Mientras tomaba apuntes para este artículo, surgió la siguiente hipótesis: ¿y si las experiencias en la carretera -y la mentalidad que se deriva de éstas- funcionaran como catalizador de innovaciones, tanto en expresiones artísticas como en tecnología?
Ello explicaría la polinización de expresiones artísticas como las primeras epopeyas de las grandes tradiciones literarias (primero recitadas oralmente de pueblo en pueblo) y musicales, desde la primera lírica al jazz.
Pese a ello, la itinerancia acarrea un estigma que imposibilita la diferenciación entre marginalidad y ejercicio de la propia libertad.
El valor de las experiencias
Mientras todos estábamos ocupados en salir airosos de recesión iniciada en 2008, varias tendencias se consolidan: el mundo se urbaniza, todo lo que puede transmitirse en forma de datos pasa de átomos a bits, todo lo que puede asumir una máquina se automatiza, etc.
Ensayistas como Jeremy Rifkin, Andrew MacAfee, Chris Anderson o Kevin Kelly, entre otros, explican en qué consiste el mundo cada vez más “softwarizado” y “desmaterializado”, mientras el coinventor del navegador de Internet moderno e inversor de capital riesgo Marc Andreessen acuñó una frase hiperbólica que acapara cada vez más sentido: “el software está engullendo el mundo”.
En un mundo que sintetiza cada vez más valor añadido en menos material, gracias a servicios electrónicos y a dispositivos interconectados, la artesanía y la personalización se convierten en lujo y, como explica Kevin Kelly en su último ensayo, nos movemos de una Internet de información a una Internet de experiencias.
Las costuras de una economía de pluriempleo
Asimismo, el mercado laboral pierde estabilidad y demanda nuevas habilidades, mientras los viejos empleos industriales y profesionales se reducen, a la par que aumenta la temporalidad.
El impacto de la “gig economy” (economía de bolos) es todavía testimonial en el mercado laboral, tanto en Norteamérica como en la UE, pero señala una tendencia hacia una inestabilidad laboral que repercute sobre la cultura del consumo de bienes y servicios.
La llamada economía del acceso ilustra tanto el cambio estructural del trabajo como una nueva mentalidad de nuevos trabajadores por cuenta ajena y profesionales que complementan su sueldo con “bolos” de economía colaborativa para disfrutar de productos servicios sin necesidad de poseerlos.
Este nuevo modelo parte de la hipótesis de que existe un profundo cambio, económico y de mentalidad, que obliga a quienes quieren mantener o aumentar su calidad de vida centrarse en las experiencias: en vez de poseer la autocaravana, la segunda residencia y el apartamento en la ciudad vibrante de moda, alquilar su uso.
El peso de lo vivido en una economía menos material
Ni siquiera el mercado de las experiencias es totalmente ajeno a la “desmaterialización”: innovaciones como la realidad virtual y futuras tecnologías inmersivas (a medida que la capacidad de computación y la memoria se abaratan, el vídeo se sofistica) permitirán experimentar entornos complejos sin moverse del sillón.
Eso sí, en una economía con productos que tienden a un coste marginal 0 (dice Rifkin), las experiencias, asegura Kevin Kelly, mantendrán su valor gracias a nuestra predilección por crear y consumir relatos (sobre todo si éstos equivalen a experiencias en primera persona o a sofisticados sustitutos).
Kevin Kelly: “las únicas cosas que están aumentando su coste mientras el resto se encamina a cero son las experiencias humanas, pues no pueden ser copiadas”.
Desde antes de que las tradiciones poéticas orales dieran pie a las primeras epopeyas escritas, relatos y mitos han asociado la aventura humana… y las grandes incógnitas: desde la propia mortalidad al significado de la vida y nuestra capacidad para comparar el discurrir de la existencia con experiencias como grandes viajes y aventuras.
La frontera entre narrativa vital y su registro
Dice Kevin Kelly (uno de los pioneros de la intersección entre la contracultura y la tecnología, que originaron desde la informática personal a la Internet comercial) que, gracias a la posibilidad de crear, compartir, incrustar en cualquier contexto y reproducir bajo demanda, el vídeo se ha convertido en el modo de expresión más influyente, y su mayor sofisticación y flexibilidad nos permitirán hacer con imágenes lo que hacemos con palabras.
