A finales del siglo XIX, en plena edad dorada de la arquitectura y el urbanismo de Estados Unidos, tras pasar el trago de la Guerra de Secesión, el país conoció una expansión económica, industrial y demográfica que superó a los impulsos industriales del Reino Unido y Alemania.
Estados Unidos era un país nuevo e inmenso, cuyos mecenas industriales invertían en universidades, museos y edificios con vocación ilustre.
Detroit, entonces una ciudad decidida a aprovecharse de su acceso a materias primas y una posición geográfica privilegiada para el comercio, se atrevió con edificios y mansiones, así como con una imponente avenida, Washington Boulevard, que fue electrificada (entonces, el último grito tecnológico) por un emprendedor relacionado con la época dorada de la ciudad, Thomas Edison.
La era del automóvil y el inicio del “Sueño Americano”
En 1904, nacía Ford Motor Company, fundada por Henry Ford, amigo y compañero de sueños tecnológicos de Thomas Edison (entre ellos, crear un Ford T eléctrico). Otros pioneros del automóvil también elegirían Detroit, como William C. Durant, los hermanos Dodge y Walter Chrysler, entre otros.
El impulso industrial de la que fue bautizada como Motor City creó una cierta conciencia de clase entre los trabajadores del automóvil, que derivó en conflictividad social en los años 30, aplacada pocos años más tarde con el esfuerzo industrial que realizó la ciudad para hacer frente a los pedidos de la maquinaria de guerra estadounidense.
Entonces, Detroit fue rebautizada mientras duró la guerra como el Arsenal de la Democracia, un apelativo algo pretencioso o rimbombante, aunque no falto de verdad: su participación fue decisiva para consolidar a Estados Unidos como primera potencia militar mundial.
La consolidación del sector del automóvil en los años 50 dio paso al inicio de cambios demográficos profundos en la ciudad. Con el coche privado y la construcción de la primera autopista urbana subterránea del mundo, las empresas de la ciudad ayudaron con sus grupos de presión a que se desmantelaran redes de transporte público metropolitano, en Detroit y otras ciudades del Medio Oeste. Era el reinado del coche privado, y todo el mundo podía soñar con una casa en las afueras.
Paradójicamente, coincidiendo con el inicio de su decadencia urbana y social, Detroit creó buena parte de la banda sonora de Occidente, en los 60 y 70, hasta el punto de que, todavía hoy, incluso quienes no se declaran melómanos reconocen sin problemas el acaramelado ritmo del sonido Motown, acompañado por la voz de buena parte de los cantantes afroamericanos más reconocidos de la época. La población blanca de la ciudad prefirió bailar a Marvin Gaye desde los suburbios.
La crisis del petróleo de 1973 produjo un aumento del precio de los carburantes en Estados Unidos, aunque inferior al padecido por Europa o Japón, lo que aceleró la construcción de vehículos compactos en el Viejo Continente y Asia que competirían con los estadounidenses. Un descenso en las ventas de los Big Three coincidió con la llegada de la heroína y el crack a la ciudad, que hicieron estragos.
La que fue capital del automóvil
En las últimas décadas, la palabra Detroit ha consolidado su significado metonímico y quienes la usan se refieren, en la mayoría de ocasiones, a la industria del automóvil de Estados Unidos, por ser la sede de las tres principales compañías automovilísticas del país, las Big Three.
General Motors y Chrysler, por un lado, luchan por recuperarse de la bancarrota y parecen haberse contagiado del estado de ánimo que se ha consolidado en la ciudad en las últimas décadas, con una constante pérdida de población, abandono de edificios residenciales e incluso espacios nobles y simbólicos; y Ford, ligeramente en mejor forma las anteriores, salvada de las peores consecuencias de la última crisis y confiada en que podrá adaptar con rapidez su profundo conocimiento en vehículos eficientes y compactos como los que vende en Europa al mercado estadounidense, que cambia sus prioridades debido a la recesión, el precio del combustible y la mayor concienciación medioambiental.
Detroit también es, para el ciudadano norteamericano medio, sinónimo de decadencia y sombra de la antaño pujante era del Medio Oeste urbano e industrial que maravilló al mundo en la primera mitad del siglo XX.
