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Superar la retórica de lo intenso con otra de lo consistente

Es más difícil establecer estrategias a largo plazo que beneficien a muchas personas que optar por el impulso de acaparar todo lo que uno pueda cuando exista oportunidad para ello, sin pensar en los otros ni en los efectos a largo plazo de este comportamiento.

La psicología cognitiva se ha interesado en una tendencia privilegiada tanto por nuestros impulsos como por la cultura predominante: anteponer lo que podemos lograr al instante en detrimento de estrategias que requieren estudiar la evolución de situaciones complejas a largo plazo que, sin embargo, rinden beneficios mayores, mejores y más duraderos.

La dicotomía entre comportamiento impulsivo y capacidad para retrasar una gratificación es más observable en niños, pero condiciona también la vida de cualquier adulto o grupo y, de manera preocupante, se halla detrás de pobres decisiones colectivas, de las que en estos momentos parecemos estar especialmente surtidos.

El poeta británico-estadounidense T.S. Eliot. «Hacer lo útil, decir lo justo y contemplar lo bello es bastante para una vida de hombre»

La incapacidad para combatir la desigualdad de manera efectiva en las economías llamadas desarrolladas antes de que la injusticia percibida inspire decisiones drásticas, o la lentitud con que avanzan ideas como la economía circular o las estrategias empresariales de largo plazo que están dispuestas a sacrificar un pequeño porcentaje de beneficios a corto plazo para garantizar mayor bienestar a la larga, son derivas relacionadas con la mencionada tensión humana entre comportamiento impulsivo y gestión a largo plazo.

El mandato de lo inmediato (en detrimento del valor duradero)

No es casual que los sistemas creados por individuos y grupos que priorizan el beneficio inmediato en detrimento del interés común a largo plazo adolezcan de la misma debilidad: las escuelas de negocio han evolucionado a partir del principio utilitarista consistente en maximizar los propios beneficios, hasta arrinconar cualquier consideración del contexto (entendido con el entorno donde se desarrollan las actividades de una empresa, un sistema interrelacionado donde las acciones de unos tienen implicaciones sobre otros).

Regulaciones y declaraciones de buenas intenciones se quedan a menudo en el formalismo, ya se trate de la lucha contra el cambio climático o de la responsabilidad corporativa (la cual dice tener en cuenta los principios de la economía circular y los intereses de todas las partes implicadas, tanto de manera directa como indirecta).

Los beneficios trimestrales y el rendimiento contante y sonante se anteponen al rédito sostenido y ecuánime. De una manera similar, la política está sujeta a la dinámica perversa de los resultados electorales, lo que acaba incidiendo sobre las políticas y la propia marcha de la sociedad.

Tal y como explica el economista francés Thomas Piketty, hay dinámicas perversas (como el propio crecimiento de la desigualdad entre ricos y pobres) que sólo parecen corregirse cuando se producen eventos extraordinarios y casi siempre traumáticos que transforman una sociedad de manera forzosa: pandemias, guerras, revoluciones, hambrunas.

Sólo parecemos dispuestos a ajustar los mecanismos de gratificación —tanto a nivel individual como colectivo— cuando no hay más remedio que volver a empezar tras acontecimientos traumáticos que, con una actitud más adecuada y una comprensión sistémica, se habrían prevenido.

Interés particular e interés general

¿Podemos crear mejores mecanismos para tomar decisiones sabias, capaces de priorizar el bienestar duradero en detrimento del acaparamiento inmediato e insostenible de todo lo que parece estar a nuestro alcance en la inmediatez?

A escala individual, filosofías de vida y principios éticos arraigados en la tradición y la metafísica, han tratado —con resultado dispar— de crear estilos de vida capaces de enriquecer no sólo a una generación, sino a las generaciones futuras: desde la voluntad de trascender a través de edificios, bosques y servicios que podrán disfrutarse mucho después de nuestra muerte al principio del pueblo amerindio iroqués de planear «para las próximas siete generaciones».

