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Valles ibéricos fuera de mapa: de despoblación a neorruralismo

Cuando, hace poco más de una semana, preparaba las maletas en París para partir de viaje familiar por carretera, no podía imaginar hasta qué punto unos días pueden hacernos cambiar de perspectiva sobre el territorio… y sobre el mismo concepto de tiempo histórico.

En esta ocasión, habíamos decidido eludir la conveniencia del trayecto punto a punto por autopista. Desde la calzada de las grandes vías, el territorio se muestra en un plano inalcanzable, ajeno al perímetro vallado de una vía de comunicación marcada por la velocidad, la señalética y las estaciones de servicio.

Actualización: ya podéis conocer a Antonio Gutiérrez Hinojosa, el «Antonio» del presente reportaje (vídeo).

Con la abolición del concepto de distancia, de culturas remotas, perdemosdice Martin Heidegger— la posibilidad de maravillarnos, pero también de definirnos a nosotros mismos en una realidad donde todo es inmediato. Tratamos, con este viaje, de explorar modos de «reencantamiento» y alternativas al viaje contemporáneo.

En un lugar de los valles pasiegos

Durante los trayectos a través de Europa, usamos un vehículo anticuado cuya mayor ventaja es el volumen y la altura del maletero, que facilita el transporte de ropa, material de grabación, dispositivos electrónicos, algún libro y, en este caso, artilugios usados cuya calidad y buen estado nos habían animado a compartir con amigos y familiares con hijos y nietos algo más pequeños que los nuestros.

Viajar en tiempos revueltos

Una vez más, partíamos de París en un vehículo que sólo usamos para este tipo de viajes de varios días, bien surtidos de equipaje y trastos, con intención de viajar a hacia la Península Ibérica, en una aventura que debía llevarnos al País Vasco, Cantabria, Castilla y León (sobre todo, la Montaña Palentina, así como pueblos de Valladolid y Salamanca), el interior de Portugal, la región de Lisboa.

Y, de vuelta en España, la provincia de Cáceres y el más bien monótono paisaje otoñal castellano-manchego, dominado por unas vistas a la imponente verticalidad de los picos de la Sierra de Gredos.

Pastos verdes, agua en abundancia y lluvia en las inmediaciones de una cabaña pasiega

El viaje empieza como una oportunidad más para explorar proximidades paisajísticas y culturales, así como una manera de establecer conversaciones que permiten intercambiar distintas percepciones sobre el tiempo que nos ha tocado vivir.

Antes de partir, se pasa un amigo por nuestro apartamento en el distrito noveno de París. La zona ha atraído a jóvenes familias profesionales en una ciudad que siempre ofrece perspectivas, físicas y anímicas, para comprender las ventajas y desventuras de la vida en la gran ciudad.

Padre de un compañero de clase de mi hijo pequeño, viene con un obsequio (un queso de Tolosa, su ciudad natal) para agradecernos la gestión de unas clases de música que los dos niños realizan conjuntamente un día a la semana.

Viajando como Nicolas Bouvier

En esta ocasión, la conversación trivial que entablamos a modo de despedida carecerá de alusiones a posibles cambios de planes en el viaje debido a los cortes de carreteras y a la ocupación de rotondas en el territorio francés a raíz de las protestas de los autoproclamados «chalecos amarillos», sino por unas protestas (demasiado similares) en Cataluña.

Valle del Pas en las inmediaciones de Liérganes (Cantabria)

Mis hijos nacieron en Barcelona y vivimos allí hasta noviembre de 2014, cuando el enroque en posiciones intransigentes de un nacionalismo que había confundido la radicalización con el progreso de sus intereses nos animó a cambiar de aires y llevar nuestro proyecto profesional y personal a otros sitios, sin abandonar nunca del todo la ciudad en la que iniciamos los proyectos y la formación que constituyen hoy nuestro trabajo y filosofía de vida.

No hay nada como poder tomar algo de distancia y perspectiva de la coyuntura política y el clima social de un lugar anímicamente demasiado cercano, para comprender ese lugar de un modo más profundo y reflexivo. Así que, en esta ocasión, viajar hacia España implicaba prepararse ante cualquier eventualidad relacionada con protestas en la carretera o la ciudad.

Comenté a nuestro amigo que, en esta ocasión, viajábamos rumbo a la frontera atlántica, antiguo foco de conflictos y, en esta ocasión, el lugar «tranquilo» para adentrarnos en España.