Detroit se asemeja a un viejo púgil de boxeo, venido a menos, curtido en mil batallas, abandonado por sus seguidores, olvidado por la prensa.
No obstante, otros ven en la ciudad el potencial de la segunda oportunidad encarnado por el Ave Fénix, como si el viejo boxeador afroamericano, sin dientes ni apenas aliento, se pudiera reencarnar en un personaje como el boxeador interpretado por Russell Crowe en Cinderella Man, un púgil de mediana edad venido a menos que se queda sin trabajo en plena Gran Depresión y decide volver a boxear para mantener a su familia, con tal voluntad que se convierte en campeón mundial.
El mundo al revés: orgullo de la periferia, depresión de la ciudad
La penuria económica, la crisis de ventas y la competencia de otros mercados automovilísticos acabaron de hundir, con el inicio del siglo XXI, la autoestima de Detroit, una ciudad habitada sólo por las clases más desfavorecidas, sobre todo descendientes de los miles de trabajadores negros que emigraron desde el sur del país a cubrir las vacantes industriales del norte, a partir de la II Guerra Mundial.
La población blanca, mayoritaria hasta entonces, inició un progresivo éxodo hacia los suburbios residenciales de clase media que rodean desde entonces la ciudad, generando un fenómeno que ha sido usado desde entonces como alegoría de la evolución social estadounidense hasta épocas recientes.
Una ciudad dinámica que crece en densidad y urbanidad que, tras albergar tensiones sociales entre los últimos en llegar -generalmente los más desfavorecidos-, se encomienda a la autonomía representada por el vehículo privado (Detroit es, de hecho, el epicentro de la cultura del vehículo privado).
Detroit, como otras urbes estadounidenses, fomentó la percepción entre las clases medias de que la vida en los suburbios residenciales, con casa, espacio, vecinos con las mismas inquietudes y, claro, dependencia con respecto del coche debido a la escasa densidad, era el auténtico Sueño Americano, el que merecía la pena perseguir.
Consecuencias sociales de un modelo urbano diseñado para el automóvil
A diferencia de en la mayoría de las principales ciudades de Estados Unidos, Detroit es un caso extremo digno de estudio. En ninguna otra gran urbe, el tejido y dinamismo urbanos han desaparecido casi totalmente debido al abandono de la ciudad por parte de la mitad de la población (sobre todo las clases medias y pudientes) y el deterioro a cámara rápida de edificios que competían en pompa y fineza con aquellos de las principales ciudades de Norteamérica y Europa.
Detroit alcanzó su pico de población en la década de los 40 del siglo XX, con 1.849.000 habitantes, con un descenso de población inferior al 10% en las décadas de los 50 y 60 y el inicio de la estampida social en la década de los 70, cuando el 20% de los residentes dejó la ciudad.
En los 80, el goteo descendió hasta un todavía elevado 14,6% de los habitantes que quedaban en Detroit. Los 90 y el inicio del nuevo siglo confirmaron el punto más bajo, en cuanto a población, de la Ciudad del Motor: 951.270 habitantes en los 90 y, finalmente, 910.920 habitantes censados en 2009.
Según los datos censales de la urbe, el 81,6% de la población es negra, el 12,3% blanca, el 5% es hispana de cualquier raza (con predominio de ciudadanos de origen puertorriqueño y mexicano) y el 1% es de origen asiático.
Si Detroit fuera Manhattan
Si Detroit fuera Manhattan, el fenómeno ocurrido en las últimas décadas sería comparable con el abandono de Manhattan por parte de la población blanca de Nueva York y la permanencia de la población negra en Harlem, mientras Park Avenue y los barrios pudientes del Upper East Side y Upper West Side, así como el Village, Chelsea o el Soho empezarían un acelerado proceso de descomposición, con habitantes de la propia ciudad calando fuego a los bloques de pisos con peligro de convertirse en vertederos no controlados y focos de drogadicción y conflicto entre bandas.
En el símil, el Manhattan convertido en Detroit conservaría un cierto dinamismo en el centro de negocios o “Downtown”. Al fin y al cabo, la zona de los rascacielos de Detroit alberga, aunque en ocasiones sólo a título nominal, a varias de las mayores empresas de Estados Unidos y a la mayoría del sector automovilístico del país, ahora de capa caída.
