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Viaje desde California a Barcelona con un codo roto

Esta entrada de la bitácora en que te encuentras cuenta con un tono algo más personal: aprovecho un negativo suceso vivido en primera persona (me rompí el codo al norte de San Francisco, California, a miles de kilómetros de Barcelona, mi ciudad natal) para reflexionar sobre las diferencias entre el modelo estadounidense y el europeo. 

También hay una mención personal sobre las raíces y posibles soluciones de un conflicto que supura más que mi herida en el codo: la guerra asimétrica y no declarada entre Israel y Palestina.

Breve nota sobre el gregarismo

Sin voluntad de poner la testosterona por delante ni fanfarronear más de la cuenta, quiero explicar que siempre he intentado huir del gregarismo, con lo dificultoso de semejante empresa en un rincón más o menos apacible, más o menos cosmopolita, más o menos alegre de la Europa continental.

Cuesta no ser gregario, acaso una miaja, donde se entrecruzan desde hace milenios historias y tradiciones en un lugar con tanto trasiego como el Mediterráneo.

Milonga del moro judío

Uno no puede evitar identificarse con una u otra versión colectiva. No es que tenga especial devoción por Jorge Drexler, pero suena bien su “yo soy un moro judío / que vive entre los cristianos / no sé qué pueblo es el mío / ni cuáles son mis hermanos”. (Cito de memoria, por gandulería). Respeto mucho todo su trabajo Eco, sobre todo esta Milonga del moro judío.

¿Conocen estas letras de Jorge Drexler las familias de Gaza que lloran a sus generaciones de muertos, o conocen sus letras quienes deciden contestar al miedo legítimo de los israelíes que sufren el lanzamiento de cohetes con una invasión que mata a niños refugiados en colegios subvencionados por la ONU?

Difícil no ser gregario en el Mediterráneo. Imposible evocar en Oriente Próximo el mismo tronco –Abraham lo explicaría, si fuera enseñado como es debido, sin el dogmatismo de las religiones mal interpretadas por sus dirigentes en la Tierra- de cristianos, judíos y musulmanes.

Una caída a 10.000 kilómetros de casa

Tuve que esperar al pasado 2 de enero, montar en bicicleta y caerme del modo más absurdo -tratando de saltar un bordillo de un palmo de altura, en una ancha, aburrida, apacible y perfectamente pavimentada calle de Cloverdale, California (dos horas y media al norte de San Francisco)-, para encontrarme con una hermosa evocación de la fuerza positiva del Mediterráneo, que también la hay. Muy lejos de casa.

La absurda y totalmente fortuita caída, presenciada por mi hija, que no ha cumplido todavía dos años pero que descubrió el dolor de alma producido por la empatía y el sentido común que conduce al ser humano a sufrir por los males de los seres cercanos (otra vez nuestro gregarismo, siempre patente, como una áspera costra), me condujo a una historia sobre la antigua Al-Ándalus, de la que tanto renegamos los habitantes de Iberia.

Me rompí el codo. Caída tonta y codo roto, en la otra punta del mundo. Romperse el codo resulta doloroso. Es un dolor seco, que marea pero no desmaya. Suficiente para retorcerse durante un instante intenso, cuando uno pierde habla y sentido de la reflexión. Algo de aturdimiento, aunque se es consciente de que el dolor va disminuyendo tras el impacto.

Al saltar el bordillo de forma paralela a la calzada y con algo de velocidad, el tren delantero de la bicicleta giró en seco. No pasé de ahí. Al quedarse totalmente clavada, la bicicleta, seguida por mi cuerpo, describió el movimiento de un invisible compás, a cámara rápida.

No me dio tiempo siquiera a pensar cómo caer y todo el peso del movimiento a cámara rápida se concentró en el codo. Es el primer hueso que me rompo, y tuvo que ser la tarde de un viernes navideño, a unos 9.850 kilómetros de nuestro piso del Barri Gòtic de Barcelona.

