Explicarnos el mundo a partir de relatos simplistas que encumbran a supuestos héroes y demonizan a fuerzas que irrumpen para -así se construyen estos cuentos de Calleja– acabar con una supuesta harmonía previa. Al confundir la realidad interpretada con el mundo, corremos el riesgo de tomar peores decisiones.
Pero, ¿cómo mantener el sentido crítico cuando nos encontramos en contextos que no ofrecen una visión de las cosas mínimamente equilibrada? Para contrastar falacias, hay que rechazar el dogmatismo con información seria y contextualizada que despeje las dudas entre el punto de vista y el sesgo, explotadas la legión de profetas al por mayor.
Quizá el problema no esté sólo en nosotros y en la coyuntura, la cual -nos han repetido- se encuentra especialmente abonada para que los mensajes fabricados y demagógicos se afiancen entre un público desencantado por síntomas cotidianos que afectan su día a día:
- una prosperidad en entredicho;
- cambios profundos en instituciones básicas como el trabajo, la familia o la educación;
- valores que se transforman con rapidez a la vez que sube de nuevo la marea nihilista…
Libertad sin salirse del carril
Quizá debamos empezar admitiendo que el mundo no es tan sencillo como la “estricta libertad” las sociedades burocratizadas -eso que Michel Foucault llamó gubernamentalidad– han hecho creer, hasta confundir nuestras circunstancias (herederos de los estertores de una prosperidad después de la carnicería de la primera mitad del siglo XX).
El mecanicismo, o pensamiento que identifica la realidad percibida como un conjunto de fenómenos causales en un universo determinista, estático y “acabado”, fue refutado una y otra vez por la física y astrofísica del siglo XX.
Era más cómodo negar la mayor y seguir insistiendo en una visión historicista del mundo: un contexto con aspiraciones individuales y colectivas que se afianzaron ya a inicios de la Ilustración, combinando utilitarismo (carrera por la prosperidad) con distintos sucedáneos metafísicos que no han acabado de cubrir el declive de la fe, ya patente antes de Nietzsche.
Lo que no se percibe, como si no existe
Nuestra incapacidad para comprobar con nuestros sentidos el espacio-tiempo o el mundo cuántico, han permitido que el viejo mundo aristotélico permanezca como pensamiento dominante.
Pese a los intentos de la literatura modernista, la ciencia-ficción, las vanguardias y las técnicas de relato subjetivo, seguimos explicándonos el mundo con la causalidad de las grandes ideologías, y el periodismo no es una excepción: es un mundo que ya no existe para la física y la astrofísica, pero que el resto sigue dando por bueno. Un mundo donde espacio y tiempo son absolutos, donde la idea de progreso humano asociada con el progreso material sin fin sigue vigente, donde el concepto de objetividad sigue siendo válido.
En nuestra concepción del mundo, surgida de la combinación entre el positivismo y el idealismo de la Ilustración, sobreviven como si conformaran la realidad misma:
- nuestra percepción euclidiana de la realidad,
- y un historicismo que no ha avanzado medio palmo de lo teorizado por el idealismo y el positivismo del siglo XIX.
Qué más da que hayamos comprobado que el universo tuvo un principio y que permanezca en expansión, o que a escala cuántica no podamos dar por segura ni siquiera la dirección de la flecha del tiempo, o si la información entre partículas cuánticas entrelazadas viaja más rápido que la luz o es una pista de la existencia de “otros lugares” que comparten información con nuestro universo.
Las circunstancias del día a día; el peso de la posmodernidad
En el día a día, nuestro mundo sigue dependiendo de una visión ajena a la materia de lo diminuto y lo grande, pues estos ámbitos nos recuerdan que el universo está conformado, desde lo más diminuto a lo más grande, por encuentros de creación emergentista: sistemas cuyas propiedades no son reducibles a la suma de sus partes constituyentes, ya que su propiedad es muy distinta a la observada en sus individualidades.
