La tomemos como una aspiración simple y etérea, o como un derecho inalienable, la felicidad -o su búsqueda, como constataron en la Ilustración, por ejemplo-, es un estado mental al que muchos aspiramos.
A no ser que hagamos de lo que en el siglo XIX se llamó enfermedad de la melancolía una carrera, como Baudelaire y Rimbaud. Desde la Antigüedad, no obstante, se ha relacionado felicidad o dicha con la plenitud de la existencia, más que con un mero bienestar físico, al que apela, por ejemplo, el consumo impulsivo.
Determinismo: nacemos propensos a ser más felices o desdichados
Los últimos estudios confirman por primera vez que las teorías deterministas tienen, en parte, razón, y los seres humanos nacemos con determinadas tendencias cognitivas y de comportamiento en función de nuestra herencia genética.
Las conclusiones no son políticamente correctas, pero tienen base científica. Del mismo modo que nacemos con rasgos físicos y psicomotrices que podemos relacionar fácilmente con nuestros familiares, la herencia genética también afectaría nuestro comportamiento y repercutiría, incluso, en nuestras probabilidades de alcanzar lo que hemos llamado plenitud o felicidad.
La herencia genética también incide sobre el comportamiento
Con las nuevas investigaciones, queda más claro la propensión genética a experimentar con más frecuencia reacciones fisiológicas (por ejemplo, hormonales) relacionadas con sensaciones como el optimismo, el bienestar y lo que hemos llamado felicidad.
Hay personas que, según un estudio coordinado por el profesor Jan-Emmanuel de Neve del University College de Londres citado por The Economist, nacen con más propensión al optimismo y el bienestar, al menos desde el punto de vista genético y fisiológico. O lo que es lo mismo: la herencia genética toma más partido sobre nuestra personalidad de lo que se había constatado.
El poder de la voluntad
Las buenas noticias -si se considera el determinismo como un fenómeno negativo o injusto-: desde la filosofía clásica hasta la psicología del comportamiento, se ha comprobado que la voluntad del individuo es una herramienta imparable. Quizá también para contrarrestar una falta de propensión fisiológica al bienestar con la voluntad de conseguirlo.
Es aquí donde aparecen el entorno, la educación, el desarrollo cognitivo del individuo, y otros condicionantes similares.
Nazcamos con mayor o menor propensión, el cultivo del bienestar, la plenitud y lo que hemos llamado felicidad tiene tantos condicionantes y definiciones que apenas se ha relacionado con ciertos mecanismos fisiológicos (neuronales, hormonales, etc.), tales como el nivel de endorfinas y serotonina.
En cambio, sí se ha estudiado desde la Antigüedad el papel que juegan la razón y el cultivo de la virtud en el bienestar.
La batalla cognitiva
Un estudio más pormenorizado de la felicidad confirma que nacemos con métodos de enviar mensajes nerviosos al cerebro más o menos eficientes. Se conoce con cada vez mayor certeza que personalidad e inteligencia son hereditarias, pero hasta ahora ello no se había relacionado con la tendencia al optimismo y el pesimismo.
Para discernir hasta qué punto somos felices o miserables debido a nuestra composición genética, varios centros de investigación (University College, Universidad de California San Diego, Universidad de Zurich y Escuela Médica de Harvard) participaron en el mencionado estudio Genes, Economics and Happiness coordinado por De Neve.
Un tercio de nuestra felicidad viene dada
Las conclusiones del estudio (PDF): alrededor de una tercera parte de la felicidad de las personas es hereditaria, por lo que no inciden sobre ella los cuidados, la educación, el entorno socio-cultural, etc. Unos datos similares a los sugeridos por anteriores estimaciones, aunque algo inferiores.
El profesor Jan-Emmanuel De Neve basa sus conclusiones en el estudio gen que codifica la proteína transportadora de serotonina, molécula que se encarga de enviar mensajes al cerebro a través de membranas celulares.
Debido a que la serotonina actúa como neurotransmisor que regula ira, agresión, temperatura corporal, humor, sueño, vómito, sexualidad y apetito, cualquier afectación en su percepción cerebral puede transformar, literalmente, nuestros niveles más fisiológicos de bienestar, que acaban repercutiendo sobre el resto.
La longitud de los alelos de un simple gen
El gen que transporta la serotonina tiene dos variantes funcionales, larga y corta, y cada persona tiene dos copias (alelos) de cada gen, uno procedente de cada padre.
