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Superar corsés educativos: nuevos experimentos sobre "areté"

En un mundo cada vez más complejo y donde lo automatizable es acaparado por algoritmos, razonar es esencial, pero cada vez es más importante interpretar con frescura, improvisar.

La tradición educativa humanista y basada en la experiencia es incapaz de ofrecer un método sólido que exponga los principios de lo que llamamos “calidad” o “excelencia” en distintos campos del conocimiento.

Pero las ideas sofistas (Grecia) y la tradición oriental (conceptos como el de “dharma”, o conexión fluida y cambiante entre individuo y entorno, proyectada en un lugar y un momento), ofrecen pistas sobre los derroteros que la educación debe explorar sin demora.

Límites conceptuales de la educación

Varios pioneros, descontentos con una educación que no ha variado en lo esencial desde Sócrates, exploran maneras de completar la base empirista sobre la que se construyen la ciencia, la filosofía y la metafísica, con una manera de entender la experiencia humana más acorde con teorías físicas, neurocientíficas y filosóficas contemporáneas. 

Si nuestra conciencia es fluida y se proyecta en el tiempo (“Dasein”), debería de explorarse la improvisación a través de herramientas ya conocidas desde los sofistas, como la retórica, así como más contemporáneas, cuya flexibilidad equivalga a lo que el jazz significó para la música en la primera mitad del siglo XX.

Las respuestas pueden venir de la educación interdisciplinar (holismo), así como de la tutoría personalizada (similar a la relación maestro-alumno instaurada, de nuevo, por los sofistas, aunque también por los sabios orientales -y, por qué no, maestros de artes marciales orientales, que enseñan una manera de fusionar sujeto y energía en forma de movimientos que se intuyen y fluyen hasta que el cuerpo parece manejarse a sí mismo-).

Explorando alternativas: cimientos más profundos, desescolarización, etc.

Filósofos como Robert M. Pirsig han argumentado que lo que debe enseñar la nueva educación es “calidad”, o la capacidad de sugestión o conjunto de procedimientos que distinguen a lo mediocre o incompleto de lo que adquiere un sentido que trasciende a lo racional.

En el terreno de la educación infantil, se suceden intentos sucedáneos por combinar enseñanza reglada (versiones asequibles de lógica, matemáticas, humanidades, etc.) con experiencia en primera persona entre el individuo y el entorno, así como la tutoría personalizada.

La “desescolarización” es la versión más radical de esta nueva tendencia, con abundante documentación y experimentos de fácil acceso gracias a Internet.

Experiencia: tutores adicionales al alcance

Hay, por ejemplo, padres jóvenes en entornos académicos o especialmente estimulantes que piden a sus amigos que colaboren en su área de experiencia con la educación de sus hijos.

Es el caso de Bryan Caplan, cuyos gemelos de 12 años reciben clases de economistas y otros profesionales. Lo explica su amigo Tyler Cowen, que asistirá a su colega en el experimento.

La idea es completar la educación de preadolescentes con adultos que funcionen como modelo e inspiración, más allá de sus propios padres. ¿Búsqueda consciente de “areté” (o excelencia, en el sentido griego) contemporánea?

Explorando el potencial humano

También ha habido intentos premeditados de institucionalizar la enseñanza holística de un tipo de excelencia próximo a la idea de “calidad” o “areté” de los sofistas o filósofos orientales.

Atlas Obscura explica cómo el Esalen Institute, desconocido centro “educativo” (o “comunidad intencional”, según la propia institución) en la pintoresca costa trufada de acantilados de Big Sur, California, contribuyó a acabar con la Guerra Fría.

Este centro surgió para explorar una “educación humanística alternativa” y avanzar, de este modo, en lo que el autor británico afincado en California Aldus Huxley había llamado potencial humano.

Areté: el cultivo introspectivo y multidisciplinar de los griegos

“Areté”, en definitiva, aunque expuesto según la doctrina New Age dominante a principios de los 60: clases de crecimiento personal, meditación, masaje, práctica Gestalt, yoga, psicología, ecología, espiritualidad, etc.

