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Riqueza real de personas, empresas y países: más allá del PIB

Seguimos midiendo la riqueza de personas, empresas y Estados en términos de ingresos trimestrales o anuales, eludiendo otras consideraciones como beneficios procedentes de la trayectoria a largo plazo, ya sean rentas de propiedades o inversiones.

Pensar en términos de salario, beneficios trimestrales o Producto Interior Bruto (PIB) nos obliga a priorizar los resultados inmediatos y la ganancia a corto plazo, introduciendo una urgencia a nuestra lectura de la realidad que repercute en la salud de las personas, el diseño y duración de los productos, y la riqueza real de las naciones.

El economista francés Thomas Piketty, autor del libro sobre economía más influyente en los últimos años, “El capital en el siglo XXI”; imagen del European University Institute, vía Flickr CC

El PIB ignora las cosas que importan, como la prosperidad sostenida a medida que se agraven tensiones como la climática o la competición por recursos naturales finitos o bajo presión debido a fenómenos como el aumento de eventos de clima extremo. Combustibles fósiles y metales raros, pero también aire limpio y agua potable, marcarán la geopolítica de las próximas décadas, y explica la presencia decidida de China en el mundo, en paralelo con el repliegue de Estados Unidos.

Aprender a medir

Medimos ingresos pasados, y deberíamos considerar la riqueza proyectada al futuro de las sociedades y su población. El salario -o ingreso por el trabajo realizado en el caso de las personas-, el producto vendido -cuando nos referimos a empresas-, o la actividad económica registrada en un país durante un período determinado, son sólo una parte de la riqueza y bienestar, y muchos economistas reiteran que ya es hora de estudiar la riqueza de una manera más realista, estable y capaz de anticiparse a tendencias del futuro.

El Producto Interior Bruto fue concebido a inicios del siglo XX para calcular una actividad basada en las manufacturas, lo que explica que sea ideal para contabilizar bienes físicos, pero se adaptara con problemas a contabilizar servicios, que en conjunto suponen el 80% de las economías modernas.

La relativa facilidad con que podía calcularse la riqueza física, natural y humana debería haber dejado de tener sentido después de la reconstrucción europea tras la II Guerra Mundial, a medida que la economía de servicios, primero, y el flujo transnacional de bienes y capitales de la mundialización (facilitado por la sociedad de la información), después, dificultaban cualquier contabilidad realista a partir de baremos-estanco.

La economía de Japón, por ejemplo, no crece con respecto a la inflación desde hace décadas, pero esta deflación técnica no exime que, si contamos la riqueza japonesa y no los ingresos corrientes, la economía del país apenas sea superada por la economía china, con su sostenido crecimiento anual de dos dígitos.

Cavar un hoyo y taparlo cuenta en el PIB

Buena parte de nuestro bienestar depende de intangibles que el psicólogo humanista Abraham Maslow identificaba en su pirámide de las necesidades humanas como “aspiraciones elevadas”, tales como la autorrealización intelectual, la apreciación del arte, el tiempo de recreo necesario para reflexionar sobre el futuro o mejorar nuestras perspectivas laborales a largo plazo.

Estos intangibles, esenciales para el futuro de una familia, una región o un país, forman parte de lo que identificaríamos como “riqueza”. Sin embargo, a menudo no aparecen en los indicadores tradicionales sobre bienestar, dificultando políticas que fomenten sociedades más prósperas y reduzcan fenómenos perjudiciales.

El PIB es ideal para contar toda actividad económica convencional, aunque ésta consista en cavar un hoyo y taparlo a continuación (necesitaremos máquinas, operarios, horas de trabajo, etc.).

Dos edificios residenciales en China tratan apenas sobresalen de entre la gasa de neblina ocasionada por la contaminación; imagen de Leniners, vía Flickr CC

Un artículo del Financial Times vuelve a formular una cuestión irresuelta que nos hace estar menos preparados para los retos que vienen: el PIB es un indicador de contabilidad presente que se interesa por la ganancia contable de cualquier actividad, aunque ésta sea destruir la naturaleza de un territorio, embargando su futuro.

