Los consejos más solventes sobre cómo dominar un oficio funcionan, pero son tan realistas y poco atractivos que no aparecen en los libros de autoayuda, donde se vende la idea del máximo éxito y beneficio con el mínimo esfuerzo.
La fórmula siempre se repite, con matices y está compuesta por: cultivar una filosofía de vida; convivir con la incomodidad del esfuerzo y aprender a apreciarla; elevar la autoexigencia; trabajo duro; perseverancia; convivencia con los cantos de sirena del premio inmediato.
Sócrates: “Si quieres ser un buen talabartero, ensilla el caballo más salvaje, porque si puedes domar uno, puedes hacerlo con todos”.
La especie que se olvidó de sus orígenes
Dice el psiquiatra inglés afincado en Estados Unidos Peter Whybrow (autor del ensayo American Mania y citado por Michael Lewis en su serie de artículos para Vanity Fair sobre la crisis de la deuda varios países, compilada posteriormente en el ensayo Boomerang: Travels in the New Third World), que nuestro cerebro sigue pensando en la escasez de la sabana africana donde evolucionamos, pero en cambio se enfrenta a un mundo de extrema abundancia.
La consecuencia: obesidad, trastornos de comportamiento, depresión, sensación de insaciabilidad, adicciones, etc., enfermedades contemporáneas que definen la tentación de la gratificación instantánea, el “chute definitivo” de las novelas de Irvine Welsh, con música de fondo sesentera repitiendo de manera machacona la imposibilidad de lograr la satisfacción.
El hábito de controlar los deseos inmediatos
El periodista y escritor Michael Lewis lo explica así: “Incluso una persona comedida con la destreza para evitar enfrentarse cara a cara con un trozo de chocolate [póngase aquí la tentación o capricho que sea, en forma de átomos o bits] tendrá dificultades para controlarse si de alguna manera el chocolate la encuentra a ella”.
El deseo inmediato puede más que el que llega de manera racional y diferida, lo que explica fenómenos como la procrastinación, o posponer tareas cuando llega el momento de afrontarlas.
La mano derecha cortando la izquierda
Y, según Peter Whybrow, los efectos sobre el cerebro de cantidades ingentes de gratificación instantánea se asemejan al efecto de la mano derecha cortando la izquierda: cuanto más nos dejamos llevar por los mandatos del núcleo cerebral que compartimos con los otros vertebrados, más prevalecen.
Según la hipótesis de Whybrow, cuando un individuo o sociedad pierden la capacidad de autorregularse e insisten en sacrificar los intereses a largo plazo por los premios a corto, el entorno lo hace por nosotros (pérdida de calidad de una obra, fenómeno de la “tragedia de los comunes”, etc.).
El sentido de autorregularnos (cuando las figuras públicas no lo hacen)
Si cuando somos incapaces de autorregularnos, es el entorno quien lo hace, administrando, en palabras de Peter Whybrow, “el nivel de dolor necesario”, la decisión a corto plazo de la colectividad condicionará incluso a aquellos que actúen con racionalidad y entiendan los beneficios de la gratificación aplazada.
¿Tiene sentido aprender a controlar nuestros impulsos, si los representantes más expuestos a los focos públicos no lo hacen?
Sí, contestarían filósofos como Séneca, psicólogos como Abraham Maslow o emprendedores como el -objetivista declarado- Jimmy Wales: actuando de manera racional y fortaleciendo nuestras convicciones, nos autorrealizamos.
El parecer de Sócrates
Su razonamiento, condensado en otra cita: “No hagas nada que sea vergonzoso, ni en presencia de nadie ni en secreto. Sea tu primera ley… respetarte a ti mismo.”
O también: “¿No te parece que es una vergüenza para el hombre que le suceda lo que a los más irracionales de los animales?”.
Según el filósofo ateniense, “la buena conciencia es la mejor almohada para dormir”.
Rememorando la “abulia” noventayochista: sobre derrotar la modorra
No somos una generación distinta a las anteriores. Autores y mentes creativas de otros momentos históricos se han enfrentado al vértigo de derrotar la modorra y la persecución de premios instantáneos y, a cambio, someterse al reto exigente (¿doloroso?) de conocer la incomodidad, explorar, privarse del placer inmediato para perseguir un plan esquivo a largo plazo.
(Imagen: cabaña de leñador construida por Jack London en el territorio del Yukón)
Qué mejor que rememorar las triquiñuelas de famosos buscavidas creativos, aventureros curtidos en viajes, batallas y vaivenes vitales, para comprender -a través de su experiencia- los entresijos del extenuante ejercicio de buscar la frase o idea perfecta, la palabra adecuada, el verbo que encaja sin comodines ni calzador.