Tras examinar el gen en más de 2.500 personas, De Neve ha constatado que las personas con un alelo largo eran un 8% más proclives a describirse a sí mismos como bastante satisfechos con su vida, mientras quienes poseían dos alelos largos eran un 17% más proclives a definirse como muy satisfechos con su vida.
Las diferencias observadas en el gen que afecta los niveles de felicidad fisiológica son pronunciadas no sólo entre individuos, sino que varían entre razas.
Más incorrección política: diferencias raciales en la felicidad heredada
Entre estadounidenses que participaron en el estudio del profesor De Neve, los asiáticos tenían de media de 0.69 genes largos; los blancos, 1,12; y los afroamericanos, 1,47 genes largos.
La variación del gen es primordial para regular el nivel de felicidad del individuo, dice el profesor De Neve.
“Este hallazgo explicaría por qué cada uno tiene un nivel de referencia único de la felicidad y por qué algunas personas tienden a ser naturalmente más felices que otras, y ello es debido en gran parte a nuestra composición genética individual”.
Experiencia y determinismo
La idea de que la personalidad humana se encuentra en blanco cuando nacemos, sin herencias relacionadas con la genética o la experiencia del parto, prevaleció durante la segunda mitad del siglo XX, explica The Economist, que se ha hecho eco del estudio de Jan-Emmanuel de Neve.
Durante las dos últimas décadas, esta noción ha sido puesta en entredicho por diversos estudios comparativos en gemelos y mellizos, que discernieron qué aspectos del comportamiento son hereditarios. La confirmación genética ha certificado el carácter hereditario del comportamiento.
Las conclusiones del estudio sobre genética y felicidad son coherentes son similares a las del artículo de 2009 publicado en Proceedings of The Royal Society por Joan Chiao and Katherine Blizinsky de la Northwestern University, en Illinois, que apuntaba hacia la correlación entre mayores niveles de la versión corta del gen que transporta serotonina y trastornos del estado de ánimo.
El artículo relacionaba la preponderancia de la versión corta del gen en sociedades que han tendido tradicionalmente al colectivismo político, como China. Interpretación sugerida por los investigadores: culturas propensas a la ansiedad tienden a forjar sistemas políticos que enfaticen la harmonía social (Oriente), en lugar de la independencia del individuo (Occidente).
Defina “felicidad”
Pero “felicidad” no es un estado tan fácil de definir como aparentan estudios como el reciente Genes, economía y felicidad, o el conducido en la Northwestern University en 2009.
La felicidad ha sido definida como un estado mental de bienestar caracterizado por emociones positivas comprendidas entre la satisfacción y la alegría intensa.
Pero la biología, la psicología, la filosofía y la religión han definido felicidad de tantas maneras como otros sentimientos universales, siempre presentes en expresiones artísticas desde la tragedia clásica.
A falta de un método científico infalible para definir la felicidad, disciplinas como la psicología positiva han tratado de responder qué es la felicidad.
La fuerza de voluntad
La felicidad es difícil de definir y estudiar. En cambio, los filósofos clásicos ya habían discernido el papel decisivo que juegan la razón y el cultivo de la virtud en el bienestar.
Sea cual sea nuestra propensión genética, el bienestar se puede cultivar, decían las principales escuelas filosóficas que, en Grecia y Roma, enseñaban a los alumnos una filosofía de vida. Literalmente, cómo vivir. Esa era una de las materias.
Apreciar lo que uno ya tiene
Varias corrientes filosóficas indicaban a sus alumnos que había modos tan sencillos de aumentar la felicidad como aprender a querer las cosas que uno ya tenía, o trabajar en mecanismos que evitaran las emociones negativas que hacen la vida desdichada: ira, ansiedad, miedo, tristeza, envidia.
Los estoicos desarrollaron, por ejemplo, “técnicas para prevenir las arremetidas de las emociones negativas, así como para extinguirlas cuando los intentos de prevención habían fallado”, explica el profesor de filosofía William B. Irvine.
Superar la insaciabilidad
Los estoicos coincidían con otras escuelas en que es difícil tener una vida provechosa a menos que podamos superar nuestra insaciabilidad, o nuestra propensión a desear algo y, una vez lo hemos conseguido, olvidar el placer que nos ha supuesto su obtención.
El modo de alcanzar la plenitud y la felicidad (más que estado de euforia, bienestar tranquilo y duradero) consistía en la virtud, descrita como evitar el exceso de las comodidades materiales, disfrutando de los placeres de la vida sin que éstos se convirtieran en obsesiones insaciables.
La filosofía clásica ofrece, por tanto, un antídoto relacionado con la voluntad humana para superar el determinismo genético de nuestra propensión a la desdicha; o para potenciar nuestra propensión genética a ser felices, si es el caso.
