Cuando el cóctel de información, vida ajetreada, trabajo y tareas que quedan en el tintero apremian en lo cotidiano, muchas personas siguen el consejo de los peripatéticos griegos, filósofos que se beneficiaron de una intuición confirmada ahora por la ciencia: caminar en la naturaleza clarifica nuestra mente.
Todo empieza con un esfuerzo anaeróbico, estimulado por un entorno del que, como vertebrados superiores, hemos aprendido a beneficiarnos: el bosque, con su variedad, formas que estimulan nuestro cerebro, aire limpio que llena nuestros pulmones, aceites esenciales y sustancias volátiles que -según confirman los estudios- benefician nuestra salud en contacto con la piel…
Una salida regeneradora para “oxigenar” nuestra rutina: los “baños forestales”
En Japón y Corea del Sur, se ha consolidado una tradición de décadas inspirada en una costumbre ancestral: el paseo por el bosque como tonificante para mente y cuerpo.
Son los “baños forestales“, trayectos introspectivos en los que explorar el interior se entremezcla con inspirarse con lo exterior (naturaleza), tal y como recomendaban Emerson y Thoreau.
(Vídeo: conversación entre el fotógrafo brasileño Sebastião Salgado y Benedikt Taschen sobre la publicación del libro fotográfico “Génesis”, magna obra del primero)
Los baños forestales en Japón (Shinrin-yoku) y Corea del Sur (Sanlimyok) son asociados a la aromaterapia, pero la cultura en torno a la actividad va mucho más allá, implicando la conexión ancestral entre ser humano y naturaleza reivindicada por filósofos occidentales (como los mencionados peripatéticos) y orientales, como el panteísmo se sintoístas (religión ancestral japonesa) y budistas.
Biofilia: por qué necesitamos mantener los vínculos con la naturaleza
Un admirador de Thoreau y Emerson, el biólogo y experto en insectos “sociales” Edward Osborne Wilson, tomó tanto la inspiración filosófica expresada en el panteísmo como las evidencias científicas que asocian al ser humano con la naturaleza para desarrollar su hipótesis de la biofilia.
Según E.O. Wilson, la biofilia es nuestro sutil sentido de conexión con la naturaleza circundante, nuestra innata fascinación por plantas y animales, más antigua que la propia conciencia humana y compartida con el resto de vertebrados superiores.
Cuando éramos cazadores-recolectores
Si, cuando paseamos por el bosque, la mente fluye y nos sentimos bien, con ganas de divagar, charlar o resolver las grandes cuestiones, ello tiene una explicación que nos devuelve a las leyes de la selección natural: durante la mayor parte de su trayectoria y hasta el neolítico, el ser humano dependió de su estrecha conexión con la naturaleza circundante para sobrevivir.
Cualquier piedra, especie de planta, insecto, animal… se convertían en el rico mapa biológico y botánico de los cazadores-recolectores, desarrollando a menudo comportamientos y tabúes culturales a partir de la detección de especies útiles o venenosas, etc.
Hasta el neolítico, cualquier experiencia humana contó con un complejo mapa geofísico que permitía a individuos y grupos seguir rastros, cubrir grandes distancias, detectar peligros y otros tantos comportamientos cuyo origen hemos olvidado.
Antiguos cambios tecnológicos con atavismos que hemos heredado
Por ejemplo, un estudio reciente de la Universidad de Utah y publicado en PNAS confirmaría que algunos de los comportamientos en apariencia más monolíticos del ser humano dependen, aunque lo hayamos olvidado, a grandes cambios climáticos, culturales y tecnológicos.
Costumbres que creemos “naturales”, al interiorizarlas con innata facilidad, dependerían de una adaptación al entorno que tuvo sentido hace centenares, miles o decenas de miles de años. El estudio, mencionado por The Economist, relacionaría la invención y uso cotidiano del fuego con una antigua preferencia humana: el entretenimiento de última hora de la tarde.
Coordinada por Polly Wiessner, la investigación sugiere que la noción de explicar historias junto al fuego se remonta a una época tan remota como el propio uso ubicuo del fuego como tecnología humana.