Tragedia de los comunes e incapacidad de contemplar el largo plazo

Cualquier indicador alternativo deberá referirse a riqueza a largo plazo. Este indicador deberá surgir, reflexiona David Pilling en el Financial Times, de inventariar la riqueza real, y no los ingresos contables:

“Una de las supuestas virtudes de una contabilidad de la riqueza es que mira hacia el futuro. Analiza el flujo de capital actual que producirá los medios de ingresos del futuro. El PIB, por el contrario, mira hacia el pasado. Simplemente suma la producción total sobre un período específico en el pasado. Así que, en teoría, inventariar la riqueza debería a una generación a pensar sobre la siguiente.”

Conceptualmente, la propuesta de Pilling -que se hace eco de una reflexión debatida entre los economistas durante décadas y se ha hecho perentoria en los últimos años-, muestra su potencial. Pero, ¿cómo contar la riqueza? ¿Qué valor tienen intangibles como la motivación o la calidad, y qué precio otorgar a los recursos naturales que, hasta ahora, eran pasto de la llamada “tragedia de los comunes“?

El ser humano ha demostrado una predilección por no pensar demasiado seriamente sobre el futuro, lo que llevó a pensadores como Stewart Brand a impulsar proyectos como The Long Now Foundation, que se ocupa de pensamiento y proyectos a largo plazo.

Aprender de la resiliencia holandesa

A estas alturas, todos sabemos que edificar a pie de playa en los territorios de la Polinesia más afectados por la subida del nivel de los océanos no es quizá una buena inversión de futuro; pero inversores, legisladores e incluso aseguradoras han sido incapaces de planear infraestructuras y desarrollos urbanísticos con atestados a largo plazo que mitiguen el riesgo durante catástrofes naturales o desequilibrios geopolíticos.

Como últimos ejemplos de esta incapacidad de pensar a largo plazo y combinar una buena planificación con un mantenimiento que prevenga costes derivados de corregir errores no previstos, pueden mencionarse la inundación de barrios enteros de Houston que estaban legalmente fuera de zonas inundables, o la construcción de barrios residenciales californianos en lugares y con materiales que los convierten en pasto fácil para fuegos cada vez más habituales y virulentos, a medida que el territorio pierde humedad y acuíferos.

Un nuevo baremo de la prosperidad debería aprender más de la resiliencia holandesa con respecto a la amenaza del mar del Norte y abandonar la adoración del PIB que surge de construir donde no se debe y sin pensar en el futuro. La calidad y el pensamiento a largo plazo serán cruciales en cualquier alternativa creíble al PIB.

La exposición de la riqueza de personas, empresas y Estados a eventos para los que no se ha planeado en consecuencia demanda -argumentan estos economistas críticos con la confusión reduccionista entre ingresos corrientes y prosperidad-, nuevas maneras de medir el bienestar. De lo contrario, corremos el riesgo de pensar que renta per cápita (personas), beneficios anuales antes de impuestos (empresas) o Producto Interior Bruto (países) equivalen al nivel real de prosperidad, cuando la realidad es mucho más compleja.

Abusar de los asalariados, olvidarse de rentistas y evasores

Esta desconexión entre contabilidad aceptada y realidad explica no sólo que, mientras The Associated Press informa que el Dow Jones cerraba recientemente por primera vez sobre la barrera de los 25.000 puntos (buenas perspectivas para quienes juegan a bolsa, ya sean especuladores a corto plazo o concienzudos inversores), el periodista David Simon se hace eco de esta noticia informando él mismo de una realidad que siente más próxima, y que no comparte la euforia del comunicado de agencias:

“Última hora -dice Simon con sorna-: los padres de la escuela pública de mi hijo en Baltimore han recaudado dinero para mantener en su puesto al bibliotecario del centro.”

Este contraste, anecdótico y efectista, entre la bonanza bursátil -y su desvinculación de la economía productiva- y la realidad percibida por la clase media, explica parte del descontento y la polarización política una década después de los inicios de la Gran Recesión en Estados Unidos y sus efectos sobre el crédito y la deuda soberana de varios países europeos.

