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Tiempo profundo de las historias: el cuervo y el cántaro

Durante el paseo matutino, acudo a un parque diseñado al estilo romántico por los racionalistas franceses del XIX. El jardín público abre antes del amanecer y desde allí, en el noreste de la ciudad, se respira algo de aire y se percibe el efecto de los días secos y lluviosos, así como el de las heladas.

En los prados altos de la zona perimetral sur del parque, se concentran cada mañana dos o tres copiosas bandadas de cuervos. Es sencillo percibir la inteligencia de estos animales, e imaginar que, quizá, conocen el recorrido de los habituales del lugar.

Un descampado desangelado de frecuentación poco recomendable: las colinas que darían lugar al parque des Buttes-Chaumont eran una tierra de nadie habitada por desheredados

Cuando apenas llueve, los cuervos justo empiezan a despertarse a esa hora, y correr junto a ellos no suscita lo que a más de uno vendrá a la mente: una persecución al más puro estilo de la escena en Los pájaros de Hitchcock. Nada que ver; no es tan fácil provocar en estos animales la reacción que suscitan los niños al salir de la escuela junto a Melanie Daniels (Tippi Hedren) en la escena rodada en Bodega Bay, paisaje no muy alejado del lugar donde pasamos el verano en el norte de California.

El hombre mira al cuervo, el cuervo mira al hombre

El modo con que algunos de ellos siguen la trayectoria del transeúnte con la mirada me evoca el comportamiento sabiondo y algo cínico que Edgar Allan Poe convirtió en musicalidad en su poema dedicado al animal, una auténtica delicia no sólo semántica, sino también fonética, con frases y expresiones que evocan el graznido del animal y un comportamiento equívoco que revela astucia.

Maravillado por una versión en inglés que se esforzó por saborear, Charles Baudelaire tradujo el poema de Poe al francés (la otra versión en francés de la época corrió a cargo de otro poeta consolidado, Stéphane Mallarmé).

El «Jamais plus!» («Nunca más» en la traducción de la obra al castellano) no aletea con nerviosismo por el poema como lo logra «Nevermore!» en el original, The Raven, si bien el poema narrativo se lee en francés con una sencillez que muestra hasta qué punto Baudelaire se deshizo de modas pasajeras y cultismos para proyectar la obra en un lenguaje que estaba por llegar.

Buscavidas y tramposos de distinto pelo comparten mesa en las hendiduras artificiales de las denominadas canteras de América, una zona rica en yeso, que se extraía para su exportación a América; la zona, en torno al actual parque des Buttes-Chaumont, albergó a personas de mala reputación de la época

Poe, fallecido en 1849 a los 40 años en extrañas circunstancias (jamás aclaradas del todo pese a las especulaciones recogidas por numerosas biografías), atrajo como traductores a autores consolidados en otras lenguas, en una especie de conjura para aseverar una apreciación cómo sólo se puede hacer en la literatura maldita: la transubstanciación de las palabras de un idioma a otro, jamás exacta, implica el compromiso imposible de no aguar una obra con la copia, que se firma con sangre y frustración solitaria.

En castellano, las obras completas de Poe las tradujo Julio Cortázar, quien había habitado en París en el distrito X, a unos veinte minutos de paseo del parque des Buttes-Chaumont, hacia los antiguos barrios obreros del noreste de la ciudad.

Un parque encantado para un mundo racional

El parque incluye una naturaleza que hoy se integra en el imaginario del barrio como si siempre hubiera estado allí, pero lo cierto es que los caminos sinuosos, los enormes árboles caducifolios, el lago y el pequeño riachuelo que lo alimenta, la isla en su interior y la glorieta que la corona (el templo de la Sibila sobre la isla de Belvédère) … todo es artificial, si bien este paisaje prefabricado deja mucho de ser una naturaleza muerta.

El parque fue inaugurado en 1867, con motivo de la Exposición Universal de aquel año en el Campo de Marte. Las imágenes sobre la construcción del parque Buttes-Chaumont, una zona verde de 25 hectáreas con forma de media luna en el distrito 19 de París, muestran cómo incluso la orografía accidentada, con sus numerosas colinas imposibles, es artificial, como también lo son las rocas —en realidad, hormigón armado— que flanquean el islote del interior del lago y los dos extremos del puente colgante que lo unen al paseo perimetral arbolado.

