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Viaje al noroeste desde San Francisco (III): Seattle

Es difícil hablar mal de Seattle, pese a ser una ciudad compuesta por un pequeño downtown (centro de negocios, estilo Norteamérica) y un enorme suburbio residencial, poblado casi exclusivamente de casas unifamiliares. 

O lo que es lo mismo: la ciudad tiene algo de encanto, pese a ser un paradigma de la ciudad estadounidense por antonomasia, con una enorme extensión y una densidad de población por kilómetro cuadrado que hace imposible pensar en un modelo de transporte público que sea barato, eficiente y pueda cubrir a un número significativo de usuarios.

En Barcelona nos quejamos, con razón, del pésimo servicio de la red Cercanías de Renfe, cuyo estado no se debe únicamente a las obras que se realizan contrarreloj entre el Baix Llobregat y Barcelona Sants, para intentar cumplir con lo acordado y poder viajar en alta velocidad de Barcelona a Madrid.

Digamos que los problemas relacionados con el transporte público que tenemos en Barcelona se ven, desde Seattle, una exitosa ciudad que apostó por un desarrollo pensado en la época del petróleo barato (poca densidad de población y transporte privado era la receta), con otra perspectiva. Si me acuerdo de Madrid, con esa red de metro que parece que se vaya a plantar en Soria en cualquier momento, la comparación resulta, acaso, más negativa para Seattle.

Emerald City

Pero Seattle no es, ni mucho menos, una ciudad deprimente. Da gusto hablar por la gente por aquí. Los valores relacionados con la sostenibilidad, en su sentido más amplio, siempre han estado presentes por estos lugares.

Al fin y al cabo, hablamos de la ciudad más grande y rica del Pacific Northwest, un lugar, como trataba de explicar en la anterior entrada del blog, progresista e industrioso.

En las cafeterías, la gente trabaja con el portátil o estudia, en lugar de hablar. Algo imposible de ver en Barcelona, donde predominaría la conversación (que no está mal si lo que quieres es sólo tomar algo) y, según donde, la presencia grosera del turista de mochila.

De Seattle es la marca de ropa de deportes de invierno y aventura Recreational Equipment Inc. (REI), que funciona desde su creación, en 1938, como una cooperativa. Para entender la creación de REI y su mantenimiento como una de las firmas deportivas que los “seattlelites” llevan incluso al trabajo, hay que saber que primero existió la necesidad y, sólo más tarde, se creó el producto. No hay traje y corbata por aquí, como ocurre en Portland o Eugene.

REI no nació como marca que cubría unas necesidades que debían ser creadas, sino que se constituyó como cooperativa para ayudar a escaladores y amantes de los deportes al aire libre de la zona que necesitaban equipamiento de calidad a un precio razonable.

La historia de REI puede compararse a la de Patagonia, Inc., nacida en Ventura, California, aunque con unos valores muy similares (“muy de Costa Oeste”, como diría un norteamericano).

Ser de Seattle

Al habitante de Seattle le gusta hablar del clima que se respira en la ciudad, y el forastero puede percibirlo fácilmente. Decir “soy de Seattle” o “vivo en Seattle” es algo así como serlo de Portland, San Francisco, Nueva York, Austin (una ciudad que mucha gente se pregunta qué hace en Texas): no da vergüenza y se dice con voz segura.

Las razones parecen obvias, más allá del carácter progresista que se respira en toda la zona, similar al de Portland y quizá algo más moderado que la militancia “europea” de Eugene, Oregón.