El estudio de la Universidad de Utah a partir de datos recopilados entre el pueblo de cazadores-recolectores san, que habita sabanas y zonas desérticas marginales del sur del continente africano desde hace decenas de miles de años, demostraba un comportamiento consistente en todos los grupos:
- el día se repartía en conversaciones dedicadas a atender quejas, cuestiones económicas, bromas, disputas sobre tierras y conflictos interétnicos;
- al caer la noche y una vez los adultos se reunían ante el fuego, un porcentaje abrumador del tiempo era dedicado a contar historias y, en menor medida, a cuestiones prácticas y mitológicas.
Empatía humana con historias junto a la lumbre, niños revoloteando…
Hay una hermosa fotografía del documentalista brasileño Sebastião Salgado que muestra a un grupo san al caer la tarde en la sabana africana. Los niños revolotean entre los adultos, que cantan y explican historias.
En segundo plano, aparecen pequeños chozos ancestrales. La imagen es, a la vez, remota y familiar. Despierta una especie de conexión entre todas las culturas humanas, una “antropofilia” que no requiere explicación y sería entendida por todos los seres humanos de todas las épocas, sin importar lugar de procedencia ni edad.
(Imagen: un grupo san se reúne en torno al fuego al caer el día para intercambiar pareceres y explicar historias; por Sebastião Salgado y Taschen, todos los derechos reservados)
El estudio publicado en PNAS relacionaría nuestra fascinación por el entretenimiento al caer el día con un proceso iniciado junto al fuego, donde el intercambio de ideas y experiencias, a veces entremezclados con mitos, divulgaban información útil sobre situaciones candentes, objetivos, estrategias de supervivencia etc.
“Aprender”: intercambiando nuestras impresiones “biofílicas”
Estas historias tendrían desde entonces un irresistible poder de entretenimiento. Los medios de comunicación de masas emularon esta reunión grupal, cambiando la información, radionovela o telenovela por la conversación entre personas. Con Internet, la conversación se virtualiza y las “historias junto al fuego” son a menudo conversaciones seguidas por el móvil, la tableta electrónica o el ordenador, a menudo mientras se realiza otra tarea.
La división entre día y noche, existente en todas las culturas y épocas, se habría producido -según la doctora Wiessner- hace centenares de miles de años, lo que convertiría el comportamiento en parte de la “naturaleza humana”.
Y de las historias a la vera del fuego a la experimentación de este conocimiento sobre el entorno natural y su interrelación con la experiencia humana: lo explicado y lo vivido confluían en lo real y lo mágico, aprendiendo con detalles que combinaban localizaciones, momentos y experiencias distintas.
Las experiencias chamánicas a menudo recurrieron a metáforas como la encarnación en aves y otros animales para observar lo físico desde otra perspectiva y asociarlo a lo espiritual.
Peripatéticos, estoicos y otros panteístas
Nuestro “amor por otras formas de vida” nos acompaña desde las primeras asociaciones mitológicas panteístas y fue explorada por los presocráticos, ocupados en estudiar lo circundante al ser humano.
Arte y religión representan la conexión entre ser humano y naturaleza en alegorías desde los primeros documentos prehistóricos (Altamira, Lascaux, petroglifos en todos los continentes habitados), pasando por las Bucólicas y Geórgicas de Virgilio, inspiradas en el mito de la Arcadia.
La obra de Virgilio, el mito de la Arcadia y el poema con vocación científica del epicúreo atomista Lucrecio, De la naturaleza de las cosas, inspiraron a los nuevos panteístas desde el Renacimiento, a menudo perseguidos por su vocación racional y su idea -de inspiración clásica- de desdibujar la idea de Dios y Naturaleza: Giordano Bruno, Baruch Spinoza, John Toland, Gottfried Leibniz.
El panteísmo moderno, una conexión con la naturaleza similar a la proclamada en el siglo XIX por los filósofos trascendentalistas del joven país “arcadiano” todavía inocente por explorar, Estados Unidos, se consideró lo opuesto al ateísmo, al considerar que existía una conexión indisoluble entre ser humano y naturaleza -como habían proclamado los filósofos estoicos-.
Los peripatéticos, o buscavidas de la filosofía, son los precursores de buhoneros y trotamundos que celebraban la misma naturaleza arcadiana reivindicada por Virgilio, John Toland y los románticos; algo así como antepasados ilustres de Johnny Appleseed y Huckleberry Finn, si volvemos a la exploración geográfico-espiritual de los intelectuales estadounidenses del XIX, desde Walt Whitman a los propios Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson.
Nuestro “yo” caminante
O, más recientemente, Christopher McCandless, inspirador del ensayo de Jon Krakauer Into the Wild y la película homónima dirigida por Sean Penn.
