Clic. Éramos “ciudadanos” y, pulsando -con una sonrisa- sobre los nunca leídos contratos de los principales servicios tecnológicos que sustituyen gradualmente nuestro yo analógico, nos convertimos en meros “usuarios”.
De ciudadanos a usuarios. En terminología del mundo del software, podemos hablar de “downgrade”. Etimología del palabro: degradar, reducir en complejidad, eliminar partes innecesarias para evitar posibles conflictos o taras.
Algo así como si el individuo postmoderno hubiera trocado con gusto su angustia existencial (demasiado Schopenhauer, demasiado Dostoyekski, demasiado Houellebecq, pues no hay nihilismo sano) y hubiera vuelto a comprar el anhelo platónico de quien aspira al perfeccionamiento ideal de una foto de Instagram pasada de contraste.
Tu atención vendida en porciones
El ensayista Tim Wu nos recuerda a los “usuarios” de a pie, suficientemente satisfechos con los beneficios del teléfono y las aplicaciones que nos siguen -y vigilan, diría otro- en el día a día, y suficientemente ocupados como para mostrar espíritu crítico a la vez constructivo y exigente -el mismo que sirvió para mejorar sectores y servicios en el pasado-, que nosotros somos el producto (The Attention Merchants, ensayo con un subtítulo descriptivo: “del diario a los medios sociales, cómo se vende nuestro tiempo y atención”).
No sólo constituimos el producto que se vende a terceros, sino que nuestras acciones electrónicas proyectan unas trazas que, estudiadas, ofrecen una compleja radiografía de nuestras ideas y deseos: si los reguladores no lo impiden, conviviremos con una intromisión cada vez más sutil y elocuente de publicidad contextual que tratará de vendernos productos, servicios… e ideas o tendencias. También puntos débiles.
Cualquier cínico mínimamente informado argumentará con convicción que redes sociales o motores de búsqueda serían incapaces de tergiversar el voto o las convicciones más sólidas y profundas de una sociedad bien educada y con un pensamiento crítico desarrollado. Olvidarán que, para que existan buena educación y pensamiento crítico en lo que Henri Bergson, Karl Popper y Hannah Arendt llamaron “sociedad abierta”, es imprescindible disponer de medios de comunicación veraces que capaces de distinguir entre línea editorial y propaganda (La sociedad abierta y sus enemigos, Karl Popper, 1945).
Servicios que nos tratan con condescendencia
En el modelo digital actual, con la personalización de contenido a medida de cada individuo, la difusión informativa se transforma, pierde viejos filtros y campa sin mayor supervisión que su rentabilidad económica. Para Facebook, un mensaje se definirá -o, más adecuadamente, etiquetará- por su interés (difusión, viralidad) y rendimiento económico derivado, y no por su verificabilidad. En sus términos de uso, Facebook exime toda responsabilidad sobre el contenido que difunde, al ser publicado por usuarios del servicio.
Sustituida la influencia de la vieja prensa, sometida a controles propios a cualquier disciplina de humanidades, por una información donde valores como la veracidad o el interés social se supeditan a la popularidad y su explotación, aparecen aberraciones como la versión contemporánea del modelo AgitProp surgido en la época revolucionaria de inicios del siglo XX.
Y cuando los proveedores de publicidad y contenido diseñado para influir y polarizar se decanten por presionar a grupos de población para que opinen o voten de un modo determinado, no habrá manera de averiguar a ciencia cierta cómo ha ocurrido, pues Facebook y sus competidores se escudan en su propio desconocimiento sobre el propio comportamiento del entramado de algoritmos que dirigen: un modelo de negocio cuyo núcleo es una “caja negra” ajena al escrutinio público, bajo el pretexto de que se trata de su producto propietario, el equivalente a su fórmula de la Coca-Cola.
Pulsar con pulsión
A finales de junio de 2017, Mark Zuckerberg anunciaba que Facebook había alcanzado 2.000 millones de usuarios activos, convirtiendo a quienes no usamos el servicio en una minoría en varios países con elevada penetración de Internet.
Facebook es el arquetipo de la nueva generación de servicios que invita a sus usuarios a ceder su privacidad y compartir sus secretos aspiracionales más freudianos para otorgarles valor económico a continuación, ligando publicidad contextual a comportamientos que el servicio conoce. Servicios como Facebook dependen del ascenso y ubicuidad del teléfono inteligente como una extensión de nosotros mismos, que se habría producido de otro modo si Steve Jobs no hubiera cambiado el ritmo de la telefonía móvil con la primera versión del iPhone.
