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Sobre riesgos reales y percibidos ante una posible pandemia

¿Qué es lo que una posible pandemia nos puede explicar sobre riesgos reales y percibidos? ¿Por qué medios, clases dirigentes y gobiernos son capaces de concienciarse y establecer una rápida coordinación supranacional ante determinados peligros —por ejemplo, el riesgo de una epidemia— y permanece incapaz ante riesgos todavía más mortíferos y no menos reales?

En el mundo de la militancia medioambiental, décadas de lucha contra el peligro potencial de las centrales nucleares y sus desechos tóxicos han contrastado con la apatía o indiferencia frente al impacto mucho mayor del uso indiscriminado de carbón para generar energía.

Las numerosas muertes por dolencia respiratoria derivadas de la combustión de carbón nunca han sido destacadas en el relato político y mediático como víctimas de una práctica peligrosa y contaminante. Las escasas muertes derivadas de desastres o irregularidades en el mantenimiento de centrales nucleares (tecnología energética que, a diferencia del carbón, evita las emisiones de CO2) sí han sido retratadas, por el contrario, como muestra indudable de que Godzilla de aproximaba y, con él, el Apocalipsis.

Riesgos de alimentar la maquinaria de la incertidumbre

Nuestras tendencias milenaristas, tan próximas a los relatos metafísicos que nuestro imaginario ha apreciado durante siglos, vuelven a hacer lo propio con la percepción de peligrosidad de la epidemia de coronavirus.

La gripe estacional mata a miles de personas cada año, y sus predecibles mutaciones no evitan que industria farmacéutica y sistemas sanitarios relativicen este hecho, pese a los ingentes recursos periódicos dedicados a desarrollar nuevas vacunas efectivas con las nuevas mutaciones de las cepas de influenza en circulación.

La pandemia de 1918 en Oakland, California: el Auditorio Municipal de la ciudad —en la imagen— fue usado a la desesperada como hospital temporal, dada la elevada mortalidad del momento (imagen de Edward A. “Doc” Rogers, dominio público); el contexto y las condiciones sanitarias de 1918, cuando la pandemia de gripe mal llamada «española» provocó 40 millones de muertes, son incomparables a los medios científicos y sanitarios actuales, así como a las condiciones nutricionales de la población (en 1918, la población europea apenas salía de la devastación y la penuria de la Gran Guerra)

Ni instituciones, ni medios ni público conceden un ápice de atención a este hecho, normalizado en el esquema de la prevención institucionalizada.

El mundo se prepara y pone a prueba nuevas técnicas de sincronización biopolítica, mientras barre bajo la alfombra otros problemas que afectan a la salud global y que causarán más muertes que cualquier epidemia (o incluso pandemia) vírica estacional que contará con medios paliativos en la próxima temporada de enfermedades virales (salvo mutaciones).

Agoreros y gripe «española»

La contaminación del aire en las zonas urbanas del mundo, donde reside más de la mitad de la población mundial (y lo hará cerca del 70% en 2050, según la ONU), representa un riesgo para la salud pública que no desmerecería ante la pandemia más virulenta.

Sin embargo, este riesgo permanece oculto ante la opinión pública, poco investigado por los medios y los circuitos de vigilancia («watchdog») independientes, al aparecer fragmentado, desagregado en torno a un cúmulo informe de términos y políticas erráticas (o ausencia total de éstas).

Y mientras el mundo sigue padeciendo en silencio su «pandemia» de contaminación urbana por partículas, la especulación en torno a la epidemia de coronavirus abre la década y la OMS podría actualizar su grado a pandemia cuando la primavera en las zonas templadas y los meses fríos en las zonas australes coincidan.

Los debates sobre sus características y el avance del contagio perderán el carácter de novedad y, salvo contextos epidémicos catastróficos como el que llevó a la irónicamente conocida como «gripe española» a expandirse gracias a la miseria causada por la Gran Guerra (la pandemia mató a 40 millones de personas), las proyecciones más catastrofistas serán percibidas como una exageración.