Amanecer en Cervera de Pisuerga, Palencia (vistas al embalse de Cervera-Ruesga)

El objetivo, comenté, no era ir a la capital catalana, sino viajar «de pueblo en pueblo» (como lo intenta hacer el escritor francés Michel Houellebecq cuando viaja al alojamiento costero que tiene en la costa mediterránea española; o como lo hicieran los exploradores-etnógrafos de la proximidad, tales como Nicolas Bouvier en Francia o José Antonio Labordeta en España), rumbo a la España con el otoño más «homologable» con el de la Europa de otoños húmedos y oscuros (y la variada oxidación cromática de los árboles caducifolios).

La dificultad de los matices entre el vocerío populista

En el fondo, nuestros intereses tampoco distaban de las inquietudes —muchas de ellas, legítimas o comprensibles; otras, no tanto— de movimientos de protesta a menudo neo-reaccionarios, inspirados en pseudo-manifiestos románticos que ensalzan la desaparición de un mundo que jamás existió bajo los términos en que se evoca.

El último libro de Houellebecq trata, una vez más, del pavor de unos personajes que pierden pie de apoyo en una realidad cambiante, a merced de la aceleración técnica y la mundialización. Una realidad post-postmoderna en la que el hedonismo inconsciente ha perdido su sentido primigenio —el placer— y se convierte en pulsión adictiva, mientras los métodos tradicionales de producción son tan impotentes ante la producción y distribución a gran escala como lo es el propio sentido de la diferenciación cultural.

Montaña Palentina (al fondo, la pequeña aldea de Resoba)

En cierto modo, la impotencia —física y anímica— de Florent-Claude Labrouste, el protagonista de Serotonina, un ingeniero agrónomo residente en París que quisiera ser un Quijote capaz de salvar los particularismos de la producción quesera en la provincia, es la personalización de un sentimiento de nuestra época, compartido por votantes de Trump y del Brexit, por simpatizantes de los «chalecos amarillos» y de los partidos supuestamente antisistema de Italia, por el nacionalismo catalán de nuevo cuño (el de la vertebración del nihilismo a través de Telegram) y los votantes de Vox que lloran la exhumación de Franco del Valle de los Caídos.

Al partir hacia España y Portugal, llevo también entre los bártulos del coche la Iberia de los Maragall (los de la I República, los de la II República, los del socialismo olímpico y el que ahora reniega de la concordia hispánica tras haberse criado entre comparsas del PSUC), de los Baroja y los Machado, de Unamuno, de Alfonso Rodríguez Castelao y de esa Atlántida que viaja a la deriva hacia Iberoamérica del cuento de José Saramago.

En (y desde) la carretera

El coche pesa bastante, pero nos limitamos a avanzar, a sabiendas que no estamos para llorar ni para salvar. No somos los desposeídos de Ramón J. Sénder, ni los jóvenes parisinos que acuden a los conciertos de Paco Ibáñez o las tertulias improvisadas de Jorge Semprún y Juan Goytisolo.

Somos una pareja con hijos pequeños (él, barcelonés sin alergia a la idea de España ni tentaciones ensalzadoras o aniquiladoras de las realidades y discursos que se superponen y compiten en la centrifugadora ibérica; ella, estadounidense de California incapaz de mirar de frente a la caricatura esperpéntica que constituye esa Administración, metástasis de las contradicciones de ese trasplante europeo en América del Norte).

Cumbres nevadas en la Montaña Palentina

Partimos a mediados de octubre por carreteras secundarias, por paisajes y situaciones ajenas al mapa de los grandes intercambios comerciales y de ideas, lejos de la actividad febril de los lugares más dinámicos y mejor adaptados.

Nuestras primeras paradas transcurren en los departamentos «olvidados» de la Francia rural, descolgada tanto del éxito de las ciudades y regiones más dinámicas de la región parisina y el Oeste del país, como de la marginalidad suburbana que se ceba con los descendientes de la inmigración no europea.

Los departamentos de Creuse y Corrèze, en la región histórica del Limosín, son el equivalente al campo deprimido del interior de la Península Ibérica. La actividad agropecuaria pierde terreno, y la falta de oportunidades para la población local contrasta con el interés turístico de lugares como la región ribereña del río Dordoña.