Jobs vendió el aparato como “un iPod, un teléfono y un dispositivo de Internet”, sin comprender entonces el auténtico negocio: las aplicaciones y el modelo de ecosistema cerrado que representan, que llegarían después gracias a la presión de los ejecutivos que habían visto claramente la oportunidad. Para crédito de Jobs, que mantuvo siempre un límite a sus hijos en el uso de pantallas, la herramienta que concibió no tenía el objetivo inicial de absorber nuestra personalidad analógica y atacar nuestra capacidad de autocontrol céntimo a céntimo, “me gusta” a “me gusta”, foto a foto.
El espejo idealizado (e inauténtico) de Instagram
En el modelo ahora preeminente, el proveedor del dispositivo se convierte en prestador del servicio y árbitro de las aplicaciones de terceros, que pueden verse “superadas” por la competencia de aplicaciones del propietario del ecosistema. Un conflicto de intereses que se ha multiplicado sin que reguladores europeos o estadounidenses hayan hecho nada por evitarlo.
Este artículo se publica en un día de presentación de producto de Apple, lo más parecido en la actualidad a la liturgia de una ceremonia expiatoria entre los menos críticos y más despistados de los “usuarios” (que no ciudadanos) hiperconectados de hoy. Es el día en que se olvida el uso menos equilibrado de los cacharros que nos envuelven; quizá el momento en que tendríamos que ser más críticos con las cesiones de privacidad y tiempo que hemos realizado a un puñado de empresas cuyo objetivo no es nuestro bienestar, economía familiar o equilibrio emocional.
Poco después de una década desde la presentación del dispositivo que cambió nuestra forma de comunicarnos, trabajar y divertirnos, el primer iPhone, nuestra veneración acrítica por Silicon Valley mantiene cotas más altas de lo que demandaría cualquier análisis mínimamente crítico y concienzudo.
En el nuevo evento de Apple, pronto uno más, hay puesta de largo del nuevo campus de la compañía, con su forma (y aspiración) platónica; hay modelos de iPhone nuevos -incluyendo presumiblemente una versión conmemorativa-, todavía novamás de la mentalidad del “solucionismo” tecnológico (apriete este botón y salvará el mundo, publique esta foto y Cartier-Bresson bajará del Olimpo a celebrarlo), recuerdo emotivo del gurú desaparecido, que hizo pensar diferente a todo el mundo hasta que, como en una fábula de las mil y una noches, nadie lo pudo ser más; y otras sorpresas y actualizaciones menores.
El último desconectado
Cuando todo el mundo ha pensado diferente, el despistado se convierte en reducto de originalidad de la humanidad. El último desconectado. A eso parece aspirar la grandiosa muestra de poder corporativo e ingenuidad que demuestra una sede cuyos impulsores se han interesado menos por cuestiones “secundarias”: el tráfico en la zona, el precio medio de la vivienda y los servicios básicos, y otras minucias propias de personas de a pie (antiguamente “ciudadanos” a secas, hoy día usuarios potenciales, así como proveedores en potencia de autoempleados de la economía de bolos o uberización).
Dado el papel del contenido polarizador y propagandístico en Facebook sobre el resultado del referéndum sobre la UE en el Reino Unido y las últimas elecciones estadounidenses, órganos como la Comisión Europea estudian acciones para aclarar cuál es la naturaleza editorial de servicios como redes sociales o motores de búsqueda, sobre todo en temas capaces de decantar elecciones.
La propia red social ha dado varios pasos para, según sus comunicados, mejorar el servicio, sin por ello reconocer la responsabilidad sobre el contenido que se publica en el servicio. Facebook quiere permanecer como repositorio capaz de beneficiarse económicamente del contenido difundido entre sus usuarios, pero desestima su responsabilidad editorial, al no considerarse a sí medio de comunicación. Medio o no, su influencia está fuera de toda duda.