El método y objetivos del Instituto Esalen han sido reproducidos en distintos puntos del mundo y no distan tanto del tipo de educación por el que abogaban los sofistas y filósofos en Grecia y Roma, o los maestros místicos y de artes marciales en el Lejano Oriente.

¿Funciona la educación holística? ¿Son sus alumnos más capaces de identificar y cultivar lo que Robert M. Pirsig llamó “metafísica de la calidad”?

El olvidado cosmopolitismo de los sofistas

Para identificar las dimensiones de la crisis educativa actual, retrocedemos a los cimientos conceptuales del mundo tal y como lo conocemos, incluyendo las cuestiones que llevan tanto tiempo conformando nuestra realidad que olvidamos que éstas son construcciones erigidas por otros y que, por tanto, se pueden cambiar o descartar.

La educación institucionalizada tiene un precedente en Occidente: coincidiendo con el auge de la Atenas de Pericles, filósofos y sofistas competían por atraer a sus disertaciones a los alumnos más brillantes y aventajados.

Al principio, estas disquisiciones, precedentes de la clase magistral, la retórica y el diálogo socrático, se producían en lugares públicos. Hasta la Atenas Clásica, sofistas y filósofos habían repartido su influencia, pero durante el auge de la Ática los filósofos ganaron la partida con su interpretación de la “paideia”.

Una campaña de difamación enterrada en la historia

A juicio de los filósofos posteriores al siglo V aC, los sofistas eran unos charlatanes, demasiado centrados en cobrar por sus sesiones de paideia y por la retórica: en esta época, coincidiendo con difamaciones en textos y comedias conservadas, los sofistas pierden su influencia y se instaura la educación que conducirá tanto al racionalismo y empirismo (Sócrates, Aristóteles) como al idealismo (Platón).

Con ellos, nace Occidente tal y como lo conocemos, pero la enseñanza reglada occidental perderá para siempre lo que el filósofo Robert M. Pirsig llama “calidad” (en el contexto de su “metafísica de la calidad”): una educación e interpretación de la realidad no sólo analítica (o puramente racional), sino también intuitiva, sugestiva, que tenga en cuenta aspectos que percibimos pero que se escurren a la explicación deontológica.

La tradición oriental, con sus raíces hundidas en el panteísmo de las religiones dhármicas, que interpretan la experiencia humana (y la conciencia individual) como algo que se proyecta y funde con lo circundante, fluyendo en la realidad, nunca perdió esta aspiración a educar no sólo a partir de la experiencia (lo que deducimos o inducimos), sino intangibles que trascienden la sustancia y la forma.

Educar para comprender la experiencia humana

Robert M. Pirsig llama “calidad” a estos intangibles, pero -aclara-, estos aspectos que intuimos cuando dominamos alguna materia o aspiramos a la maestría en alguna vocación, han tenido otros nombres en otras culturas y en la propia Grecia de anterior a Pericles: “dharma” en Asia, “virtud” o “areté” entre los sofistas y presocráticos: cultivo personal de cuantas más disciplinas mejor, para lograr un dominio o maestría sobre uno mismo.

A diferencia de la especialización abogada desde el socratismo, donde se aísla lo que podemos obtener a través de la razón y la lógica del resto de la experiencia humana, el cultivo de la “areté” implicaba un respeto y comprensión por la integrada complejidad de la vida y la experiencia humanas: algo así como comprender que la eficiencia no consistiría en dominar una única faceta del conocimiento, sino en la propia existencia.

Un rebelde romano contra Platón: el retórico Cicerón

Del concepto de “areté” parte la enseñanza no sólo de teoría, sino de “filosofías de vida”, o cómo vivir. Esta aplicación práctica del conocimiento teórico habría perdido la oportunidad, según la interpretación de Pirsig, de comprender el misterio de la conciencia humana.

Platón trató de limitar el concepto de “areté” a una idea permanente y fija: la idea inmortal del Bien. Pero “el Bien” no sería tanto un valor absoluto y encapsulado de la virtud o el talento, ni una simple forma de la realidad, sino “la realidad misma, siempre cambiante, en última instancia incognoscible en cualquier forma fija o rígida”.

