Después de los jóvenes adultos de hoy -la misma Generación Y o “millennial” a quien se achacan todos los males acumulados, desde la decadencia de Occidente a la muerte de Manolete-, llega la “generación smartphone”: los adolescentes de hoy.
Si los millennials habían acaparado hasta ahora todas las críticas, los adolescentes actuales, a un smartphone pegados como un soneto de Quevedo, son ya blanco de críticas redobladas sobre las consecuencias de nuevos hábitos todavía no asentados con naturalidad en la sociedad y -por desconocimiento o falta de concienciación- todavía poco regulados.
Llegan los nuevos estudios y las reflexiones al respecto habrían sorprendido a quienes todavía identifican adolescencia con exposición gradual al riesgo, licencia para equivocarse, tolerancia ante cualquier error de juicio subsanable, o espíritu contestatario: más protegidos físicamente que nunca pero dejados a su aire en su contacto con las nuevas tecnologías, los adolescentes actuales -constatan varios estudios- son más propensos a sufrir trastornos.
Más allá de la dicotomía intergeneracional
Sin comprar todavía la tendencia de cualquier generación que se adentra en la edad madura, incluyendo a todos aquellos la tierra de nadie postmoderna entre los hábitos todavía influenciados por la parrilla de los medios de masas (Generación X y los Unplugged de MTV) y la malograda esperanza de que Internet fuera la cura de todo vivida por la Generación Y, los adolescentes actuales (Generación Z) se diferencian claramente de las cohortes anteriores en hábitos asociados a su edad: practican menos sexo, beben menos y padecen mayor depresión.
La Generación Z, o “centenaria” (del inglés “centennial”, por oposición al apelativo “millennial” de la cohorte inmediatamente anterior) sale menos en pandilla, está físicamente más recluida y ha entrado en contacto con un mundo con acceso ilimitado a servicios de Internet a través de pantallas de distinto formato, observando -y experimentando en primera persona- hábitos digitales poco saludables de la “vida conectada” de los adultos de su entorno.
Experimentos clásicos de la psicología infantil como la prueba de la nube de caramelo (malvavisco) de la Universidad de Stanford en los años 70, en la que se ofreció mayor cantidad de dulces a los niños que pudieron esperar y frenar su instinto de gratificación instantánea, predijeron que los niños con mayor capacidad para esperar (gratificación retrasada) lograron mayores metas en la edad adulta que sus compañeros más impulsivos.
De la cultura del consuelo momentáneo a la del bienestar duradero
Si las cohortes anteriores asistieron a la transición entre herramientas de ocio y trabajo de masas, basadas en la intermediación de expertos, y los servicios ilimitados actuales, la Generación Z sólo ha conocido un contexto con empresas cuyo objetivo (y beneficio) depende de imponerse a nuestra fuerza de voluntad, apelando a la gratificación inmediata.
La interacción “social” por Internet se basa en una comunicación no personal cuyo contexto invita al adolescente a seguir conectado, ofreciendo productos y servicios a los que es es cada vez más difícil decir no: con un acceso sin precedentes a los hábitos de los usuarios -incluso cuando éstos no están conectados, a través de acuerdos con terceros-, Facebook es capaz de detectar el estado de ánimo e inseguridades de jóvenes con un poder de compra limitado, pero con cierta autonomía en el micropago a través de redes sociales y aplicaciones.
Este sistema de consumo digital de “bienestar momentáneo” apela a mecanismos de gratificación similares a los de cualquier hábito obsesivo o adicción, lo que lleva a Jean M. Twenge a especular en The Atlantic si los hábitos de los adolescentes de hoy, que han conducido a la tasa de trastornos mentales y suicidios más elevada de todas las cohortes analizadas, no estarán condicionados por el nuevo “compañero” inseparable de los púberes Z: no es una pandilla, ni un amigo íntimo o un amor platónico; tampoco las actividades en familia, alguna afición escolar o extraescolar, la lectura o la programación de robots. Se trata del teléfono inteligente.