«The Raven», Ilustración de John Tenniel (1858)

Durante las oscuras y frías mañanas invernales, es fácil olvidar en algunas zonas del parque que se trata de un lugar prefabricado, fruto del mismo racionalismo urbanístico que modernizó otras instituciones con un espíritu similar: diseño de hospitales, sanatorios, escuelas o centros penitenciarios, así como la propia organización de la burocracia y el trabajo, evolucionaron a partir de las ideas positivistas de la Ilustración.

El resultado racionalizador iría a menudo de la mano de la deshumanización. En el parque Buttes-Chaumont, un pequeño capricho de diseño cuidadosamente orgánico e irregular (la irregularidad puede tener patrones), París se permitía un despunte a la inglesa en una zona de descampados e infraviviendas más allá de los barrios aderezados por la polémica renovación de Haussmann.

Pequeños caprichos románticos entre bulevares de Haussmann

La zona debía seguir la trama racional ideada entre 1852 y 1870, durante el II Imperio, si bien Haussmann, a quien se había encargado el parque, concedió que su creador, Jean-Charles Alphand, siguiera un trazado irregular (ajeno a la tradición rectilínea francesa), tal y como había hecho con anterioridad el paisajista Louis de Carmontelle con otro parque de la ciudad, Monceau (mandado construir por Felipe de Orleans un siglo antes).

En Monceau, dominan las ruinas falsas y los caprichos arquitecturales (una pirámide egipcia, una pagoda, un diminuto castillo gótico, un minarete), ecos románticos del exotismo importado —junto al botín del Louvre— de las campañas coloniales. En Buttes-Chaumont, el parque da la impresión de haber pensado en su uso físico y estético, para lograr una apreciación próxima a un misterioso encantamiento de la naturaleza organizada por el hombre.

Las intervenciones urbanas que surgen con la Ilustración evocarán en sus zonas verdes tanto viajes lejanos como de proximidad, y son el reflejo de historias contadas con especies de plantas exóticas traídas de los confines de la tierra, así como aves no menos exóticas.

Ilustración del parque des Buttes-Chaumont en 1871, sólo 4 años después de su inauguración; los árboles, apenas recién plantados, hacen que el lugar sea prácticamente irreconocible a ojos del frecuentador actual, acostumbrado a la abundancia de majestuosos árboles centenarios

No obstante, las dos o tres bandadas de cuervos de este parque de naturaleza prefabricada ofrecen al lugar un aire local y lúgubre, como la luz de la estación y los relatos y poemas de Poe y Baudelaire. Como otras especies de aves habituadas a prosperar en proximidad con el ser humano, los grupos de cuervos se sirven de la cría comunal para consolidar un número suficiente de individuos y poder, de este modo, dormir o alimentarse sin riesgo.

El cuervo Nevermore

The Raven evoca la visita de un cuervo entrometido y clarividente al narrador, que se encuentra de luto en una fría noche de diciembre. La pérdida de Leonora, la amada del narrador desconocido, le impide sacudirse la melancolía, si bien lo intenta con la lectura de «olvidados cronicones» («forgotten lore»). El tormentoso duermevela del narrador retorna al presente cuando se oye un golpeteo en la puerta. Nuestro protagonista llama a la puerta, presintiendo acaso la necesidad de acudir… La aparición del cuervo como Deus ex machina precipita el diálogo imposible entre velador taciturno y animal inteligente. El primero pregunta el nombre del segundo, y el animal se limita a contestar «Nevermore».

El cuervo, que decide permanecer junto al narrador, es quizá el pesar que alimenta su melancolía, y su estancia implica la persistencia del fatalismo. La muerte, la tristeza y la soledad permanecerán a su alrededor.

Tippi Hedren y los niños de la escuela corren despavoridos para escapar de la angustiosa persecución de una bandada de cuervos («Los pájaros», Alfred Hitchcock, 1963)

Las historias sobre córvidos y su relación con los asentamientos humanos se remontan a la tradición oral y están llenas de equívocos y medias verdades. Los cuervos no recolectan objetos brillantes de modo instintivo; más bien, la inteligencia de la especie la hace especialmente proclive al amaestramiento, y cualquier individuo de la especie es capaz de desplegar un rico comportamiento adquirido, desde imitar el habla humana a ofrecer obsequios simbólicos a cambio de alimentos.

Cuervos, grajos y cornejas, tres especies de córvidos con un plumaje negro brillante similar (al son, los reflejos alcanzan un oscuro tono azulado o incluso púrpura), se distinguen entre sí por el tamaño, el pico y la forma descrita por el plumaje. La sutil diferencia ha acabado por identificar las tres especies con el cuervo, de mayor tamaño y potencial agresividad. El «cría cuervos…» del refrán nos recuerda los hábitos carroñeros de la especie, que se apresuran a picotear las partes más vulnerables (las más blandas, como los ojos) de animales muertos antes de la llegada de aves de mayor envergadura.