Roma no contradijo a su modelo de civilización y mantuvo, tanto durante la República como en la época imperial, tanto escuelas filosóficas como bibliotecas y tutores (muchos de ellos, célebres esclavos y libertos, como el estoico Epicteto) procedentes de Grecia. 

“Calidad”

El mismo panteón con distintos nombres. Salvo alguna ilustre excepción: Marco Tulio Cicerón intuyó el papel de los sofistas al aspirar a transmitir “areté” con la única herramienta de conocimiento en la época preclásica, la oratoria.

Un discurso requiere habilidad, capacidad de improvisación y sugestión, así como una lectura intuitiva de lo que rodea al orador (no sólo la audiencia, sino la “proyección” de ésta en un momento y lugar irrepetibles).

A partir de los vagos términos griegos que designaban ese atributo esquivo y fluido que requería una conexión entre individuo y entorno (ese “algo” o “poiotes” -de “poios”, término usado por Platón, “de qué naturaleza”, “de qué tipo”-) y hacía posible la “areté”, Cicerón acuñó el término que usamos hoy, aunque concierto reduccionismo: “qualitas” (“qualis”: “de qué tipo”). Calidad.

Vagabundos del dharma

En otras palabras, los sofistas habían usado oratoria para enseñar “areté” porque, como las doctrinas dhármicas o como la física del siglo XX (y la redefinición de espacio-tiempo, por ejemplo), intuyeron que la “calidad” o “virtud” no puede encapsularse ni responde a modelos y proyecciones rígidas y, por tanto, no es reducible a fórmulas matemáticas.

El concepto clásico de conocimiento y “paideia” basado en la razón (método socrático, lógica aristotélica, ideales matemáticos platónicos) es a la “areté” de los sofistas (“calidad” según Pirsig, “dharma” según la tradición oriental, etc.) lo que lo que la geometría euclidiana y la física de Newton son a nuestra comprensión del universo: un mero modelo consistente con nuestra percepción de la realidad, pero apenas un fragmento de conocimiento que pierde su consistencia con un escrutinio actualizado.

El universo no es ni euclídeo (el espacio y el tiempo conforman una realidad entrelazada que, para más inri, se curva al encontrar escollos suficientemente masivos) ni newtoniano (espacio y tiempo no son absolutos).

No sabemos definir la “calidad”, pero sí detectarla

Del mismo modo, y lo sabemos, la educación contemporánea, heredera de la clásica, apenas enseña conocimiento encapsulado y, en el mejor escenario, aporta una útil caja de herramientas intelectual para interpretar la realidad: espíritu crítico, lógica, matemáticas y humanidades.

Pero incluso las mejores cajas de herramientas carecen de los útiles a los que aspiró la “areté” según los sofistas. Son los que aportan la intuición y comprensión de que la “calidad” o “dharma” no son una realidad cristalizada y formulable, sino una verdad anterior y fluida. 

Esta “verdad” fluida e intuida explicaría por qué cualquiera de nosotros puede distinguir el dibujo extremadamente detallado de un virtuoso del trazo maestro y minimalista de un pintor que aspire a su potencial, una escultura preciosista de un busto trabajado por Auguste Rodin o Giacometti, una reproducción de la luz matemática a la interpretación que de ella hacen aspirantes a “destilar” la realidad como los artistas figurativos de distintas épocas, desde Durero a Vermeer a Edward Hopper, Lucian Freud o Antonio López (Víctor Erice sigue al pintor en su labor, El sol del membrillo; entrevista de Antonio San José a Antonio López en la Fundación  Juan March).

La “calidad” o “virtud” que logran un objeto, representación o acción gracias al autor, pero también al espectador. Es la diferencia, en definitiva, entre un poeta modernista virtuoso de la métrica y unos versos libres de T.S. Eliot, entre un concertista que repite una composición con mecánica y quien se apropia de ella y, al interpretarla, la enriquece y la proyecta en un instante que será único. 

Una superficie cristalina e inmutable, en definitiva, de la superficie líquida que sugiere una profundidad insondable.

Embudo de la ciencia

El cristianismo se apropió tanto del platonismo como de la aspiración humana al conocimiento racional según Aristóteles (desde San Agustín a los escolásticos), y tanto los seminarios como las primeras universidades medievales transmitieron -con ayuda de los traductores de Bizancio y la España musulmana- se limitaron a transmitir (cuando no a contaminar con interpretaciones bizarras) la idea grecorromana de “paideia”.