Personas haciendo cola en una gasolinera estadounidense durante la crisis del petróleo de 1973; las consecuencias del evento marcarían la política liberalizadora de Reagan y Thatcher la década siguiente, vista por el economista Tyler Cowen como el inicio de un estancamiento de la economía real con respecto a la inflación: una economía más rentista y menos productiva

Mientras la población asalariada respondió con sus bienes a la deuda contraída, y actuó como responsable subsidiaria (con sus impuestos y obligaciones contraídas por los Estados) de la deuda contraída por banca, operaciones público-privadas a menudo opacas, quiebras sonadas y ayudas a entidades bancarias consideradas sistémicas, tanto las empresas como los ciudadanos con ingresos en forma de réditos del capital, eluden el fisco, pues los impuestos con mayor gravamen se centran en las ganancias del trabajo, y no en las rentas.

Thomas Piketty, rentas del capital y salarios

Los asalariados, responsables directos de sus propias deudas y responsables subsdiarios de las deudas de todos a través de los impuestos, han visto cómo aumenta la desigualdad entre quienes concentran rentas -a menudo usando formas jurídicas para pagar la menor cantidad posible de impuestos-, y quienes centran buena parte de su riqueza y perspectivas en un salario.

La tan comentada tesis del ensayo del economista francés Thomas Piketty sobre rentas y salarios en El capital del siglo XXI, se sintetiza en una fórmula: con artimañas plutocráticas -ahora a la vista con la grosera urdimbre clientelista que se ha instalado en la Casa Blanca- el capitalismo patrimonial de la riqueza invertida y heredada crece más rápido que los beneficios del capitalismo productivo (el sueldo de los trabajadores):

r > g

“r” se refiere a réditos del capital e inversiones (el maná de los “rentistas” que pueblan tantas novelas del siglo XIX); mientras “g” equivale a las ganancias del trabajo, que pese reducir en proporción a “r” mantiene mayor solidaridad con el conjunto de la sociedad, al soportar más impuestos.

Piketty argumenta que, en los países desarrollados, la diferencia entre riqueza de rentistas e inversores (“r”) y la renta nacional anual (“g”, en este caso Producto Interior Bruto, o ingresos acumulados en un país durante un año) es de 6 a 1. Lejos de tender hacia la convergencia, los rentistas aumentan su distancia con respecto a los asalariados.

El valor real de Wikipedia no es 0

En perspectiva histórica, el economista expone cómo, en la época de desigualdades del capitalismo de magnates y monopolios de finales del XIX, la proporción de ingresos del capital sobre el ingreso nacional era de 6 o 7 a 1, descendiendo -gracias a la las medidas estatistas de inspiración keynesiana y a la “destrucción creativa”- a 2 a 1 después de la II Guerra Mundial.

En el siglo XXI, por tanto, los ingresos del capital retienen mucho más de lo que devuelven a la sociedad: sin una gran industria que emplee a millones de personas, aumentos espectaculares de productividad en economías maduras ni un modelo alternativo que, bien que mal, obligue al capitalismo a repartir la riqueza con mayor equidad (como había logrado hacer el antagonista soviético), la desigualdad abrumadora se ha vuelto a imponer, y ni siquiera estamos preparado para verla con claridad, pues seguimos anclados en varas de medir de épocas pretéritas.

Simon Kuznets, economista de origen ruso afincado en Estados Unidos, acuñó en los años 30 el término PIB para facilitar el trabajo en macroeconomía: hasta entonces, era difícil calcular pérdidas durante una gran recesión (como la que empieza con el crack del 29) o guerras, etc.; el propio Kuznets alertó contra las limitaciones del baremo, que según él no debía usarse para calcular la riqueza de las personas y las naciones (justamente lo que se ha hecho desde entonces)

Mientras grandes empresas de servicios (como los gigantes de Internet) recurren a argucias de contabilidad para eludir obligaciones fiscales en los países donde los usuarios efectúan la compra, los beneficiarios de réditos del capital “r” se sirven siempre que pueden de fórmulas análogas de contabilidad para eludir imposiciones fiscales tan elevadas como los impuestos sobre el trabajo.

La tragedia de medir la economía actual en términos de PIB se puede condensar en un agudo comentario de David Pilling en su artículo del Financial Times:

“En términos de PIB, Wikipedia, que acerca la suma del conocimiento humano a cualquiera, llanamente no vale nada.”

El cuento de un trabajador de la City y un jardinero

El PIB tampoco se refiere al nivel de prosperidad real, la salud física y mental de la ciudadanía, ni tampoco la desigualdad material.

