Hace unas décadas, la madurez masculina equivalía a sentar cabeza. Ahora, cuesta más distinguir cuándo se sale de la juventud para entrar en la madurez. Algunos autores creen que el truco para madurar y realizarse consiste en crear más y consumir menos (ver vídeo).
Esta entrada está dedicada a lo masculino, aunque no se habla de testosterona sino de la posible relación, por un lado, entre consumo y falta de madurez; y por otro, entre creación y madurez masculina, incluso bienestar. El artículo promete datos, hechos y también un montón de conjeturas.
Dependencia no reconocida
Aunque la idea es irresistible. Sin ser conscientes de ello, nos convertimos en consumidores dependientes durante la adolescencia y proseguimos con la misma dinámica tras abandonar, aparentemente, la dependencia de nuestros padres, bloqueando un posible camino hacia la realización y la madurez.
Para desbloquear la situación, varios autores sugieren abandonar el placer instantáneo del consumo y realizar compras más concienzudas, mientras recuperamos valores como el esfuerzo, la capacidad de sacrificio y el ingenio. De este modo, será posible alcanzar, a través de la creación, objetivos personales y profesionales que estudios relacionan con el bienestar, la madurez, la felicidad.
La profesora Jennifer Aaker, de Stanford, realiza actualmente un estudio sobre la felicidad y sus condicionantes. Según sus resultados, trabajar en proyectos que entusiasman a uno (no que podamos soportar, sino que nos inspiren pasión) produce reacciones en nuestro cerebro similares a las conseguidas con el ejercicio exigente y regular o el sexo: aumentar la producción de endorfinas.
Se ha comprobado que las endorfinas aumentan nuestra capacidad de atención, nivel de alerta y efectividad en el pensamiento complejo. Trabajar en algo que nos apasiona aumenta la sensación física de placer, alegría, bienestar e incluso euforia.
Te crees muy hombre
¿Cómo se convierte un chico en hombre en la sociedad contemporánea? Para el bloguero Brett McKay, autor del libro The Art of Manliness y del blog que lleva el mismo nombre, esta cuestión ha dejado de ser fácil de responder, incluso a través de respuestas supuestamente estereotípicas o generalizantes.
Hace unas décadas, la madurez masculina podía localizarse y definirse con mayor claridad: según McKay, “un hombre se casaba, dejaba algo de descendencia y conseguía un trabajo para mantener a su familia. Tanto él como el resto sabían que era un varón adulto”.
Ya no es tan fácil definir “plenitud masculina”. En las últimas décadas, estos aparentes signos de clásica madurez masculina, relacionados con la capacidad de conseguir un cierto éxito social casándose, teniendo hijos y consiguiendo un trabajo respetable, se desdibujan cada vez más o, al menos, ya no denotan realización personal.
Brett McKay: “hay una variedad de razones para que esto ocurra, algunas culturales, otras económicas. No hay nada de malo inherente a esta tendencia. Aunque soy partidario de que uno trabaje duro en sus labores y se comprometa con la mujer adecuada cuando crea que ha llegado el momento, estas cosas simplemente no ocurren al mismo tiempo para cada hombre”.
Histórica huida de la “madurez establecida”
De modo que, tradicionalmente, comprometerse con una pareja y tener descendencia (natural, adoptada) se ha relacionado con la llegada de la madurez, en ocasiones antes de que aparezcan las primeras canas y, cada vez más, mucho después.
El sentar cabeza ya no está íntimamente relacionado con el compromiso formal con otra persona y menos aún con la llegada de la prole, según McKay. La ausencia de patrones preestablecidos y con prestigio social diluye la importancia de los viejos clichés.
Ante la ausencia de señales socialmente reconocidas que hagan inequívoco el paso de la juventud a la madurez, “los chicos no saben cómo hacer la transición de niños a hombres”. No les parece especialmente atractivo ni viable la tríada conformada por la pareja estable, tener descendencia y conseguir un trabajo reconocido, a poder ser de corte corporativo y cuello blanco, de esos que gustan a suegras y madres por igual (esto es mío, no del mencionado bloguero).
Si no les interesa el modelo claro y socialmente reconocido hace unas décadas, contra el que ya lucharan los beatniks en los 50 y sus peludos descendientes de los 60 y 70, “tampoco son partícipes de convertirse en perpetuos adolescentes”, pero no otean ningún modelo claro que les ayude a “madurar” sin, por ello, recurrir a patrones sociales que han perdido vigencia y exigen compromiso.