Allí, los no-lugares compiten en el mercado global al que no han logrado adaptarse con alojamientos disponibles en Booking y Airbnb.

Montaña Palentina (aldea de Vidrieros, pedanía de Triollo)

Al encaminarnos hacia el sur de Nueva Aquitania, en las Landas, paseamos un buen rato por la tierra arenosa, antaño cubierta de tojo y brezo y convertida, ya a principios del XIX, en la primera explotación de silvicultura moderna a gran escala, gracias a los ideales ilustrados de Napoleón.

Continente y contenido

Junto a la carretera, en el desangelado pueblo donde hemos parado, dos furgones autocaravana de finales de los 80 experimentan una inesperada segunda juventud, gracias a un grupo de jóvenes de origen urbano que tratan de crear una comunidad utópica junto a este experimento de racionalidad vegetal. Las grandes ideas contrastan con problemas más perentorios: uno de los furgones tiene un problema del motor que podría ser grave.

Quizá la junta no aguante mucho más y el aceite acabe mezclándose un día de estos con la gasolina en el motor. Quizá entonces, los grandes sueños se transformen en huida hacia proyectos vitales más utilitarios, próximos a la realidad urbana.

Una mañana fría junto a los picos de la Montaña Palentina

Después aparece la coherencia estética y arquitectónica de las colinas del País Vasco Francés, con el blanco de las fachadas y el rojo y verde en detalles de tejados, revestimientos de fachada y contraventanas. Atravesamos la frontera entre caseríos y menciones del camino de Santiago.

Cruzar la frontera, antaño rígida y hoy más permeable que nunca, gracias al fin de los eventos más oscuros de la historia reciente en España, implica adentrarse en valles empinados que evocan un apego por el paisaje escarpado y la convivencia de viejas culturas agropecuarias con un mundo industrial de raigambre: la costa vasca española es el inicio de un recorrido por un mundo en el que lo recóndito y apegado a la tierra (como las esculturas de Chillida y Oteiza) convive con lo global: la pesca, el comercio con las Américas, la era de los descubrimientos, la emigración a Venezuela, Argentina y el interior de Estados Unidos (donde hoy resuena la leyenda de los pastores vascos)…

Colores otoñales en el límite septentrional de Castilla y León (Montaña Palentina)

Alejados del protagonismo en el intercambio colombino, la Ilustración o los orígenes de la industria pesada en España, los valles interiores de Navarra, el País Vasco y Cantabria proyectan todavía la relativa prosperidad de una vida de Antiguo Régimen, con una miríada de pequeños núcleos de población y generosos caseríos desperdigados por pendientes y valles de un verdor intenso, húmedo y exigente.

Descubrimiento de la Real Fábrica de Artillería

No llegábamos preparados para un mes de octubre frío y lluvioso en los Valles Pasiegos, la comarca cántabra en la que menos sorprende la convivencia del turismo rural, la pequeña industria, la ganadería, la agricultura de subsistencia y el uso de viejas casas y establos reconvertidos en refugios de fin de semana o primera vivienda de urbanitas en busca de una vida cotidiana más relacionada con actividades relacionadas con un medio que retiene la belleza de la ordenación rural de la cornisa cantábrica.

En Tordesillas (Valladolid, Castilla y León), España y Portugal pactaron un reparto de las zonas de navegación en el Nuevo Mundo

Llegamos a Liérganes, donde al día siguiente teníamos cita con alguien que nos había invitado a pasar la jornada en su casa refugio, sin conocer con detalle la historia del lugar.

Cayó en mis manos una revista convencional de promoción regional y decidí dedicar un rato a leerla, esperando a que el agotamiento de la conducción y la incomodidad de haber pasado un buen rato con los pies mojados, en busca de alojamiento y aparcamiento a última hora mientras llovía a cántaros en una pequeña localidad del interior de Cantabria, diera paso al sueño.

Allí leí por primera vez la sorprendente historia moderna de los Valles Pasiegos y, más concretamente, la de las laderas desbrozadas de las montañas por las que serpentea el río Miera. Allí, en torno al propio Liérganes y a una alquería aledaña, La Cavada, que da la bienvenida a los forasteros con una puerta conmemorativa a Carlos III, se erigió la la Real Fábrica de Artillería, instalación que concedió importancia estratégica a los bosques húmedos del lugar entre 1622 y 1835, el largo período en el que de allí salieron los cañones destinados a la defensa del Imperio.