Ensayo sobre la ceguera

Deberemos esperar unos meses para poder analizar la epidemia (o, eventualmente, pandemia) con cierta perspectiva y constatar, una vez más, la dificultad para establecer cualquier plan sanitario coordinado no ya a nivel estatal o continental, sino mundial.

Edición de bolsillo de «La peste» (Albert Camus, 1947)

O dicho por un antiguo funcionario del Departamento de Salud de Estados Unidos (DHHS):

«Todo lo que hagamos antes de una pandemia parecerá alarmista. Todo lo que hagamos después parecerá inadecuado».

Imposible acertar, de modo que hay que conformarse con aplicar medidas para que la epidemia no se convierta en pandemia (cuando los nuevos contagios se generalizan).

El gusto del público por los relatos de castigo divino y escenario apocalíptico se remontan a las plagas de la Antigüedad y las epidemias medievales de peste, y cualquier riesgo de contagio a gran escala provoca, por ejemplo, un aprovisionamiento de bienes a gran escala que entronca con la mentalidad «prepper» y la lectura de acontecimientos cotidianos en clave de culto religioso e ingeniería social.

Así, mientras cunde el alarmismo entre la población más influenciable por teorías conspirativas —detectado en el acopio de bienes de consumo, patente en muchos supermercados—, los comentaristas discuten sobre las referencias literarias más adecuadas para describir hasta qué punto el pánico y el alarmismo actúan en la opinión pública como el contenido memético más irresistible (no es casual que llamemos al fenómeno «contenido viral»): La carretera (Cormac McCarthy), La peste (Albert Camus), Muerte en Venecia (Thomas Mann)… o dos novelas significativas de José Saramago: La balsa de piedra y, sobre todo, Ensayo sobre la ceguera, esa novela que es prácticamente una sola frase separada por comas.

Las plagas y el ser humano (según Camus)

El oportunismo de las reflexiones de Albert Camus, que visita la actualidad desde su butaca, una vez constatado el fin de la inocencia (imposible tras las atrocidades en los campos de exterminio nazis, en Hiroshima y Nagasaki), es inquietante. Un extracto de La peste (1947):

«La palabra “peste” acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son algo común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.

«El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido.” Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas.

«La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas».

Acontecimientos traumáticos que no suscitan acción coordinada

La plaga no está hecha a la medida del hombre. Quizá —nos sugiere Camus— estemos condenados a caer en la tentación del fatalismo (tan asociado a las tesis religiosas abrahámicas sobre escenarios de «fin del mundo») y la superstición cuando se trata de prevenir acontecimientos catastróficos que azotan con la virulencia y extensión de una pandemia.

No importa cuán amplio el consenso científico, cuán sofisticados los modelos algorítmicos desarrollados para exponer con detalle cuáles serían las consecuencias derivadas del aumento de las temperaturas planetarias y del uso intensivo de combustibles fósiles especialmente nocivos para salud y lucha contra el efecto invernadero, como el carbón empleado para generar electricidad: a la larga, parecen imponerse el relativismo y la inacción.

Iniciamos la nueva década con dos acontecimientos que evocan el argumento literario de las obras mencionadas:

  • el incendio masivo en Australia (su actual primer ministro había ganado gracias a discursos de relativización científica y declaraciones sarcásticas sobre el cambio climático, mientras animaba a sus compatriotas al hedonismo inconsciente tan propio de nuestro tiempo);
  • y una amenaza de pandemia viral que, de momento, cuenta con una incidencia muy relativa, y pese a su mayor grado de peligrosidad y contagio que la gripe estacional, su impacto ha sido hasta el momento limitado.

Veranos de fuego

Sin embargo, el carácter preocupante de los incendios masivos en Australia (y lo que la tendencia hacia acontecimientos de clima extremo cada vez más frecuentes y virulentos) se niega por una determinada prensa (por ejemplo, la controlada por Rupert Murdoch, que es decir mucho en el mundo anglosajón), se relativiza por la prensa conservadora del resto del mundo, y se olvida por el resto de los medios.