Esta voluntad creadora, que explicaría el comportamiento de la materia, la regular creatividad de las estructuras fractales, el surgimiento de la vida, la emergencia de nuestra conciencia o la estructura de organizaciones humanas complejas (empezando por Internet), ha sido considerada por los filósofos más reivindicados por los físicos teóricos del siglo XX, empezando por la “voluntad de vivir” de Schopenhauer, pasando por la “voluntad de poder” de Nietzsche, el “élan vital” de Bergson, para llegar a la reivindicación de la posición crucial del observador en la realidad (fenomenología existencial de Heidegger).
Sin embargo, el fenómeno de la emergencia filosófica, el vitalismo de la realidad, tan ajeno a la perfecta causalidad del universo estático de los pensadores clásicos e ilustrados, no ha dado con una alternativa al historicismo del pensamiento liberal clásico y su supuesto antagonista, el pensamiento marxista. Por mucho que haya habido etiquetas de posmodernidad aquí y allá, seguimos explicándonos el mundo con una causalidad infantiloide.
Al parecer, la que queremos oír.
Más allá de la filantropía de las migajas
Si cualquier fenómeno, desde los grandes acontecimientos astrales hasta el proceso de nuestra conciencia, son fruto de la combinación de elementos análogos para crear cosas nuevas, de la fricción eterna entre la inestabilidad del mundo de las partículas elementales y el determinismo de la teoría del caos, deberíamos aprender a explicar la realidad con algo más de humildad y perspectiva: considerar que la pobreza aumenta porque existe una confabulación de los más ricos no es simplificar la realidad, sino faltar a la verdad.
Las cosas son más complejas, y la opinión pública merece una información contextual con mayor calidad para, reconociendo las limitaciones de nuestra interpretación de las cosas en forma de relato, decidir con mayor sabiduría.
Entre el reduccionismo informativo que nos inunda en la actualidad, merece la pena detenerse en la simplificación de uno de los fenómenos de nuestra era: el crecimiento de la desigualdad y su relación con otros procesos, tales como la concentración empresarial en sectores como el tecnológico y el financiero, y la debilidad de Estados y reguladores para que los más ricos contribuyan más.
Quizá haya que empezar por reconocer que ni siquiera tenemos un modo de contar la prosperidad real razonablemente adaptado a nuestros tiempos, ya que el indicador de PIB, todavía en uso en macroeconomía, se centra en los salarios y no en la riqueza que más crece: los réditos del capital y las inversiones (artículo y reflexión del economista Thomas Piketty sobre el tema).
Mundo solipsista: el confort de la conspiración
Reconocer que existe un proceso de concentración de la riqueza y que tanto las empresas como los individuos más prósperos se escudan en contabilidad “creativa” para eludir el pago de impuestos no implica que debamos caricaturizar la realidad y recurrir a teorías conspirativas para, simplificando la realidad, obtener réditos políticos o ganancias geopolíticas.
A estas alturas, no extraña ya que partidos populistas de izquierda y derecha, supuestos activistas como Julian Assange y estructuras de propaganda de gobiernos como el ruso coincidan en su lectura del mundo, reiterando un relato simplón, pero efectivo.
En este relato simplón, personajes como George Soros y Hillary Clinton se convierten en criaturas que huelen a azufre, mientras personajes con el dudoso pasado y presente como Donald Trump “combaten contra las élites”. Ya.
Es el mismo mundo donde las organizaciones no gubernamentales más serias, como Oxfam International, aprovechan una tendencia real (el aumento la concentración de la riqueza), para distribuir un mensaje simplón y efectista basado en una interpretación sesgada.
Muchos de nosotros compartimos las intenciones de Oxfam, si éstas son explicar los grandes fenómenos del mundo, incluyendo los menos favorables a todos, para que así la opinión pública actúe en consecuencia. Pero las acciones “reducir la desigualdad” o “acabar con la pobreza en el mundo” no son fenómenos lineales que puedan equipararse con otros procesos igualmente complejos: más que ayudar a la causa, el abuso de falsas equivalencias y relatos maniqueos la debilitan.
