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Valorar nuestra atención: sobre conciencia, estrés e Internet

Francia se convierte en el primer país de envergadura que reconoce el derecho de sus ciudadanos a desconectar del correo electrónico del trabajo en su tiempo libre. Para muchos una minucia simbólica, la medida adquiere otro cariz si uno trabaja ante un ordenador.

La Internet ubicua aporta inmediatez, comodidad y la capacidad para consultar cualquier información bajo cualquier circunstancia, y en las ventajas del uso generalizado de móviles, tabletas y portátiles en el ocio y el trabajo reside también el germen del inconveniente: ¿cómo desconectar?

Autenticidad personal en la era de la interrupción

Siguiendo las anotaciones de los principales filósofos pre-existencialistas -el optimista Nietzsche, el pesimista Kierkegaard-, revelados en el siglo XIX contra las corrientes dominantes (idealismo alemán, positivismo anglosajón), los existencialistas del siglo XX indagaron en la relación entre nuestra naturaleza (personalidad, capacidades, instintos, etc.), nuestras expectativas (intenciones superficiales y “auténticas” -sean éstas incongruentes con las que mostramos, o con “mala fe”, o concuerden con ellas-) y la realidad circundante.

Por mucho que nos esforcemos, notaron filósofos como Martin Heidegger o Jean-Paul Sartre, no nos podemos abstraer de la realidad circundante, en la que participamos de diversas maneras: ya sea con una actitud pasiva y gregaria, con celo individualista y fidelidad a nuestras capacidades, etc.

El valor de nuestra atención

A medida que las sociedades modernas cercaban al individuo con normas, propuestas de conducta y mensajes en los medios, “desconectar” de la realidad impulsada por el entorno se convirtió, según una nueva generación de filósofos en parte discípulos de los ya mencionados (desde Michel Foucault y su concepto de “gubernamentalidad”, o control de la sociedad sobre el individuo; a Hannah Arendt y su convicción de que la libertad individual sólo sobrevive cuando los ciudadanos mantienen una responsabilidad sobre lo común), en una empresa cada vez más difícil.

Más recientemente, a medida que los medios de masas cedían terreno ante Internet y la información pasaba de la distribución física a mercancía digital con un coste que tiende a cero, hemos pasado sin darnos cuenta de compartir un puñado de contenidos y opiniones populares a curar (y a veces elaborar) nuestro propio contenido e intereses.

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: el concepto existencialista de "mala fe" expone que, en vez de ser auténticos con nosotros mismos, a menudo optamos por la inercia y por comportamientos que sustituyen como un sucedáneo nuestros anhelos reales
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: el concepto existencialista de “mala fe” expone que, en vez de ser auténticos con nosotros mismos, a menudo optamos por la inercia y por comportamientos que sustituyen como un sucedáneo nuestros anhelos reales

Pero la diversificación de fuentes y contenido no ha conducido siempre al enriquecimiento de la conversación pública, como se observa en la proliferación de mensajes sensacionalistas o falsos en redes sociales, creados sin más objetivo ni moralidad que lograr su cometido transaccional: nuestra atención, asociada entonces con publicidad contextual.

Cuando la información pretende explicar lo que ocurre a cada instante, es difícil abstraerse y observar qué ocurre en realidad, cuando el contexto incluye un eje conceptual, espacial y temporal más extenso. Al abrir el zoom y abandonar el efecto macro sobre “lo que acontece” (o sobre el “aquí tienes más de lo que te interesa”, o el “si te interesó X, no te pierdas X”), constatamos el nuevo esquema informativo y de entretenimiento, contrario a nuestras aspiraciones éticas y de cierta autonomía intelectual.

Dormitando ante una pantalla

Sin desconectar con periodicidad y por voluntad propia de los torrentes de información a los que nos hemos unido voluntariamente, perdemos capacidad crítica… y tiempo introspectivo para divagar, elucubrar, recargar energía para, luego, prestar la atención que se merece a un trabajo que requiere concentración, o a la lectura reflexiva.

¿Estamos supeditando oportunidades para cultivar nuestra conciencia plena (“mindfulness”) al ritmo de alertas de nuestro teléfono inteligente?

El fenómeno es observable en conciertos, conferencias, hogares, restaurantes, calles, transporte público, en el descanso del trabajo… incluso cuando, en plena naturaleza, se nos ocurre inmortalizar un momento o compartirlo remotamente con alguien: nunca ha sido tan fácil llenar un momento introspectivo con una acción en el móvil (la enésima consulta de una red social, por ejemplo).

Pero la dieta de la interrupción constante tendría un precio, al competir con momentos de divagación que, cuando carecen del reflejo urgente de agarrar el móvil, son una oportunidad para la introspección: divagar nos ayuda a trastear con ideas, conceptos, recuerdos, impresiones de lo circundante…

Nosotros y nuestra circunstancia

Escuchar el flujo de pensamientos que constituyen lo que la psicología llama conciencia plena es una manera de aceptarnos a nosotros y a nuestra realidad cotidiana (el “yo soy yo y mi circunstancia” de Ortega).