Pilling nos invita a un ejercicio: imaginemos a 2 ciudadanos, Bill y Ben:

  • Bill es operario de banca de inversiones, con un salario anual después de impuestos de medio millón de libras (sic);
  • Ben es jardinero, con un salario de 25.000 libras anuales.

Si juzgamos a ambos por sus ingresos, no hay color: Bill no puede siquiera compararse al supuestamente humilde jardinero. Pero tener más ingresos de renta no equivale a acumular más riqueza. Observemos de nuevo a ambos: Bill está en medio de un costoso divorcio y lleva un tren de vida sin control, lo que le ha obligado a vender buena parte de sus bienes muebles, quedándose con un costoso préstamo por pagar y buena parte de las letras del deportivo que conduce.

Además, con 59 años, sus perspectivas laborales no son demasiado halagüeñas, pues se juega el puesto en un año, con el cambio de sede de su banco a Fráncfort debido a Brexit.

Simon Kuznets, impartiendo clases en un aula de la Escuela de Wharton, en la Universidad de Pensilvania

En cambio, Ben, el “humilde” jardinero en términos salariales (equivalente individual a PIB), vive en una hacienda rural valorada en 100 millones de libras que heredó de su tía abuela. Los fines de semana, deambula sin hacer demasiado por su jardín versallesco, pagándose un salario nominal a modo simbólico (y contable).

Este año, antes de cumplir los 21, Ben planea vender la propiedad y mudarse a un apartamento de Knightsbridge (la calle más cara de Londres), invirtiendo los 95 millones de libras restantes para recibir un interés anual que le permita vivir holgadamente mientras completa sus estudios como abogado de patentes.

Cómo devolver el equilibrio entre rentas y salarios

Ahora, queda un poco más claro quién es más próspero. El salario, como el PIB, explica una visión de la realidad que explica por qué un nuevo indicador de prosperidad basado en la riqueza y no los ingresos declarados ayudaría no sólo a planificar mejor el futuro, sino a crear métodos impositivos más acordes con la realidad, explicando de paso a la ciudadanía que los salarios altos no son el principal problema.

Qué más da que los gigantes de Internet acumulen tantos beneficios como el presupuesto de algunos países, o que las inversiones y rentas muevan seis veces tanto dinero como la renta anual de los países: los impuestos se ensañan principalmente sobre los únicos que no pueden eludirlos: los asalariados de clase media.

Simplificando un poco la historia, Piketty remarca que, en el pasado, sólo grandes acontecimientos transformadores (Crack del 29, Guerras Mundiales) habían igualado la balanza para contrarrestar el desequilibrio del capitalismo liberal -su tendencia a acumular capital en las manos de unos pocos- con descensos de población y aumentos de productividad.

Según Thomas Piketty, cuando no existen correcciones (catástrofes, guerras, regulación), los réditos del capital (“r”) crecen más rápido que las ganancias del trabajo (“g”): r>g; imagen de la Universidad Pompeu Fabra (vía Flickr CC)

O, como el economista Joseph Schumpeter popularizaría en 1942, el capitalismo incurre en ciclos de “destrucción creativa“, producidos o bien con grandes eventos y por la fuerza de ideas innovadoras que mejoran viejos procesos.

American Pastoral

Pero la prosperidad surgida de estos avances históricos y de correcciones reguladoras (keynesianismo) impuestas tras la II Guerra Mundial como respuesta ideológica al bloque soviético, acelerada hasta la crisis del petróleo de 1973, reculó en favor de un liberalismo financiero más ocupado de bajar impuestos a los réditos del capital que a fomentar una economía productiva basada en grandes invenciones, empleo de calidad y prosperidad de la clase media asalariada.

Las grandes luchas sindicales, en Estados Unidos solapadas con disturbios sobre derechos civiles y contra Vietnam (en Pastoral Americana, Philip Roth explica el proceso de desindustrialización de su ciudad natal, Newark, Nueva Jersey) iniciaron el proceso de deslocalización industrial y estancamiento salarial que ha llegado hasta nuestros días, mientras los sectores que más han innovado, relacionados con las tecnologías de la información, requieren una fracción de los trabajadores que transformaciones pretéritas habían demandado.