Una cita (mal) atribuida a Sócrates
¿A qué edad debería un adolescente usar un teléfono inteligente y con qué libertad? ¿Está un niño capacitado para afrontar con racionalidad y suficiente madurez cualquier situación de la vida, igualmente listo para entablar una relación con el smartphone sin más límite que la duración de la batería? ¿Hasta qué punto tienen los padres de adolescentes de la Generación Z la potestad moral para regular el uso de las nuevas herramientas, cuando ellos mismos sucumben al mandato de las alertas de Whatsapp, Facebook o Twitter? ¿Hasta qué punto estamos exagerando la queja eterna y paternalista de las generaciones que envejecen con respecto a los últimos en llegar a esa antesala de ensayo y error de la edad adulta llamada adolescencia?
Los más entusiastas con el efecto de las nuevas tecnologías sobre nuestras vidas ridiculizan la creciente crítica hacia la Internet ilimitada en el bolsillo de los adolescentes y el riesgo de que el tiempo empleado en interacciones deshilachadas y con poca profundidad contribuyan a una personalidad con comportamientos todavía más difusos, impulsivos y dependientes del estado de ánimo que en adolescentes anteriores menos expuestos al canto de sirena de dispositivos personales de repente convertidos en supercomputadoras.
A modo de ilustración de la vieja lucha entre viejas y nuevas cohortes, apresadas por el punto de vista de la circunstancia (el mundo no se ve igual en la antesala de la edad adulta que en su cenit o en su ocaso) y el contexto histórico, a mediados del siglo XX los autores William L. Patty y Louise Johnson (Personality and Adjustment, p. 277, 1953), ponen en boca de Sócrates, que fue juzgado por la ciudad de Atenas por, según sus enemigos, pervertir a los jóvenes con ideas descabelladas y no adorar a los dioses del Panteón de la polis, la siguiente disertación retrógrada, adecuada para subrayar la tensión entre generaciones:
“Los muchachos de ahora aman el lujo; muestran malos modales y contradicen a la autoridad; faltan el respeto a los mayores y prefieren la cháchara al ejercicio. Los jóvenes son hoy día como tiranos, y no los sirvientes de sus hogares. Ya no se levantan cuando los ancianos entran en la habitación. Contradicen a sus padres, fanfarronean en sociedad, devoran los postres en la mesa, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros.”
Un sofista y sus alumnos
Si Sócrates (no hay que olvidarlo, fundador del marco de pensamiento en el que florecieron la dialéctica, el empirismo y las filosofías de vida clásicas), se caracterizó por algo, fue por su actitud inconformista y consistente con sus propios valores, hasta el punto que sus alumnos, Platón y Jenofonte entre ellos, convirtieron el ejemplo de su muerte en una de las cumbres de la filosofía hasta hoy, pues el filósofo habría decidido quedarse en la ciudad y aceptar el veredicto de un juicio injusto a salvar la piel y, en cambio, perder así la oportunidad de mostrar hasta sus últimas consecuencias en que consistía sostener una posición razonada en un litigio.
Ni la apología socrática es un acto irracional, egoísta o retrógrado, ni la cita atribuida por William L. Patty y Louise Johnson al filósofo ateniense es correcta: los autores la extrajeron de un pasaje en una obra anterior sobre la gracia clásica (Schools in Hellas, Kenneth John Freeman, 1907), quien no la pudo haber leído de quienes citan al filósofo tras su muerte, pues Sócrates, que siempre se consideró sofista pese a la mala fama de este oficio basado en la retórica, no escribió una sola línea.
Ni Platón ni Jenofonte, ambos autores de una apología sobre la muerte de su maestro, mencionan o atribuyen la cita a Sócrates, ni tampoco los historiadores clásicos posteriores como Diógenes Laercio. La cita sobre la queja de la cohorte mayor en relación a la falta de respeto de los jóvenes es en realidad el pasaje de Las nubes una comedia temprana de un ateniense coetáneo de Sócrates, Aristófanes.
Vigencia de una comedia sobre tensiones entre cohortes
Aristófanes solía mofarse no ya del carácter retrógrado de Sócrates, sino de una peligrosidad contestataria a la altura de la adolescencia, pues el filósofo, célebre por un físico poco agraciado, enseñaba a aprender con herramientas como el diálogo razonado, explorando cuestiones y sus ramificaciones hasta agotarlas, estimulando la flexibilidad necesaria para dejar caminos ya trillados y abrir nuevas opciones.
