(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Un cuento de 2 mentalidades: relación de empresas y plantilla

Desde la recesión de 2008 y posterior crisis de la deuda soberana, se ha insistido en que los países con mayor porcentaje de jóvenes sin estudiar ni trabajar, muchos de los cuales residen todavía con sus padres, son los que peor puntúan en competitividad.

Pero el supuesto diferencial entre países es marginal y elude una tendencia generalizada: hoy, los jóvenes deben dedicar más esfuerzo para emanciparse y alcanzar la autonomía económica que sus padres lograron en un contexto de abundancia de empleos industriales y profesionales con una robusta protección.

Marlon Brando en «On the Waterfront» (Elia Kazan, 1954)

En las últimas décadas, el mundo que llamamos desarrollado ha tenido dificultades para evitar que el grueso de la población perdiera poder adquisitivo: desde la crisis del petróleo de 1973, la productividad ha crecido en consonancia con el coste de la vida, de modo que las ganancias no se han traducido en un aumento de la riqueza relativa de los asalariados.

Las rentas crecen más que los salarios (Piketty)

En paralelo —explican economistas como Thomas Piketty—, los beneficios derivados del ahorro y las inversiones han aumentado con mayor rapidez que los salarios, fenómeno que explica la desigualdad en sociedades como la estadounidense, aunque el fenómeno puede extenderse al grueso de los países de la OCDE.

Cuando las rentas del capital aumentan con mucha mayor rapidez que los salarios, el fenómeno puede propulsar la desigualdad, sobre todo en sociedades en las que el capital familiar acumulado decide la suerte de las próximas generaciones: varios estudios señalan cómo la procedencia socioeconómica de los padres se convierte en indicador de la evolución profesional y económica de los hijos, incluso en sociedades donde la meritocracia se había convertido en poco menos que un fetiche.

Varios factores explicarían por qué los salarios apenas han crecido al ritmo de la inflación en las últimas décadas, mientras el ahorro y las inversiones lo han hecho muy por encima.

Varios de los fenómenos son globales y están asociados, de manera directa o indirecta, con el cambio de modelo productivo en el mundo y la insistencia tanto en la «eficiencia» de una cadena de suministros mundial como en la apuesta por sectores poco productivos, como la construcción (y el ahorro familiar orientado al mercado inmobiliario) o los servicios.

Elia Kazan y los estibadores de Nueva Jersey

Tampoco hay que desestimar el impacto del declive de las organizaciones sindicales, fenómeno especialmente transformador en el mundo anglosajón, que cuenta con sectores —como el tecnológico— donde se combate la pertenencia sindical de las plantillas, con insignes ejemplos en firmas como Amazon, Tesla y Uber.

Robert Reich, profesor de políticas públicas en Berkeley y antiguo secretario de Trabajo estadounidense, dedica una columna en el New York Times a estudiar las consecuencias de la erosión de la afiliación sindical en Estados Unidos, un fenómeno con profundas raíces que han inspirado al cine y la literatura: anarco-sindicalismo, corporativismo asociado con la mafia y persecución en el contexto de la caza de brujas pro-soviética auspiciada por el Macartismo.

El director Elia Kazan, él mismo víctima del Macartismo, dirigió a Marlon Brando y Eva Marie Saint en On the Waterfront (La ley del silencio, 1954) para exponer los entresijos del juego sucio contra el sindicalismo entre los estibadores de Nueva Jersey.

La transformación moral del protagonista a raíz de la muerte del hermano de su prometida puso a Kazan en un aprieto en el contexto de paranoia de la Guerra Fría (la Unión Soviética había detonado con éxito su primera bomba atómica en agosto de 1949 y estrechaba el cerco a sus satélites del Este europeo).