Pero nada es comparable a Detroit; acaso el decorado urbano de alguna de las películas pseudo-apocalípticas que han acelerado su aparición en los últimos años, al calor de fenómenos como el cambio climático y la acentuación de las catástrofes naturales, la recesión o antiguas creencias como la profecía de 2012 (año del Apocalipsis, según los antiguos Mayas).
La mayor ciudad del Estado de Michigan, con una localización inmejorable debido a la conexión portuaria con el Medio Oeste, los Grandes Lagos (a través del navegable río Detroit) y Canadá, es la única gran urbe estadounidense situada al norte de muchas ciudades canadienses (Windsor, Canadá, está al sur de Detroit).
La revista Time publicó en 2009 una fotogalería de la ciudad con un título tan descriptivo como deprimente para sus habitantes: El hermoso y horrible declive de Detroit.
Dos ángeles industriales caídos: Detroit y Manaos
El ascenso y caída de Detroit, antaño ejemplo industrial de Estados Unidos para el mundo y ahora rival de Nueva Orleans en promocionar las consecuencias del estigma racial, la desestructuración social y la pobre planificación urbana, quizá sólo sea comparable con otra ciudad, todavía más meteórica en su corto reinado y sonora caída: Manaos, la ciudad que Brasil construyó en el corazón del Amazonas.
Como Detroit, Manaos se convirtió en centro de negocios imprescindible para el mundo a finales del XIX y principios del siglo XX debido a la entonces emergente industria del automóvil. Manaos era el epicentro de la industria de extracción de caucho natural, ya que contaba con una ventaja que le otorgaba un monopolio de facto: hasta entonces, las plantaciones de caucho con una escala suficiente para la explotación industrial de su resina sólo crecían con éxito en la cuenca del Amazonas, lo que permitió que la ciudad floreciera en poco tiempo, rivalizando con las urbes de Europa y Norteamérica en sus teatros y parques.
Quisieron y no pudieron
En sólo unos años, las plantaciones de caucho de Asia y, sobre todo, la generalización de polímeros derivados del petróleo mucho más económicos que la resina y sin sus limitaciones de localización y escala industrial condenaron a la ciudad imposible del Amazonas a un largo letargo, alimentada con la humedad tropical y el ritmo de una mera ciudad de provincias en un país pobre.
Otra similitud que denota la pujanza antes del batacazo, el anhelo del nuevo rico: Detroit fue llamada a finales del siglo XIX la París del Oeste, mientras Manaos fue llamada, no mucho tiempo después, la París de la Jungla.
Detroit y Manaos difieren, no obstante, en lo fundamental: la decadencia de la ciudad del Amazonas nunca derivó en la segregación de las distintas etnias, como ocurrió en la Ciudad del Motor, miles de kilómetros al norte, en otro país gigantesco, aunque desarrollado. La mayoría de los que abandonaron Detroit se desplazaron a su corona metropolitana, otro fenómeno peculiar. En Motor City, el “cinturón industrial” se compone de barrios residenciales con mayor poder adquisitivo que la “ciudad” que los generó, un fenómeno inverso al que se observa en ciudades de todo el mundo, incluyendo Barcelona y Madrid.
“Renacimiento” fallido a la americana
El renacer de una ciudad que ha perdido su autoestima con la velocidad que ha bajado su censo de habitantes es una de las obsesiones de los mandatarios, personalidades y organizaciones más significativas de la ciudad.
A finales de los 70, coincidiendo con un aumento de la conflictividad social y la acción delictiva de bandas y delincuentes que se convirtieron en poco menos que héroes para parte de la juventud de la ciudad (Butch Jones, Maserati Rick, los hermanos Chambers), la heroina y el crack se convirtieron en un problema en toda la ciudad.
El Consistorio municipal intentó reimpulsar una urbe deprimida con el Renaissance Center, a finales de la misma década, un complejo de rascacielos que se convirtió en una “ciudad dentro de una ciudad”. Si lo que pretendía era reimpulsar la ciudad de Detroit, el Renaissance Center fracasó estrepitosamente, al ser un complejo de negocios conectado por autopista con los suburbios y prácticamente segregado del resto.