El espejismo de echarse al monte
El reportaje novelado Into the wild, que inspiraría la película homónima de Sean Penn (2007), ilustra cómo, en ocasiones, la búsqueda de la madurez, la realización personal, el sentido de la vida, da pie a historias extremas.
Tras acabar la universidad, el joven norteamericano Christopher McCandless decide convertirse en errante, lo que le lleva hasta Alaska, persiguiendo un sueño relacionado con la plenitud similar al que llevaría a Henry David Thoreau a vivir en una cabaña construido por él mismo en Walden.
La diferencia entre ambas experiencias: McCandless nunca volvió de su experiencia “en plenitud”, ya que muere envenenado por frutos silvestres al intentar sobrevivir aislado en montañas remotas y con un clima extremo.
Ambas experiencias, no obstante, evocan una actitud repetida en la historia, el intento de lograr la plenitud a través del aislamiento, la comunión casi panteísta con la naturaleza y, por extensión, a través de la práctica de la frugalidad y la vida simple.
Salir de la tierra de nadie “creando más y consumiendo menos”
Es difícil pasar de niño a hombre cuando ya no hay modelos de madurez. Cómo no sentirse estancado entre dos guías que marcan dos fases cruciales del desarrollo vital si los valores en los que se basaba la madurez han perdido vigencia.
Brett McKay se aventura a sugerir una definición de madurez en el mundo contemporáneo, resumiéndolo en un solo mandato: “crear más, consumir menos”.
Si no queda claro cómo obtener una madurez reconocida, menos aún se sabe a ciencia cierta qué relación hay entre la supuesta realización personal, en el caso de los hombres, y conseguir algo tan etéreo y difícil de definir como la felicidad. Difícilmente se puede asociar “madurez” o “plenitud” a la posibilidad de ejercer el derecho de voto, etc.
El valor sustitutivo de consumir
Según la tesis de Brett McKay sobre adolescencia perpetua y madurez masculina, los chicos definen buena parte de su identidad al ejercer su poder de compra: ante todo, durante nuestra juventud somos consumidores.
“Los chicos son consumidores. Cuando son jóvenes, sus padres les fabrican las experiencias; su única tarea consiste en relajarse y disfrutar. Viven en casa de sus padres, comen los alimentos de sus mayores, y usan sus cosas”.
En los países desarrollados, jóvenes ya no tan púberes consumen los recursos proporcionados por sus padres, son tutelados económicamente, “tienen un impacto pequeño o nulo en el mundo y tienen escaso control de sus vidas. Son dependientes”. Los índices de desempleo juvenil en lugares como España agravan la situación descrita por el bloguero estadounidense.
Es fácil asumir un rol pasivo cuando todavía existe una fuerte ligazón con nuestros padres y, en cambio, las difíciles perspectivas parecen prolongar la dependencia con respecto a nuestros padres, aunque ya no sea económica.
“El problema es que los hombres no hacen frente a su rol pasivo. En lugar de crear, siguen consumiendo [como cuando eran adolescentes]”. Ha desaparecido la relación que nos supedita económicamente a nuestros padres, pero todavía somos dependientes de comprar “cosas” para ser felices. “Consumir ropa, películas, videojuegos, coches, fiestas, comida o incluso viajes para ser felices. [los jóvenes] viven sólo para su propio placer y regocijo”.
La auténtica frontera entre niño y hombre
Siguiendo con la tesis de Brett McKay sobre las borrosas fronteras entre niñez y madurez masculina, si queremos saber dónde situar a un conocido, si en la casilla de los adolescentes perpetuos o en la de los hombres maduros, independientemente de la edad, tenemos que fijarnos en su actitud ante el consumo personal y lo que ellos mismos crean.
Todavía no habrían alcanzado su madurez y permanecerían dependientes del modelo adolescente basado en el consumo como vía de escape para la falsa realización personal quienes todavía viven exclusivamente para sí mismos. En cambio, los hombres, además de disfrutar de los placeres de la vida, también vivirían de acuerdo con unos propósitos más elevados.
“Los niños tratan de encontrarse a sí mismos a través de lo que compran; los hombres se encuentran a sí mismos en lo que hacen. Los niños basan su identidad en lo que consumen; los hombres, en lo que crean”.
Existe, según McKay, un fracaso en la transición desde el niño comprador y consumidor al hombre productor y creador.
Consumir es más rápido -y fácil- que crear
Comprar y consumir son acciones que denotan una mera decisión y un conocimiento, más o menos refinado y reconocido socialmente. Existen el consumo del buen gusto y el del nuevo rico, así como el consumo compulsivo, o el consumir por encima de nuestras posibilidades.