A la larga, la opinión pública pasa a otra cosa, si bien crece la preocupación y posiciones como la ironía o la indiferencia ya no son tolerables en contextos de patente sufrimiento colectivo derivado de fenómenos como el «verano de fuego» en Australia. Si los veranos en Australia ya sólo pueden ser un acontecimiento dantesco (acaso pintado por El Bosco en el fondo de un retablo), la estación ya no podrá percibirse del mismo modo en un país con recurso, territorio y sol suficientes como para liderar en tecnologías renovables.

Y ocurre lo opuesto con la epidemia de coronavirus: la atención y tensión son máximas en medios, gobiernos y población. Lo que nos recuerda que el miedo siempre vende bien, sobre todo si actuamos con el fatalismo de quienes, viéndolas venir, deciden no prepararse en consecuencia.

Porque queda claro que la epidemia y posible pandemia de coronavirus no es equiparable a la pandemia de 1918 (la mal llamada «gripe española») pese a que los medios sensacionalistas y los vendedores de humo insisten en lo contrario.

El aire de las ciudades

Jeremy Brown, autor del ensayo Influenza: The 100-Year Hunt to Cure, resume esta paradoja en un artículo para The Atlantic:

«Lo que es más sorprendente [de comparar la horrible pandemia de gripe de 1918 con el coronavirus] no son las similitudes entre los dos episodios, sino la distancia que la medicina ha recorrido en el siglo en cuestión. Pase lo que pase a continuación, no se tratará de un segundo 1918».

Eso sí, los guardianes de memes y de contenido de cebo de clics https://es.wikipedia.org/wiki/Clickbait tratarán de hacernos picar con lo contrario.

¿Y qué decir con los auténticos episodios de peligro colectivo en nuestro tiempo, tales como la «pandemia» de polución por partículas en las ciudades, sobre todo en las mayores urbes del mundo en desarrollo, con epicentro en el subcontinente indio?

La sociedad europea de cardiología nos recuerda que, incluso en los países desarrollados, donde las regulaciones medioambientales y sobre calidad del aire son más estrictas, la media de edad se acorta una media de tres años en quienes se exponen a diario y de forma intensiva al cóctel contemporáneo de polución ambiental en los centros urbanos:

«La contaminación del aire es responsable de acortar la vida de personas en todo el mundo a una escala mucho mayor que las víctimas en guerras y otras formas de violencia, las enfermedades parasitarias y enfermedades transmitidas por vectores como la malaria, el VIH y el tabaquismo, según un estudio publicado en Cardiovascular Research» (inicios de marzo de 2020: Loss of life expectancy from air pollution compared to other risk factors: a worldwide perspective, by Jos Lelieveld et al. Cardiovascular Research. doi:10.1093/cvr/cvaa025).

Leer en un día lluvioso

Contamos con datos, modelos y métodos (ensayo y error, mejora incremental de hipótesis a través de técnicas como la revisión por pares y el falsacionismo popperiano) para abandonar posiciones milenaristas y supersticiosas en torno a amenazas a escala global. Tenemos la oportunidad de mejorar en nuestros mecanismos regulatorios, paliativos, de mantenimiento.

De lo contrario, no nos queda otra que abandonarnos al cinismo y saborear libros como La peste en un sofá de orejeras confortable, bañados en la luz amarillenta de una lámpara de diseño.

Afuera, mientras dure la vorágine mediática en torno al coronavirus, la epidemia-pandemia será percibida como amenaza (y la reducción de viajes y actividad económica debido a la atención dedicada al nuevo episodio vírico, reducirá las emisiones de CO2 por un instante).

Eso sí, la lluvia que cae en el exterior es ácida, el aire tiene cantidades peligrosas de partículas en suspensión y el runrún del purificador que opera en la estancia estrechan su peso sobre nuestra conciencia. Una lectura condicionada, y siempre oportuna, de Camus.