Por qué ser de Seattle es algo “positivo” y no da vergüenza “ser” de aquí:

  • El dinero ha llegado un porcentaje muy elevado de habitantes. Cuatro empresas de tamaño planetario (Microsoft, Boeing, Starbucks, Amazon) no sólo acaparan la mayor cuota de mercado en sus industrias, sino que han alimentado desde hace años su economía. Como curiosité: una especie de tolerada impertinencia entre los numerosos vecinos de Seattle que trabajan en Microsoft es preguntar, una vez se ha saludado convenientemente: “¿Cuándo empezaste en Microsoft?” Si la respuesta es, por ejemplo, quince años, el interlocutor puede hacer una rápida regla de tres y saber si su contertulio tiene acciones de la empresa, cuántas y por cuánto valor. Es decir, se puede coincidir tranquilamente con un millonario en una barbacoa (probablemente trabajador veterano de Microsoft), que vestirá camiseta, pantalones cortos y aspecto de no haber levantado nunca la voz. Seattle cuenta, además, con varias medianas empresas de alta tecnología también punteras en sus respectivos mercados. El condado de King , donde se sitúa la ciudad, está entre los 50 más ricos de Estados Unidos en renta per cápita. Eso sí, no hay ostentación por ningún lado.
  • El clima, benigno, aunque muy lluvioso, parece haber impulsado a los habitantes de la ciudad a crear magníficos centros de reunión informales, en forma de espaciosos coffee shop con buen café e Internet inalámbrica de alta velocidad gratis. Lo comento con conocimiento de causa. Pese a poder trabajar en la casa donde nos alojamos (faircompanies está haciendo un magnífico “housesitting” -cuidando la casa, vamos- a unos amables seattlelites con conexión a Internet, claro), bajo cada día a una de las cafeterías de Zoka, una marca local a la que parece no importar que los clientes paguemos un par de cafés al día a cambio de plantar nuestro portátil sobre la mesa durante un día entero. Esta es la localización desde la que trabajo.
  • La Universidad de Washington contribuye a crear el clima de tolerancia y formación continua que ha llevado a Seattle a ser la ciudad con el nivel educativo más uniforme y elevado de Estados Unidos, según la Oficina del Censo de Estados Unidos. Como quedó claro en la cumbre de la OIT en 1999, que provocó los primeros disturbios “anti-globalización ” con una cobertura mediática mundial, el nivel de vida o el fácil acceso a la educación no han acomodado a los ciudadanos de la “Emerald City” (nombre de pila oficial).
  • La música y otras artes siempre han estado presentes en la ciudad, sobre todo desde la época de la contracultura. Desde entonces, Seattle siempre ha generado estrellas y todo un movimiento musical: el grunge.

Es famosa -legendaria, si se quiere- la aversión que los seattlelitas profesan a los forasteros que quieren instalarse en la ciudad, sobre todo si éstos vienen de Estados donde “se conduce mal y rápido”, se habla “alto y de un modo rudo” o se es, simplemente, “de California”.

Al parecer, el espectacular crecimiento de Microsoft, en los noventa, atrajo a miles de californianos atraídos por la empresa de Redmond -a las afueras de Seattle -.

El estereotipo dice por aquí que los californianos vinieron conduciendo rápido y comprándolo todo. Esto me lo ha explicado un californiano que trabaja en Microsoft desde hace muchos años.

Ciudad sin gordos

Otras características igualmente agradables de Seattle para el forastero con tiempo para perderse unos días por la ciudad y sus suburbios: parece no haber gordos por aquí, al menos en el distrito donde estamos instalados, por donde me he movido insistentemente.

La única persona con problemas de peso que veo, aunque sólo cuando ojeo el diario local, The Seattle Times, es el propio alcalde, Greg Nickels, un hombre fuertote muy respetado en la ciudad y en el resto de Estados Unidos por sus políticas progresistas y su visión socialdemócrata de Estados Unidos.