Contra la conveniente -y tóxica- comodidad de la convención
Si hace poco recordábamos en una entrada las argucias y enseñanzas vitales de tres personajes que se revelaron, a su manera, contra la comodidad de la convención (Benjamin Franklin, Mark Twain y Steward Brand), ahora le llega el turno a los aventureros-escritores Jack London y Ernest Hemingway.
Jack London tenía tantas razones como cualquiera en su generación para convertirse en un aburrido urbanita, en un momento en que los aventureros románticos eran ya una especie en extinción.
Escritor, periodista, activista social y, por encima de todo, aventurero del Oeste americano cuando éste había dejado de existir (él mismo había nacido en San Francisco después de la fiebre del oro, la última gran aventura colectiva hacia el Oeste, si se obvian las migraciones de la Gran Depresión desde el Medio Oeste hasta California), Jack London no se conformó con una existencia cómoda y buscó con ahínco su vocación: la escritura periodística y con eco autobiográfico.
Consejos de escritura de un aventurero-periodista-escritor: Jack London
Siguiendo la senda inconformista de aventurero del Oeste que también rodeaba a Mark Twain, el cual había contestado en una ocasión a un escritor primerizo demandando una carta de recomendación para ser publicado con una exhortación a la fuerza de voluntad individual y el amor propio, Jack London afirmaba que no él no tenía ni demandaba más mentor que él mismo.
En marzo de 2003, Jack London publicó un artículo en The Editor donde explicaba los pasos que, según su propia experiencia, cualquier principiante con vocación de escritor podía seguir para ser publicado.
London: “No garabatees una historia de seis mil palabras antes del desayuno. No escribas demasiado. Concentra tu esfuerzo en una historia, en lugar de disiparla en más de una docena. No te empaches e invita a la inspiración”.
Jack London sobre la importancia de los hábitos
El autor de Colmillo Blanco y La llamada de lo salvaje aconseja a continuación repasar lo escrito y aligerarlo, para dejar lo esencial y aproximarse lo más posible al tuétano de lo que se cuenta: “Imponte un límite y comprueba qué haces a diario con ese objetivo; acumularás más palabras con criterio al final del año”.
Jack London siguió su propio consejo y escribió un límite auto-impuesto de 1.000 palabras casi cada día de su vida adulta.
Prosigue con sus consejos: “Estudia los trucos de los escritores que lo han logrado. Ellos han dominado las herramientas con las que tú te estás cortando los dedos. Ellos hacen cosas, y su trabajo incluye la evidencia velada de cómo puede hacerse. No esperes a que algún buen samaritano te lo cuente, sino hazlo por ti mismo”.
“Comprueba que tus poros están abiertos y tu digestión es buena. Esta es, estoy seguro, la regla más importante de todas”.
Mantener un cuaderno (cajón de sastre de nuestro pensamiento-ocurrencias)
“Mantén un cuaderno -continúa Jack London en Getting Into Print-. Viaja con él, come con él, duerme con él. Vierte en él cada pensamiento mundano que chisporrotee en tu cerebro. El papel barato es menos perecedero que la materia gris, y los surcos de un lápiz de plomo duran más que la memoria”.
London finaliza con la parte fundamental de su receta, su metodología particular sobre cómo evitar el conformismo, la modorra y la posposición. A diferencia de los libros superventas que ofrecen consejos para hacerse rico (ese es el objetivo) trabajando lo mínimo posible, el autor de Colmillo Blanco anima a cualquier principiante a que trabaje lo más duro que pueda.
El resto de la receta de Jack London: tener una filosofía de vida
“Y trabaja. Deletréalo en mayúsculas. TRABAJA. TRABAJA todo el tiempo. Averigua cosas sobre esta Tierra, este Universo; esta fuerza y materia, y el espíritu que brilla a través de la fuerza y la materia desde la larva a la deidad. Y con todo esto quiero decir: TRABAJA para una filosofía de vida. No importa lo equivocada que pueda ser tu filosofía de vida, siempre y cuando tengas una y la uses bien”.
(Imagen: Jack London escribiendo al aire libre, 1905)
El escritor nacido en San Francisco finaliza enumerando las -según él- tres grandes cosas: “BUENA SALUD; TRABAJO; y una FILOSOFÍA DE VIDA. Debiera añadir, no, hay que añadir una cuarta: SINCERIDAD. Sin ésta, las otras tres son en vano; con esto puedes aspirar a la grandeza y a sentarte con los gigantes”.