Sears en los 50 y Amazon en la actualidad

En su artículo de opinión para el New York Times, Reich prefiere explicarlo en clave liberal clásica, al asociar la pérdida de cohesión social y económica con el declive de los empleos medios bien remunerados, ofrecidos por empresas que, en el contexto de la Guerra Fría, sentían la presión de ofrecer mayores incentivos a sus asalariados en forma de beneficios y acciones:

«Si los 840.000 empleados de Amazon fueran depositarios de la misma proporción de acciones de su empleador que los trabajadores de Sears en los años 50 —un cuarto de la compañía—, cada uno de ellos tendría acciones por un valor equivalente de 386.904 dólares».

Ni Robert Reich es un socialista libertario ni la mayoría de las compañías estadounidenses, entonces y ahora, son sociedades cooperativas (como sí lo es, en España, Corporación Mondragón).

La capacidad de negociación de salarios y beneficios. Dicho de otro modo, la capacidad de negociación salarial y de beneficios de los trabajadores fue de la mano, a inicios del siglo XX, de la transformación de las principales economías, la emigración masiva del campo a la ciudad (fenómeno que se ha replicado en China y el mundo emergente en las últimas décadas) y de violentas disputas sindicales, también en Estados Unidos.

Inicios del fordismo y productividad

En Estados Unidos, las empresas más exitosas empezaron a compartir beneficios con sus trabajadores en pleno auge sindical revolucionario en varios países:

«En diciembre de 1916, la Oficina de Estadísticas Laborales publicó un informe sobre la participación de ganancias como estrategia para reducir “las disputas frecuentes y a menudo violentas” entre empresas y trabajadores, “al fomentar, de este modo, el desarrollo de un amplio espíritu de armonía y cooperación y ocasionar, de manera fortuita, una mayor eficiencia y mayores beneficios».

La influencia utilitarista sobre la política económica y laboral estadounidense es innegable. El informe promovido por la Administración estadounidense aclaraba que la estrategia de participación de los trabajadores en las decisiones y beneficios de los empleadores no sólo podía reducir la violencia, las tensiones y huelgas, sino aumentar los beneficios de la propia compañía.

En 1914, Henry Ford, pionero de la cadena de montaje en un sector que se había propuesto hacer del automóvil y producto para las masas (como Kodak había logrado con la cámara fotográfica a finales del siglo XIX), decidió aumentar el sueldo diario de sus trabajadores hasta los 5 dólares por 8 horas de trabajo (equivalente en la actualidad a 120 dólares), un incremento radical para la época.

Prosperidad de trabajadores y mercado de consumo

La medida de Ford no había surgido de una regulación, ni era fruto —tal y como lo es hoy el aumento salarial entre los programadores de software en Silicon Valley— de la concurrencia con otras compañías por el talento laboral, ni tampoco se debía a la escasez repentina de candidatos.

Como el perfeccionamiento de la cadena de montaje, la estrategia de Ford surgía del ensayo y error. El industrial había constatado la influencia de la moral sobre el rendimiento de la plantilla. Un aumento cuantioso del salario podía, a lo sumo, estimular un incremento de la moral y de la producción.

Pero la estrategia de Ford en 1914 iba más allá. A medio plazo, pagar más a los asalariados podía lograr ventajas indirectas. Si la plantilla producía motivada, un mismo número de trabajadores podría fabricar más unidades sin reducir la calidad… y, con mayor poder adquisitivo, los propios trabajadores podían aspirar a comprar los vehículos fabricados.

Marlon Brando y Eva Marie Saint, protagonistas de «La ley del silencio» («On the Waterfront», Elia Kazan, 1954)

El ejemplo expuesto por Robert Reich es el de Sears, Roebuck and Co., corporación que dominó la venta por catálogo en Estados Unidos con la misma contundencia con que Amazon hace lo propio en la distribución electrónica, aunque con una salvedad: Sears fabricaba buena parte de los productos que fabricaba, y lo hacía en una red de factorías diseminada por Estados Unidos.

En lugar de optar por el aumento salarial directo tal y como Ford había hecho dos años antes, Sears decidió dedicar el 5% de los beneficios —sin deducir los dividendos de los accionarios— a un fondo de beneficios compartidos entre todos los trabajadores; más adelante, el fondo concentraría el 10% de los beneficios antes de impuestos.

