Siempre hay una buena razón para dar un paseo por la naturaleza, aunque sea junto a casa, en un lugar suburbano.
La naturaleza no sólo inspira (filosofías de vida, diseños humanos, arte), sino que fortalece nuestra inmunidad o nos hace más felices; hay evidencias científicas de ello.
Desaprovechar conocimiento, el principio del problema
No hay mayor pérdida, me decía recientemente Ricardo, habitante de Ibort (una aldea del Prepirineo oscense repoblada en los 80 tras su abandono unas décadas antes -consultar artículo y fotogalería sobre nuestra visita a la ecoaldea-), que desaprovechar el conocimiento de algún conocido o familiar interpretando la riqueza de un bosque. Se empieza ninguneando el conocimiento, y se acaban desaprovechando los recursos.
Cada época alberga sus pequeños placeres y enseñanzas. Incluso las familias más urbanitas conservan su conocimiento de lo que depara el campo en cada momento, aunque estas enseñanzas estén a veces a punto de desaparecer.
Fuente de salud (y de negocios)
En un momento de falta de oportunidades laborales en sectores tradicionales, la reinterpretación de las enseñanzas de la naturaleza, sean estéticas o alimentarias, por ejemplo, son un lugar atractivo para iniciar cualquier negocio original.
Tecnología inspirada en la naturaleza, alojamientos rurales en árboles o casas antes abandonadas, restaurantes especializados en la entomofagia o en alimentos recolectados del bosque, mobiliario rústico minimalista, y tantas otras miradas con público dispuesto a reconocer qué oportunas son, ahora más que nunca, estas ideas.
El otoño es una segunda primavera (y lo hemos olvidado)
Hace un par de días, Sierra Club rememoraba una escueta cita de Albert Camus. “El otoño es una segunda primavera, en la que cada oja es una flor”.
Sin tener la capacidad de evocación de Camus, el sábado pasado volví a casa inspirado tras un paseo por un bosque apartado del Prepirineo catalán. Decidí recopilar algo de información sobre la dimensión espiritual de la naturaleza para escribir esta entrada.
La naturaleza siempre ha estado presente, en el paganismo y las grandes religiones monoteístas. Consciente de lo importante que es nuestra percepción sobre la naturaleza para preservarla con eficacia, la recientemente desaparecida Wangari Maathai recopilaba la relación entre diversas tradiciones y creencias y el respeto por los árboles y naturaleza, en su ensayo de 2010 Replenishing the Earth.
Reivindicando la fortaleza de un baobab: Wangari Maathai
La Premio Nobel de la Paz e impulsora del Green Belt Movement para replantar árboles como herramienta de desarrollo, se había educado en un entorno cristiano, pero sus referencias tienen hondas raíces en tradiciones dispares, entre ellas el paganismo ancestral africano, el judaísmo o la legendaria frugalidad de la cultura japonesa tradicional. Se pierde un baobab con hondas raíces, decía The Economist a propósito de la muerte de Maathai.
Explicaba Maathai que la naturaleza siempre ha proveído y, a cambio, el ser humano le ha mostrado respeto, desde las referencias en distintos lenguajes a su fertilidad y papel de “madre” a los rituales de los grupos panteístas, o el entierro de los ídolos de la fertilidad en el neolítico.
Mínimo común denominador humano: el respeto ancestral a la naturaleza
El respeto hacia lo natural prosigue con su dimensión espiritual en los períodos clásicos de culturas europeas, asiáticas o amerindias, como recuerdan las expresiones artísticas más antiguas; y se consolida en las principales corrientes filosóficas y religiones monoteístas.
En la filosofía griega, los presocráticos se centraron en explicar el mundo ante ellos, observando los fenómenos de la naturaleza y haciendo lo que hoy llamaríamos ciencia.
Sócrates, que estudió ciencia de joven, se centró más tarde en la condición humana. Según el clasicista Francis McDonald Cornford, “la filosofía presocrática empieza… con el descubrimiento de la Naturaleza; la filosofía socrática empieza con el descubrimiento del alma humana”.
Los discípulos de Sócrates tomaron una de las dos vertientes de su legado: mientras Platón enseñó su filosofía y profundizó en ella, otra corriente de pensadores enseñó su estilo de vida, para aconsejar a la gente qué debían hacer para tener una buena vida.
Cuando la observación de la naturaleza se convirtió en observación del interior
En esta segunda corriente se encuentran los estoicos, que proclamaron que se puede alcanzar la libertad y la tranquilidad espirituales guiándose por la razón, la virtud y la vida en concordancia con la naturaleza. De nuevo, la contemplación de la naturaleza como condición indispensable para realizarnos.