El argumento de Las nubes, de donde surge la cita mal atribuida a Sócrates, sí ilustra la tensión recurrente entre padres en la madurez acomodaticia y adolescentes consentidos; y, como ocurre con tantas obras del teatro griego clásico, la trama nos serviría para comprender la última “crisis” de los adolescentes recién llegados, que es la crisis de los adolescentes de todos los tiempos, con circunstancias únicas basadas en la coyuntura -sobreprotección, aislamiento físico y conexión digital, exposición cognitiva a servicios que estimulan la adicción- y, quizá, en el impacto de nuevas herramientas como la Internet ilimitada a través del teléfono.
En Las nubes, Estrepsíades, un padre arquetípico ateniense, se las ve con un hijo caprichoso, Fidípides, ocupado sólo de la hípica y las apariencias, lo que requiere afrontar el coste de los caballos, lo que agranda las deudas de la familia.
Estrepsíades trata de resolver la situación enviando a su hijo a estudiar a una escuela filosófica imaginaria, el Pensatorio, una crítica a escuelas como la del propio Sócrates. La idea del padre -recordemos que se trata de una comedia- es que la formación sofística ofrezca a su hijo las herramientas intelectuales para no incurrir en deudas impagables y aumentar su virtud, pero el hijo se niega a ir y acaba yendo el padre.
Los auténticos carcas
En la obra aparece un Sócrates, mencionado con el apelativo de “él mismo”, ocupado en demostrar que Zeus no existe (su laicismo razonado era motivo de polémica en la ciudad, como demostraría el juicio que conduciría a su muerte).
Aristófanes, autor de la comedia, era un ciudadano conservador, ferviente defensor del culto al Panteón griego y enemigo acérrimo de la sofística, pues enseñar autonomía intelectual a los más jóvenes constituía un peligro contra el orden establecido. El padre intranquilo con los adolescentes atenienses no es, por tanto, Sócrates, él mismo aliado intelectual de éstos y ocupado en desatar su potencial, sino el carca Aristófanes.
¿No incurrimos en el error de juicio de Aristófanes, catalogando a los adolescentes como perdidos por el mero hecho de ser expuestos a nuevas ideas atractivas, con capacidad de trastornar el orden establecido hasta el momento? ¿No es la posición de Aristófanes en Las nubes la misma alertó contra la imprenta, la enseñanza universal, el telégrafo, el ferrocarril, el automóvil, la radio, la televisión o el ordenador personal?
La victoria del voto nacionalista en el mundo anglosajón y el auge de los extremismos en el resto de países desarrollados, desde la extrema derecha alemana al independentismo catalán, más papistas que el papa (o dicho con mayor propiedad, más Völkisch que el propio AfD alemán), es un toque de atención necesario al riesgo de la difusión de propaganda y campañas de desinformación orquestadas a través de redes sociales. Pero este fenómeno no debería hacernos perder de vista efectos más positivos del potencial de Internet y de esos superordenadores de bolsillo que llamamos “smartphones”.
Socialización e ingenuidad humana
El riesgo no está tanto en la tecnología como en sus excesos: Facebook es el servicio de información con mayor influencia del mundo y, pese a la posición estratégica de la compañía, que sostiene que es un repositorio y no creador o editor de contenido, su responsabilidad editorial en información tendenciosa que influye sobre el estado de ánimo, la opción de compra o el voto de la población es indiscutible.
Del mismo modo, constatar que los teléfonos inteligentes tengan un impacto directo sobre los adolescentes con mayores problemas de moderar el acceso a servicios diseñados para acaparar nuestra atención (el objetivo de Facebook, Twitter o Google no es nuestro bienestar mental ni el de nuestros hijos adolescentes), no equivale a prohibir su uso por completo, sino a influir para que se produzca un uso productivo y responsable de lo que debería ser una herramienta para potenciar nuestras capacidades, y no un sustituto-comodín de roles que deben afrontar padres, educadores y la sociedad en su conjunto.