Consejos para principiantes de papá Hemingway
Como Jack London, Ernest Hemingway no requiere presentación. También como London -o Mark Twain-, aborrecía el tráfico de influencias en cualquier profesión y sólo concebía un modo de abrirse camino en cualquier carrera: trabajar duro y enfrentarse a diario al reto de mejorar lo logrado el día anterior. O intentarlo.
Hemingway tampoco escribió ningún gran tratado acerca de su filosofía de vida, o sobre cómo afrontaba a diario el vértigo de escribir algo a la altura de sus propias expectativas. Sí lo expresó, sin concederle demasiada importancia, en cartas, artículos, entrevistas y novelas.
Sobre el sentido del pragmatismo
Sus consejos son, en esencia, equiparables a los de London, aunque el pragmatismo de Hemingway le llevó a precisar aspectos más concretos.
Por ejemplo: qué hacer en un momento de bloqueo creativo; cómo garantizar la continuidad narrativa de algo; o cómo asegurarse de tener siempre algo remarcable que escribir, para evitar así el relleno o la procrastinación “activa”, o la versión individual de la huelga a la japonesa, trabajando más pero peor (para un escritor, ésta consistiría en engañarse llenando páginas que, si bien pueden cuantificarse como “trabajo”, carecen de esfuerzo verdadero).
Antes de retirarse de la vida pública y dedicarse a cazar y pescar, Hemingway se levantaba temprano y se ponía a escribir; según él mismo, su obra se debe al hábito y rutina de escribir. Su estilo, preciso, directo y desprovisto de florituras, es un testamento de la literatura del siglo XX.
El valor de la integridad: sobre trabajar con precisión y autoexigencia
Como Jack London, aplicó la instantaneidad y frescura de la escritura periodística a toda su obra. En 1984, Larry W. Phillips recopiló en su ensayo Ernest Hemingway on Writing los pasajes de Hemingway referidos a su metodología para evitar la página en blanco o el bloqueo en la escritura debido a la obsesión de la parte más primitiva del cerebro humano por la gratificación instantánea, en detrimento de los planes a largo plazo de la zona donde se desarrolla el pensamiento analítico.
La bitácora Open Culture ha seleccionado 7 de los consejos de Hemingway sobre el oficio de escribir y la exigente filosofía de vida que requiere, entre los recopilados por Phillips.
7 consejos de Ernest Hemingway para ser mejor en lo que hacemos
1. Para empezar, basta con una frase auténtica:
En París era una fiesta, Hemingway escribió que, cuando había empezado un texto y no podía desarrollarlo, se sentaba junto al fuego a pelar naranjas y arrimarlas a la lumbre hasta que su piel crepitaba.
Después se acercaba a la ventana, observaba los tejados parisinos y se decía a sí mismo: “No te preocupes. Siempre has sido capaz de escribir y también podrás hacerlo ahora. Todo lo que tienes que hacer es escribir una frase verdadera. Escribe la frase más certera que conozcas”. Hemingway prosigue: “Así que, al final, escribía una buena frase, y luego seguía desde allí”.
2. Parar siempre cuando uno sabe qué ocurre a continuación:
Hemingway reconocía con precisión la diferencia entre detenerse a tiempo y naufragar. Más que establecer una cantidad determinada de trabajo diario, Hemingway se aseguraba -explicó en Esquire en octubre de 1935– no dejar nunca seco el pozo de su imaginación.
“El mejor modo [de escribir] es parar siempre cuando vas bien y sabes qué ocurrirá a continuación. Si haces eso cada día cuando escribes una novela, nunca te quedarás bloqueado. Esto es lo más valioso que te puedo decir, así que trata de recordarlo”.
3. Nunca pensar en la historia cuando no se trabaja en ella:
Hemingway evitaba pensar en una historia antes de retomarla al día siguiente. “De ese modo, tu subconsciente trabajará en ella todo el tiempo”, sentenció en un artículo de Esquire. “Pero si piensas en ella conscientemente o te preocupas por ella la echarás a perder y tu mente estará agotada antes de empezar.
En París era una fiesta, desarrolla la misma idea: “Cuando estaba escribiendo, era necesario para mí leer algo después de haber escrito. Si seguía pensando en lo escrito, perdería lo que estaba escribiendo hasta el momento antes de empezar al día siguiente. Era necesario ejercitarse”, prosigue. Además de leer para distraerse y dejar respirar lo que escribía, Hemingway se ejercitaba, buscaba el agotamiento físico.