Nickels no es un obeso mórbido, sino más bien un hombre hermosote con cara de buena gente, que toma decisiones entendidas por la población de su ciudad (y menos entendidas en zonas más conservadoras):

  • En noviembre de 2004, Nickels firmó una orden ejecutiva que ofrece amparo a quienes trabajan en la ciudad para casarse con todos los derechos, independientemente de la orientación sexual.
  • Es, junto a Thomas Menino (alcalde de Boston) y Michael Bloomberg (alcalde de Nueva York), el impulsor de la Coalición de Alcaldes Contra las Armas Ilegales, que pretende reducir el número de armas de fuego en las calles. A él le gustaría eliminarlas, pero se debe empezar por algo en un país que tiene el llevar armas como algo reconocido en la constitución moderna más antigua y respetada del mundo, junto a la salida de la Revolución Francesa.
  • Más notablemente, Nickels ha sido uno de los políticos más activos contra el calentamiento global en Estados Unidos. Además de aprobar leyes para aumentar la calidad del aire y proteger la salud pública, es también impulsor del Acuerdo de Alcaldes de EEUU para la Protección del Clima, un acuerdo entre 400 ciudades de Estados Unidos (principal país industrializado que no ha firmado el Protocolo de Kioto) que se comprometen a reducir las emisiones de efecto invernadero.

Nickels se ha tomado en serio el cambio climático. El Plan de Acción de Seattle contra el Cambio Climático ofrece a los habitantes de la ciudad algunos consejos sobre lo que se puede hacer, a título individual, para reducir las emisiones de gases contaminantes (“What you can do“). Nickels exhorta a los seattlelitas a:

  • Conducir menos (viajes combinados, deshacerse del uso del coche).
  • Conducir de un modo más eficiente (límite de velocidad, eliminar acelerones, etc.).
  • Mantener el coche siempre a punto (para que contamine menos).
  • Elegir un vehículo más eficiente (se emplea la palabra “vehículo”, aunque la única opción por aquí es el coche, ya que llueve demasiado para poder emplear una pequeña moto todo el año, como se hace en Barcelona, por ejemplo).

Esta página de recurso, que no está del todo mal, puede parecer un tanto cómica para quien visita la ciudad desde Europa, ya que lo que realmente parece hacer falta en Seattle es un transporte colectivo que sea usado por el mayor número posible de personas.

Ir a comprar media docena de huevos en un coche no parece la mejor solución cotidiana contra el cambio climático, pese a que luego esta misma persona se declare concienciada y dispuesta a luchar contra el problema (comprando, por ejemplo, de un modo local, votando la opción política que abogue por las políticas que favorezcan más una acción contundente que intente aplacar el problema).

El hogar medio y la casa de Kurt Cobain

La mayoría de estas casas tienen una estructura de madera con una antigüedad que varía entre el siglo y las dos o tres décadas de existencia.

La eficiencia energética de la ciudad no debe ser de las más elevadas siquiera en Estados Unidos, ya que prácticamente ninguna casa podría considerarse bien aislada, para aprovechar el calor o el frío de un modo más eficiente.

Es dicícil encontrar ridículas MacMansions por aquí. Las zonas más exclusivas de la ciudad, a diferencia de las de otros lugares, no albergan mansiones construidas para que la gente las admire o deplore desde lejos, sino que se esconden entre los cedros de los numerosos bosques de la zona metropolitana y el Lago Washington. La mansión del propio Bill Gates no es el único ejemplo.

Los habitantes de Seattle, a diferencia de los de Monte Carlo, no parecen morirse de ganas de ver cómo viven sus prohombres de ayer y hoy, entre los que se cuentan Kurt Cobain, los miembros de otras influyentes bandas (como los integrantes de Pearl Jam, hijos adoptivos de la ciudad); Chris Cornell, de Soundgarden; Jimy Hendrix (siguió la premisa de la estrella de rock de muerte prematura); Bill Gates; Bill Allen (el otro fundador de Microsoft); Jeff Bezos (fundador de la tienda Amazon, también hijo adoptivo); o Bill Boeing (fundador de Boeing, también fallecido). Y no hay que olvidar a Bruce Lee, que se instaló en la ciudad, y a su hijo Brandon Lee.

A nadie le importa un bledo la vida privada de nadie, o al menos nadie mira qué hay detrás de cada puerta abierta de la ciudad. En los meses de verano, hay puertas que no se cierran ni de noche (como los pueblos peninsulares de antaño, cuando las puertas tenían dos batientes y el de arriba nunca acabada de cerrarse del todo hasta que no llegaba el frío).