Noam Cohen nos recuerda en un artículo para The New York Times que ha llegado el momento de dejar atrás clichés idealizados de Silicon Valley y exigir responsabilidad en las herramientas que usamos a diario, así como evitar monopolios que controlen secciones enteras de la vida cotidiana de buena parte de la población mundial.
¿Cuál es el papel, y la influencia, de las instituciones que inciden sobre nuestra socialización -según Max Weber y la jaula de hierro, Michel Foucault y su normalización, etc.-, desde la familia a la escuela, cuando cualquier adolescente tiene acceso directo a contenido no filtrado de cualquier rincón del mundo?
El artículo de Jean M. Twenge en The Atlantic sobre el efecto de smartphones en adolescentes no es una historia del todo constatada ni contiene un fatalismo inevitable; debe leerse más bien como una advertencia para que todos influyamos, con nuestras decisiones (en Internet, en forma de atención -servicios gratuitos- y capacidad de compra) y concienciación, a que los servicios electrónicos sean para todos (no sólo para adolescentes) herramientas sosegadas de potenciación, y no versiones histéricas de la peor versión de nosotros mismos.
Un smartphone derretido entre las sábanas
Su autora, lejos de ser alguien que acaba de caer sobre el fenómeno, se ha dedicado en los últimos 25 años a estudiar diferencias generacionales, desde que obtuviera una tesis doctoral en psicología a los 22 años. El artículo es un avance de su ensayo sobre el tema.
La falsedad y la inautenticidad deben ser penalizadas, mientras que valores como la integridad, la salud física y mental o la formación deberán crecer en estatura, importancia y audiencia en las pantallas que nos siguen en casa, en la calle o en el trabajo.
Más seguros físicamente que nunca y menos dispuestos a experimentar con conductas de riesgo, los adolescente de clase media actuales combinan una fachada sobreprotegida, digna de un cuento de hadas postmoderno (o de una vida idealizada en fotos de Instagram e históricos de interacción en Snapchat), con las heridas de conducta propias de la exposición excesiva a contenido del teléfono (casi siempre impulsivo y poco profundo, sin sustancia conceptual relevante ni fragmentos suficientes de lectura reflexiva).
Artículos como el mencionado artículo en The Atlantic explican las anécdotas que todos conocemos: jóvenes aislados que prefieren comunicarse con sus amigos a través del teléfono incluso estando físicamente próximos, adolescentes con problemas de depresión debido al uso desaforado de redes sociales, usuarios que duermen con el dispositivo bajo la almohada… o una adolescente que acaparó la atención mediática (y de memes en redes sociales) al sobrecalentarse su teléfono en el interior de la cama, con un alegórico derretimiento de la batería de ión-litio incluido. Nuevas situaciones derivadas de excesos contemporáneos.
La vigencia de viejas reflexiones
En el pasado, semejantes muestras de amor platónico por alguna criatura u objeto idealizados provocaban decisiones parentales a la desesperada. El equivalente contemporáneo a enviar a una adolescente enamorada o a un adolescente rebelde y obsesionado con algo a un internado, serán a este paso centros “libres de tecnología”, donde dominen exclusivamente el estudio sosegado con utensilios analógicos, la conversación interpersonal (charla entre humanos: ¿actividad anticuada?), la contemplación, el aburrimiento que permite divagar, al no incurrir en el reflejo contemporáneo de sacar el móvil del bolsillo y consultar la red social de turno.
No es un problema que afecta sólo a adolescentes, pero es en la antesala de la edad adulta cuando apreciaremos más los buenos consejos y advertencias no dogmáticas para evitar que el interés legítimo se convierta en necesidad instintiva e irrefrenable, pues la adicción cognitiva produce efectos análogos (sobre nuestro sistema nervioso, autoestima, etc.) a otras adicciones.
Y, si nuestros hijos adolescentes han cambiado menos de lo que creemos desde Fidípides, el hijo obsesionado con la hípica de la comedia de Aristófanes, los adultos en torno a los púberes de hoy no deberíamos incurrir en los errores propios de los dogmas de fe generacionales que dispensa Estrepsíades, el padre del muchacho, o alter ego de Aristófanes.