En España, por ejemplo, se ha pasado de consumir por encima de nuestras posibilidades a ahorrar más de lo que sería prudente, que ofrece pistas sobre un determinado estado de ánimo colectivo y la relación psicológica entre “bienestar” y “consumo”. Más que frugalidad decidida libremente, buena parte la sociedad española tiene miedo a consumir, dada la incerteza ante las perspectivas futuras.
Comprar es más sencillo que crear y ofrece una recompensa instantánea. Pero carece de esfuerzos relacionados con la madurez; no sólo nos desliga de la fabricación, sino que evita la evaluación o ejercicios que requieren nuestra participación activa, como diseñar algo que consideremos útil o atractivo a través del análisis.
Diseñar y fabricar tus propios productos
Como si de un precepto trascendental se tratara, no alcanzaríamos la felicidad y la realización personal a través de la adquisición de un producto; ni siquiera a través de su uso. Por el contrario, diseñar y fabricar algo con nuestras manos sí puede acercarnos a lo que Brett McKay llama madurez masculina.
Para prepararse para diseñar y fabricar sus propios productos, el niño contemporáneo de todas las edades que se prepara para convertirse en hombre lo tiene más fácil con herramientas como Internet, que nos exponen a ideas y tendencias que, aunque todavía minoritarias, aumentan su prestigio entre quienes establecen tendencias (“early adopters” y otras criaturas).
Sostengo en un artículo escrito hace unas semanas que, en la próxima Revolución Industrial, todos seremos diseñadores y productores de tecnología adecuada.
Me atreví a argumentar esta idea relacionando la colaboración y acceso al conocimiento descentralizado que ofrece Internet con las impresoras 3D e ideas innovadoras que pretenden, entre otras cosas, fomentar producción de bienes artesanales o crear el Ikea del futuro (servicios donde uno diseña e “imprime” sus propios muebles).
No fui tan lejos como Brett McKay y no relacioné creación y diseño de nuestros productos con madurez, ni masculina ni femenina. Aunque su argumento es irresistible.
La nueva Revolución Industrial de los usuarios-creadores de la que habla Chris Anderson en un artículo de Wired convierte a los átomos en los nuevos bits del futuro, al aplicar al mundo real los modelos de colaboración post-institucional de Internet, puede relacionarse fácilmente con la realización personal o la madurez.
El deseo inherente de ser creadores
Copio aquí el párrafo que yo mismo usaba para cerrar el artículo en el que explico que debemos prepararnos para diseñar y fabricar nuestros propios productos: “Quizá haya llegado el momento soñado (¿predecido?) por Mohandas Gandhi, la vuelta a la sociedad de ciudadanos poseedores de una soberanía tecnológica que les otorga independencia, libertad de criterio. Plenitud”.
Así que las tesis del artículo de McKay, como las del mío, no descubren nada nuevo, al relacionar plenitud, madurez y autorrealización con creación, en lugar de con la compra de bienes.
Me pregunto si los escultores Henry Moore o Eduardo Chillida contestaron alguna vez a una pregunta que cada vez interesa más: ¿es “crear” un método para la realización personal, alcanzar la madurez y ser feliz? Habría sido interesante leer su respuesta.
Varias citas de ambos dan pistas acerca de su actitud ante el oficio de “crear”.
Henry Moore: “el arte [cambiemos interesadamente “arte” por “creación” en general] no tiene que ver con el lado práctico de ganarse la vida. Se trata de vivir una vida humana plena”.
Eduardo Chillida: “Lo hice mejor porque no lo conocía e iba cargado de dudas y de asombro”. Está claro que se divertía en el proceso de crear.
En el caso de Moore y Chillida, la creación artística al más alto nivel, aunque “crear” también está relacionado, en el contexto de este artículo, con hacerse una camiseta, coserse los pantalones, fabricar una cabaña, cocinar o dedicar el tiempo libre a tejer, hacer ganchillo o tareas de bricolaje.
Ambos escultores habrían intuido el resultado de un estudio realizado por psicólogos de Cornell University, que aseguran haber demostrado en sus pruebas que las “experiencias” ofrecen mayor plenitud que “las cosas”.
Según el estudio, comprar no es necesario lograr mayor bienestar personal, y los productos que compramos pueden ser más bien un motivo de frustración: al descender nuestro nivel de placer cuando pierden su carácter novedoso, o al comprobar cómo alguien cercano tiene un modelo mejor, o una versión más actual del producto o servicio.