Caminar siempre ha asistido, de manera consciente o no, al ser humano como antídoto contra el bloqueo, la inacción, la apatía. Caminar abre el apetito cognitivo, mantiene alerta el equilibrio -conectado con el oído-, el olfato, la vista, el tacto.
Incluso el gusto, cuando prácticamente se puede degustar el aroma después de la lluvia, o el del amanecer de un día veraniego que va a ser soleado.
(Imagen: obra de Gustav Adolph Spangenberg sobre los peripatéticos, filósofos itinerantes alumnos de Aristóteles, maestros eudemónicos)
Por no hablar de un acto tan despreocupado y celebrado por los sentidos como llevarse un dulce junco, una hoja de menta o un poco de hinojo tierno a la boca. Quizá una mora, o una frambuesa.
A lo mejor, según el continente y la latitud, hacemos un pequeño alto y abrimos un fruto seco, o acaso despellejemos un higo chumbo. ¿Un espárrago tierno? ¿Un diente de león?
Caminar y bienestar mental
La trufa y el regaliz hay que conocerlos, como las setas, pero se disfruta tanto o más caminando, abriendo los sentidos y recolectándolos que degustándolos, sentados sobre una piedra, quizá enfrascados en una deliciosa conversación… o divagando, meditando, asomándonos al interior mientras nuestros sentidos recogen el bosque que desde allí percibimos.
Caminar, en efecto, alimenta mente y espíritu; antes se intuía, mientras ahora lo dicen también los estudios.
Investigadores de la Universidad de Michigan (EEUU) y la Universidad Edge Hill (Inglaterra) publican una investigación en la revista Ecopsychology (septiembre de 2014) que constataría que los paseos por la naturaleza combaten el estrés y propulsan el bienestar mental.
El estudio congregó a casi 70.000 participantes, con hallazgos consistentes que relacionan paseos por la naturaleza con niveles significativamente inferiores de estrés percibido. A las 13 semanas, aquellos que eligieron realizar caminatas por la naturaleza al menos una vez a la semana “experimentaron emociones positivas y menos estrés”.
“… mis pensamientos empiezan a fluir”
Caminar no suprime el estrés, explica la coautora del estudio, Kate Irvine, pero sí las consecuencias menos deseadas del estrés menos útil (el que se convierte en desazón y desborda, sobrepasando el límite del rendimiento ideal y convirtiéndose en ansiedad).
Un mes después de que muriera Henry David Thoreau, la revista The Atlantic publicó íntegramente su ensayo Walking, el homenaje del naturalista, filósofo y autor a su actividad favorita: “Creo que, en el momento en que mis piernas empiezan a moverse, mis pensamientos empiezan a fluir”, decía Thoreau.
Ferris Jabr dedica un interesante artículo en The New Yorker a la conexión entre caminar y el flujo de ideas. Caminar por entornos naturales alienta la divagación, las mejores conversaciones, la asociación de ideas.
Ello explicaría por qué, en el número de Navidad de 1969 de la edición estadounidense de Vogue, Vladimir Nabokov aconsejara a profesores cómo enseñar a sus alumnos a apreciar un libro con una curva de aprendizaje tan angosta como Ulysses, de James Joyce.
Cuando abandonamos el aprendizaje botánico-espacial
“En vez de perpetuar el pretencioso sinsentido de los homéricos, cromáticos y viscerales encabezamientos de capítulos, los instructores deberían preparar mapas de Dublín y con los entrelazados itinerarios de Bloom y Stephen claramente trazados”. Él mismo ideó su propia versión.
Décadas después, profesores de Inglés del Boston Gollege crearon un mapa de Google con los itinerarios de Stephen Dedalus y Leopold Bloom. También se han reconstruido los itinerarios de otras obras, como la trayectoria londinense de Mrs. Dalloway (Virginia Woolf).
Estos mapas recrean un mapa mental lleno de pequeños detalles, con parques, árboles, edificios, fuentes, establecimientos, fronteras sociales, muros físicos e imaginarios.
Abundan los escritores que escribieron sobre grandes aventuras, haciendo caminar a sus personajes; otros caminaron tanto o más que todos los personajes de sus historias. En The Legs of William Wordsworth, el ensayista del XIX Thomas De Quincey calculó que el escritor romántico inglés Wordsworth había caminado 180.000 millas a lo largo de toda su vida.