Ni siquiera logró aplacar una tendencia que se aceleró en los 80 y 90, y no paró con el nuevo siglo: la fuga de empresas de la ciudad hacia su periferia o incluso otros Estados.
Si el Renaissance Center confundió sus anhelos y sus objetivos, pensando que el vigor económico atraería prosperidad y, como consecuencia, afectaría positivamente al resto de la ciudad, los responsables públicos de Detroit llevaron sus sueños de reimpulsar la urbe “desde arriba” hasta sus últimas consecuencias en cuanto a mercadotecnia. De no ser así, no se entendería cómo a la gran ciudad más deprimida de Estados Unidos, donde el precio de enormes casas en deplorable estado se acerca a cero, se rebautizó a sí misma como The Renaissance City.
Medios como The Economist se han llegado a preguntar si existe alguna fórmula plausible para cambiar el rumbo de una urbe en una larga y deprimente caída.
Por qué en Detroit el Ave Fénix y la palabra “renacimiento” se toman muy en serio
En los últimos años, no obstante, se ha producido un cambio crucial en la ciudad que ha logrado que muchos crean en que se está produciendo un auténtico cambio, un Renacimiento de la propia ciudad de Detroit, y no sólo sus suburbios de clase media.
Se trata de un cambio de actitud por parte de sus propios habitantes. Coincidiendo con el surgimiento de una concienciación medioambiental popular en Estados Unidos y el resto del mundo, muchos individuos de la ciudad, tanto a título personal como en organizaciones civiles, se han propuesto no sólo que Detroit recupere el vigor de antaño, sino que se convierta en ejemplo mundial de regeneración urbana y sostenibilidad. Y están dispuestos a provocar este cambio, cueste lo que cueste.
Paul Harris explica en The Guardian cómo muchos habitantes de Detroit son conscientes de que el proceso de despoblación y degradación de la ciudad ha llegado demasiado lejos y, si Detroit quiere recuperar vigor, debe hacer frente a la dura realidad de sus calles y habitantes, un alto porcentaje de los cuales vive bajo el umbral de la pobreza.
Agricultores urbanos
Mark Covington, de 38 años, ha asistido a los profundos cambios de su barrio de Detroit desde que era niño. Hace tiempo que las suntuosas casas y tiendas fueron primero cerradas, luego prácticamente abandonadas. Muchas de ellas se convirtieron en solares vacíos, llenos de basura. Los edificios, recuerda, o fueron pasto de las llamas (fuegos provocados por los propios habitantes), o demolidos. Ahora, muchos de estos espacios, a menudo vallados, recuperan su estado silvestre, con árboles, arbustos, flores, hierba alta.
Ahora, se plantan -a menudo de manera literal- las semillas del cambio en Motown. Si sus calles albergan la increíble cifra de 33.000 solares y edificios abandonados, una cifra que en otros lugares sólo sería explicable a los efectos provocados por un vertido tóxico, una epidemia o una guerra, sus habitantes creen que esta realidad puede, por una vez, ser aprovechada en favor de la ciudad.
Tomando ideas que parten de la permacultura, las comunidades en transición (Transition Towns), la tecnología adecuada y la agricultura de guerrilla, entre otras tendencias contemporáneas sobre urbanismo sostenible, muchos solares están siendo convertidos en huertos urbanos.
Tanto por habitantes de la ciudad como por una nueva generación de hipster que han llegado a Detroit desde otros puntos de Michigan y Estados Unidos. Creen que es el momento de convertir una ciudad fallida en una ciudad verde, transformada por un tejido social que sigue registrando niveles de pobreza, drogadicción y crimen más elevados que la media estadounidense.
Si bien muchos de estos “jardines comestibles” que nacen por toda la ciudad son producto de la colaboración desinteresada, más o menos organizada, entre grupos de ciudadanos, existen también proyectos empresariales para gestionar estos nuevos huertos, como Hantz Farms, un proyecto respaldado con millones de dólares, con la intención de erigir la mayor granja urbana del mundo, justo en el centro de Motor City.
