Nuestra percepción de la realidad afecta no sólo nuestra manera de ver el mundo, sino también nuestro estado de ánimo y salud. En función de si la hemos elegido o no, la soledad puede ser una herramienta para profundizar en una vida examinada… o un problema de salud más peligroso que la obesidad.
¿Estamos solos cuando, realizando un trayecto en plena naturaleza o paseando desinteresadamente en la ciudad, apreciamos el mundo a nuestro alrededor? ¿Sentimos el peso de la soledad cuando, en lugar de acudir a clase o al trabajo, o en vez de charlar durante la sobremesa, nos adentramos con esfuerzo recompensado en la trama de un libro?
El arquetipo, tan manido por los románticos, del viajero solitario que, atraído por el vitalismo contrapuesto al avance de los valores cartesianos y por el exotismo de destinos olvidados, explora con deleite la superposición cultural de las civilizaciones del Mediterráneo, presume de una “melancolía” a la que ha optado con conocimiento de causa.
La introspección de los románticos
Más que haber enfermado de soledad, el Stendhal de los viajes italianos o el Washington Irving andaluz, entre otros viajeros solitarios, inspiraron los viajes culturales de la sociedad burguesa, sin saber que sus iniciativas padecerían el proceso de mercantilización de otros fenómenos minoritarios que la sociedad de consumo transformó en masivos.
El viaje del romántico solitario, al alcance de la aristocracia durante el Antiguo Régimen, de la alta burguesía en el XIX, y de la clase media occidental en el siglo XX, es ahora una realidad para la clase media de los países emergentes.
Así, los periplos de la nobleza europea, de los rufianes de alto copete como Casanova, o de la élite diplomática ilustrada (desde el periodista José María Blanco White al biógrafo del escritor tory Samuel Johnson, el aristócrata libertino escocés James Boswell), que apenas empezó a permitirse la alta burguesía anglosajona una vez Benjamin Franklin y Thomas Jefferson abrieron la veda con sus viajes a París, está hoy al alcance de cientos de millones de personas en todo el mundo.
Y claro, cuando todo el mundo puede aspirar a ser un viajero solitario, capaz de afrontar la aventura quimérica de los románticos de conocerse a sí mismos a través de sus aventuras por los confines de la civilización, el sueño de enfrentarse a una Moby Dick particular ha dejado de ser posible.
¿Qué tal empezar por una búsqueda de Google, profundizando nuestro exigente examen personal con la lectura de un par de párrafos sacados fuera de contexto?
Aristas de la soledad
Con o sin viabilidad contemporánea del viaje iniciático, más o menos renovado una vez por generación, la percepción que mantenemos sobre nuestra soledad determinará su efecto sobre nosotros.
La soledad puede ser voluntaria o forzosa, momentánea o prolongada, intermitente o estricta, enriquecedora y capaz de expandir nuestro mundo… o aniquiladora, capaz de seccionar nuestro cordón umbilical con lo circundante, de forzar en nosotros una negación del mundo (desembocando en el solipsismo que niega el Yo de, por ejemplo, los presos en Guantánamo).
Recordando la complejidad y contradicciones humanas, ni siquiera las situaciones más extremas de privación de la libertad y el contacto con el exterior acaban con el vitalismo creador de quienes, olvidados por el contexto, encuentran en su fortaleza interna un contacto con el mundo que convierte su trascendencia en un ejemplo inspirador.
Y a la inversa: en ocasiones, la soledad autoimpuesta puede conducir a la catástrofe sensorial y vital, agrandando una depresión o convirtiendo una tendencia huraña en el inicio de un proceso de autodestrucción, tan doloroso para quien lo padece como para su entorno, incapaz de reconectar con un ser querido que transformó la libertad (y capacidad para decidir en cada momento, recuerdan los filósofos existencialistas), en una mazmorra más estricta para —para la salud, para el estado de ánimo— que la privación de libertad administrativa impuesta sin razón aparente a Josef K., protagonista de El proceso.