En busca de ayuda médica… Un viernes por la tarde

Intentar acudir a un médico la tarde de un viernes navideño en un lugar que se encuentra a 3 horas de un gran centro urbano (en este caso, San Francisco era la ciudad más próxima), es como poco problemático.

La hinchazón subió rápidamente, aunque el dolor disminuyó hasta convertirse en molestia totalmente soportable sin medicación una media hora después de la caída, cuando mi familia política me aconsejó acertadamente acerca de qué hacer para que no aumentaran ni el dolor ni la hinchazón: mantener el brazo elevado, a ser posible por encima del corazón, para evitar dentro de lo posible la concentración sanguínea en la zona del trauma; aplicar hielo cada hora, durante unos quince minutos; usar, en lugar de bolsas de hielo convencionales, una bolsa con arándanos -sirven los guisantes donde no tenemos arándanos en el congelador, un ingrediente corriente para postres y desayunos caseros en Estados Unidos-, ya que el interior granulado de la bolsa se adapta perfectamente a la articulación que uno se haya dañado. Había aprendido cosas que jamás me había planteado, sólo dos horas después de la caída.

No había ni una sola clínica abierta en toda la zona, pero el dolor había disminuido tan rápidamente que pensamos que se trataba de una fuerte contusión y nada más. No recordaba haber notado una rotura; todo había pasado tan rápido que recapacité sobre la caída tras disiparse los efectos del aturdimiento, varios segundos después del talegazo.

Mirándolo con cierta perspectiva, y todavía con una escayola en el brazo derecho, ahora puedo encontrar una versión algo menos trillada de uno de mis viajes a California, gracias a una caída nada plástica en un anónimo suburbio residencial del condado de Sonoma, más conocido por sus excelentes vinos que por los accidentes de bicicleta.

El lado más positivo del gregarismo me salvó de, como mínimo, de un quebradero de cabeza económico: pese a no haber ninguna clínica abierta aquel viernes por la tarde, ni un gran hospital con un servicio de urgencias cercano, podía acudir al día siguiente a cualquier lugar.

Mercado libre para la sanidad

Mi ligazón con Estados Unidos -queda patente en varias entradas de este blog-, se incrementa a diario y tanto mi mujer como mi hija tienen pasaporte estadounidense.

Vivimos en Barcelona y yo sólo tengo pasaporte español -mi hija tiene la doble nacionalidad-, aunque las cosas habrían cambiado muy poco para mi codo con un pasaporte de Estados Unidos.

Como todos sabemos y Barack Obama quiere empezar a cambiar desde el 20 de este mes, no existe una cobertura sanitaria universal en Estados Unidos y su sistema sanitario se basa en un modelo privatizado y liberalizado.

Estados Unidos gasta más por persona en sanidad que cualquier otro país rico y, sin embargo, cuenta con el sistema más deficiente. Lo ha repetido el propio presidente de Estados Unidos durante la pasada campaña electoral, de modo que no abriré los ojos a nadie a estas alturas, ni pretendo resarcirme moralmente, o escandalizar o buscar la polémica.

Simplemente, aquel viernes por la tarde, fui consciente del desamparo que uno siente cuando uno no cuenta con un sistema sanitario como el catalán o el de cualquier otro lugar de España, de los que tanto nos quejamos cuando estamos en casa.

Tener que poner precio a los cuidados de una caída era algo sobre lo que reflexioné durante unos minutos. Hasta acordarme de que el gregarismo, del que tanto reniego cuando me pretende etiquetar, o se inmiscuye en mi cotidianeidad, podría ayudarme en aquel momento.

Y me tuvo que salvar… Un colegio profesional

Estudié Periodismo en la Autónoma de Barcelona e, impelido por no sé que fuerza oscura, dos años después me hice miembro del Col·legi de Periodistes de Catalunya (Colegio de Periodistas de Cataluña). Lo más parecido -y gregario- que un profesional encuentra a un sindicato es, efectivamente, un colegio profesional.