Ha habido intentos recurrentes por dar con fórmulas «racionales» de lograr el equivalente a la fórmula alquímica de una sociedad, que parten de mucho antes que Rousseau y sus coetáneos trataran de definir conceptos como el del «interés general» en sociedades preparadas, según él, para lograr modelos democráticos que debían aspirar al bienestar duradero de todos: ampliar la intersección entre beneficio inmediato y bienestar duradero, entre interés personal e interés general.

Pronto, sin embargo, las aspiraciones materialistas de la Ilustración dieron con tensiones y contradicciones que arrastramos hasta nuestros días: la búsqueda (legalmente legítima) de los mayores intereses individuales conduce al conflicto en sociedades que tratan de constituirse como entidades compuestas por el interés individual de sus integrantes, pues no habrá recursos suficientes para todos y (oh, espíritu humano) muchas veces desearemos obtener lo que otros poseen.

Desear lo que no tenemos, o arrojarnos a las pasiones, más o menos románticas o instintivas, es un fenómeno que interesó a los críticos del racionalismo. Estos impulsos —presentes en Jekyll y Hyde, así como en la filosofía existencialista— ahondan en el misterio de comportamientos como el deseo mimético (definido por el sociólogo francés René Girard) o el consumo conspicuo («ser más que el vecino», aunque ello no nos haga más felices).

El relato de lo intenso vs. los frutos de lo consistente

La flagrante irracionalidad de muchos de los comportamientos individuales y colectivos que marcan nuestra existencia no sólo inspiró obras como El Quijote, Madame Bovary o Los hermanos Karamazov: esta misma irracionalidad está presente en la evolución de los comportamientos y de las propias sociedades, pues a menudo parecemos incapaces de consensuar sistemas de convivencia y repartición que armonicen libertades y responsabilidades a escala personal y colectiva.

Empecemos por nuestra propia incapacidad para detectar comportamientos que perjudican nuestros intereses a largo plazo, y que impiden nuevas oportunidades, cambios de opinión, o mayor prosperidad (ya sea material, espiritual o, como ocurre en estrategias a largo plazo, ambas a la vez): el ensayista James Clear apuntaba recientemente que los objetivos que nos hemos marcado —o, en su defecto, la ausencia de éstos— actúan en detrimento nuestro debido a la incapacidad para analizar la situación en su amplitud, así como las consecuencias a largo plazo de cualquier estrategia.

Representación pictórica de la dramática retirada de la Grande Armée, derrotada por el invierno ruso tras marchar sobre Moscú (del pintor alemán Adolf Northern: «Napoleón retirándose de Rusia»)

Según Clear, la mayoría de la gente necesita beneficiarse de los frutos de las decisiones «consistentes», y no de la «intensidad» asociada a heroicidades como jornadas de trabajo maratonianas, golpes de fortuna o inspiraciones trascendentales.

En el apartado de la «intensidad», que la cultura contemporánea ensalza a través de modelos irreales de genios que se guían por golpes de fortuna y esfuerzos sobrehumanos para tocar la gloria, James Clear incluye actividades tales como correr una maratón, escribir un libro (entendemos, leíble) en 30 días… o apartarse del mundo a meditar en silencio durante largos períodos.

Después de mencionar estos ejemplos, evocamos el arquetipo de los «genios» de hoy, a menudo vestidos en el ropaje de «emprendedores» (léase empresarios) que dan con su momento eureka particular y crean su «startup» (léase pequeña empresa).

Según clear, deberíamos interesarnos más por la actitud y rutinas que permitan beneficiarse de la consistencia física y espiritual, pero también en las decisiones cotidianas: en la manera de comer, nuestra relación con nosotros mismos y los demás, la manera de interpretar lo que nos rodea, la forma de alimentarnos y de crear o acaparar utensilios, nuestra percepción de cuál es nuestro rol en la sociedad, etc.

Actitud ante la vida, salud, estado anímico

La «consistencia» implica tener objetivos en la vida y comprender las implicaciones de nuestra manera de ver el mundo y de actuar en él, tanto en la inmediatez como a largo plazo. Es difícil hacer ejercicio de manera repetida, evitando caer en excusas que justifiquen el abandono a las primeras de cambio; del mismo modo, es difícil crear hábitos que no ofrezcan un rédito instantáneo dramático o aparente: mantener un diario, leer con regularidad —incluso cuando otras actividades menos exigentes estén al alcance—, o dedicar a diario un momento a la introspección (la consideremos meditación o no).