A la depresión, económica y de población, que vive la ciudad, muchos ciudadanos y negocios quieren responder con trabajos de cuello verde, muchos de ellos todavía en estado embrionario, surgidos en la economía informal, aunque el capital riesgo se acerca a las ideas más prometedoras.
Cambio desde la base
La auténtica regeneración de Detroit está llegando desde sus propios ciudadanos. Se suceden las granjas urbanas, como la de Linwood Street, situada en un rincón típico de Detroit: tiendas semi-derruidas por el fuego, edificios vacíos, solares llenos de maleza y basura.
La granja urbana de Linwood Street, con una enorme producción y una extensión de varias manzanas, cumple su cuarto año de cosecha; ayudados por un pequeño tractor John Deere, los vecinos plantan maíz, calabazas y patatas. Los residentes, que se ocupan de que no haya vandalismo, pueden realizar pequeñas cosechas gratuitamente. Este huerto ha sido desarrollado y promovido por Urban Farming, organización creada por Taja Sevelle, antigua protegida del cantante Prince, como quiera que haga llamarse en la actualidad.
No todos los huertos urbanos creados recientemente en Detroit tienen la extensión de la granja de Linwood Street. Algunos de los 900 nuevos “jardines comestibles”, contabilizados recientemente por una organización, son espacios anteriormente ocupados por una sola casa, o incluso jardines verticales.
¿Un ejemplo para el resto del mundo?
Muchos ven en los vigorosos huertos urbanos que nacen en Detroit, muchos de ellos espontáneamente y fruto de la voluntad y el trabajo desinteresado de los vecinos de los distintos barrios, cansados de asistir a la degradación de los solares y edificios abandonados, una oportunidad para regenerar la ciudad desde la base.
En esta ocasión, en lugar de crear un exclusivo centro de negocios como el “segregado” Renaissance Center, el cambio partirá desde los propios solares abandonados, hasta ahora el símbolo mismo de un proceso de decadencia aparentemente imparable.
No sólo aumenta el número de huertos y de personas que obtienen alimentos orgánicos cosechados junto a su casa. Detroit se ha convertido también en una de las ciudades con un mayor atractivo para quienes van en busca de trabajos verdes (o “de cuello verde”, como en ocasiones son descritos, en contraposición a la clásica clasificación de trabajos de cuello blanco y azul).
Ya hay analistas y emprendedores convencidos de que en Detroit hay vida después de los Big Three. Incluso los tres grandes fabricantes automovilísticos de Motor City parecen vivir un proceso catártico similar al de la ciudad. General Motors ha invertido dinero y esperanzas en el coche eléctrico Chevrolet Volt, que empezará a entregarse a los usuarios en 2011. Ford y Chrysler también preparan sus propios modelos eléctricos.
Incluso, como no ocurría desde hacía décadas, nacen pequeñas empresas en la zona con la intención de hacer los coches del presente más sostenibles, ya sea fabricando baterías para vehículos eléctricos, ya sea haciendo el motor de explosión mucho más eficiente. También hay varias compañías del sector de las energías alternativas en la zona.
La startup de Detroit Ecomotors, por ejemplo, cuenta con el respaldo de la firma de capital riesgo de Silicon Valley Khosla Ventures, así como de Bill Gates, para hacer realidad su motor de combustión ultra-eficiente.
Ciudad fallida o Arcadia potencial
Detroit puede ser vista como una ciudad fallida o, por el contrario, como símbolo mismo de una de las actitudes más valoradas por la cultura estadounidense, la segunda oportunidad. En esta ocasión, Detroit no se conforma con asfaltar y engalanar las calles céntricas, como hiciera Thomas Edison hace más de un siglo, al electrificar la mayor avenida de la ciudad.
Ahora, la promesa de los trabajos verdes, muchos de ellos relacionados con el profundo cambio que vive el sector del automóvil, en transición hacia modelos menos contaminantes y a menudo con motor eléctrico, converge con la voluntad de miles de ciudadanos que no sólo están dispuestos a permanecer en la ciudad.
Quieren convertir miles de solares, descampados y naves industriales abandonadas en una nueva Arcadia urbana. En ocasiones, los cambios son propulsados por un cambio en la actitud cotidiana de la mayoría silenciosa.