La piedra caliza y el esquisto son los materiales de esta zona montañosa en el límite occidental del Sistema Central ibérico, hacia el poniente de la Serra da Estrela

Los miles de cañones que se fraguaron en La Cavada requirieron el calor permanente de las ferrerías con abundante madera de calidad. La escasez de artillería en el siglo XVII y los conflictos marítimos y territoriales convencieron a la Junta de Fábricas de Navíos a importar de Flandes métodos de fundición que contrarrestaran el poder marítimo británico.

Donde los corrales parecen casas solariegas

Los altos hornos del lugar, que hoy conservan apenas sus edificios administrativos y algunos vestigios de la distribución de instalaciones aledañas menos nobles, ardieron para producir los cañones de bronce, primero, y de hierro colado, después, que acompañarían el transporte, la defensa y la batalla en todo el mundo, en nombre de Austrias y Borbones, hasta que el carbón, la industria pesada y el declive geoestratégico del país abriera una nueva etapa en el valle.

La actividad administrativa y fabril en torno a La Cavada acabó hundiéndose en el olvido. La lluvia sobre las casonas de los notables de la zona, con su escudo de armas sobre una fachada de piedra reverdecida por musgo y líquenes, siguió cayendo sobre laderas desprovistas de vegetación y pastos en pendiente que ocultan una miríada de cuevas y ríos subterráneos (y, quizá, alguna sorpresa rupestre a la altura de las halladas en Altamira, Lascaux o, en el plano antropológico, Atapuerca).

Inmediaciones de la Ferraria de São João

Una vez abiertas las contraventanas interiores de la habitación, observamos a la mañana siguiente que la lluvia seguía en Liérganes. A las 7 de la mañana del 20 de octubre, la oscuridad era todavía intensa. Elegí la primera senda escarpada para elevarme lo suficiente y observar las vistas del valle desde el circo de colinas. En 45 minutos, me encontraba encaramado sobre una montaña del Pas desde la que, quizá, podría haber visto Santander en un día clareado.

La lluvia copiosa, que resbalaba por las pistas rurales de cemento y tierra, parecía haberlo empapado todo, a excepción de las enormes vacas de la zona, frisonas con aspecto de buey y una imponente papada —dicen que por el cruce con la vaca pasiega—, que pacían en su Edén particular. En estas colinas, volví a observar campos con corrales de piedra que, como ocurre en determinadas localizaciones de los Picos de Europa y de Baztán, pasarían por villas en las colinas toscanas, tal es su elegancia rústica.

Riesgos de esencialismos y pseudo-tradicionalismos

Las inmediaciones de Liérganes no pueden asociarse con el campo desmejorado y deprimido que encabeza la «rebelión contra los urbanitas», la reacción tradicionalista que ha encontrado en las redes sociales un lugar donde organizar su descontento, a menudo con la connivencia conspirativa y manipuladora de intereses geopolíticos lejanos (¿a quién interesa que el descontento de la población en las zonas rurales desestabilice las sociedades?), que a menudo han declarado su comprensión o incluso simpatía por movimientos esencialistas, tradicionalistas o con un tufillo völkisch.

Granito, cuarzo y esquisto; de fondo, el monocultivo del interior de Portugal, el eucalipto

En los pueblos del Pas, la depresión y el descontento no se ven por ninguna parte, si bien nuestro anfitrión, Antonio, y su vecino, José Antonio, el albañil que lo asistió en la remodelación de una cabaña pasiega, expresarán por vez primera una opinión recurrente en las conversaciones que mantendremos con residentes —ocasionales y permanentes, originarios o no del lugar— de otros valles que combinan características de las zonas rurales olvidadas con rasgos de nuevos modelos productivos y turísticos, si bien siguen perdiendo población con respecto a centros urbanos de proximidad (o grandes urbes regionales).

Según Antonio y su vecino, que ha decidido no abandonar la casa familiar en las inmediaciones de Liérganes, es muy difícil apreciar, como lugareño, la belleza y los aspectos ventajosos de un lugar como el Pas, cuando éste es considerado desde fuera.