Priorizar un estilo de vida que garantice salud y rendimiento es igualmente difícil, pues sus beneficios no son aparentes. El ejercicio, sueño y buena alimentación regulares no muestran resultados instantáneos, y a menudo quienes carecen de la disciplina o el método para lograr la consistencia optan por fórmulas a la desesperada (a menudo, fórmulas milagreras y de autoayuda que prometen conseguir los mismos resultados «sin renunciar a nada» —como si la consistencia implicara renuncia—), que conducen a la frustración.

Los relatos de «intensidad» alimentan las historias y heroicidades que se transmiten por su carácter extraordinario, las cuales olvidan a menudo que, tras la mayoría de relatos de superación a través del golpe de esfuerzo o suerte, existe en realidad el método de los hábitos rutinarios interiorizados. Y, si la intensidad inspira nuestra imaginación, es la consistencia el factor que logra un auténtico progreso a largo plazo, concluye James Clear.

El comportamiento de un sistema tan complejo como el propio metabolismo humano cuando está sometido a regímenes de comportamiento basados en la «intensidad» propia de los altibajos, o cuando está sincronizado con rutinas de «consistencia», ilustra hasta qué punto nuestra visión de las cosas puede alinearse con la gratificación instantánea o con el pensamiento a largo plazo.

En función de la mentalidad, el resultado de nuestras acciones, así como nuestro estado mental, físico y anímico, serán distintos. También lo será nuestro papel en nuestro entorno inmediato, e incluso nuestra humilde contribución a la sociedad y a nuestro tiempo.

Viejos mecanismos de supervivencia

Gretchen Reynolds dedica un artículo en el New York Times al distinto uso e intensidad de la energía que el organismo humano requiere durante el ejercicio intenso tanto en personas que se ejercitan de manera esporádica como en aquellos que lo hacen a diario.

La resistencia y consistencia transforma nuestro organismo hasta el punto de que quienes se ejercitan con regularidad experimentan un ajuste energético. Contrariamente a lo que pudiéramos pensar, quienes someten a su organismo al ejercicio regular y prolongado cuentan con un organismo ajustado a esta exigencia: el organismo anota la consistencia y reduce el consumo calórico.

Por el contrario, cuando el ejercicio es esporádico, cualquier esfuerzo exigente implica un mayor consumo de energía. Este ajuste evolutivo, corroborado por un estudio en el que participaron corredores esporádicos y habituados, se observa también en grupos de cazadores-recolectores contemporáneos: un estudio de 2012 —explica Reynolds— constataba que, pese a permanecer físicamente activos durante toda la jornada, los últimos exponentes del estilo de vida de nuestros ancestros más remotos consumen proporcionalmente las mismas calorías que el profesional sedentario medio.

Mapa británico de 1730 describiendo el territorio de las Cinco Naciones iroquesas en torno al territorio de los Grandes Lagos (en la frontera actual entre Nueva Inglaterra, Ontario y Quebec); según el pueblo iroqués, «la tierra es sagrada; se ha creado para uso de todos para siempre, no para ser explotada sólo por la presente generación»

A partir de los resultados del estudio, los autores del estudio de 2012 sostuvieron su sentido evolutivo: un consumo limitado de calorías en estilos de vida físicamente exigentes repercutía sobre las necesidades alimentarias.

Los períodos de buena caza y alimento abundante requerían menos esfuerzo físico y, por tanto, la mayor ingesta calórica repercutía sobre un mayor gasto calórico; por el contrario, en los momentos de penuria, el organismo se adaptaba a las exigencias del entorno, especificadas por la rutina física y la dieta.