Una vieja parábola y las conjeturas presocráticas

Los hábitos de las bandadas de cuervos del parque Buttes-Chaumont se han adaptado a un entorno natural integrado en el tejido urbano, lo que se traduce en un omnivorismo atento al contenido de las cestas de basura más aisladas de los visitantes más madrugadores, como he podido comprobar en numerosas ocasiones.

Cruzar la mirada con una de estas aves implica vislumbrar su agudeza. Esa mirada no puede carecer de inteligencia, de conciencia. El niño en nosotros se cuestiona, ¿los cuervos, se cuentan historias entre sí? De ser así, ¿cómo? Los investigadores, como los curiosos de toda condición, acuden a la capacidad de nuestra especie de compartir una experiencia y aprender a través de historias, para conocer si los cuervos pueden hacer algo similar.

Dibujo de Édouard Manet, inspirado por el poema de Poe (1875)

Una fábula de Esopo nos habla de un cuervo apurado por la sed e incapaz de encontrar agua en las inmediaciones. Desde el aire, descubre un cántaro y se acerca a él para comprobar si tiene agua. En efecto, hay agua en la jarra, pero su cuello es demasiado corto para poder beber. Incapaz de lo imposible (convertirse en garza, por ejemplo), el córvido recurre al ensayo y error.

La experimentación con la que el cuervo de la fábula trata de resolver la conjetura (cómo beber agua sin tumbar la jarra del todo, pues la acción derramaría el contenido antes de poder beber lo suficiente), base del método inquisitivo que originaría el racionalismo, surgió entre los presocráticos en una época en que los rapsodas transmitían estas y otras historias en forma de poema.

El viento del Egeo

Inspirados quizá por historias como la de Esopo, los filósofos presocráticos fueron los primeros en convertir una capacidad clave en las sociedades humanas, el uso de historias para transmitir las relaciones causales entre acciones aparentemente inconexas, en un método generalizable. El germen del método científico parte, pues, de parábolas e historias asociadas a la mitología y la metafísica de los pueblos.

Como en la fábula del cuervo y el cántaro, la necesidad habría inspirado la invención: la orografía y la pobreza natural había obligado a los habitantes de las polis griegas a recurrir al ingenio (y el viento a favor en el Egeo) para prosperar frente a civilizaciones vecinas asentadas en territorios más fértiles.

La sombra del cuervo; ilustración de la edición en francés de The Raven (Edgar Allan Poe), a cargo de Gustave Doré (1884)

La fábula que nos ocupa obliga al cuervo a agudizar el ingenio, pues primero intenta inclinarla sin lograr su objetivo. Finalmente, el cuervo llega a la conclusión de que necesitará una herramienta, algo con lo que asistirse para lograr su objetivo; se le ocurre llenar el cántaro de guijarros, uno por uno, hasta que el volumen ocupado por éstos le permite beber sin inclinar o tumbar la jarra.

Más allá de la especulación de viejas fábulas y de poemas tenebrosos del XIX, conjeturas contemporáneas (en forma de estudios científicos, fruto de nuestra época pese a la actual crisis de replicación) han demostrado que los córvidos comparten con primates y homínidos un comportamiento adquirido que alcanza incluso la capacidad para servirse de herramientas concretas en contextos específicos.

El nexo entre viejas historias y el pensamiento crítico

Investigadores de la Universidad de Auckland, Nueva Zelanda, han confirmado que los cuervos y grajos recolectan y guardan a buen recaudo palos y astillas que usarán de manera repetida en determinadas acciones, un comportamiento complejo que equipara la capacidad de comprensión causal de los córvidos adultos con la de un niño de entre 5 y 7 años.

El estudio del equipo de la Universidad de Auckland nos hace celebrar la vieja mitología, pues todos los cuervos del estudio completaron tareas de desplazamiento del agua sirviéndose del volumen de cuerpos que podían manipular con su pico.

Logos, ethos, pathos

En plena crisis de replicación científica, lograr que un animal aparentemente tan anodino como un cuervo haga realidad la moraleja de una fábula recogida de la tradición oral por un autor del siglo VI a.C., es el mejor homenaje a sistemas de aprendizaje tradicional que se encuentran en la base del ingenio humano, capaz de transmitir el saber a través de historias rituales fáciles de memorizar.