En esta aldea portuguesa, los alcornoques amortiguaron el fuego que azotó la zona, amplificado por el dominio abrumador de las plantaciones de eucalipto en los minifundios de la región, un árbol especialmente combustible

Hace falta, en su opinión, abandonar el terruño para, una vez adquiridas otras experiencias y afrontadas otras realidades, volver preparado para apreciar lo que se dejó atrás. Quienes nunca abandonaron el lugar, carecen de elementos para apreciar muchas de sus ventajas y están condenados a infravalorarlo. Los que prefieren un piso en la localidad grande más próxima a la casona abandonada por los antepasados son mayoría.

Realidad cuántica

Antes de partir, tendremos oportunidad de visitar a alguien que volvió desde la ciudad para asumir un reto que combina los elementos del neorruralismo con una cierta responsabilidad autoimpuesta con la memoria y el patrimonio familiar dejado atrás en el lugar de origen.

En La Cavada, no muy lejos del arco consagrado a Carlos III a través del que los trabajadores acudían a forjar cañones dos siglos atrás, un amigo de Antonio, psicólogo clínico de profesión, decidió echarse a hombros el pasado familiar y restaurar la casa de sus antepasados, erigida junto al curso de agua que propulsaba el molino anejo a la construcción principal.

Casa abandonada en Ferraria de São João (Cumeeira, cerca de Coimbra, en Portugal)

Allí nos recibió el amigo de Antonio, llamándonos por nuestro nombre y apellido y mencionando algún texto leído en nuestro sitio. El anfitrión es de mediana edad, viste de manera cómoda, con cierta elegancia desmañada y el pelo peinado hacia atrás. Nos invita al pequeño despacho habilitado en la antigua estancia del viejo molino, y allí me permito la indiscreción de echar un vistazo a la biblioteca que ocupa una de las paredes de la pequeña estancia.

Psicología crítica, ensayo, clásicos, algo de literatura universal (se observa el criterio), poca novela. Una biblioteca que, a no ser por la ausencia de los renglones de Pléiades, podría haber encontrado en una visita a uno de esos pisos parisinos repletos de recuerdos, que son inventariados y acaban desperdigándose cuando muere el último interesado que sostiene todavía esa realidad transitoria.

Los alcornoques de este pueblo portugués sobrevivieron al último fuego en la zona, acentuado por el monocultivo de eucaliptos

Partimos ya bien entrada la tarde, con la sensación de que podríamos haber improvisado una buena tertulia. Quizá empezara aquel domingo una relación epistolar fructífera con Antonio y sus amigos.

Las reflexiones de Hermann Hesse sobrevolaron durante ese rato y quizá lo vuelvan a hacer pronto, cuando volvamos a vernos. Confesé luego por correo a nuestro último anfitrión en el Pas que, en otra vida,

«me gustaría convertirme en un personaje algo cliché de Pérez Reverte o similar, que llega a La Cavada para seguir la pista de algún cañón célebre y acaba quedándose a vivir, entre libros y tertulias. Allí, encuentra el cuerpo de su obra, que acaba vistiéndose de un lenguaje algo más suyo. Ese personaje cliché había soñado con imitar a Conrad y Nabokov, y escribir en inglés, pero acaba comprometiéndose con la lengua castellana y asume su quijotismo».

Pronto habrá oportunidad de explicar más sobre Antonio, nuestro amable anfitrión, profesor universitario en Madrid.

Amanecer en la montaña palentina

Atravesar las montañas del Pas en dirección sur, hacia el norte de la provincia palentina, a finales de octubre y con zapatos y calcetines mojados, no es una buena idea. El frío solemne de las noches de las novelas de Miguel Delibes aparece para demandarle a uno cierto rigor con la preparación básica de un viaje: a lo sumo, buen abrigo, ropa seca y algo de sopa caliente de vez en cuando. Paramos en Cervera de Pisuerga, en el circo de las montañas palentinas, ya bien entrada la noche.

Entre la niebla (Aldeias do Xisto)

Explico a mis hijos que, allí, en el parque natural de la Montaña Palentina, el lobo ibérico, el oso pardo y otros animales simbólicos de la fauna de la Península campan a sus anchas. ¿No te da miedo salir a correr mañana por la mañana? —me preguntan. No, les digo, mientras reflexiono las razones por las que siempre costó a los invasores tomar posiciones ventajosas contra cántabros, astures y vascos.