De esta incapacidad histórica para enseñar sin dogmas de manera reglada el concepto de “calidad” o “areté” (virtud, excelencia, o comprensión del flujo entre conciencia y entorno -dharma- en la tradición oriental), surgen tanto la educación clásica como la razón “encapsulada” (empirismo, reduccionismo) y el idealismo con aspiraciones matemáticas (desde Platón al dualismo cartesiano).

La Ilustración y la Revolución Industrial sentaron las bases para universalizar la hasta entonces educación clásica de la que habían disfrutado patricios (Antigüedad), nobleza (medievo) y clases urbanas (Edad Moderna), siguiendo modelos con distinta rigidez, pero resultados similares:

  • la educación positivista (lógica, empirismo, filosofía analítica), con raíces en el diálogo socrático y la lógica aristotélica, del mundo protestante y anglosajón;
  • la educación metódica (platonismo, cartesianismo, idealismo) de la Europa continental.

El saber intuido

Pero, si (como sostiene Robert M. Pirsig en su ensayo Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, o intuyen filósofos de distintas épocas, desde Spinoza a los críticos del idealismo del XIX -Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche-), la educación se ha basado en el reduccionismo dualista y el empirismo, ¿cómo enseñar las tan necesarias habilidades de la improvisación o la interpretación a partir de un contexto entre individuo y objeto, si no hay tradición en que basarse?

Bien, no hay tradición… y sí la hay: en el arte, la buena artesanía o -explica Pirsig en su ensayo- incluso en temas tan profanos como mantener una motocicleta. Servirían otros ejemplos como reinterpretar una obra de teatro existente, escribir una novela, crear y mantener una página web, etc.

Si emprendiéramos alguno de estos retos creativos, nosotros mismos intuiríamos su “calidad”, y también lo harían otras personas. A menudo no sabemos cómo definir de manera inequívoca un concepto complejo, pero sí sabemos reconocerlo, con escaso margen de error entre distintos individuos. Ocurre con el “dharma” de un objeto o acción (o “areté”, o “calidad”, como queramos llamar a sus cualidades proyectadas en el tiempo de las que participan su creador y espectadores).

¿Se puede cultivar la genialidad?

A lo largo de la historia, la “areté” de los sofistas o la “qualitas” intuida por Cicerón se han transmitido de manera informal gracias a la intuición y al talento excepcional de relaciones maestro-discípulo, escuelas y talleres. 

A menudo, este talento se ha concentrado en períodos y lugares específicos, desde la mencionada Atenas Clásica a la Florencia de Brunelleschi, el Madrid del Siglo de Oro, el París de la bohemia de finales del XIX y el de la Generación Perdida de los años 20, la Viena modernista, etc.

Con respecto a este fenómeno, influido por aspectos como el patrocinio y mecenazgo, la competición (entre fortunas, individuos, grupos, escuelas) y la voluntad de trascender, pero no sólo explicable a partir de éstos, se especula sobre la importancia de las “meta-ideas” y por qué la genialidad aparece en grupos.

Hay tradiciones artesanales que surgen de la comprensión intuitiva de la “areté”, desde la azulejería europea del medievo a otros modelos estilísticos y artesanales que carecen de un autor determinado y hunden sus raíces en un autor colectivo, casi mitológico.

Uno de los pensadores que más indagó en el siglo XX acerca de nuevas metodologías para lograr lo que él llamó “autorrealización”, el psicólogo humanista estadounidense Abraham Maslow, quien pensaba que cada individuo necesita detectar y desarrollar su potencial.

La tesis de Maslow sobre la autorrealización y las necesidades humanas concuerca con la tradición clásica, pero también con la filosofía proto-existencialista de Søren Kierkegaard, quien creía que la única manera de conceder sentido a la existencia era precisamente cultivar las propias habilidades, superando así la angustia existencial (o la falta de ambición de quienes no dudan ni se cultivan: no hay verdad ni creatividad sin duda ni subjetividad, creía Kierkegaard).