Retrato cubista de la prosperidad y la pobreza
Max Roser, economista alemán de la Universidad de Oxford e impulsor del sitio web Our World In Data, un recurso con indicadores económicos y de desarrollo que pueden cruzarse entre sí, denunciaba la falsa equivalencia en la que incurre Oxfam International, al difundir un vídeo donde se sugiere el carácter intercambiable de dos cálculos (ya de por sí controvertidos, ya que variarán en función de su diseño):
- el porcentaje de la población mundial viviendo bajo el umbral de la pobreza;
- y el coste para acabar con la pobreza extrema en el mundo.
Al simplificar la información, creamos la ilusión de conocer las condiciones de todos los pobres del mundo y el dinero que necesitaríamos para “acabar con la pobreza”, olvidando que el cálculo de la pobreza es un indicador tan frágil y difícil de extraer de su contexto como los datos de PIB: hemos acabado asociando “crecimiento del PIB” con riqueza, pero esta asociación es una falacia.
Ocurre lo mismo con cualquier simplificación de un fenómeno de la pobreza, hasta el punto de otorgarle una cifra, para así justificar que el crecimiento de la riqueza concentrada podría “acabar” con este mal. Y, de paso, asociamos en el imaginario colectivo que la prosperidad de unos pocos hace al resto miserables.
La realidad es algo más compleja, tal y como explican los expertos que exploran la intersección entre macroeconomía y pobreza.
Clase media y mentalidad de asedio
Max Roser cita un artículo de Martin Ravallion, que desmonta una de las falacias simplificadoras más extendidas: por mucho que queramos que la realidad sea tan sencilla como nuestros proyectos en el mundo, no existe una conversión directa y clara entre dinero dedicado a servicios sociales y reducción de la pobreza.
La correlación entre colchón social y eliminación de la pobreza es indirecta y depende de infinidad de factores, desde la coyuntura global y regional al precio de medicamentos y alimentos, el contexto cultural, el nivel educativo, la calidad y resiliencia de las instituciones, etc. Publicitar su falsa equivalencia sólo alimenta malentendidos.
Ni la economía es una ciencia exacta, ni una campaña para captar fondos por una buena causa debería fabricar correlaciones como la supuesta relación entre la tendencia a una riqueza más concentrada -un fenómeno complejo- y el aumento de la pobreza en el mundo: tomando numerosos indicadores, la mayor parte del mundo mejora sus expectativas, y este fenómeno puede medirse con información empírica, comparable geográficamente y a través del tiempo: mejoran la esperanza de vida, la alfabetización, la nutrición y… sí, también en riqueza material.
No deberíamos confundir la ansiedad de la clase media en los países desarrollados -afectada por el estancamiento de su poder adquisitivo en comparación con lo que ocurre entre los más privilegiados-, y la evolución en otras regiones, desde los países emergentes más prósperos y dinámicos a zonas cada vez más estables y florecientes.
Gastronomía de los datos
Max Roser explica su frustración al constatar que la opinión pública y la filantropía tradicional siguen estancadas en su lectura mecanicista del mundo en desarrollo, donde dominan el historicismo y las teorías de los ideólogos de un altermundismo que funciona siempre mejor sobre el papel que aplicado a la realidad. Lo que quizá explique el avance del pragmatismo de China no sólo en África, en su zona de influencia asiática o en Latinoamérica, sino en los Balcanes.
Roser comparte objetivos con Oxfam y otras organizaciones, reducir la desigualdad y la pobreza en el mundo, pero a la vez alerta sobre la pobreza y sesgo del viejo relato maniqueo -siempre que éste confirme nuestras filias-. Ha llegado el momento de saber por qué aumenta la desigualdad, por qué las empresas e individuos más ricos eluden el fisco y qué hacer para que contribuyan más a las sociedades donde la venta de sus productos y servicios logran beneficios.