Al maniobrar con vídeo con total libertad, el formato audiovisual se liberará al fin de los corsés conceptuales de sus inicios, cuando el nuevo medio había evolucionado a partir de la fotografía (de ahí su tratamiento como fotografía en movimiento).
Pero el gran momento del vídeo como narrador de experiencias en primera persona, gracias a cámaras accesibles a cualquiera y a aparatos para incrustarlas en todo tipo de vehículos y situaciones (desde el fondo marino al vuelo panorámico con drones), promete crear nuevas formas de expresión, además de ofrecer a cualquiera la sofisticación técnica que hasta hace poco tiempo estaba sólo al alcance de cineastas y videógrafos profesionales.
Pero el nuevo vídeo narrará algo que no puede copiarse: las propias experiencias… A no ser que la realidad virtual converja con la edición audiovisual en unos años.
Ética del buscavidas
Sea como fuere, si algo demuestra la voluntad de millones de personas que publican en redes sociales como YouTube, Instagram, Facebook, etc., es la aspiración a compartir un relato personal que se nutre de experiencias.
Desde la itinerancia temporal a la cultura nómada, pasando por los viajes iniciáticos: The New York Times explica en un reportaje reciente cómo distintos fenómenos (el abaratamiento de la gasolina, la precariedad laboral, el deseo de explorar emulando a hobos, beatniks, hippies y otros peripatéticos) propulsan el revival del viaje por carretera.
Europa no cuenta, en su frágil y fragmentado imaginario colectivo, con un equivalente cultural al “roadtrip” estadounidense, que hunde sus raíces en los viajes pioneros hacia el Oeste de un continente por descubrir, cuya “Frontera” reculaba hacia un Oeste que parecía no toparse nunca con el Pacífico.
(Imagen: “roadtrips” épicos recopilados por Atlas Obscura)
Exploradores, buhoneros, colonos, buscadores de oro y buscavidas en general (desde “hobos”, o trabajadores temporales sin vivienda fija, a trotamundos que tienen algo de personaje de Mark Twain y de panteísmo de Walt Whitman), contribuyeron a una cultura viajera que originó nuevos acentos, música o vehículos: desde los vagones con cubierta de lona de las caravanas de pioneros a las primeras autocaravanas.
Inspirados en (y por) la carretera
Hay viajeros que han celebrado su vida en el camino, a menudo con finales menos fatalistas que el salto al vacío en el Gran Cañón en un descapotable a toda velocidad. La bitácora Atlas Obscura publicaba en 2015 un detallado mapa de Estados Unidos con el itinerario y puntos de interés de los principales viajes iniciáticos de la literatura estadounidense.
Hay cabida para Jack Kerouac y su En la carretera, así como para Ken Kesey y su viaje en autobús escolar novelado por Tom Wolfe en Ponche de ácido lisérgico, el viaje en motocicleta del filósofo Robert M. Pirsig con su hijo o, ya en las últimas décadas, la caminata de Bill Bryson por el sendero de los Apalaches o los viajes iniciáticos (novelados y posteriormente llevados al cine) de Christopher McCandless (Into the Wild) y Cheryl Strayed (Wild).
En la era de la precariedad y el auge del prestigio de las experiencias (único bien que, recordando la reflexión de Kevin Kelly, no se puede copiar y aumenta su valor), “una nación cansada de penurias se pone ante el volante, lista para gastar y para acumular memorias en la carretera”, escribe Clifford Krauss para The New York Times.
¿Convertir la precariedad en ventaja?
En su reportaje, Krauss habla con quienes, en pareja, en grupo o a título individual, se lanzan a la carretera en su auto personal o en una vieja autocaravana, con intención de vivir su propio viaje en primera persona, a menudo compartiendo la experiencia en redes sociales: la frenética actividad tras palabras clave como “#vanlife” en Instagram y otras plataformas muestra la solidez de la tendencia.
Sea cual fuere la motivación que les devuelve a la carretera, escribe Clifford Krauss, los estadounidenses condujeron más que nunca en 2015, superando la anterior marca, previa al inicio de la recesión (2007).