Otro filósofo proto-existencialista, Friedrich Nietzsche, abogó por abandonar el dualismo que separa artificialmente a cuerpo y mente (para él artificial, fruto de la educación y la costumbre), y “reconectar” ambas facetas en una unidad que permitirían al individuo proyectarse sin cortapisas.

Abraham Maslow se sirvió tanto del eudemonismo (concepto clásico de virtud) propugnado por Aristóteles como de los conceptos de vocación existencial de Kierkegaard y reconexión cuerpo-mente de Nietzsche para superar al individuo idealista y gregario.

Para Maslow, las personas que viven creativamente y aspira a liberar su potencial comparten ciertos rasgos paralelos:

  • percepción correcta y honesta de la realidad;
  • aceptación de uno mismo, de los otros y de la naturaleza;
  • se basa en la experiencia y juicio propios;
  • espontáneo y natural;
  • tienen un objetivo último y se acercan a él definiendo tareas;
  • autonomía;
  • apreciación de la realidad con frescura renovada;
  • profundas relaciones interpersonales;
  • están bien en soledad;
  • humor no hostil;
  • tienen experiencias o “momentos cumbre”, acompañados por la euforia y la concentración (estas experiencias detectadas por Maslow serían definidas más tarde como “experiencias de flujo” por el psicólogo  Mihály Csíkszentmihályi);
  • socialmente compasivos;
  • tienen pocos amigos, aunque estas relaciones gozan de mayor profundidad.

Asimismo, las “experiencias cumbre”, si bien varían entre un individuo u otro, comparten rasgos. En estas situaciones, el individuo, que persigue su vocación (y desarrolla su potencial), se sumerge en un estado donde:

  • se pierden las nociones de tiempo y espacio;
  • emerge el sentimiento de conformar un ser único y armonioso, sin disociación ni conflicto interno;
  • sensación de pleno funcionamiento: acercarse al potencial de las capacidades y habilidades propias;
  • uno se desenvuelve sin esfuerzo ni trabas;
  • se toma el control de las propias percepciones y comportamiento;
  • se discurre sin inhibición, miedo o duda;
  • espontaneidad, expresividad y comportamiento natural, que “fluye”;
  • la mente se vuelve flexible y abierta a pensamientos e ideas;
  • se concede atención plena al momento presente, sin que influyan decisivamente las experiencias del pasado ni las expectativas futuras.

La interpretación humanista y holística de las necesidades humanas que realiza Abraham Maslow, enriquecida con ideas clásicas y con el estudio atento de ideas presentes en Kierkegaard y Nietzsche, explicaría por qué el Instituto Esalen colaboró estrechamente con el psicólogo humanista.

Pese a un inicio de la colaboración algo tenso y dubitativo, Maslow se convirtió en un asistente y colaborador regular de la institución de Big Sur.

Hijos de las sagas

Las tradiciones que, como la artesanía anónima, el “estilo” o el “mantenimiento de calidad” de una máquina o casa, surgen en zonas y épocas a partir de la comprensión intuitiva de la “areté”, son el humilde equivalente materializado de las grandes obras epopéyicas que inician todas las grandes tradiciones literarias escritas, las cuales fluyen de la leyenda explicada con fórmulas de rapsoda para facilitar así su transmisión oral.

Ocurre con La Ilíada y La Odisea, las sagas escandinavas, el cantar del Mío Cid (con vástagos literarios a su misma altura, como es el caso de la obra teatral Le Cid -Corneille, 1636, un clásico de la literatura francesa-), etc.

Por cierto, mientras comentaba con Kirsten que estaba escribiendo este artículo, al mencionar el Instituto Esalen me ha recordado que, hace ya unos años, unos amigos nos invitaron a una cena para celebrar su compromiso en San Francisco.

El dueño de la casa era uno de los fundadores de Esalen.

Claro que, en aquel momento, desconocía que acabaría evocando su hospitalidad en un artículo sobre el futuro de la educación y las enseñanzas que antiguos sofistas, maestros de artes marciales o filósofos (por ejemplo, discípulos actuales de la fenomenología que sigan los rastros de Heidegger), entre otros, podrían aportar para enriquecer la conversación.