“Había aprendido a no dejar nunca vacío el pozo de mi escritura, sino parar siempre cuando todavía quedaba algo allí, en la parte profunda del pozo, para que se rellerara durante la noche con los manantiales que lo alimentaban”.
4. Al retomar el trabajo, empezar siempre releyendo lo anterior:
Para mantener la continuidad de la historia y evitar repeticiones o narraciones en círculo, Ernest Hemingway desarrolló el hábito de leer lo escrito con antelación antes de empezar a escribir.
¿Qué ocurre con las narraciones largas? “Cuando se hace tan extenso que no puedes leerlo todo cada día, leer los 2 o 3 capítulos anteriores cada día; también léelo todo desde el principio cada semana. Así es como lo armas todo en una pieza”.
5. No describas una emoción: hazla:
Para Hemingway, la observación meticulosa de la realidad era esencial para la buena escritura. La clave consistía no sólo en analizar los eventos externos, sino en identificar una emoción, diseccionarla y aprender a identificar su causa.
Si uno es capaz de identificar la causa y describirla con precisión, los lectores -creía Hemingway- deberían sentir la misma emoción.
El autor de Por quién doblan las campanas intuía lo que la neurociencia parece confirmar en los últimos tiempos: nuestro cerebro activa las mismas regiones usadas cuando vivimos una experiencia que cuando la evocamos a través de la lectura. En otras palabras, “vivimos” lo que leemos.
6. Usar un lápiz:
En la era de los teléfonos inteligentes y las tabletas electrónicas, este consejo de Hemingway podría parecer, a priori, obsoleto.
Nada más lejos de la realidad: autores y emprendedores contemporáneos han emulado, a su manera, el hábito de la generación de grandes periodistas de campo y escritores de la primera vez del siglo XX, quienes popularizaron el uso del lápiz y los pequeños cuadernos de bolsillo (hasta el punto de convertir las Moleskine en un fenómeno comercial actual).
Hemingway usaba a menudo la máquina de escribir, sobre todo para correspondencia y artículos periodísticos. Cuando se trataba, no obstante, de relatos largos, optaba por el lápiz.
El autor loaba la rapidez y sencillez de uso de la máquina de escribir, ideal para dar cuenta de la cotidianeidad con la prosa sencilla del periodismo. Cuando escribía una novela, dedicaba todo su esfuerzo a expresar con las palabras justas “cada sensación, observación, sentimiento, lugar, o emoción al lector”.
Para lograrlo, “hay que poner más trabajo a lo que escribes. Cuando escribes con un lápiz, logras tres aproximaciones al texto para así comprobar si el lector está recibiendo lo que quieres. La primera, cuando lo lees por encima; después, cuando lo escribes a máquina logras otra oportunidad para mejorarlo; y de nuevo en la prueba”.
Escribirlo primero a mano, sentencia Hemingway, “te da un tercio más de probabilidades de mejorarlo. Eso es un 33%, un maldito buen promedio para un bateador”.
7. Ser breve:
Hemingway, conocido por la parquedad y precisión de su prosa, despreciaba a los autores que, en palabras suyas, “nunca aprendieron a decir no a una máquina de escribir”.
En una carta escrita en 1945 a su editor, Hemingway decía al respecto: “No fue por accidente que el discurso de Gettysburg [la alocución más famosa y loada de Abraham Lincoln] fuera tan escueto. Las leyes de la escritura en prosa son tan inmutables como las del vuelo, las matemáticas o la física”.
Queda claro que, a ojos de Hemingway, eran tan preocupantes la hoja en blanco como la verborrea bulímica y sin calidad. No se trataba de escribir, sino de escribir bien, hacerlo con la máxima precisión de la que uno es posible, aunque siempre haya algún motivo que justifique una calidad inferior: porque no es el momento, estamos cansados, desconcentrados, etc.
Cuesta salir de la zona de confort, enfrentarse a los fantasmas y tentaciones del placer inmediato y dedicarse a un trabajo que dará sus frutos a largo plazo: una buena obra, la sensación de haber dado lo mejor, la autorrealización, el bienestar duradero en definitiva.
Premio fácil vs. gratificación aplazada
Expertos en nuestro funcionamiento neurológico, como el mencionado profesor Peter Whybrow, nos explican por qué nos atrae tanto el premio fácil y, por el contrario, debemos aplicar grandes dosis de fuerza de voluntad para lograr objetivos que requieren un esfuerzo racional continuado, como el hábito de la escritura sobre el que aconsejaban Jack London y Ernest Hemingway.