La casa en la que Kurt Cobain (que se consideraba hijo de la ciudad de Aberdeen, también en Washington, y se trasladó definitivamente a Seattle ya como miembro del fenómeno musical de alcance mundial Nirvana) se quitó la vida en 1994, no es muy distinta a la de cualquier otro vecino de la ciudad medianamente acomodado.

El transporte público

Existen líneas de autobuses que comunican los distintos barrios residenciales con los principales centros comerciales y con el centro de la ciudad, aunque ni la frecuencia ni el número de paradas son, por decirlo de algún modo, uno de los éxitos rotundos de la ciudad, que los hay.

Las paradas, asimismo, son invisibles para el visitante foráneo, ya que su mobiliario suele ser un pequeño poste con información sobre las líneas que paran y la frecuencia de los convoyes. Pese a ser una ciudad conocida por la ingente lluvia que cae durante todo el año, la ciudad no parece haber pensado en cubrir las paradas de autobús contra las inclemencias del tiempo.

También existen dos pequeñas líneas de tren de cercanías que conectan dos de los barrios residenciales de Seattle con el downtown, así como un caro y futurista tren monoraíl que la ciudad erigió en nombre del progreso como símbolo de la feria mundial celebrada en la ciudad en 1962, del que los habitantes de la urbe se han mofado prácticamente desde ese mismo año, al no ofrecer un servicio de transporte serio entre estaciones, sino un simple paseo turístico de unos cientos de metros (apenas supera la milla de recorrido y se va más rápido en una bici con un buen cambio).

Dada la escasa densidad de población de Seattle, cuesta acostumbrarse a las distancias en una ciudad que no es más que un inmenso centro residencial con apacibles casas unifamiliares de tamaño medio y pequeño jardín.

Para ir a trabajar, comprar, estudiar, tomar un buen café en una de las numerosísimas y excelentes cafeterías, independientes o no (aquí nació Starbucks y otras dos cadenas de cafererías que compiten por la supremacía local), hay que coger el coche.

La otra opción consiste en ser flexible con el tiempo (si se quiere elegir la opción del transporte público) o en tener todavía más tiempo para disfrutar las aceras de los suburbios y caminar de un sitio a otro.

Un jardín informal en cada casa

Esta última opción es la que yo he elegido. Seattle no tiene desperdicio en junio y julio. Sus habitantes, conocidos en Estados Unidos por su elevado nivel educativo y económico, así como por su orientación política progresista (en EEUU emplean la palabra “liberal” para referirse al progresismo) parecen haberle tomado la mano a la jardinería. Cada casa, literalmente, planta flores, arbustos y árboles, preferiblemente silvestres y con una estética deliberadamente informal.

La flor de lavanda, los arándanos, las margaritas y, como árboles, los cedros, los ciruelos y cerezos, parecen llevarse la palma.

El resultado, sea una ciudad más o menos extensa o sostenible, es de agradecer. Ser de Seattle, pese al espectacular espacio que ocupa la ciudad, no es lo mismo que ser de Texas, al fin y al cabo. Aquí cada familia (en los suburbios, domina la familia blanca de mediana edad, profesional liberal, con hijos y un Volvo familiar aparcados a la puerta, en uno u otro sentido de la marcha; la composición de la población es en un 67,1% blanca, un 16,6% asiática y un 9,7% afroamericana, fundamentalmente) recicla, como cualquier “seattlelite ” explicará a quien quiera venir a vivir una temporada.

Asimismo, todo el mundo parece practicar algún tipo de deporte que permita disfrutar del aire libre, ya sea a diario o durante el fin de semana. Las mismas calles de la ciudad, que se suceden en una geométrica cuadrícula, podrían ser catalogadas como “parque urbano”.