Cantos románticos
No debería extrañarnos que la obra de William Wordsworth, un canto arcadiano, esté repleta de montañas olvidadas, montes espesos y carreteras rurales.
Ferris Jabr expone en The New Yorker que caminar es una actividad física y sensorial única, al supeditar el relativo esfuerzo físico a la actividad sensorial de explorar lo circundante a medida que cambia al ritmo de nuestro paso.
Cuando caminamos en entornos naturales, experimentamos un cambio que empieza por nuestra química: el corazón se acelera paulatinamente, circulando más sangre y oxígeno no sólo en nuestros músculos sino también en nuestros órganos.
Nuestra memoria después de caminar
Varios experimentos confirman que nuestra memoria y atención rinden mejor después del ejercicio moderado e “inspirado” de caminar en entornos naturales.
(Vídeo: Imágenes de la película sobre la vida de Christopher McCandless -“Alexander Supertramp”- por Sean Penn, basada en el libro de Jon Krakauer; música de Pearl Jam)
Caminar con regularidad también promueve nuevas conexiones cerebrales, frena el envejecimiento celular, promueve el crecimiento del hipocampo (región cerebral crucial para la memoria) y aumenta el nivel de moléculas que estimulan el crecimiento de nuevas neuronas y de mensajes transmitidos entre ellas.
A diferencia de ir al gimnasio o correr con música acelerada en los auriculares, caminar por la naturaleza es un ejercicio que evoca otras actividades cuya naturaleza busca la sincronía con nuestro estado mental, ritmo circadiano, etc.
Así, expone Ferris Jabr, “caminar a nuestro propio ritmo crea un bucle de realimentación sin adulterar entre el ritmo de nuestro cuerpo y nuestro estado mental, que no podemos experimentar tan fácilmente cuando nos ejercitamos en el gimnasio, conduciendo, yendo en bicicleta o en cualquier oro tipo de locomoción”.
Evocando a los peripatéticos en el día a día
Esta particularidad explicaría por qué caminar en entornos inspiradores aumentaría nuestra creatividad a través de una divagación distinta a la lograda con otras actividades.
Si alguien podía atreverse con la infinidad de matices que una actividad tan sencilla y ancestral como caminar entre el bosque aporta al ser humano, más allá que su propia singularidad como especie bípeda que agudizó el ingenio para cazar y recolectar en la sabana, es el ensayista Bill Bryson.
Bryson, capaz de convertir un libro de viajes sobre Australia en una historia que engancha incluso a quienes no están interesados en ese país, o de explicarnos -¡divirtiéndonos!- las más grandes y antiguas cuestiones sobre el universo y nosotros mismos, ha dedicado un ensayo, A Walk in the Woods: Rediscovering America on the Appalachian Trail, al antiguo oficio norteamericano de deambular por los caminos, en homenaje a buscavidas reales y ficticios.
En su particular homenaje a la búsqueda de lo esencial realizada por Henry David Thoreau en Walden, Bryson escribe, porqué entramos al bosque siendo una persona y salimos siendo la misma persona, aunque quizá más consciente del momento, con aristas, contradicciones y cantos interiores más nítidos y dispuestos a relacionarse entre sí:
“Quería abandonar y hacer esto para siempre, dormir en una cama y en una tienda, ver qué había tras la próxima colina y no volver a ver una colina en mi vida. Todo esto a la vez, en cada momento, tanto en camino como fuera del camino”.
Revisitando nuestra “Frontera” introspectiva
O, explicado por Jon Krakauer a través de transcripciones de mayo de 1992 de Alexander Supertramp (alter ego del joven Christopher McCandless, protagonista de Into the Wild):
“Durante dos años camina por el mundo. Sin teléfono, sin piscina, sin tabaco. Libertad en estado puro. Un extremista. Un viajero estético cuya casa es la carretera. Escapado de Atlanta. No debes regresar, ‘porque el Oeste es lo mejor [en inglés: ‘The West is the best’]’.
“Y ahora, después de dos años deambulando, llega la aventura final y más grandiosa. La batalla culminante para acabar con el falso ser interior y victoriosamente concluir la peregrinación espiritual.
“Diez días y noches de trenes de mercancías y autostop le llevan al Gran Norte Blanco. Ya no puede ser envenenado más por la civilización de la que huye, y camina solo por la tierra para perderse en la naturaleza”.