Buscando la sociedad abierta en jardines vallados
No todo es optimismo de cara a la galería y relativización de problemas y polémicas en torno a la política y gestión del día a día en las compañías más ricas, poderosas e influyentes del mundo, aunque jueguen todavía, con el consentimiento del público -a priori, y de momento, dueño de su propia percepción de la realidad-, con la imagen de empresas de mentalidad contestataria, capaces de mantener un póster o una fotografía de banderas piratas y grandes personalidades a contracorriente.
Justo cuando varios escándalos aclaran el cada vez más público papel de servicios como Facebook en la creciente polarización de la opinión pública de las “sociedades abiertas” (que destacan por altos niveles de educación, prosperidad y respeto de libertades, según la definición de Henri Bergson -refiriéndose a la Europa continental- y Karl Popper -refiriéndose al mundo anglosajón-), la maquinaria de relaciones públicas de Silicon Valley se apresura a vender el marcado “progresismo” del sector tecnológico.
Peter Thiel, que algún día tendrá que explicar con detenimiento su apoyo a Donald Trump, permanece eso sí, en el consejo de dirección de Facebook, compañía en la que invirtió antes que nadie.
Servicios de autoestima en botella
Difícilmente se sabrá si hubo o no alguna mediación entre la dirección de la empresa y quienes usaron la plataforma con fines propagandísticos para favorecer al ahora presidente. Otro inversor temprano en Facebook es el magnate ruso Yuri Milner, propietario del conglomerado mediático Digital Sky Technologies.
Un progresismo social, eso sí, que contrasta con la militancia a ultranza con la desregulación fiscal y laboral y el desmantelamiento de la estructura productiva que ha sustentado clases medias y Estado del Bienestar desde finales de la II Guerra Mundial. Por no hablar de la preeminencia de voces abiertamente pro-Trump afiliadas a la extrema derecha supremacista (como el empleado de Google expulsado por, en esencia, jactarse de que Silicon Valley debe permanecer blanco y masculino, debido a la inferioridad mental en cuestiones técnicas de mujeres y minorías).
La misma pose progresista y declaración edulcorada de buenas intenciones que Mark Zuckerberg pretende transmitir a través del equipo que le ayuda a actualizar su muro de Facebook con estilo desenfadado y fresco -o eso intentan estos pseudo-profesionales de la frescura, dando por sentado que no es posible difundir “autenticidad”- paseándose por el interior rural de Estados Unidos y haciéndose fotos como los filántropos de hoy y los dictadores de antaño: desfavorecidos y desgraciados varios que sonríen ante la gran personalidad junto a ellos.
Nueva era para los profesionales de la inestabilidad
Mientras tanto, salen a la luz los entresijos del uso de publicidad contextual de Facebook a cargo de los servicios secretos rusos para influir sobre votantes estadounidenses antes de las elecciones.
La inteligencia rusa, que ha adaptado su estructura a los nuevos tiempos tras el colapso soviético gracias a la apuesta de Vladímir Putin, él mismo antiguo miembro del KGB-FSB en la extinta Alemania del Este, ha sabido identificar el potencial de la red social como herramienta de agitación propagandística personificada. El sueño de cualquier experto en AgitProp.
Margaret Sullivan y Siva Vaidhyanathan detallan en The Washington Post y en The New York Times, respectivamente, el papel de Facebook en la elección de Donald Trump y el clima político divisivo que ha minado la convivencia en Reino Unido y Estados Unidos, y lo ha intentado en otros países (durante las últimas elecciones holandesas, francesas y, pronto, alemanas).
El debate sobre si Facebook o Google deberían difundir los mensajes políticos con la responsabilidad que asumen en su difusión los medios de comunicación convencionales llegará hasta donde quieran tanto la presión de una opinión pública indolente en este tema (cuando no totalmente ingenua sobre el potencial de empresas privadas para manipular su opinión política, poner precio a su información e influir sobre sus compras) como los reguladores, tentados a hacer la vista gorda gracias al merodeo de grupos de presión supeditados a Silicon Valley, como ha quedado claro en la última polémica entre Eric Schmidt y el think tank con sede en Washington New America Foundation.