Por la mañana, pasaré un buen rato observando el lento amanecer, guarecido en una habitación con vistas al embalse de Cervera-Ruesga. Sobre el agua, un fino manto de niebla en proceso de formación, en el centro de una composición de colores pastel —una pintura de Manolo Hugué— con infinidad de tonos otoñales en los árboles que cubren las montañas circundantes. Miro la temperatura: dos grados bajo cero y todavía no estamos en noviembre…

Cambroncino

Los caminos están helados y hay abundantes charcos con escarcha debido a las lluvias, así que opto por tomar la pequeña carretera hacia las cumbres más cercanas, y acabo media hora después en el pequeño pueblo de Resoba. Desde la lejanía, observo un pastor moviéndose al son de las vacas, que parten a pacer sobre la ladera solariega más cercana al corral; parece que el día será despejado, a tenor del frío y el ambiente seco. En el pueblo, apenas un puñado de casas —a lo sumo, quince o veinte— donde no observo ningún campanario. El humo de las chimeneas delata las que están habitadas durante la semana en una mañana fría de finales de octubre.

Lugares de viejos tratados que cambiaron el mundo

En el bar El Molino, en la aldea de Vidrieros —en lo alto, una pequeña iglesia románica— vuelvo a oír la reflexión de José Antonio, el albañil de familia agricultora y ganadera en el valle del Pas. Pocos habitantes de la montaña palentina aprecian el imponente paisaje montañoso de la zona, que obligó a Augusto, en su lucha contra los cántabros, a establecer dos campamentos en este mismo sitio de Vidrieros.

Abellanar (pequeña alquería montañosa de Pinofranqueado)

Para apreciar lo que uno tiene, hay que partir —física o intelectualmente, o ambas cosas—, para luego, de vuelta, rendirse a la dureza desnuda de la alta montaña castellana, de valles ganaderos despoblados y sin acceso, como los del Pas, a la influencia de las ciudades y el clima lluvioso de la cornisa cantábrica.

Entre iglesias y ermitas románicas, pantanos, lagos y cumbres de alta montaña próximas a los 2.500 metros, confirmamos nuestra absoluta falta de preparación para viajar por lugares donde el frío otoñal apenas es contrarrestado por el sol del mediodía, que ya empieza a bajar en el horizonte.

Casa tradicional de pizarra restaurada en Abellanar (Pinofranqueado)

Viajando hacia el sur, al adentrarnos en el paisaje recurrente de las novelas de Miguel Delibes, especulamos con los altos en el camino llano y monótono de la Meseta. La Universidad de Palencia, la importancia de un viejo tratado firmado en Tordesillas entre Portugal y Castilla durante la Era de los descubrimientos, la tosquedad de la arquitectura tradicional de los pueblos de Valladolid, Zamora y Salamanca…

Tras hacer noche en Tordesillas, nos adentraremos en el paisaje de dehesas y pueblos de ensoñación —entre ellos, Ciudad Rodrigo, villa amurallada salmantina—, sólo trastocado al llegar a la frontera con Portugal, donde la ordenación territorial y la realidad del minifundismo explican la ausencia de horizontes inabarcables de dehesas de encinas equiparables a las del campo salmantino y cacereño.

Cambroncino (alquería de Caminomorisco), desde El Teso; en el centro, la Iglesia de Santa Catalina, erigida en pizarra de la zona

Del Portugal de los incendios a los valles rurales de la pizarra

Han transcurrido ya unas jornadas desde que partiéramos de París y nuestro trayecto por los valles rurales «fuera de mapa» (como el Pas y la Montaña Palentina) nos lleva a otra región que ha padecido el despoblamiento histórico y, en la actualidad, trata de rebelarse contra el fatalismo de decisiones estratégicas contraproducentes.

El Teso, barrio despoblado desde hace décadas en Cambroncino, alquería de Caminomorisco (Las Hurdes, Cáceres)

La parte más occidental del Sistema Central de la Península se adentra en Portugal hasta las cumbres de la Sierra de la Estrella, con sus picos de granito, cuarzo y rocas metamórficas que ascienden hasta los casi 2.000 metros. Cuando empezamos a descender, en un ambiente distendido —la mañana no es fría y se nota el efecto del descanso y el desayuno—, los eucaliptos dominan ya el paisaje montañoso, y contamos las laderas donde fuegos recientes han dejado huella.