El mundo se transformaba, el salario de empleos ajenos a los nuevos avances se congelaba con respecto a la inflación y surgía una nueva clase que nadie ha estudiado en profundidad, pero que con su confort y conservadurismo han cambiado la economía y política del mundo desarrollado: los herederos de réditos del capital y las inversiones, o quienes completan su salario con inversiones inmobiliarias, acciones bursátiles, etc.

La sombra de las sicav

Restando importancia al estudio de la economía de las rentas e inversiones, cada vez más desvinculada de salarios nominales, resulta difícil abandonar la mentalidad actual, ligada a un marco conceptual que prioriza el corto plazo (trabajo) sobre el largo plazo (planificación, mantenimiento, inversiones concienzudas).

Abundan los artículos y discursos políticos sobre redistribución e impuestos progresivos, que aumentan a medida que lo hacen los salarios, si bien no existe una concienciación similar sobre la riqueza de personas, empresas y países más allá del salario: el auténtico agujero impositivo se centra sobre la “contabilidad creativa” de quienes, atribuyéndose a menudo un salario simbólico, acumulan la mayor parte de su riqueza en forma de réditos del capital y las inversiones.

El tren bala japonés (Shinkansen) atraviesa el paisaje, con el monte Fuji detrás; una imagen de postal que evoca los beneficios de contar con un servicio de tren cómodo, rápido, eficiente y puntual (valores que el PIB es incapaz de tener en cuenta, otorgando sólo valor al coste y el beneficio de la construcción y explotación de servicios como una línea de tren)

Aprender a contabilizar la riqueza real de personas, empresas y países no es sólo una oportunidad de justicia impositiva (y, al menos en Europa, de conocer la auténtica extensión de las sicav), sino una manera de representar el bienestar de individuos, personas jurídicas y países más cercana a la realidad.

Vivimos todavía en un mundo analizado con la vara de medir de Simon Kuznets, el alumno de Joseph Schumpeter que, movido por las transformaciones a golpe de catástrofe de las primeras décadas del siglo XX, creyó que la tendencia a la acumulación de capital descrita por Marx no se sostenía sin necesidad de regulaciones que frenaran la economía, pues -teorizó- crecimiento, competición y avances tecnológicos paliarían la desigualdad, fomentando una mayor armonía de clases.

El inventor del PIB alertó contra su abuso

Kuznets es también artífice del cálculo realizado por los economistas sobre la extensión de los daños en la economía de la Gran Depresión iniciada en 1929: para ofrecer datos aproximativos con los que trabajar, Simon Kuznets acuñó el concepto de Producto Interior Bruto.

Este cálculo, nos diría hoy el propio economista si siguiera entre nosotros, fue diseñado para una era de economía productiva basada en la industria tradicional, y no en una economía diversificada donde tecnologías de la información y los réditos del capital captan más valor del que reparten entre trabajadores y el conjunto de la ciudadanía:

  • la sociedad de la información no depende del modelo industrial (Henry Ford aumentó el salario de sus trabajadores para que éstos pudieran comprar los vehículos que producían) y las firmas tecnológicas apenas cuentan con una fracción de los asalariados del viejo modelo industrial;
  • los beneficios no asociados con el suelo gozan de menor imposición fiscal, alcanzando niveles plutocráticos en Estados Unidos con la nueva ley fiscal.

David Pilling recuerda en un artículo para el Financial Times que el propio Kuznets dejó claro que el concepto de PIB no es relevante para medir la distribución de ingresos en una sociedad, alertando contra la tentación de confundir PIB y prosperidad. Precisamente lo que hemos hecho desde entonces, obviando que el crecimiento de empresas ahorran al despedir sus asalariados, la compra de armamento o el gasto en infraestructuras faraónicas con una utilidad muy inferior a su coste, por ejemplo, son también “aumento de PIB”.

El mal negocio de embargar el futuro

Asimismo, el PIB no distingue entre flujo de ingresos y capital acumulado, así como la incapacidad para contabilizar acciones o actuaciones que suman o restan riqueza, a menudo olvidada: contaminación o mejora de la calidad del aire de un área metropolitana, agotamiento o regeneración de recursos naturales como un lago junto a una zona residencial, inversión en educación superior en zonas rurales y deprimidas, con beneficios potenciales a largo plazo, etc.