¿Alinear moral e intereses económicos?

El esquema de Sears era simple: los trabajadores interesados en participar debían contribuir con el 5% de sus salarios, que se invertían en acciones de Sears; la prensa de la época definió el plan como «una manera generar lealtad y harmonía entre empleador y asalariado».

Durante los 3 primeros años, el fondo compartido de Sears atrajo al 92% de los trabajadores de Sears; con la marcha de las acciones a favor, la plantilla asociaba la marcha de la compañía con sus propios intereses económicos, un principio utilitarista que alineaba objetivos y evitaba el tradicional enconamiento entre trabajadores y empresas, base marxista por antonomasia.

Inspiradas en el modelo de Sears, otras corporaciones de la época establecieron sus propios planes de reparto de beneficios: Procter & Gamble, Pillsbury, Kodak, S.C. Johnson, Hallmark Cards, U.S. Steel, con el objetivo utilitarista de alinear moral (fomentar la cohesión de la plantilla a partir del reparto de ganancias) con intereses económicos (aumento de la productividad).

A grandes rasgos, la estrategia de Sears recuerda a los contratos con incentivos tales como opciones sobre acciones que han popularizado las empresas tecnológicas en las últimas dos décadas. Un análisis más concienzudo de ambos modelos desvela una diferencia radical: a diferencia de la opacidad contractual y la discriminación entre empleados (por talento percibido, por antigüedad, por rango o peor), el plan de reparto de beneficios de Sears era «admirablemente igualitario», explica Robert Reich.

Cuando los trabajadores eran prósperos

La distribución de acciones se basaba en los años de servicio en la compañía y no en el rango; de este modo, los trabajadores más veteranos lograrían 3 dólares por dólar aportado al fondo, lo que explicaría que en los años 50 los empleados (no sólo los fundadores y directivos, sino cualquiera que quisiera participar en el programa) poseyeran una cuarta parte de la compañía.

En octubre de 2018, y mientras Sears batallaba por la supervivencia tras declararse en bancarrota el 15 de ese mes, Nelson D. Schwartz y Michael Corkery dedicaban un artículo en el New York Times a la compañía fundada en Chicago, y establecían un paralelismo en el titular que sintetiza la transformación de la estrategia (y ética) empresarial que define a las empresas más exitosas: «Mientras Sears prosperaba, también lo hacían sus trabajadores. En Amazon, es más complicado».

Hace medio siglo, explican Schwartz y Corkery, un corriente vendedor de Sears podía retirarse con un cojín económico equivalente a más de un millón de dólares en la actualidad, en forma de acciones de la compañía. Por el contrario, un trabajador de almacén contratado por Amazon en la actualidad y que permaneciera en la compañía hasta la jubilación dejaría la vida profesional con una fracción de estos beneficios:

«Del mismo modo que Sears se ha desvanecido en las últimas décadas, también lo ha hecho la voluntad de las empresas estadounidenses de compartir los beneficios del éxito. Los accionistas son la prioridad actual, mientras los empleados han sido empujados al final de la cola».

Un sistema de castas en el sector tecnológico

No todos los empleados: mientras los directivos y los trabajadores estratégicos se siguen beneficiando de opciones sobre acciones y otros programas que reparten beneficios de la compañía, el grueso de los trabajadores se convierte en la parte prescindible y precaria de las plantillas, con sueldos bajos y escasa antigüedad.

Hay empleados de Amazon y otras tecnológicas que reciben grandes compensaciones a través de acciones. Cuatro de los cinco principales ejecutivos de Amazon obtuvieron un salario anual inferior a 175.000 dólares, pues la compensación real llegó en forma de acciones por un valor de decenas de millones de dólares.