Prensa tecnológica: la delgada línea entre información y publirreportaje
Así, y mientras seguimos confiando en la buena fe e infalibilidad de servicios dominados por Facebook, Google o Amazon, entre otros, apretando al “me gusta” y comprando productos y servicios que dejarán poco o ningún rédito en nuestro lugar de residencia (estas firmas no pagan, de momento, impuestos proporcionales a su actividad en los distintos mercados donde operan), cuando no contribuyendo a que servicios que pagan impuestos (taxistas, hoteleros) cierren por la facilidad de uso de servicios que no hacen el mismo esfuerzo fiscal, los equipos jurídicos de estas compañías presionan para que poco o nada cambie, asistidos por una prensa tecnológica que perdió su sentido crítico en el retorno de Steve Jobs a Apple, hace ya dos décadas.
¿Dónde está la crítica lúcida e independiente, así como persistente? Los grandes medios, incluyendo The New York Times, evitaron la crítica a Silicon Valley enarbolando el mismo entusiasmo naïf que todos hemos demostrado durante el ascenso meteórico de Internet, la telefonía móvil y los servicios electrónicos que ahora lo envuelven todo. John Markoff (instalado en Silicon Valley) o David Pogue (hace tiempo fuera del diario, informando -o, mejor dicho- publicitando productos- desde Nueva York), entre otros, comentaron sin criticar durante años, y cuando buscaron su independencia lo hicieron desde el interior de un relato que habían asumido.
El vacío dejado por las grandes firmas, demasiado conniventes con el sector, ofreció una oportunidad a voces que muestran mayor capacidad crítica e independencia, si bien escriben para un nicho ya informado y al corriente de las tiranteces entre Silicon Valley, reguladores y usuarios, tanto críticos como acríticos.
De apestados a voces críticas reconocidas
Ha hecho falta esperar a que sean algunos de los propios protagonistas del ascenso de la industria tecnológica a la cúspide en beneficios corporativos, capitalización bursátil e influencia geopolítica los dispuestos a criticar los excesos de una industria que ha engullido el mundo analógico, ha desmantelado sectores y desprovisto de sentido empleos de intermediación sin aportar una compensación económica, laboral o ética: no es que el software se esté comiendo el mundo, es que lo está haciendo sin pagar impuestos, crear empleos o velar por la salud mental de sus clientes.
Las críticas más punzantes sobre nuestra indolente dependencia de algoritmos controlados por empresas sin interés en nuestro bienestar no procederán del interior de este propio ecosistema, sino de quienes lo conocen con profundidad de “insider”, pero se han ganado su independencia.
No es casual que voces críticas con el aumento de servicios opacos que anteponen beneficios a principios éticos básicos procedan del mundo tecnológico, pero no trabajen para ninguno de los gigantes que dominan los mayores servicios en las pantallas digitales que han afianzado su presencia en nuestra vida cotidiana.
El mérito de llamar las cosas por su nombre
Algunos ejemplos con presencia en los medios en los últimos meses, mostrando un punto de vista crítico y autónomo con respecto al relato que emana de Silicon Valley: David Heinemeier Hansson, DHH, es cofundador de una empresa de aplicaciones de productividad, con sede en Chicago. También es conocido por los ensayos que escribe con Jason Fried, así como la autoría del lenguaje de programación Ruby.
DHH no presume de trabajar todo el tiempo, sino que recomienda separar trabajo y vida personal, descansar y llevar una vida equilibrada para, luego, poder estar a la altura cuando se trabaja. En vez de montar guardia en el puesto de trabajo o en la pantalla del teléfono, dice el programador danés afincado en Estados Unidos, ¿por qué no trabajar las horas normales de una jornada laboral, pero convertirlas en realmente productivas?
A DHH, que ha reconocido en varias entrevistas su inspiración en el estoicismo como filosofía de vida, le da tiempo para disfrutar de su familia y competir en automovilismo de resistencia (incluyendo la prueba legendaria de esta modalidad, las 24 Horas de Le Mans.
El programador neoyorquino Anil Dash, pionero en el mundo de los weblogs con las plataformas Movable Type y Typepad, y en la actualidad dirigente de la firma de gestión de software Fog Creek (creadora de FogBugz), es otra de las voces críticas con la cultura de adicción al trabajo y veneración por el crecimiento a base de inyecciones de capital externo que domina el ecosistema de empresas tecnológicas en la bahía de San Francisco.
Cadáveres en el armario del utilitarismo de Silicon Valley
Anil Dash ha mantenido su influencia en el mundo tecnológico pese a permanecer en Nueva York y criticar el corporativismo con pátina de infalibilidad que domina en el relato mediático y de relaciones públicas de Silicon Valley (combinación del cultismo de la tecnología à la Steve Jobs y la veneración por gurús del pragmatismo empresarial y ultraliberalismo como Charlie Munger, socio de Warren Buffett).