Eso sí, el culto a lo natural de filosofías y religiones con base panteísta fue a menudo visto con celo por el cristianismo, el judaísmo y el islamismo, quizá porque las tres religiones de Abraham nacen influidas por los avances del neolítico en el Creciente Fértil y el Próximo Oriente, donde cambios culturales y climáticos propulsaron la domesticación de animales y plantas, como explica entretenidamente Jared Diamond en “Armas, gérmenes y acero”.
Lo que acertaron los románticos
Ello quizá explicaría el interés de las tres religiones por exaltar la belleza de los jardines creados por el ser humano, en contraposición a la obra de la naturaleza sin que medie el hombre, tan del gusto de los románticos del XIX, que abogaban por una vuelta a los tiempos perdidos e influyeron sobre los aventureros que, en lugares como Estados Unidos y África, descubrieron la incontestable e inmensa belleza de paisajes y accidentes naturales.
El romántico Percy Bysshe Shelley, opinaba en 1819 que “el infierno es una ciudad parecida a Londres”, algo que Virgilio, autor del canto al paisaje natural de las Bucólicas, la Arcadia mitológica, habría dicho lo mismo de Roma.
Elogio de Prisciliano
En los principios del cristianismo, por ejemplo, quienes trataron de recuperar el aura divina de la naturaleza y fusionarla con la religión abrahámica fueron, literalmente, quitados de en medio. El primer religioso considerado hereje por la Iglesia Católica fue el galaico Prisciliano de Ávila, decapitado en Tréveris en 385 por, entre otras cosas, predicar la igualdad entre hombres y mujeres en el culto religioso y practicar misas en el bosque, fusionando el paganismo celta con el cristianismo.
El baobab alimenta, sostiene la riqueza de la tierra, conserva el agua y proporciona sustento, además de servir como punto de reunión en varios lugares del África subsahariana. Wangari Maathai, explicaba The Economist con motivo de su muerte, entendió estos atributos mejor que nadie. Por eso le preocupaba -y nos debería preocupar- la percepción sobre la naturaleza compartida en el pasado entre toda la humanidad, como algo divino, aunque no por ello ilimitado o invulnerable.
El mismo mensaje, para todos los públicos
Asimismo, Maathai recordaba que en todas las culturas se expone de un modo u otro que, cuando la naturaleza es degradada, también lo somos nosotros. El director James Cameron trató de mostrar la esencia de este mínimo común denominador de la humanidad en la primera entrega de Avatar. Quizá por su universalidad, el mensaje subyacente de la película fue entendido por todos los públicos con naturalidad.
Prueba de ello es la crisis actual, no sólo relacionada con las malas prácticas financieras, sino con una lucha por los recursos finitos, nos explicaba recientemente el profesor Richard Heinberg, autor de The End of Growth.
Proseguir con la labor de Linneo
La Ilustración, cuyos principios son considerados el inicio de la explotación sistemática de la naturaleza para acrecentar el desarrollo y la prosperidad de las personas, tampoco se olvidó de rendir culto a la naturaleza, a través de su estudio científico pormenorizado e intento de catalogación, un proceso iniciado por Carlos Linneo y que todavía prosigue, recuerda con miedo a que se llegue demasiado tarde con muchas especies el naturalista Edward O. Wilson.
Otra prueba del respeto a la naturaleza mantenido por los principios de la Ilustración se observa en los pasaportes de varios países. En uno de mis viajes a Estados Unidos, estudié distraido el pasaporte estadounidense de mis hijas y pude recuperar, sorprendido citas como la siguiente: “Enviamos las gracias a toda la vida Animal en el mundo. Ellos tienen muchas cosas que enseñarnos a nosotros las personas. Nos alegramos de que todavía estén aquí y esperamos que siempre sea así”. Puro panteísmo “pagano”, aunque fuera reinterpretado por la tradición estadounidense como parte de los “valores cristianos”, aportados por los colonizadores europeos.
Recuperando las enseñanzas del paganismo bien entendido
Seguramente, este extracto, parte del discurso de Acción de Gracias en versión de la tribu norteamericana Mohawk, no difiere demasiado del respeto pagano de Prisciliano, que perdió la cabeza por equivocarse de Dios y dar demasiada importancia a la madre naturaleza.
La historia de Prisciliano no se acaba ahí. Hay bases sólidas para pensar que, desde hace siglos, el mundo católico rinde culto no a Santiago de Compostela, sino a Prisciliano de Compostela. De ser cierta, la historia da para un libro de, como mínimo, el nivel de El nombre de la rosa.
Volviendo a Replenishing the Earth, el libro de Maathai, no importa la tradición, laica o no, en la que hayamos sido educados. La activista africana recuerda que los laicos y confesores de varias religiones han diluido su antiguo respeto por la naturaleza, que había que respetar para que siguiera proveyendo en plenitud.