Entre la ética moral, la ética práctica… y el nihilismo

El periodista financiero e inversor Morgan Housel publicaba recientemente un ensayo sobre las grandes tendencias que subyacen a lo largo de la historia. Ajeno a relatos canónicos del academicismo, Housel abre con una afirmación provocadora:

«Las lecciones más importantes de la historia son aquellas conclusiones tan amplias que pueden aplicarse a otros campos, otras épocas y personas».

No hay que pedir al autor que especifique si ha tenido en cuenta las dos grandes líneas de estudio sobre sistemas éticos tanto a escala individual como en sociedades, surgidos en la tradición filosófica: los sistemas éticos deontológicos (que se basan en el supuesto valor intrínseco de comportamientos) y los sistemas éticos teleológicos (que se interesan por el resultado de una acción, y no por su supuesto carácter universal).

Los imperativos categóricos de Kant son el ejemplo más citado en la modernidad, si bien esta ética evoca el idealismo intrínseco ya presente en Platón. Según la deontología, deberíamos obrar de manera «justa» o «correcta» y, en última instancia, estos principios individuales deberían alinearse con la justicia social y universal.

En la práctica, sabemos que la ética deontológica deja mucho que desear y toma a menudo derivas dogmáticas, si bien es útil cuando se combina con una ética personal basada en una filosofía de vida coherente.

Riesgos de anteponer el fin a los medios

La ética teleológica, también llamada consecuencialismo, evita supuestos ideales universales sobre lo justo, lo correcto o lo virtuoso, y se centra en cambio por el resultado de las acciones: si una acción conduce a resultados satisfactorios para el individuo y la mayoría de integrantes de una comunidad constituida, esta es considerada «correcta».

Debido a su carácter maleable y pragmático, el consecuencialismo se impuso como sostén ideológico del utilitarismo anglosajón (el «egoísmo moral»), para el cual una acción es moral si las consecuencias son positivas.

Por el fondo de su ensayo, Morgan Housel se encuentra más cerca del consecuencialismo anglosajón, si bien su visión pragmática de la historia es un análisis ligero y desprovisto de florituras.

La historia no se comporta de manera lineal ni obedece a causas precisas y objetivables, sugiere Housel, si bien hay eventos de los que se pueden extraer conclusiones en las que cualquier persona o grupo podría hallar consejos con la fuerza y consistencia de los que pudiéramos encontrar en unas líneas de Baltasar Gracián, Blaise Pascal o Friedrich Nietzsche.

Es en estos casos, analizados eludiendo el punto de vista unívoco y magistral de los viejos historiadores, cuando las lecciones logran una auténtica influencia y —como las parábolas, los libros metafísicos y las mejores obras de literatura— pueden usarse como fuente de inspiración de individuos y grupos.

Eso sí, estas grandes tendencias son difíciles de desentrañar y yacen a menudo en los márgenes de la Historia oficial: constituyen las lecciones surgidas de grandes fenómenos, que sólo emergen claramente una vez se ha asentado el polvo de la inmediatez y el tiempo ofrece perspectiva.

La profundidad de las cicatrices (individuales y colectivas)

Cuesta comprender la ausencia de empatía y aparente sentido común política monetaria europea posterior a la crisis financiera y de la deuda de hace una década sin comprender el peso de Alemania en la toma de decisiones del Banco Central Europeo y sin una política monetaria surgida durante la reconstrucción de un país devastado física y moralmente tras la II Guerra Mundial.

Del mismo modo, las reformas sociales y económicas emprendidas por el gobierno socialdemócrata de Gerhard Schröder entre 2003 y 2005 (denominadas Agenda 2010) siguieron principios de rigor fiscal, flexibilización del trabajo, formación continua y ayuda a la contratación que evocan una estrategia interiorizada en el país desde la hiperinflación de inicios de los años 20 y sus posibles derivas en el comportamiento individual y colectivo, así como en su percepción de los valores republicanos, asociados a la incertidumbre durante la época de entreguerras.

La política monetaria de la RFA se erigió sobre la memoria de los errores cometidos tras la Gran Guerra, cuando reparaciones de guerra, movimientos sociales e hiperinflación favorecieron el surgimiento de un movimiento populista autoritario que ascendió con la promesa de mano firme y trabajo para la población.