El núcleo de nuestro cerebro evolucionó en un entorno de escasez y debe sobrevivir ahora en un entorno de extrema abundancia; la situación ha cambiado, pero nuestro cerebro sigue priorizando los alimentos y comportamientos que garantizaron nuestra supervivencia en el pasado.
La consecuencia de esta paradoja está a la vista de todos, según Whybrow.
Cuando nos pusimos a pensar con la amígdala
Lewis se refiere al trabajo de Whybrow cuando expone por qué nuestra capacidad de racionalizar situaciones y hacer prevalecer el pensamiento abstracto no se ha impuesto en los últimos años, cuando tanto las decisiones colectivas como las individuales han sacrificado, por difíciles e incómodas, las buenas decisiones a largo plazo -gratificación aplazada- en favor de gratificaciones instantáneas.
Ocurre que, cuanto más tratamos de saciar nuestro apetito con recompensas a corto plazo que se imponen al sinsabor de las responsabilidades (retos grandes y pequeños: páginas en blanco, proyectos sin iniciar ni acabar, ideas que nunca cuajaron, planes nunca ejecutados con meticulosidad, etc.), más aumenta nuestra insaciabilidad.
Arma de destrucción creativa: el mandato adictivo de la adaptación hedónica
Es la adaptación hedónica o rueda hedónica: siempre queremos más, y la única manera de contrarrestar el mandato de nuestro núcleo cerebral, no más sofisticado que el de un lagarto (no hace falta que rememoremos la serie televisiva V para apercibir las similitudes) consiste en modular el deseo y acondicionarlo a nuestros objetivos a largo plazo, dice el profesor de filosofía, estoico practicante y autor de Guide to the Good Life William B. Irvine.
Las filosofías de vida -reivindicadas, a su manera, tanto por Jack London como por Ernest Hemingway en los fragmentos citados- coinciden con Peter Whybrow, así como con el trabajo de otros científicos (Abraham Maslow, Shane Frederick y George Loewenstein, etc.), acerca del antídoto a la fiebre del corto plazo y nuestra predilección por querer algo y quererlo ya, siempre y cuando no requiera un esfuerzo premeditado y racional.
Racionalidad, esfuerzo, comprensión del contexto
Cualquier decisión cotidiana, e incluso el futuro económico de países enteros, sopesa la dicotomía entre las mieles del dulce instantáneo y el desagradable esfuerzo del plan a largo plazo cuya recompensa no se vislumbra cuando acudimos a entrenar, estudiamos, evitamos lo que no nos conviene, nos enfrentamos a una página en blanco, etc.
Las filosofías de vida derivadas del pensamiento socrático en Occidente y del taoísmo-confucianismo en Oriente, abogaban por un bienestar a largo plazo, proclamando que la única felicidad es la que contrarresta (no reprime) los instintos con racionalidad, esfuerzo y comprensión del “contexto” (vivir según la naturaleza, según el “tao”, etc.).
La receta es impopular, ya que consiste en planear más y dejarse llevar menos por los impulsos, sacrificar el interés a corto plazo por un plan a largo plazo -proclaman quienes han practicado filosofías de vida coherentes a lo largo de la historia, o quienes las desempolvan ahora que no hay más filosofías de vida que saciar, de manera desordenada, nuestros apetitos (o frustrarnos al no poder hacerlo)-.
Lo que funciona es menos atractivo (y requiere más esfuerzo) que lo que nos venden
Tan impopular como los consejos y procedimientos de Jack London y Ernest Hemingway para escribir una historia, pulirla, no quedarse en blanco, superar el vértigo de plasmar una buena frase con la precisión que se merece.
En las últimas décadas, ha ocurrido algo parecido con la innovación, la educación, la política y otros campos del conocimiento humano, argumentan economistas como Tyler Cowen, autor de “El gran estancamiento”.
En qué emplear nuestro tiempo de introspección
Sócrates, Aristóteles o Séneca dedicaron parte de su obra a expresar que sólo la regulación y exigencia propias, el cultivo personal constante, son capaces de hacernos trascender de un modo u otro.
El placer duradero por el que abogaban tenía menos de “placer”, según la semántica actual de la palabra, que de plan capaz de otear el horizonte, sin perder el hilo al día.
Nada como observar los mecanismos de control del deseo inmediato y convivencia con el esfuerzo creativo y de la introspección de personalidades para conocer más aristas del ser humano que poder aprovechar.
Y, habiéndolo empezado, Sócrates cierra el artículo: “Emplea tu tiempo en mejorarte a ti mismo con los escritos de otras personas para así vislumbrar con facilidad lo que otros han aprendido trabajando duro”.