El economista de Oxford lo resume así:
“Para aclarar, estoy de acuerdo en que deberíamos penalizar a los más ricos que roban del resto de nosotros. Pero la manera de proceder es asumir el problema, las estadísticas y el espectador con seriedad.”
La riqueza (oculta) de las naciones
Max Roser no se queda sólo en el comentario, sino que recomienda la lectura de un artículo firmado por Gabriel Zucman en The New York Times.
Zucman, profesor de economía en la Universidad de California en Berkeley y autor del ensayo The Hidden Wealth of Nations, ha explorado un fenómeno tan estratégico para el futuro de nuestra prosperidad como el fenómeno de la riqueza oculta de empresas, instituciones y conglomerados societarios que protegen a las grandes fortunas de su obligación de tributar de manera más justa.
El economista de Berkeley no nos sorprende al explicarnos que las grandes fortunas han aprovechado un marco tributario centrado en gravar los salarios y el consumo, pero menos atento (¿por qué será?) a las rentas del capital y las inversiones, así como las urdimbres que permiten camuflar ingresos en meras transacciones y gastos entre sociedades.
Contabilidad “creativa”, uso de paraísos fiscales y de sociedades-puente en países con menor tributación, creación de sicav (la argucia usada en la Unión Europea)… Buena parte de las herramientas usadas por los más ricos, algunos de los cuales apenas declaran ingresos (dejando el peso impositivo a profesionales con salarios altos, en realidad mucho menos prósperos que los primeros), son legales.
Empezar por los cimientos
Entender estos procesos, y ofrecer alternativas responsables para acabar con estos desequilibrios injustos, es la obligación de medios y expertos: una información de calidad debería servir de pilar para que surjan opciones políticas responsables más interesadas en transformar en profundidad los desequilibrios estructurales en el sistema, y no quedarse en el beneficio a corto plazo del populismo, prometiendo la luna para, a la primera prebenda mafiosa de turno, acabar no haciendo nada.
El cambio profundo, de llegar, lo hará desde la responsabilidad y la moderación, reflexionan tanto Max Roser como Gabriel Zucman.
Este último nos da varias cifras. Entre ellas, la estimación de que el 11,5% del PIB mundial se encuentra en paraísos fiscales, oculto al fisco de países que, eso sí, muestran un celo inclemente con quienes no pueden escaparse: los asalariados.
Zucman cree que un primer paso hacia un mundo con una imposición fiscal más justa pasa por:
“…iluminar algunos de los rincones más oscuros de la industria bancaria global.”
Una manera de librarse de manera efectiva a semejante tarea sería:
“…creando registros comprensivos que estipulen los verdaderos dueños de propiedades y bonos financieros, incluyendo porcentajes de acciones, bonos y fondos mutualistas.”
Adjetivos de “contabilidad”
Quienes se oponen a relacionar prosperidad real (la que se esconde en sociedades pantalla y mecanismos contables “creativos”) con personas y grupos de personas apelando al derecho a la privacidad, nos deberían explicar por qué los países han mantenido catastros inmobiliarios con éxito y eficacia notables.
Del mismo modo, reflexiona Zucman, la noción de que un registro de la riqueza financiera es un inicio demasiado radical a una tributación más justa en todo el mundo, simplemente no se sostiene.
Iluminando incluso la superficie bajo las alfombras de paraísos fiscales, barcos pirata y naves espaciales con cosmonautas libertarios si las hubiere, se lograría reducir la auténtica evasión fiscal: la de empresas transnacionales y grandes fortunas que usan empresas subsidiarias que, fingiendo una actividad entre sí, eludir la tributación tanto en el lugar donde mantienen su sede como en los países donde se realiza la venta de sus productos y servicios.
El mensaje a quienes debaten en Davos debería ser claro: si queremos combatir el populismo, hagámoslo con herramientas empíricas y acciones responsables que obliguen a tributar a quienes se las han ingeniado para no hacerlo.
El primer paso del público sea quizá demandar más y mejor información para no quedarnos sólo con los raquíticos prolegómenos que nos presentan, deformados, los demagogos.