La República de Weimar se habría consolidado en un contexto menos sometido a las tensiones de una ausencia de planificación y lectura a largo plazo. Algo análogo puede decirse de la II República española.

Morgan Housel recurre al crac del 29: al principio, la población de a pie y las administraciones locales ignoraron lo ocurrido en Nueva York (sólo el 2,5% de los estadounidenses era poseedor de acciones). Dos años después, sin embargo, las consecuencias reales empezaron a sucederse.

Cuando cambia incluso lo que no parecía posible

La ausencia de un plan público coordinado para evitar la autorregulación bancaria condujo al colapso del sector en 1931 y, cuando los bancos se declaran en bancarrota, la gente pierde sus ahorros. Economías como la griega, la argentina y, sobre todo, la venezolana, conocen qué ocurre a continuación y cuáles son las derivas perversas para personas, empresas y administraciones.

Casi un siglo después, la lección de aquella crisis es más clara y contundente que en los años 30: no es una buena idea dejar que el sistema bancario se colapse sobre sí mismo, si bien ello implicaría tomar decisiones impopulares en situaciones análogas posteriores a la crisis de 1929. Decretar que hay algunos bancos «demasiado grandes para hacer fallida» implica que alguien debe asumir el coste a largo plazo de decisiones poco sensatas centradas en ganancias a corto plazo.

Pero la Gran Depresión no tuvo sólo repercusiones en el sistema financiero, en el mercado laboral y en la economía de las familias: documentos y obras como Las uvas de la ira ofrecen pistas sobre la transformación de la mentalidad colectiva durante una época que pasó de elegir de manera arrolladora al conservador no intervencionista Herbert Hoover en 1928 a una derrota no menos dramática en las siguientes elecciones (1932), años en que se fraguó el mundo que emergería tras la II Guerra Mundial: abandono del estándar oro en la política monetaria, estímulo público de la economía a través del New Deal y un activo intervencionismo público de un país marcadamente individualista.

Sólo una situación dramática logró establecer las bases de una economía centrada en la prosperidad de la mayor clase media hasta entonces, que orientaría tanto la economía como la mentalidad de la población durante las décadas venideras.

La primera gran lección a largo plazo de la Historia entre las 5 que analiza Morgan Housel surge de eventos como la Gran Recesión: la gente sometida la penuria repentina estará más dispuesta a adoptar o favorecer medidas que un tiempo atrás habría creído impensables.

Volar demasiado cerca del sol

Las 4 conclusiones restantes están igualmente relacionadas con la tensión entre interés inmediato e interés a largo plazo.

La segunda conclusión con moralina de Housel empieza con la mención del fenómeno estadístico conocido como «regresión a la media», según el cual cuando una variable obtiene un resultado extremo en la primera medición, la misma variable regresará en mediciones posteriores a una posición más cercana a la media. Al contrario: cuando la segunda medición de una variable es extrema, ésta habría estado más cerca de la media en su primer resultado.

Extrapolado al comportamiento humano, el fenómeno de la regresión a la media evoca los ciclos de tensa calma y los de revolución, así como los de confianza en el juego político y aquellos momentos dictados por el radicalismo y la polarización. La regresión a la media aparece también en dinámicas económicas y de mercados, países, empresas… o trayectorias personales y profesionales.

La regresión a la media aparece como resistencia ambiental a las dinámicas evocadas por James Clear: intensidad (medición que se alejaría de la media, al comportar un esfuerzo extraordinario y difícil de mantener en el tiempo) y consistencia (regreso a la media).

Cuando la intensidad domina el comportamiento de una potencia en expansión, este proceso no se autorregulará gracias a la racionalidad de los dirigentes de esa potencia, sino que optará por la estrategia expansiva hasta hallar una resistencia que fuerce a esta dinámica insostenible a realizar una dolorosa regresión a posiciones previas. Podemos evocar, en este sentido, los pasajes literarios y cinematográficos más ricos y acertados sobre las desastrosas campañas de la Grande Armée y del Tercer Reich en Rusia, desde Guerra y Paz al filme alemán Stalingrado (1993).