En un radio de 100 millas, Seattle permite a sus habitantes esquiar en cualquier modalidad, navegar (por el lago Washington o el Océano Pacífico), realizar senderismo, acampar en las Olympic Mountains -que separan la ciudad del mar- o en las Cascade Mountains -hacia el interior- o, simplemente, perderse por algún barrio, chafardeando entre los jardines de cada grupo de casas.

Un espacioso estilo de vida

Otra vez, la extensión de la ciudad es su punto fuerte y, a la vez, principal debilidad. Muchos vecinos no cierran sus casas con llave, incluso cuando se ausentan de ella durante un rato o cuando se van a dormir.

Si a alguien se le caen las llaves de casa o el coche junto a la puerta, la persona que las encuentre en el suelo las depositará sobre el muro o el escalón más cercano. El resto de personas que pasen por allí no darán más importancia al asunto. Es algo que he podido comprobar.

También me han explicado que, efectivamente, es así. Viviendo en Barcelona, es lo que más sorprende; no creo que lo estemos haciendo tan bien en nuestra ciudad, y tendrá que haber algún tipo de cataclismo para que los barceloseses vuelvan a confiar los unos en los otros.

Supongo que la sensación de seguridad de una ciudad puede refrendarse con datos; no es que Barcelona sea una ciudad insegura, pero doy fe de que a uno le pueden sisar la cartera en un santiamén, como también he visto.

Seattle es, con los números en la mano, una ciudad que va a necesitar poco menos que un milagro para reducir dramáticamente su huella de carbono, dada su extensión. Su movilidad depende tanto del transporte privado que la industria del automóvil tendría que cambiar todos sus modelos para que la emisión de CO2 pudiera bajar dramáticamente por aquí.

Epicentro cultural

Responsabilidad y respeto, al hablar sobre Seattle. Como adolescente de extrarradio de una gran ciudad en los noventa, me tocó la música que de allí llegaba, antes de que los teléfonos móviles e Internet hicieran más difícil interpretar la cultura pop, para delicia de los que, por diletantes, gustamos de descubrir cosas nuevas a cada instante.

Ahora, algo más crecido y viendo las cosas desde aquí, me acuerdo de esos días y de lo que leía sobre este sitio. Todo estaba un poco relacionado con la música y menos con la gente de Seattle.

Es una ciudad que, a simple vista, puede parecer un suburbio más. Aunque, de pronto, te puedes topar en una fiesta con un desarrollador de Amazon y una chica simpática que resulta es una de las “blogueras ” más importantes de Estados Unidos; o con gente que ha hecho una parte del código de una aplicación de software que emplean cientos de millones de personas.

El legado de Seattle

Nadie parece darle importancia a lo que hace por aquí, y la gente no suele mostrar su triunfo paseando coches caros, etcétera. Pero, de pronto, un día sale un zurdo tocando la guitarra como un ángel de ébano, y nace Jimy Hendrix. Pasa el tiempo, y un chaval enclenque con problemas de estómago y voz de cazalla escribe una canción para adolescentes llamada Smells Like Teen Spirit.

Otro día, un tal Bill Gates sale por la tele de todo el mundo con un producto que nadie sabe lo que conseguirá hacer, pero que todo el mundo recordará con el tiempo: Windows 95. Poco más tarde, un tal Jeff Bezos crea una tienda para vender libros por Internet; nadie le toma muy en serio, hasta que Amazon se convierte en la tienda más grande de la Red. El 7 del 8 de 2007 (7-8-7), Boeing lanzaba el avión que ha recibido más pedidos de la historia, el 787 Dreamliner.

Todo esto ha salido por aquí. El alcalde de la ciudad, la Fundación Bill y Melinda Gates y las decenas de asociaciones que la ciudad alberga parecen estar maquinando cómo luchar contra el cambio climático o cómo acabar de una vez por todas con el sida, la tuberculosis y la malaria en África.

Esperemos que siga el éxito y que Bill Gates y Warren Buffet no cambien de opinión. Invertir el dinero en solucionar problemas en África puede ser un legado interesante.