Gracias a esta anodina pertenencia al “colectivo” de los periodistas barceloneses y catalanes, había recibido hacía unos años una tarjeta en la que aparecía, “por ser miembro del CPC”, como portador de un seguro de asistencia en viaje.

Antes de que esto empiece a sonar a publirreportaje “de campo”, decir que, tras una llamada internacional, supe que “mi seguro” cubría cualquier percance que tuviera en Estados Unidos, hasta un máximo de 12.000 dólares.

Más efectos positivos derivados de mi gregarismo, en este caso profesional: tras facilitarles la dirección en que me encontraba, me comunicaron que ellos se ocupaban de buscarme una clínica cercana para el sábado por la mañana y no tendría que abonar dinero alguno.

No está mal, para tratarse de un seguro por el que uno no ha pagado dinero de un modo directo -más allá de la pertenencia al colegio profesional y a pagar las cuotas de éste-.

Pese al ligero -aunque persistente- dolor en el codo, dormí muy bien la madrugada del sábado. Todo parecía “haberse arreglado”, pese a imaginar el tostón que me esperaba: desplazarme en coche a la clínica más cercana, esperar a ser atendido, etcétera.

Tras ser escrupulosamente informados por el seguro, que ofreció en todo momento un trato exquisito (créanme: no cobro nada por explicar esto), Kirsten y yo acudimos el sábado a primera hora de la mañana a la pequeña, aunque limpia y bien equipada, clínica de la pequeña y pintoresca localidad de Healdsburg, cuyo pequeño casco urbano cuenta con alguna que otra interesante tienda y restaurante.

Me atendieron, literalmente, 5 minutos después de haber acudido. Parecía un golpe, comentó el enfermero que me atendió. De todos modos, era necesario hacer tres radiografías del codo lastimado.

Veinte minutos después, el mismo enfermero acudía a la pequeña sala donde esperaba; Kirsten había salido un momento. Con un marcado acento estadounidense, empezó la frase con una entonación no esperada. “Tengo malas noticias para ti”. Me explicó que el codo estaba roto y era necesario practicar cirugía cuanto antes mejor, aunque podía esperarse hasta una semana, si yo no tenía otra alternativa.

Yo siempre hubiera imaginado un tono relacionado con una rotura de codo como algo mucho menos grave y solemne. Algo ciertamente fastidioso. Un modo patoso de empezar el año, si se quiere. Pero el tono usado por aquel enfermero podría haber servido igual si sus palabras hubieran sido: “lo siento, señor Boullosa, pero le vamos a tener que amputar el brazo en un máximo de 7 días”.

Me dejó mosca. ¿Tan grave era? Para él sí, a juzgar por su siguiente frase: “¿Quieres que vaya a avisar a tu mujer para que se lo expliques? Yo no le diré nada, te lo prometo”.

Qué lástima no haber apuntado el nombre de aquel enfermero. 1,80 metros, constitución delgada, pelo negro recogido en una coleta, bigote algo más poblado que Aznar, gafas con montura metálica tan sobrias como poco marcadas en su cara, camisa con motivos hawaianos remetida en unos pantalones tejanos; zapatillas deportivas cómodas y tan poco sobrias para el gusto europeo como habituales entre los pragmáticos californianos, más acostumbrados a pensar en la comodidad de su ropa que en la estética.

Lo mejor estaba por llegar.

Entonces, “¿operamos?”.

El precio de una fractura de olécranon derecho: 20.000 dólares

Era necesaria una fácil intervención de cirugía, que podía realizarse mediante dos técnicas. La primera, consistente usar un tornillo para unir el hueso roto, era más polémica y cada vez menos empleada que un segundo método, parecido a un nudo marinero o a atarse los cordones de un zapato: se empleaba un hilo especial para unir el hueso por el lugar de la rotura tirando por ambos extremos de éste. En California se decantaban por el uso de esta técnica.

Yo recordaba nítidamente la conversación con una operadora del seguro en Barcelona: tenía cobertura en todo el mundo -también en Estados Unidos- hasta 12.000 dólares. La clínica parecía moderna, profesional, eficiente. ¿Por qué no iba a operarme allí?