Para Housel, el fenómeno de la regresión a la media porque quienes tienen el carisma para lograr una expansión extraordinaria carecen a menudo de los rasgos de personalidad para saber frenar a tiempo (y mantener, de este modo, una iniciativa basada en un avance neto).

Eso sí, son los «inadaptados» quienes exploran las fronteras y límites (físicos, espirituales) del ser humano. O, dicho por el poeta T.S. Eliot:

«Sólo aquellos que se arriesgan a ir demasiado lejos pueden descubrir hasta dónde se puede llegar».

Lo que funciona bien nunca se celebra

La tercera lección de la Historia evocada por Morgan Housel parece contradecirse con la segunda, al exponer que los fenómenos considerados «insostenibles» pueden durar mucho más de lo anticipado: el colapso total no es la norma en situaciones que claman por su falta de adecuación a cualquier lectura racional de la situación.

Algunas de las heroicidades y quijotismos más recordados y citados por la Historia oficial evocan interpretaciones embellecidas de resistencia a sitios prolongados en inferioridad de fuerzas.

A menudo, las situaciones insostenibles se mantienen gracias a creencias infundadas que alimentan la esperanza de que, esa vez, las cosas serán distintas: la atmósfera seguirá absorbiendo CO2 sin que ello dificulte las condiciones de vida en el planea, la bolsa seguirá subiendo y «ya no puede haber grandes recesiones o cracs financieros», los precios inmobiliarios no pueden más que aumentar, etc…

Las dos últimas lecciones de la Historia evocadas por Morgan Housel se alinean con las reflexiones de James Clear: olvidamos que, a menudo, la consistencia es mucho más valiosa para lograr un bienestar duradero, mientras la intensidad es insostenible en el tiempo y las ganancias meteóricas a corto plazo suelen anteceder a una corrección forzosa (o regresión a la media).

La cuarta lección de Housel: el progreso acaece con demasiada lentitud como para que la gente pueda percibirlo; por el contrario, las pequeñas correcciones (incluso aquellas que no frenan la tendencia al alza o «progreso» de una serie a largo plazo) acaecen con demasiada rapidez como para que la gente pueda ignorarlas: qué más dará que las condiciones de vida hayan mejorado de manera dramática para la mayoría de la población mundial en las últimas décadas, si debido a la última crisis financiera nos vimos forzados a dolorosos recortes.

El sediento y el agua

Los altibajos de la Historia evocan el fatalismo de las Meditaciones de Marco Aurelio, las reflexiones de Nietzsche sobre el eterno retorno, y nuestra propia incapacidad para planificar pensando en el porvenir cuando ello implica acciones percibidas como limitaciones a supuestas aspiraciones legítimas, individuales o colectivas.

La quinta y última lección del ensayo nos es igualmente familiar, como también ha estado o estará presente en las reflexiones de nuestros mayores y descendientes: las heridas sanan, las cicatrices perduran.

Quienes sobreviven a grandes calamidades demuestran una sorprendente habilidad para adaptarse a situaciones previamente inconcebibles. A menudo, la «reconstrucción» logra resultados muy superiores a los planeados, pero existe una gran diferencia entre el mundo material y el espiritual.

La readaptación y reconstrucción en el mundo físico son incapaces de erradicar «las cicatrices» de lo acaecido, que transforman la manera de concebir y actuar frente a mecanismos de riesgo y recompensa, así como oportunidades y valores (individuales y compartidos).

Sin embargo, observar que nuestro gusto por la gratificación instantánea condiciona nuestra capacidad para pensar y actuar a largo plazo no implica dejarse llevar por la inercia del fatalismo.

Una relectura crítica y dispuesta a colaborar en mejores soluciones para el futuro nos podría asistir, como mínimo, a establecer una filosofía personal sólida, consistente y alineada tanto con nuestros valores como con el mundo al que aspiramos.

El poeta y filósofo sufí persa Rumi se ha ganado un hueco en la cultura popular universal con algunos de sus versos. Entre ellos:

«Mientras el sediento busca agua
el agua está también buscando al sediento».
(Masnavi).