Al competir con nuestros momentos de introspección (los dediquemos a divagar, a escuchar música o a charlar con un amigo), la consulta compulsiva de información que no necesitamos en ese instante preciso nos priva de la tranquilidad indispensable a cualquier momento de relajación y trasteo mental.

No es casual que las mejores ideas y ocurrencias parezcan acercársenos durante instantes fortuitos: cuando, alejados de la presión que acompaña a cualquier tarea obligada, los conceptos se apelotonan en la conciencia como un torrente con el flujo ingenuo y juguetón que relacionamos con el ensueño… o lo que recordamos de la imaginación durante la infancia, cuando todo conserva la intensidad sensorial de la proximidad a la primera vez.

Interrupción constante vs. el arte de abstraernos

La ciencia cognitiva (estudio interdisciplinar de la mente) constata la estrecha relación entre momentos introspectivos de “conciencia plena” (cuando damos tregua a nuestra atención y “matamos el tiempo” divagando, jugando a la ligera con conceptos e impresiones sin la urgencia ni el pesar de las obligaciones), rendimiento intelectual y trastornos del comportamiento englobados en lo que conocemos como “estrés”.

Hay momentos suertudos en que la demanda de atención de nuestro entorno inmediato y nuestra ventana digital al mundo parecen retraerse y, sumergidos en nuestro quehacer, nos dedicamos a una actividad con tal facilidad y dedicación que perdemos la noción del tiempo, a la vez que la conciencia de nosotros mismos y las necesidades fisiológicas se aparcan mientras dura este estado de gracia.

"Yo soy yo y mi circunstancia". Retrato del filósofo fenomenólogo existencialista español José Ortega y Gasset
“Yo soy yo y mi circunstancia”. Retrato del filósofo fenomenólogo existencialista español José Ortega y Gasset

El psicólogo Mihály Csíkszentmihályi definió en 1975 este estado de concentración óptima en la tarea realizada como “experiencia de flujo”, debido a la correlación entre el desafío que tenemos entre manos y nuestro abandono momentáneo de obligaciones más mundanas: nuestra conciencia se centra en la acción que protagoniza el “flujo” y lo restante es, mientras dura, algo secundario: el fondo borroso de una imagen enfocada en el primer plano con un gran angular.

(Re)aprender a “perder el tiempo”

Reconectar atención e intención racional implica sacrificar la consulta compulsiva de información en las redes sociales. En terminología existencialista, ser “auténticos” con nosotros mismos (atendiendo a nuestras capacidades, personalidad, carácter, objetivos a medio y largo plazo), implica afrontar las presiones externas y conquistarlas: decidir cuándo mensajes y alertas merecen interrumpirnos.

Algunos notorios ingenieros de software y expertos en redes sociales alertan del propio diseño de estas herramientas, ya que -explican- su objetivo no es tanto ofrecernos información útil y fehaciente (además de entretenida), sino de mantenernos interesados y maximizar nuestra actividad en sus plataformas. Lo demás es secundario.

  • el profesor de ciencia computacional en Georgetown Cal Newport escribe sobre ello en The New York Times;
  • el desarrollador y ensayista Tristan Harris (cofundador de la organización Time Well Spent y antiguo trabajador de Google y Apture) especula en una entrevista radiofónica para NPR sobre mandato ético de los servicios digitales que hemos integrado en nuestras vidas, hasta ahora ignorado;
  • mientras el creador del lenguaje de programación Ruby y cofundador de Basecamp, David Heinemeier Hansson, comparte periódicamente (en los ensayos que escribe con Jason Fried, en la bitácora de Basecamp o a través de su cuenta de Twitter) opinión y consejos sobre la necesidad de evitar interrupciones innecesarias y desconectar de alertas digitales (tanto relacionadas con ocio como con trabajo), así como de la importancia de descansar, cultivar nuestra empatía con los que nos rodean, etc.

Recuperar nuestra autonomía: hacer mejor menos cosas

Tendamos al vitalismo optimista de Nietzsche y Ortega, o más bien al nihilismo de Schopenhauer, Kierkegaard o Camus, no hay mejor manera de recuperar nuestra soberanía individual que desactivando alertas digitales innecesarias, descansando bien, afrontando el presente con voluntad de “conciencia plena” y empatía hacia los otros… sin olvidarnos del tiempo introspectivo, que no debería equivaler a matar el tiempo ante la pantalla del móvil.

Los servicios y aplicaciones de productividad y cuantificación personal “premian” al usuario con alertas y felicitaciones por supuestos logros; y –explica David Heinemeier- es fácil confundir nuestra actividad en estos asistentes con avances reales en nuestras metas en trabajo y formación:

“Tener una elevada productividad no significa nada si las cosas que uno acaba no son realmente importantes. Es mucho mejor hacer unas cuantas tareas importantes, y hacerlas bien, que rematar una lista inabarcable de chorradas triviales.

