Los detalles no importan cuando no se afronta lo esencial

Resulta irónico, y quizá algo sonrojante, que exista una predisposición incondicional a afrontar el problema del año 2038, mientras líderes y opinión pública mundial parecen bostezar mientras marean la perdiz, a la hora de dedicar algo de atención al elefante en la cacharrería que danza frente a ellos.

Un año, 2038, en que habrán sucedido muchas cosas inesperadas y otros tantos anuncios y previsiones sonadas se quedarán en el tintero. Para volver al doble rasero que la opinión pública parece mostrar al afrontar retos como el climático, Alemania ha anunciado que será precisamente en ese año, el del mencionado bug informático, cuando el país abandonará al fin el uso de lignito (carbón mineral) para generar electricidad. El sector energético alemán es el principal consumidor de lignito del mundo.

La concienciación medioambiental de la opinión pública alemana afronta lagunas en las que viejos temores y posiciones de grupos ambientalistas jugaron un papel preeminente: el rechazo categórico de los alemanes a la energía nuclear ha dejado al país con un sistema de producción energética contaminante que multiplica las emisiones per cápita del país.

Cuando el ecologismo prefería el carbón

El caso alemán contrasta con el del otro gran socio comunitario, Francia, que produce el 75% de sus necesidades energéticas en centrales nucleares que no emiten gases con efecto invernadero.

El supuesto empoderamiento ecologista de los alemanes frenó el uso de energía nuclear, lo que se convirtió en la peor decisión que los alemanes podrían haber tomado para proteger lo que más apreciaban.

Por el contrario, la decisión estatista de la Administración francesa antepuso la autonomía energética a otras consideraciones (como la «ecologista») y optó por un ambicioso programa de centrales nucleares que ha estado siempre en entredicho, pero que ha reducido dramáticamente el impacto del país en el cómputo de emisiones globales.

En el futuro, si realmente se quiere evitar un escenario de clima extremo demoledor, tanto opinión pública como administraciones y sectores productivos y de servicios deberán aprender a tomar decisiones difíciles que tendrán un coste político y económico.

La alternativa es acostumbrarse al fatalismo de los desastres climáticos y dejar que la mentalidad supersticiosa de hechiceros y milenaristas se imponga en las redes sociales.