Una hora de cirugía -pensaba- con un poco de anestesia local, un día tras la operación en una cama de la clínica para asegurarnos de la perfecta evolución de la intervención y, aquél mismo lunes, a seguir disfrutando de las vacaciones hasta el 10 de enero, cuando teníamos el vuelo de vuelta a Barcelona desde el aeropuerto de San Francisco.

“Sí”. “Operemos” (en inglés). Esta fue mi respuesta, reconfortado por la existencia del seguro con asistencia en viaje del CPC.

Poco después, apareció una bajita asistenta que se dirigió a nosotros con un tono responsable. La novedad de tener a un joven español con un codo roto en la clínica me había elevado a la categoría de paciente peculiar, rara avis.

Su intervención evitó el desastre, ya que, tras el intercambio de frases con poca sustancia de rigor, fue al grano: “una intervención de ese tipo vale mucho más de 12.000 dólares”.

Los californianos no tienen el mismo sentido del humor -negro, cruel, implacable, divertidísimo en ocasiones- de otros anglosajones, como los ingleses. Aquella chica, probablemente de origen mexicano, nos estaba hablando en serio.

“Pero si es un codo roto. Nos acaban de decir que es una intervención normalita, rápida y sin riesgo”.

“Lo sé. Pero los costes totales de la hospitalización, intervención, anestesias, tratamientos pre y post-operatorios, cama, refrigerios y comidas podrían ascender a los 20.000 dólares”.

Quedaba claro que no podía operarme en aquella clínica, pese a la cobertura médica. También quedaban claros -meridianamente claros- los costes médicos en Estados Unidos.

Dudé por un instante, algo frustrado. Pero me bastaron 20 segundos para decidir que, aunque la mutua recomendara operarme en California -y pagara todos los gastos-, volaría a Barcelona cuanto antes para ser operado aquí, sin siquiera plantearme los gastos de la intervención.

Avión, taxi, hospitalización y cirugía sin ver una factura

Media hora más tarde, sabía que la asistencia en viaje -bendito gregarismo, pensé en aquel momento- me pagaba el vuelo de vuelta a Barcelona. Me llamaron a casa aquel mismo sábado para confirmar que salía desde San Francisco el lunes 5 a primera hora de la tarde. También ponían un taxi a mi disposición en El Prat que me llevara al hospital.

No era una operación a corazón abierto. Me sentí incluso culpable, por la suertuda situación, siempre dentro del contexto del entuerto.

Pero la rotura de codo me llevó a la clínica de Healdsburg no sólo para reflexionar sobre el porqué de las camisas hawaianas entre la población blanca californiana de mediana edad.

Ni tan sólo para abrirme más los ojos sobre los gastos médicos con que corren no sólo los extranjeros, sino los propios estadounidenses en su país. Si tuviera que poner precio a una operación de codo, nunca lo situaría en 20.000 dólares. Poco menos que el salario anual de los estadounidenses más humildes.

Además de la escayola, la reflexión de la camisa hawaiana y el precio de una rotura de codo en aquella clínica, me llevé una exquisita conversación con el traumatólogo al que mi posible intervención sacó de un partido de tenis (Nota al pie: los traumatólogos y cirujanos son los médicos mejor pagados de Estados Unidos, según Kirsten y el resto de mi familia política).

Conversaciones con un “baby boomer”

Todo un “baby boomer“, quizá sobrepasando los 65 años. Tímido en la mirada, exquisito en el trato, curioso y con las hormonas incisivas tras su partido de tenis. Kirsten y yo despachamos con él una interesante conversación.

Tras consolarnos por la mala suerte, explicarnos que se sorprendía por el precio de la intervención y recomendarnos que me operara en Barcelona -el seguimiento se realizaría por el mismo doctor, además de otras ventajas-, la conversación derivó en aprovechar la presencia de un joven español por aquellos lares.