La hipótesis de la fábula es un homenaje a los puntos de tensión e intercambio compartidos por sofistas y filósofos presocráticos, pese a la polémica entre ambos grupos (muchos consideran a Sócrates un sofista, y el hecho de que no escribiera una sola línea en su vida lo demostraría): el triángulo equilátero con «logos» (razón), «ethos» (credibilidad) y «pathos» (emoción).

Portada de la edición en francés de «The Raven» a cargo de Stéphane Mallarmé y con dibujos de Édouard Manet

Los cuervos, quizá, estén condenados a aprender el uso de herramientas gracias al ingenio individual, y no a la transmisión entre generaciones mediante historias. ¿O nos espera todavía alguna sorpresa futura sobre este respecto?

Emergencia de nuestra capacidad de evocación

El psicólogo estadounidense Leon Festinger asoció la importancia que concedemos a los relatos con una evolución de nuestro cerebro a raíz de la agudización de nuestro instinto de supervivencia en un pasado remoto.

El intérprete del cerebro, una zona localizada en el hemisferio izquierdo nos habría permitido convertir un comportamiento más dependiente del presente (el medio, los sentidos y los impulsos asociados) en un relato capaz de profundizar en el tiempo y el espacio, gracias a la combinación de recuerdos evocados, inventiva, presente percibido y potencial del devenir.

Para nuestra especie, contar buenas historias (y aprender a transmitirlas gracias a recursos como la repetición de fórmulas) garantizó la transmisión cultural. Las buenas historias legaron también el germen del racionalismo, así como avisos cifrados para, por ejemplo, saber cómo reaccionar durante un maremoto, una erupción volcánica, una larga sequía, etc.

Contamos historias para otorgar un significado a nuestro mundo que nos trasciende y que podemos compartir con otros: el esfuerzo de comunicación nos obliga a encontrar lugares de comprensión mutua y elementos «universales», reconocibles por otras personas.

Similitudes en patrones de historias y de formas naturales

Las historias son, por tanto, una oportunidad para sumergirnos en los eventos y esperanzas del tiempo remoto, ya sea el pasado inmemorial o el futuro más allá del horizonte de unas generaciones.

Todas las culturas humanas comparten la necesidad de explicarse historias; las más memorables se expanden e incluyen los mecanismos necesarios para sobrevivir a la prueba del tiempo a través de la interpretación: al evocar lo que contamos, lo remezclamos y modificamos para adaptarlo a nuestras circunstancias.

Ilustración de la fábula de Esopo, «El cuervo y la jarra»

Todas las historias requieren, al menos, un intérprete y un oyente (o, en nuestra época, un vidente de contenido multimedia), que proceden a un compromiso de intercambio que aprendemos a apreciar y respetar desde la infancia. Nuestro intérprete cerebral detecta patrones en formas visuales que evocan la naturaleza o patrones con los que nos hemos familiarizado desde antes de adquirir el habla.

Las historias, como las formas de la naturaleza, están compuestas de patrones y tienen un significado que encontramos sugestivo y que podemos reproducir sin esfuerzo.

La evolución de las historias no ha sido ajena a la tecnología usada para facilitar su reproducción. Los rapsodas recurrían a repeticiones para facilitar la memorización de largos pasajes e incluso obras completas, compuestas a veces por miles de versos.

Tiempo geológico

La escritura encauzó la narrativa en una estructura lineal cuya producción y creatividad eclosionó con la alfabetización, la imprenta y los medios de masas, que ahora empieza a remitir debido a la Red.

A diferencia de la narrativa secuencial, las historias no lineales favorecen el fenómeno de la atomización de puntos de vista y perspectivas. La evolución de la literatura y medios de cada época expresa las posibilidades de los nuevos relatos… pero también el riesgo del agotamiento, por concentración, de viejos ritmos que permitían duración y diferencias espaciales, y que convergen en la actualidad en repositorios de información fragmentada en los que todo es accesible en cualquier momento y lugar.

Representación de la tragedia griega «Medea», de Eurípides; el recurso «deus ex machina» del teatro clásico permitía la llegada de un actor interpretando a una deidad (suspendido en el escenario a través de una grúa o un dispositivo similar)

Este Ahora digital no debería hacernos olvidar que, en ocasiones, necesitamos rememorar personas o hechos a partir de relatos sugestivos y plagados de significado, que no habrían perdido del todo su capacidad de maravillarnos, al dar la impresión de que ocultan un misterio que nos invita a lo que el escritor británico Robert McFarlane llama «tiempo profundo».