Dash ha criticado la desconexión entre la filosofía aparentemente meritocrática de la fábrica de “unicornios” (empresas que se popularizan hasta que su valuación especulativa alcanza al menos los 1.000 millones de dólares, aunque su progresión haya dejado ingentes deudas por el camino, que se saldarán en una hipotética salida a bolsa) y la realidad social y empresarial de Estados Unidos, con datos preocupantes como la marginación de minorías y una cultura corporativa que ha sido definida por muchos trabajadores como “tóxica”.
Anil Dash (enero de 2016):
“Es necesario que desafiemos nuestra definición de éxito y progreso, y que paremos de considerar nuestro trabajo en puros términos económicos. Necesitamos mejorar radicalmente nuestros sistemas de retribución, responsabilizarnos de acreditaciones y atribuciones, y ser generosos y justos con recompensas y remuneraciones. Tenemos que considerar el impacto de nuestro trabajo en el planeta. Tenemos que considerar el impacto que tiene nuestro trabajo en instituciones cívicas y académicas, en expresión artística, en cultura.”
Tanto DHH como Anil Dash han argumentado que la supuesta defensa de la libertad de expresión y la aversión a las regulaciones de determinados pesos pesados de Silicon Valley es una pose cínica que oculta una filosofía próxima al utilitarismo de corte más radical: reducir costes al máximo (por ejemplo, invirtiendo en grupos de presión que eviten el aumento de impuestos corporativos) y evitar el escrutinio público para “monetizar” -el palabro se las lleva- al máximo sus servicios sin temer sanciones o leyes que eviten o reduzcan el dominio monopolístico.
Los que no quisieron entrar por el aro
Maciej Cegłowski, fundador del servicio de gestión de marcadores sociales Pinboard, es otro de los críticos del ecosistema de capital riesgo y empresas tratando de aumentar su valor con la mayor rapidez, agresividad y opacidad posibles, un círculo virtuoso sobre el que se explayaba DHH en un artículo de 2015.
Afincado en Silicon Valley, Cegłowski se presentó como en el programa de asistencia a proyectos de Y Combinator, pero desavenencias con la gerencia (propietaria del agregador Hacker News) debido a sus críticas hacia Hacker News bloquearon su entrada en el programa de la incubadora (pese a recibir el mayor número de votos).
Sus desavenencias públicas con Sam Altman, actual presidente de Y Combinator, ejemplifican la tensión entre quienes creen que el mundo tecnológico debería ser más transparente y aportar más a la sociedad y quienes creen que la desregulación y las críticas a la cultura laboral de empresas como Uber son apenas un problema estético que se saldará con mejores relaciones públicas. El riesgo, dice Cegłowski, es adentrarnos sin vuelta atrás en el capitalismo de vigilancia.
De la Ilustración a una nueva oscuridad
Ha hecho falta que sea un “insider-outsider” experto en mundos distópicos el encargado de describir la situación estratégica actual del mundo tecnológico con el realismo descarnado que se merece: el escritor de ciencia ficción Cory Doctorow dedica su última colaboración en la revista Locus a explicar los riesgos de un nuevo escenario tecnológico que nos devuelve a una posición de inferioridad previa a la Ilustración.
Se trata del fin de un arbitraje de técnicas y procesos racional e independiente, a través de la llamada revisión por pares (evaluación del rigor científico de una idea, producto o servicio): al carecer de métodos de supervisión y medición del mundo que nos rodea (desde los servicios de Internet al termostato electrónico del hogar), el proveedor de un producto o servicio puede anteponer su interés al del usuario o la sociedad, y usar técnicas o algoritmos para engañar cuando no pueda ser cazado.
Cory Doctorow empieza su análisis recordando que siempre ha existido el engaño y la picaresca, pero en el mundo analógico era posible establecer métodos de control que funcionaban como disuasores de grandes fraudes (por ejemplo, el control físico del tipo y pureza de combustibles en gasolineras, etc.): el coste del asumir el riesgo de engañar era mucho más elevado que la recompensa.