Alabanzas a Barack Obama (por parte de un blanco, privilegiado y prestigioso médico traumatólogo de provincias estadounidense, alguien que podría declararse republicano, de proseguir con un cierto estereotipo) y palabras sobre España.

Averroes y la Alianza de Civilizaciones

Tras explicar un cierto conocimiento geográfico sobre España, se despachó con una perla inesperada, que despertó en mi córtex la latente canción de Jorge Drexler sobre lo dogmático de la identidad y los peligros del gregarismo (no cité a Drexler cuando él acabó; quería disfrutar de lo que aquel presuntamente hedonista médico de California había soltado):

– “¿Sabes? Hace unos siglos, en la Península Ibérica se dio un ejemplo al mundo de cómo deben convivir las gentes, de cómo las civilizaciones se enriquecen cuando se tocan.”

“Durante la dominación musulmana del sur de España, el Califato de Córdoba, por ejemplo, creó una sociedad envidiable. Córdoba era la ciudad más importante de Europa y quizá la más avanzada, con gente como el filósofo Averroes [lo pronunció diferente, aunque le entendí al instante]. Los árabes dejaban a cristianos, judíos y musulmanes no sólo practicar su religión, sino a hacerlo libremente y sin distinción ni favoritismos.”

Me pregunté por un instante si ese profundo conocimiento partía de sus orígenes. Hablando en plata: pensé que quizá hubiera tenido algún antepasado sefardí, aunque no preguntaré y me quedaré con la duda.

Kirsten es testigo de esta conversación, Me tengo que ir al otro extremo del mundo para que, por fin, una persona sensata me hable sin gregarismo ni dogmanismo sobre las gentes que vivieron hace siglos cerca de donde yo he nacido.

El resto del periplo de la rotura del codo es menos interesante, pero satisfactorio para mí: me operé en Barcelona dos días después de llegar, pese a lo complicado de las fechas. Cuando pregunté al doctor sobre el precio aproximado de la operación -“por curiosidad”, le espeté-, me miró con pose de incredulidad y no contestó.

Quizá, mientras sonreía, pensó si me afectaban más de la cuenta los tranquilizantes pos-operatorios que todavía me estaban aplicando por vía intravenosa, horas después de la rápida intervención.

Al salir del hospital, evoqué sin querer la conversación sobre Averroes y Córdoba al llegar a plaza Cataluña y encontrarme con una gran manifestación de condena por la invasión israelí de Gaza.

Como miembro de una generación audiovisual y conectada a Internet que soy, evoqué de un modo deshilachado y poco literario las distintas caras del gregarismo y la identidad, Abraham, Averroes, Córdoba, el traumatólogo californiano, el dolor de los habitantes de Gaza y la empatía que transmite ese dolor al resto del Mediterráneo y el mundo, los padres israelíes que quieren a sus hijos y harían cualquier cosa por protegerlos, la realidad de las campañas electorales en un lugar como Israel o la propia Palestina.

Y otra vez la canción de Drexler.

Esperamos mucho de Barack Obama. También de los políticos israelíes y palestinos; de las gentes de Israel y las de Gaza, Cisjordania y el resto del mundo árabe.

Yo espero que alguien le pase la canción de Drexler a Obama. Y que le hablen de la Córdoba que vivió Averroes.

Somos una nueva generación; si existen “baby boomers” como el traumatólogo californiano, hay que sentir un cierto optimismo por el futuro. Personalmente, estoy encantado con un Clinton como Secretario de Estado del país que más puede hacer por detener lo que tanto nos ha vuelto a entristecer estos días.

¿Nuestro papel? La Alianza de Civilizaciones no es una mala idea, ni el tándem Moratinos-Solana una mala apuesta. Aunque mejor haríamos por promover lo que se aprendió antaño en un rincón de Iberia, que muchos quisiéramos saber no del todo enterrado, pese a las posteriores verdades de la historia (expulsiones de judíos y moriscos en nombre de la otra cruz de Abraham).

Bienvenido, señor Obama. Le estábamos esperando.