El PIB de Arabia Saudí, por ejemplo, depende de la producción anual de petróleo y del precio de éste en el mercado; las reservas de gas de lutita en Norteamérica y la explotación petrolera del Ártico presionan el precio del petróleo a la baja: de ahí que Arabia Saudí y el resto de países que dependen de la exportación de petróleo para sus ingresos traten de diversificar sus economías para reducir el riesgo de revueltas sociales y una eventual fallida de un estilo de vida que dependen de la explotación de recursos finitos y con un precio volátil.

Atardecer más habitual de lo deseado por las autoridades chinas en el centro económico de Shanghái: la neblina de contaminación causada por las partículas en el aire oculta la luna (al fondo), recordando eventos de hace décadas en las grandes urbes occidentales, tales como la “Gran Niebla” de Londres (causada por la combustión de carbón) en diciembre de 1952, que causaría la muerte de 12.000 londinenses e inspiraría nuevas leyes medioambientales; imagen de Mariusz Kluzniak, vía Flickr CC

Los países más prósperos, explicaba Partha Dasgupta a The Economist en 2012, reducen al máximo su dependencia del capital físico (manufacturas) y natural (recursos terrestres, bosques, fósiles, minerales), invirtiendo por el contrario en la población: el capital humano, o aumentar el nivel educativo de la población, incrementa el nivel de vida a largo plazo, pero el retorno tarda en llegar y lo hace de manera difusa.

De ahí que medidas destinadas a aumentar el capital humano no aparezcan entre las prioridades de regímenes oligárquicos, más interesados en mostrar avances materiales (como las flamantes urbes de rascacielos en el Golfo Pérsico), antes que invertir en intangibles como la educación, la investigación universitaria o el sistema de patentes.

Las cuentas de Partha Dasgupta

En su artículo en el Financial Times dedicado a métodos para medir la riqueza de las naciones, David Pilling cita el trabajo de Partha Dasgupta, economista de Cambridge, que trata desde hace décadas de dar con una alternativa al indicador PIB, más realista y sensible tanto a la riqueza real como al impacto humano sobre el medio ambiente.

Además del capital fácil de inventariar -el que se refiere a inversión en obra civil, las reservas de combustibles fósiles, la inversión militar-, existen otros cálculos menos sencillos, como el capital humano de un país, o el capital natural (desde los recursos naturales a los ecosistemas).

Son los recursos más difíciles de contabilizar los que aumentarán su protagonismo en el futuro, a medida que la acumulación de capital, la economía del conocimiento y las constricciones medioambientales atraigan un mayor porcentaje de la riqueza de personas, empresas y países.

Partha Dasgupta recuerda al Financial Times que parte del problema para establecer un método más eficaz de medir la prosperidad en una economía dominada por productos con cada vez más servicio y menos material es la intrincada y opaca relación entre ingresos y riqueza real. Hay que empezar, dice Dasgupta, por entender la realidad en términos de planificación a la larga, y no como una lectura de la contabilidad pasada sin repercusiones con el futuro.

Lo que te permite planear

Una familia puede usar ingresos para invertir en capital inmobiliario (contribuyendo al aumento de las rentas, pero no a crear nuevos productos, puestos de trabajo, oportunidades para un aumento de la producción), o bien dedicar el mismo dinero a una educación que, a la larga, se traducirá en ingresos más elevados y otros beneficios más difíciles de contabilizar.

Partha Dasgupta:

“Sea cual sea la entidad -una familia, una empresa o una nación- la riqueza es ‘lo que te permite planear, convirtiendo una forma de capital en otra’.”

Sustituir el indicador PIB, que mide los ingresos a grandes rasgos sin restar el impacto que causan, por otro que tenga en cuenta la riqueza real de las entidades analizadas, deberá incluir de un modo u otro el impacto natural y el “capital natural”. Pero aceptar la necesidad de incluir el medio ambiente y las actividades que mejoran o empeoran sus perspectivas futuras, no implica que los economistas especializados en medio ambiente se hayan puesto de acuerdo en cómo medir el servicio rendido por insectos polinizadores, selvas tropicales, arrecifes tropicales, océanos, etc.