El mundo digital permite personalizar el engaño
A medida que los productos y servicios se sofistican y la tecnología propietaria se aleja de la comprensión de usuarios y expertos, la picaresca de guante blanco se convierte en un riesgo masivo con consecuencias para la salud pública, el medio ambiente, etc.: engañar en los componentes de productos de uso diario, o adaptar las emisiones de un vehículo para que incluyan un modo de bajas emisiones para el día de la supervisión (Dieselgate).
“Cada vez más, los dispositivos para el fraude se comportan de manera diferente en función de quién los observa. Cuando detectan encontrarse bajo escrutinio, su comportamiento muta hacia un estándar más aceptable, menos flagrante.”
Sin caer en la ilegalidad flagrante, muchos negocios se han decantado por el fenómeno del redondeo hacia la compañía, siguiendo el modelo de negocio de los fabricantes de impresoras que alertan sobre el agotamiento de los consumibles antes de tiempo; conscientes del uso de tinta de terceras marcas, fabricantes como HP han incluido en actualizaciones obligatorias de sus equipos detectores de consumibles ajenos a la compañía, bloqueando su uso.
Alquimistas y vendedores de motos
Ejemplos como éste muestran la expansión, dice Doctorow, de una mentalidad de compañías que tratan a sus usuarios como enemigos; hay tractores que no funcionan si quien ha comprado el producto no paga por la actualización de software (John Deere), vehículos que pierden su garantía si son llevados a un mecánico ajeno al servicio oficial, o incontables contratos de garantía que la compañía cancela de manera unilateral si el producto es manipulado por terceros.
El fenómeno es difícil de frenar, pues la transición desde productos acabados a servicios conectados a Internet implica la actualización remota y unilateral desde la compañía que, bajo el pretexto de arreglar o mejorar algo, incluye en la actualización métodos favorables a sus intereses económicos, a poder ser ocultos a “propietarios” (ahora, meros “usuarios”) y representantes de sus intereses de consumidor (inspectores e investigadores, gubernamentales o independientes).
El riesgo, argumenta Cory Doctorow, es volver a un modelo de supeditación más propio del medievo:
“Antes de la Ilustración, antes del método científico y la revisión académica, la ciencia estaba en manos de los alquimistas, que trabajaban en secreto.
“Los alquimistas -como el resto de humanos- son mediocres técnicos de laboratorio. Sin revisores académicos para señalar los defectos en sus experimentos, los alquimistas combinaban su falibilidad humana con pobre diseño experimental. Como resultado, un alquimista podía toparse con que el mismo experimento produciendo un resultado distinto en cada ocasión.”
Comerciantes de fórmulas secretas
Con un pobre diseño y una peor supervisión, los alquimistas permanecían en una época de superstición, más atenta a las explicaciones sobrenaturales que al pensamiento socrático.
Paradójicamente, los productos más avanzados de la actualidad conducen usuarios y a supervisores a la confiar en la buena voluntad de corporaciones y algoritmos que -reconocen algunas de estas compañías- empiezan a adaptarse por sí mismos gracias a procesos de aprendizaje automático.
Los productos más “inteligentes”, fruto del sistema de progreso científico de la Ilustración, se vuelven opacos, en un intento de devolvernos a la era de la alquimia: la “magia” que ocurre bajo esos productos y servicios cerrados debe ser supervisada por “alquimistas”.
¿De verdad queremos un mundo dominado compañías que decidan qué es justo y qué no lo es, dejándonos fuera de la decisión? ¿No sería posible tener ambas cosas, el buen producto y la supervisión de usuarios y sociedad?
El acto (casi) revolucionario de molerse el café
Cory Doctorow reflexiona sobre políticas de transición para revertir hacia un ecosistema de productos que carezca de la posición de fuerza actual, para evitar así que nuestros productos tecnológicos nos chuleen como lo haría un camello de poca monta con un cliente enganchado que seguirá pagando.
“Cuando el riesgo de ser pillado es bajo, entonces aumentar la pena es la mejor iniciativa contra una acción punible. La alternativa son tostadoras que no aceptarán pan de empresas no solicitadas y lavaplatos que no lavarán platos autorizados.”
De momento, el mercado de consumibles de café ya se comporta como expone Doctorow.
A esas vamos si no lo evitamos. Recordemos que el éxito del sector tecnológico se basa en la confianza depositada por nosotros en su buena fe. La confianza es una presunción basada en un juicio de valor y, por tanto, mutable.
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