Controlar las reacciones extremas (propias de la condición humana)
Consiste en controlar las reacciones extremas (dolor, placer, temor), a las que no hay que negar su condición humana, pero sí hacer frente a su carácter destructivo: autocontrol (mecanismo procedente de la razón y la práctica), impasibilidad, imperturbabilidad (ataraxia).
El estoicismo, como las otras escuelas de filosofía de vida de la Antigüedad, entendía la felicidad en términos de vivir una buena vida, o florecer, en lugar de quedarse con la pulsión, la simple emoción.
La felicidad relacionada con el comportamiento y la razón, a la manera de los estoicos (o del budismo, los ascetas, pensadores independientes, determinadas corrientes del cristianismo, el judaísmo y el islamismo, etc.), se cultiva y es el germen de la virtud.
Eudaimonia
De ahí que en la Antigua Grecia se hablara de eudaimonia (“eu”, bueno; y “daimon”, ética), o conjunto de prácticas que sirven para alcanzar la felicidad.
El consejo de los estoicos es coherente y, por muy cortos que sean los alelos de nuestro gen que transporta la serotonina a nuestro cerebro, podría ayudarnos a alcanzar una felicidad -entendida como plenitud- que la alcanzada por alguien genéticamente propenso al optimismo.
Valorar lo que tenemos y seguir disfrutando de ello, aunque ya lo hayamos conseguido y no sea una novedad Séneca y evitar dar por sentado que somos inmunes a la desgracia.
La ventaja de ser conscientes de nuestra mortalidad
El estoico griego Epicteto, por ejemplo, compara la actitud de dos padres ante sus hijos. Mientras uno de ellos se enfrenta a diario a la mortalidad de su hijo, el segundo se niega a pensar que nada malo pueda ocurrir.
Las consecuencias de la diferencia de pensamiento se reflejan en el comportamiento del padre ante el niño. El padre que reconoce la mortalidad de su hijo, le ofrece más atención que el que da por sentado que “todo va”.
Cuando el primero ve a su hijo por la mañana, se sentirá dichoso por poder disfrutar un día más de su hijo; mientras el segundo padre, simplemente, irá a lo suyo, ya que “todo va”.
Epicteto también cree que debemos ser conscientes de nuestra propia mortalidad y sentir que podemos morirnos en cualquier momento. Séneca va incluso más allá y cree que deberíamos vivir cada momento como si fuera el último, para convertir cada instante en una oportunidad para la dicha, incluso cuando afrontamos dificultades.
Celebrar cada momento sacándole provecho
Los estoicos creían que, viviendo cada momento como si fuera el último, ello no nos convertiría en hedonistas, sino que nos haría sentir vivos y enérgicos, para sacar al día el máximo partido.
Séneca trató de resumir su interpretación del estoicismo. Su filosofía de vida, al fin y al cabo:
“Seguir la vida mejor, no la más agradable, de modo que el placer no sea el guía, sino el compañero de la voluntad recta y buena. Pues es la naturaleza quien tiene que guiarnos; la razón la observa y la consulta”.
“Si conservamos con cuidado y sin temor nuestras dotes corporales y nuestras aptitudes naturales, como bienes fugaces y dados para un día, si no sufrimos su servidumbre y no nos dominan las cosas externas; si los placeres fortuitos del cuerpo tienen para nosotros el mismo puesto que en campaña los auxiliares y las tropas ligeras (sirven para servir, no mandar)”.
Evitar el piloto automático
Tener una filosofía de vida, definir nuestras metas y trabajar en ellas con perseverancia. Evitar la posposición (ir con el piloto automático, sin dar lo mejor de nosotros mismos), o la sobrecarga informativa.
Varias de las recetas actuales para alcanzar la plenitud ya habían ofrecido sus frutos en la Antigüedad.
Conociendo empíricamente que funcionan, no está de más tratar de contradecir nuestra potencial propensión genética a la desdicha con un plan para sacar el máximo partido de nosotros mismos buscando nuestra propio eudemonismo, o herramientas de nuestra filosofía de vida.
El arte de vivir, a pesar de la genética
Según Epicteto, “La filosofía no promete asegurar nada externo al hombre: en otro caso supondría admitir algo que se encuentra más allá de su verdadero objeto de estudio y materia. Pues del mismo modo en que el material del carpintero es la madera, y el del escultor, el bronce, el objeto del arte de vivir es la propia vida de cada cual”.
Así que, haya lo que haya en nuestra genética, tenemos mucho en nuestras manos para revertir o potenciar sus efectos.