Y es precisamente la voluntad de dejar atrás los años más precarios, que influyen sobre fenómenos como el descenso de la movilidad geográfica y laboral, y el retraso de la emancipación (por primera vez en 130 años, hay más jóvenes adultos viviendo con sus padres que con su pareja), lo que influye sobre la decisión de echarse a la carretera.
El poso de las experiencias
Sarah Quinlan ofrece pistas sobre la nueva mentalidad: “Tras la recesión [iniciada con la crisis financiera de 2008], la gente se centra en memorias que nadie les puede quitar, en contraposición a los bienes tangibles, que caducan o se agotan”.
“Existe la sensación de que cualquiera puede perder el trabajo, puede perder la casa, pero nadie puede quitarte la memoria”. Si, por un lado, las estadísticas muestran la predilección de muchos “millennials” por la vida urbana y productos y servicios de la economía del acceso (pagar por uso en vez de poseer), crece el prestigio del viaje para entrar en contacto con rutas históricas, parques nacionales y otras aventuras al aire libre.
Vehículos que prometen flexibilidad y conveniencia para dormir y cocinar en cualquier lugar, tales como autocaravanas de segunda mano y viejas caravanas reacondicionadas, se han convertido en una apreciada tendencia en redes sociales y publicaciones tales como Outdoor Magazine, Sunset Magazine, etc.
Horarios laborales más flexibles, tecnología que permite trabajar desde cualquier lugar y una gasolina mucho más barata reducen el coste de viajar en furgonetas y camionetas, a la vez que permiten experimentar temporalmente las ventajas e inconvenientes de una mentalidad menos anclada a la vivienda y la oficina y más abierta a un nomadismo que combina la jazzística improvisación beatnik, la conveniencia del viaje familiar y las posibilidades de trabajos creativos en la economía colaborativa.
Manuales que niegan el todo partiendo de la parte
Si echarse a la carretera sirvió de acicate para innovaciones literarias como el manifiesto beatnik On the Road (1957, Jack Kerouac), o la muestra más hilarante de las posibilidades del Nuevo Periodismo en forma de reportaje novelado en primera persona, gracias a The Electric Kool-Aid Acid Test (1968, Tom Wolfe), el análisis pragmático de semejante actitud vital tiene también sus detractores, que alertan sobre deudas por experiencias que “cualquiera con dinero puede comprar”.
Chelsea Fagan firma en Time una crítica a la mentalidad viajera, en una diatriba que ensalza la cultura utilitarista (obtener el máximo rédito vital siguiendo una planificación pragmática y racional de las decisiones cotidianas) y caricaturiza la libertad sin normas de manual que uno encuentra en la carretera.
Fagan, que se dedica precisamente a escribir manuales de autoayuda (es autora de un libro cuyo título, La dieta financiera, combina una actitud ante la alimentación que requiere, al parecer, disciplina y sufrimiento, más que una moderación sin culpa ni sacrificio que epicúreos y estoicos ya recomendaron), olvida que muchas de las mejores celebraciones de la vida y el arte parten de nuestro deseo de exploración.
Decide uno mismo
Ver con nuestros propios ojos. Ser Odiseo y ponernos en la piel de los peripatéticos. Comprender la motivación de los hobos y caminar por los senderos recorridos por caminantes olvidados. Rodar por las viejas rutas que vertebraron Estados Unidos y permitieron sus mejores expresiones musicales y literarias.
Viajar es algo más, por mucho que los pragmáticos quieran negarlo. ¿Y si las experiencias fueran el catalizador de los mejores frutos creativos, como los surgidos en las distintas “contraculturas” de la historia?
Porque las experiencias de hoy pueden ser, también, el principio de los grandes productos del mañana.
Quizá un buen modo de recuperar la esperanza es perder el miedo a explorar conjeturas planteadas por uno mismo, usando la técnica sobre la que se basa el progreso humano: la experimentación. Ensayo y error.
“No había ningún sitio adonde ir excepto a cualquier lugar, así que sigue rodando bajo las estrellas” (Jack Kerouac, On the Road).
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