El riesgo de no poner precio a la naturaleza

En su artículo para Nature El valor de los servicios de los ecosistemas y el capital natural del mundo, el economista Robert Costanza situaba la cifra en 33 billones (33 trillones anglosajones), criticada tanto por sus colegas debido a la falta de base, como por ecologistas tradicionales convencidos de que no se puede poner precio a la naturaleza.

Costanza respondió a las críticas con elegancia, recurriendo a la esencia misma del racionalismo crítico, el “modus tollendo tollens” del falsacionismo:

“No creemos que exista una manera correcta de valorar los servicios de ecosistemas. Pero sí hay una manera incorrecta, y ésta consiste en no ponerles precio.”

El racionalismo crítico, corriente epistemológica explorada por Karl Popper, nos invita a ejercer el sentido crítico con cualquier conjetura: nunca podemos mantener la certidumbre de una teoría, pero sí darla como válida hasta que un contraejemplo logre refutarla.

Hace tiempo que sabemos que usar contabilidad de los ingresos hasta una fecha determinada (salario, ingresos empresariales, PIB de un país) no se sostiene como indicador de prosperidad real proyectada hacia el futuro.

Cómo combinar prosperidad y sostenibilidad

Del mismo modo que tren que se desplaza rápido, funciona con puntualidad casi matemática y no contamina debería contar con mayor valor a la larga que un tren más lento, menos puntual y más contaminante -aunque ambos servicios ofrecieran una cifra similar de ingresos de explotación-, el baremo de riqueza del futuro deberá tener en cuenta rentas e ingresos, así como calidad y el nivel de resiliencia (relación con los ecosistemas y el clima, coste de mantenimiento, etc.) de individuos, empresas y sociedades.

Hasta ahora, nos hemos centrado en llevar una contabilidad engañosa porque interesaba a quienes acumulan rendimientos del capital y las inversiones (en la fórmula de Thomas Piketty, el valor “r”, que se acumularía con mayor rapidez que los ingresos de los salarios, o “g”); del mismo modo, la connivencia entre grandes contaminantes (Estados y empresas) y ecologistas anclados en un idealismo que se aleja del conservacionismo efectivo, ha impedido poner precio a los servicios que hasta ahora hemos tomado de la naturaleza sin presentarlo en nuestra contabilidad.

Ha llegado el momento de dejar de hacer trampas en los números fundamentales: para planear un futuro más sostenible, primero debemos hacer cuentas hacia el futuro, sustituyendo PIB por una medición realista de la riqueza total de una entidad -persona, empresa, país-, y situar su actividad en un contexto, en el que la naturaleza también juega su papel y debe ser compensada en forma de un retorno de los servicios prestados, ya sea a través de esquemas de compensación de derechos de emisión, o reduciendo el impacto de una manera efectiva y demostrable.

La riqueza proyectada en el tiempo

Si bien es difícil poner precio al futuro y al medio ambiente, la alternativa es seguir midiendo una economía irreal, que no expone que el crecimiento de dos dígitos de China no lo es tal, si se tiene en cuenta la riqueza acumulada de su población y los efectos de la frenética actividad de los últimos años sobre recursos naturales del país, el medio ambiente y la salud física y mental de los asalariados.

A medida que las economías maduran y aumenta el nivel de prosperidad, el crecimiento del PIB y la productividad se estancan; con el anuncio de una nueva inversión faraónica, la más grande de la historia (que podría ascender a 1 billón de dólares -el trillón anglosajón-), China pretende evitar esta evolución, olvidando quizá los límites de su propia lectura estatista del capitalismo.

En 2018 llegan nuevos intentos para crear un nuevo indicador de riqueza y bienestar. Incluso el Banco Mundial considera la situación insostenible y publica el documento The Changing Wealth of Nations 2018, donde se incluye una investigación concienzuda de la evolución de la riqueza en 141 países entre 1995 y 2014.

Comprobaremos hasta qué punto quienes capturan mucha más riqueza de la que devuelven a la sociedad y el medio ambiente están dispuestos a colaborar para que un nuevo indicador de prosperidad sirva como punto de partida para un futuro donde:

  • la riqueza producida no vaya en detrimento del equilibrio natural;
  • y la imposición fiscal para mantener una mínima cohesión social no recaiga sólo sobre los asalariados, sino que lo haga también, y de manera proporcional, sobre empresas y personas que acumulan más prosperidad de la que enseñan.