La solución al exceso tampoco ha cambiado tanto desde entonces. Las enseñanzas de Sócrates influyeron sobre lo que se llamaría en siglos subsiguientes “filosofía de vida”, o una formación coherente para navegar en una vida siempre incierta, pero en la que siempre funcionará una buena caja de herramientas cognitiva.
Sin salir regularmente del confort, no podemos apreciarlo
Sócrates recomendaba (como después lo harían los estoicos, epicúreos, peripatéticos, etc.) algo parecido al ideal griego de virtud, o areté: actuar de manera razonada y razonable, así como según la naturaleza de cada uno (siendo auténticos con nuestro potencial), además de cultivar otras disciplinas físicas e intelectuales necesarias en la vida adulta, desde el deporte a la lucha, pasando por la retórica o la geometría.
Tratar a las herramientas como lo que son, meras herramienta y no un fin en sí mismo, y no olvidar las virtudes de la máxima griega del “meden agan”: nada en demasía. La moderación bien entendida, pues surge de la lucidez ante los efectos perniciosos de la carencia (prohibir la herramienta, en este caso el teléfono) o el exceso desaforado (el uso libre hasta que se nos seque la corteza cerebral con pequeñeces azucaradas que no nos hacen mejores, sino acaso lo contrario).
La Generación Z, los adolescentes, vivirán en el mundo más conectado que ha existido, y los dispositivos a su alcance como adultos serán tan poderosos que surgirán nuevos artículos alertando sobre sus efectos. Y tendremos que volver a acordarnos de que las herramientas deben permanecer como tales, y todos nosotros debemos acordarnos de salir a la naturaleza, ejercitarnos, probar nuestras dotes físicas y mentales, aventurarnos más allá de nuestra zona de confort.
Enseñar a adolescentes a autorregularse
El periodista Brad Stulberg recuerda los profundos efectos del ejercicio sobre nosotros, más allá de la apariencia física o los efectos saludables:
“No soy sólo yo, y no se trata sólo de correr. Cualquiera que incluya en su día a día incluya una salida en bicicleta, unos largos de piscina, un rato en el muro de escalada, o una sesión de levantamiento de pesas, te dirá lo mismo: una conversación ya no lo parece tanto. Un cierre ajustado deja de intimidar. Los problemas de pareja pierden complejidad.”
Hay evidencia científica suficiente sobre la relación entre ejercicio y estado de ánimo, estado de alerta y capacidad de concentración, regeneración cerebral (neurogénesis) y tolerancia ante dificultades.
Todavía más interesante, si nos atenemos a los cambios en adolescentes: Brad Stulberg menciona un estudio publicado en British Journal of Health Psychology analiza los efectos del ejercicio moderado regular entre estudiantes universitarios: más ejercicio equivalía a una mejora del autocontrol: ¿y si nuestra exposición al esfuerzo mejorara nuestra capacidad de autorregulación?
La realidad es mejor que su holograma (incluso para Platón)
Asimismo otro estudio, esta vez publicado European Journal of Applied Physiology, evalúa la gran incidencia del ejercicio y nuestra respuesta fisiológica ante situaciones de estrés.
Quizá, más que el encierro comunicativo -horas de reclusión voluntaria tolerada con el móvil en la mano, pues el adolescente en la habitación no se mete en problemas, a ojos de los padres despreocupados-, los más jóvenes deben salir ahí fuera y conocer de primera mano. No conformarse con la copia digital de algo que pueden experimentar en primera persona. Un paseo por el bosque con gafas Oculus no puede equivaler a la actividad real. Ni tampoco la escalada de una montaña recién nevada, para descenderla esquiando a continuación. Experimentar las primeras olas en la navegación, la práctica de surf, etc.
Sin adultos disfrutando del exterior que puedan actuar como modelo a seguir, será complejo mostrar a un adolescente lo que se pierde al confundir el uso responsable de la tecnología con la reclusión digital.
Y así, cuando nos hallemos ante retos difíciles o tengamos que aconsejar sobre el uso de herramientas que, en función de su uso, pueden potenciar o destruir a una persona, seremos menos como Aristófanes y más como Sócrates.