De este modo, mientras el fundador de Amazon, los directivos de la compañía, los empleados considerados estratégicos (programadores de algoritmos, del sitio y de la división de computación en la nube, AWS) y los accionistas se benefician de la buena evolución de la compañía, el resto de la plantilla depende de salarios ajustados y jornadas donde se impone la productividad a toda costa con agresivas medidas de vigilancia del rendimiento que penalizan cualquier imprevisto.

Para Arthur C. Martinez, directivo de Sears en los 90, el cambio de paradigma sitúa a los accionistas por encima de cualquier otro grupo de interés:

«Hace unas décadas, la gente que producía o vendía el producto era más imprescindible que la gente con traje. Había una mentalidad distinta y ello va ligado al problema generalizado de la desigualdad salarial».

La bolsa no es la economía real

Pese a los esfuerzos de la Administración de Donald Trump por equiparar el mercado bursátil con la economía real, fenómenos como la recompra de acciones a cargo de las empresas más poderosas de la actualidad benefician a una minoría de la población: el 1% más rico posee actualmente la mitad del valor del mercado bursátil, mientras el 10% más rico posee el 92% de este valor.

Eso sí, el modelo de Sears iba ligado a la propia evolución de la compañía. Compartir beneficios otorgaba incentivos para ser más productivos y reducía la necesidad de aumentar los despidos durante recesiones o eventos extraordinarios, pues los costes salariales se reducían a la par que los beneficios. Pero, tal y como explica Robert Reich,

«[el esquema de reparto de beneficios] exponía a los trabajadores al riesgo de que, cuando las ganancias bajaran, sus nóminas se reducirían. Y, si una empresa se declaraba en bancarrota, ellos perderían todas sus inversiones en ello».

No es casual que Sears finalizara su plan voluntario de opciones sobre acciones con los trabajadores en los años 70, cuando la crisis del petróleo y la inestabilidad social provocaron el cierre de empresas y las primeras deslocalizaciones de la producción.

Viento en contra para los jóvenes

La evolución del empleo y la cultura empresarial en Estados Unidos van de la mano y explican buena parte de la ansiedad que ha derivado en varias crisis superpuestas en Estados Unidos, todas asociadas a la creciente precariedad.

La pérdida generalizada de empleos de calidad y fenómenos como la pandemia inciden sobre las perspectivas de futuro de los jóvenes, muchos de los cuales permanecen en la casa familiar sin poder iniciar la universidad ni ostentar un empleo temporal en la economía de servicios.

Las dificultades de los jóvenes para proseguir sus estudios o encontrar un empleo que les permita emanciparse es global y las desventajas con respecto a generaciones pasadas son reales (y especialmente crudas en Estados Unidos, donde el acceso a la vivienda y el precio de la educación se han disparado desde inicios de siglo).

El descontento social y político debe también asociarse a esta nueva precariedad entre los millennial (Generación Y) y la última cohorte en llegar a la edad adulta, la Generación Z.

«Sé como el agua, amigo mío»

Para solventar el descontento, quizá haya que empezar con mejorar las oportunidades y un acceso a oportunidades y a un bienestar relativo equiparable al de generaciones previas para un porcentaje amplio de la población.

No será fácil, a tenor del recorrido histórico. Tal y como recuerdan los economistas, los períodos de prosperidad generalizada y aumento radical de la productividad suelen presentarse después de que acontecimientos traumáticos (tales como catástrofes naturales, pandemias, guerras o cracs bursátiles), acaben de manera radical con la desigualdad acumulada en forma de ahorro e inversiones.

¿Es posible lograr grandes consensos que fomenten la prosperidad generalizada sin necesidad de que grandes catástrofes, crisis económicas, guerras o una combinación de estos eventos nos obliguen a hacerlo, tal y como ocurrió tras la II Guerra Mundial?

El taoísmo celebra el agua como un elemento capaz de encontrar siempre su camino entre obstáculos. Quizá el mejor modo de fomentar prosperidad y convivencia dependa de nuestra capacidad para orientar las grandes tendencias, tal y como haríamos con el cauce de un río o la amenaza de un océano.