Una vez atrapados en la espiral de la búsqueda de lo novedoso y el consumo conspicuo (intentar tener algo comparable o mejor que el prójimo), aumenta, en todo caso, la ansiedad, en lugar del bienestar o felicidad.
Si bien quizá no una verdad irrefutable, el estudio de la Universidad de Cornell muestra pistas acerca de los riesgos de unir consumo a felicidad.
Contra la supresión de la necesidad de crear
Volviendo al mencionado artículo, el bloguero Brett McKay afirma que “los hombres tienen un deseo inherente de ser creadores, de cambiar el paisaje, convertir madera en muebles, transformar un lienzo en blanco en una obra de arte, para alterar el mundo y dejar un legado. Es la negación de este rasgo de la masculinidad lo que quizá más aqueja al hombre moderno”.
La paradoja de la que nunca se ha hablado, según McKay, es de los efectos negativos que el consumo, como impulso para obtener placer, tiene sobre la madurez o la felicidad: “tu mente queda atrapada en un ciclo infructífero: nuevas experiencias que dan a uno un intenso placer inicial pero, cuanto más experiencias consumes, más saturados se vuelven tus sensores de placer, hasta que necesitas aumentar la intensidad y cantidad de la experiencia para conseguir el mismo efecto al que te has acostumbrado”.
Sobre avatares y atrofias musculares
El consumo de bienes y todo tipo de experiencias, incluyendo desde viajes a videojuegos, retrasa la llegada de la madurez y actúa como inhibidor de la pasión creativa, tan inherente al yo masculino como la libido, según el irreverente, aunque implacable artículo del bloguero estadounidense.
Donde uno antes luchó como soldado, ahora intenta, a través de un videojuego, convertirse en uno durante un rato sin moverse del sofá. Fútbol o baloncesto jugado por avatares que emulan a celebridades del mundo del deporte y otros ámbitos, como la delincuencia (serie de videojuegos GTA, entre otros).
Aprender a tocar la guitarra y formar un grupo de música con los amigos es, igualmente, más duro que situarse ante el televisor con una guitarra de plástico para cantar los éxitos de ayer y de hoy.
La experiencia real, la que implica “creación”, requiere mucho más esfuerzo y dedicación, física, intelectual y relacional, que la impostada. Comprar un libro (o un Kindle, o un iPad) es mucho más sencillo que leer el libro, que seguramente puede ser encontrado en una biblioteca pública.
Jugar a un videojuego de fútbol requiere menos esfuerzo (sí, también menos esfuerzo mental y de coordinación) que bajar a la calle e improvisar una pachanga, o entrenarse para intentar lograr el sueño de emular a los mejores intentando a través del esfuerzo, el compromiso, la regularidad. Valores, como la “creación”, en retirada, en favor de actividades menos “sufridas” y con recompensa instantánea.
Qué, cuándo, dónde, por qué crear
Crear puede tomar innumerables formas. Recuerdo, cuando era un niño, haber asistido a una sabia lección de permacultura por parte de mi abuelo. Aclarar que mi abuelo, todavía vivo, desconoce el término “permacultura”, aunque practica sus preceptos disfrutando del proceso, con un sentido común y sapiencia que ahora veo repetido en libros de respetados próceres como Michael Pollan y otros.
Los almanaques andantes, como mi propio abuelo, compendios de secretos acerca de cómo “saber crear”, no habían logrado hasta ahora más reconocimiento que el propio afecto. Pronto, en ocasiones ya tarde, nos daremos cuenta de que se han perdido experiencias de cómo crear cocinadas a fuego lento, fruto del ensayo-error y el ingenio de generaciones.
Para él, tras trabajar duramente durante la mayor parte de su vida, “crear” significaba trabajar la tierra, plantar árboles estratégicamente, pensando en compotas y en pájaros, pero también en sombra para los nietos y los mayores.
Para otros, de un modo tan válido como el de mi abuelo, crear sea escribir, programar (dos actividades tan parecidas, al fin y al cabo). Editar vídeos. Tomarse el trabajo en serio y ser feliz también durante esas 40 horas regladas.
Uno también puede crear su propio trabajo. O disfrutar el proceso de intentarlo. Formar una familia y tener tiempo para pararse a contemplar algunos instantes del proceso. Es posible alcanzar intensos instantes de realización creativa no sólo padeciendo el proceso de crear una escultura, sino cocinando, trabajando un jardín, averiguando más sobre uno mismo.
También se puede crear una vida espiritual más rica, o proponerse algo y después disfrutar intentando cumplirlo.