Tikkun olam, mottainai
La tradición hebrea, por ejemplo, cuenta con el mandato “tikkun olam” (literalmente, reparar el mundo), mientras que en japonés existe un término, “mottainai” (no malgastes), que define la importancia del consumo responsable y la frugalidad.
Se trata de recuperar valores ya existentes en nuestro interior, recuerda Maathai. No hace falta inventar nada ni obligar a nadie, sino apelar al sentido común que nos ha creado tal y como somos. Ha sido sólo durante las últimas generaciones cuando nuevos mandatos, más artificiales, nos han invitado a consumir más sin remordimientos, pasando de la cultura de la necesidad a la cultura del deseo.
Recuperar el respeto por lo natural garantiza su conservación tanto como las políticas de incentivos y la buena gestión, para así evitar los desastres que puede provocar la tragedia de los comunes, o la lucha por los recursos finitos sin otro estímulo que el interés personal. Ocurre con la explotación forestal, pero también con los bancos pesqueros mundiales y otros recursos.
La tragedia de los comunes
La solución a encrucijadas medioambientales como la expuesta por Garret Hardin en Science cuando definió la tragedia de los comunes, no vendrá tanto de la tecnología como del propio comportamiento humano. Al fin y al cabo, cuando individuos actúan racionalmente, pero de manera independiente, acaban por destruir recursos compartidos limitados (el “bien común”).
La compleja tensión entre libertad y responsabilidad no ha sido solucionada, ya que nadie está dispuesto a no crecer, o crecer menos, para conservar un bien común, a menos que se le obligue. Trasladar el decrecimiento y los postulados más exigentes de la vida sencilla a nuestro propio estilo de vida requiere un esfuerzo.
No obstante, la solución a nuestro principal problema actual (sociedades que quieren seguir consumiendo a crédito, sin pagar las consecuencias derivadas de una vida a crédito), está más presente en las enseñanzas del pasado que en los últimos avances tecnológicos, privados y públicos (estos últimos, pagados a crédito, por cierto, como los aceleradores de partículas, auditorios y demás maravillas de la ingeniería civil).
Sentido común ancestral
En Japón, por ejemplo, existe un término tradicional cada vez más en desuso en las nuevas generaciones, pero que no debería caer en el olvido: mottainai.
El mottainai es una expresión del sentido común ancestral japonés, un pueblo que tuvo que aprender a prosperar pese a su aislamiento, accidentada orografía, severo clima y terremotos. Es usada como expresión de pesar cuando se malgasta o no se aprovecha todo el potencial de un objeto o recurso.
Cuando tiramos algo que aún sirve
Puede usarse como interjección, “¡Mottainai!”. Se emplea cuando algo todavía útil, como el tiempo, los alimentos, un aparato u objeto que todavía funcionan, son desechados. La connotación semántica de la exclamación incluye la alusión al malgasto, y también a la egoísta decisión que lo ha permitido: una acción egoísta, irreverente, impía, más de lo que uno merece.
Cuando malgastamos, según el concepto mottainai, no somos conscientes de que usamos más de lo que merecemos como habitantes del planeta en el presente, una irreverencia y falta de respeto a los que han vivido, a quienes conviven con nosotros en el presente y quienes vivirán.
Desperdiciar es un acto de irreverencia, la mayor falta de respeto
Se puede desperdiciar esfuerzo, alimentos, tiempo, talento, emoción, potencial, amor al prójimo. Y, claro, recursos naturales. Despilfarrar la naturaleza es el acto de mottainai por antonomasia, la vergüenza original.
Mottainai es una palabra compuesta. “Mottai” se refiere a la dignidad intrínseca de una entidad material, su condición sacra en el sentido espiritual; mientras “nai” indica su falta o ausencia.
Cualquiera de nosotros, durante un paseo otoñal por un bosque o parque -puede estar al lado de casa-, podemos dedicar un momento a nosotros mismos y, libres de las cosas más acuciantes del presente, intuir nuestro propio modo de expresar nuestra relación con lo natural.
Un pez no sabe que está dentro del agua
Puede ser una idea, parte de una creencia, filosofía, o simplemente puro panteísmo, como la afirmación de Camus acerca de la belleza del otoño o la versión Mohawk del discurso de Acción de Gracias.
En un momento de incertidumbre, sensación de precampaña electoral permanente e instigación al miedo y al Apocalipsis, no está de más clavar los pies en el suelo, ser conscientes nuestra interdependencia con el resto de las cosas y celebrarlo positivamente.
Personalmente, si tengo que quejarme, prefiero hacerlo en el sentido mottainai, denunciando cómo no se reconoce el malgasto de los recursos, al fin y al cabo el origen de los problemas actuales. Se pueden hacer las cosas mucho mejor, con mucho menos.