“(…) A veces necesitas perder un poco el tiempo para poder usarlo mejor más tarde. Si estás constantemente ocupado, ocupado, ocupado, no tienes espacio mental para reflexionar adónde te lleva cada paso tomado en última instancia. Esprintar no es bueno si corremos en dirección a un muro de ladrillo.”

Cuando nos centrifugamos en un vaso de agua

La incapacidad para relajarnos no sólo tiene consecuencias sobre la tensión cotidiana que acumulamos: el nuevo ocio requiere atención cognitiva y participación constantes, reduciendo viejas -y necesarias- oportunidades de introspección.

Un estudio del departamento de medicina del comportamiento de la Ohio State University publicado en The Journal of Neuroscience, constata que el estrés prolongado daña la memoria.

El estudio, realizado en ratones, comprobó cambios significativos en el cerebro de individuos sometidos a presión continuada, incluyendo la inflamación del hipocampo (zona que procesa memoria y emociones), como respuesta del sistema inmunitario a un entorno percibido como estresante.

El cerebro cambia con el estrés

Los responsables del estudio han logrado relacionar por primera vez cambios en hipocampo y sistema inmunitario con estrés continuado. Los nuevos resultados secundan la hipótesis de que los pacientes con trastorno por estrés postraumático, experimentan cambios en hipocampo (memoria, emociones) y sistema inmunitario, y no un daño aleatorio.

John Sheridan, coautor del estudio:

“El estrés libera células inmunitarias de la médula ósea y éstas pueden viajar a áreas del cerebro asociadas con la activación neuronal en respuesta al estrés. [Las células inmunitarias] son llamadas al cerebro, al núcleo de la memoria.”

Es demasiado pronto para concluir la incidencia real de los nuevos hábitos cotidianos sobre niveles de estrés y trastornos del comportamiento en general; hay tendencias que, no obstante, inquietan a expertos en salud mental.

¿Síntomas de saturación cognitiva?

Edmund S. Higgins, profesor de psiquiatría y medicina familiar de la Universidad de Medicina de Carolina del Sur, dedica un artículo (Scientific American, enero de 2017) al deterioro de la salud mental experimentado en Estados Unidos en los últimos años, coincidiendo con la Gran Recesión y con los efectos de la era del acceso sobre nuestra atención.

Higgins recuerda algunas “verdades inconvenientes”: tratamientos sobre el comportamiento y medicamentos aparecidos en los últimos 20 años son, a lo sumo, ligeras mejoras de viejos avances. En paralelo con este estancamiento médico, el porcentaje de suicidios por 100.000 habitantes ha aumentado hasta la cota más alta en 3 décadas. El psiquiatra atesta un aumento de las dolencias mentales.

Lograr mejores tratamientos a trastornos del comportamiento originados por un cúmulo de circunstancias (trabajo, falta de descanso físico y mental, ansiedad económica, sedentarismo, dieta poco equilibrada, etc.) es tan complejo como diagnosticar el origen de un trastorno en un individuo concreto.

“El problema -constata Higgins- es que el cerebro es extremadamente complejo. El comportamiento, las emociones y la cognición son manifestaciones de redes celulares que se activan y desactivan en el momento adecuado. La capacidad para influir sobre células del cerebro específicas sin alterar las demás células sigue siendo un desafío enorme.”

Hábitos

En 2008, el propio Edmund S. Higgins había publicado un artículo en Scientific American (junio de 2008) sobre genética y dolencias mentales, constatando que comportamientos y experiencias vitales añaden “interruptores moleculares” a los genes que controlan nuestra actividad cerebral, que afectan nuestra susceptibilidad al estrés, las adicciones, la depresión o la ansiedad.

Los genes son, en definitiva, el patrón al que recurre nuestro organismo para recabar información sobre el tipo y cantidad de proteínas que mantienen sistema nervioso y cerebro en funcionamiento.

Nuestros hábitos, desde el ejercicio realizado al tiempo dedicado a actividades de “conciencia plena” y “experiencias de flujo”, determinan nuestro éxito para combatir la tensión y lograr que el estrés momentáneo no se eternice.

No malvendamos nuestra atención

Quizá haya llegado el momento de determinar qué constituye en nuestro día a día el tiempo dedicado al ocio y al cultivo propio, y si merece la pena dedicar buena parte de él a visitar redes sociales o trastear con la pantalla más a mano.

Cuando la información se convierte en mercancía, el auténtico valor se traslada a las experiencias. Decidir cómo empleamos nuestro tiempo de ocio es tan crucial para nuestro futuro como el tiempo dedicado al estudio o el trabajo. El primer paso es reconocerlo.

Kevin Kelly (cofundador de Wired y autor de The Inevitable) sentencia:

“Las únicas cosas que aumentan su valor mientras el resto tiende a cero son las experiencias humanas -las cuales no pueden ser copiadas.”

Repitiendo una y otra vez las mismas actividades en las redes sociales, quizá estemos facilitando la tarea homogeneizadora a los algoritmos que nos prefieren en tanto que individuos con gustos y comportamiento predecibles.