Una hora después, en torno a las montañas de Lousã y Açor, hemos perdido ya la cuenta, aburridos del juego. La realidad minifundista y la apuesta fácil por el eucalipto como monocultivo que apenas requiere mantenimiento y, además, rinde beneficios a un plazo muy inferior que alternativas tradicionales como la ganadería extensiva o la explotación del corcho de los alcornocales, ha transformado este paisaje, ajeno al monocultivo actual hasta hace unas décadas.

Callejuela en Las Hurdes (Ribera Oveja, alquería de Casar de Palomero)

Las aldeas de los valles en torno a Lousã y Açor tratan de combatir los hados con una apuesta que atraiga a jóvenes pobladores, con orígenes en la región o en la ciudad, interesados en crear una economía rural más diversificada, que atraiga un turismo activo y de calidad.

Hablamos con Pedro Pedrosa y su mujer, que llegaron en 2005 a la zona a visitar a un amigo y sin intención de quedarse. Poco después, habían comprado unas ruinas en la pequeña alquería de la Ferraria de São João, y decidieron reconvertirla en su vivienda. Los edificios anejos servirían para albergar alojamientos rurales y un centro de bicicleta de montaña para explorar la ruta por las inmediaciones.

El Teso

Pizarra hurdana

Por entonces, varias aldeas de la zona adoptaron una nomenclatura distintiva que las proyectara: «aldeias do xisto», o aldeas del esquisto, debido al material pizarroso característico de la zona y usado en lindes, muros y tejados de corrales, casas de aperos y viviendas de la zona. Pedrosa también expresa la gran contradicción de los valles encantadores «fuera de mapa» de la península ibérica.

Vistas de Cambroncino desde El Teso

La maldición que obliga a abandonarlos para aprender a apreciar su belleza, a reconocer su potencial, a creer en la diversificación, en la repoblación, en el surgimiento de centros de interpretación y de productos de calidad con la marca de la zona.

Es una conversación que retomamos, tras la estancia en Ferraria de São João y unos días en Lisboa, a nuestro retorno a España. Entramos por una carretera secundaria de Cáceres que nos llevará a la Sierra de Gata y, poco después, a Las Hurdes, donde paramos para pasar unos días con familiares.

De aquí, de este lugar mencionado por Lope de Vega, José María Gabriel y Galán, Miguel de Unamuno y, en clave agitprop, por Luis Buñuel, son mis antepasados maternos.

Paseo por Abellanar

La leyenda negra en torno a Las Hurdes la sitúan como caso especial entre los valles «fuera de mapa», los que han debido sufrir la despoblación y la marginación para, después, reconocer su propio carácter, cuando ya parecía demasiado tarde para revertir la tendencia a la despoblación.

En el caso de las alquerías de esta tierra escarpada y pizarrosa que han superado los embates de la emigración —o incluso la leyenda negra—, la apicultura, el cultivo de aceite de oliva, la ganadería extensiva y actividades terciarias como el turismo rural, convierten a su estructura de minifundios en un modelo comparativamente mejor preparado que el poco diversificado, dependiente de monocultivos, latifundios y una actividad en torno a una economía centralizada y dominada por una o dos grandes industrias, como ocurrió en el pasado con la fábrica que obligó a la tala de los bosques milenarios del Pas.

Una ruralidad no reaccionaria

También allí, en Las Hurdes, me topo con el pesimismo de quienes no partieron para volver con una mirada renovada, o quienes (como José María Gabriel y Galán, Gregorio Marañón o Miguel de Unamuno) conocieron el lugar y lo admiraron sin ser de allí.

Abellanar, alquería de Pinofranqueado (Las Hurdes)

La cuestión recurrente de nuestro viaje no me hace cambiar un prudente optimismo por la Iberia ajena a las grandes rutas, la de los valles al margen de los mapas más trillados, donde la representación y el territorio se bañan del falso pintoresquismo del turismo de masas contemporáneo.

Recuerdo una de las recomendaciones literarias de Pedro Pedrosa, con quien había intercambiado algunos comentarios sobre las vacas sagradas del poniente peninsular (sobre todo, Pessoa/s y José Saramago). Se trata de José Luis Peixoto, a quien encuentro poco después, una noche antes de dormir, en el titular de una entrevista, donde afirma:

«Ahora, lo rural es lo revolucionario».

Amanecer otoñal en Las Hurdes