De la vida examinada a la soledad que paraliza
Thoreau en el patio trasero de su localidad de Nueva Inglaterra, Martín Fierro y los personajes de Jack London explorando la inmensidad de un nuevo hemisferio con una mirada a medio camino entre el humanismo del Viejo Mundo y la frescura de los pasos iniciáticos… La soledad voluntaria y el carácter aventurero han ido a menudo de la mano en el imaginario compartido… o al menos así fue mientras el viaje iniciático hacia lo desconocido sirvió como metáfora tanto introspectiva (un interior humano insondable como metáfora panteísta del universo, reflexionará Emerson) como geográfica (el mundo por explorar como analogía del alma).
Confiados en que la cibernética podía convertirse en una herramienta para aumentar las capacidades humanas, un puñado de pioneros trabajó en el mundo posterior a la II Guerra Mundial en los utensilios que, prometiendo conectarnos con el resto de la humanidad, profundizaron en una soledad a menudo percibida con negatividad tóxica: el universo de las redes sociales, cuyo último capítulo es el escándalo de los datos cribados en Facebook por la empresa Cambridge Analytica para influir sobre la opinión (y el voto) de personas peligrosamente vulnerables a la propaganda personalizada.
Las redes sociales prometieron conectarnos con el mundo, consiguiendo generar entre sus usuarios la ilusión de que el mundo giraba en torno a ellos y que sí, que incluso sus delirios más trasnochados tenían una razón de ser tan perfecta como la sección áurea.
Experimentos que han confirmado que las redes sociales cambian el humor de sus usuarios y pueden ahondar en frustraciones cotidianas, comparten una reflexión: la equívoca semántica de estos servicios telemáticos, que equiparan las relaciones de una base de datos con amigos, momentos compartidos y razón de ser, ha ocultado el fenómeno del aislamiento involuntario, que se ensaña con los más vulnerables y alimenta fenómenos y epidemias de nuestra época.
La sombra proyectada del nihilismo de Raskólnikov
La soledad no voluntaria postmoderna incuba el miedo a afrontar el futuro y el nihilismo de los jóvenes del siglo XIX desorientados entre la pérdida de valor de viejos ideales que perdían credibilidad y la débil promesa de nuevas ideas y proyectos que no acababan de tomar forma.
Los personajes solitarios y autodestructivos de Gogol, Dostoyevski o Knut Hamsun tienen su raquítico holograma entre los personajes de Michel Houellebecq en Las partículas elementales, pero también entre los hikikomori, los adictos a opioides y los lobos solitarios que expían su frustración cósmica matando en nombre del fundamentalismo más afín o la aberración que les haya resultado más atractiva en algún foro de Internet.
Si la protesta “anarco-primitivista” del matemático convertido en terrorista Ted Kaczynski, alias Unabomber, dejó algo claro, son los riesgos del cóctel de acceso descontextualizado al conocimiento y aislamiento social para individuos vulnerables. Sin la inteligencia ni la profundidad filosófica de Unabomber, el presunto terrorista que atentaba en las últimas semanas contra minorías raciales en Texas era un chico de clase media, con 24 años y en paro, que pasaba las horas muertas entre foros radicales y manuales para proyectar su frustración a la sociedad de la que se había retraído.
Pasamos de la profunda crítica social del terrorista Kaczynski al terrorismo supremacista de un joven que ha confundido mensajes en foros nativistas y teorías conspirativas sobre una supuesta eugenesia contra los blancos con la realidad.
Comprobamos una y otra vez cómo la reclusión mental, a menudo la menos voluntaria, es la más destructiva. Incapaces de entrever las virtudes potenciales de la vida examinada y la soledad productiva, los Rodión Raskólnikov contemporáneos se asoman a los viejos radicalismos con la ingenuidad de creer haberlos inventado. Nuevas etiquetas para viejos monstruos.
Desempolvando arquetipos acartonados
En contextos desfavorables, las virtudes potenciales de la soledad minan la salud física y mental.
Se acumulan los estudios que relacionan aislamiento social con peor salud e incluso aumento de la mortalidad; sus efectos, nos explican sociólogos y neurocientíficos, son similares a los causados por el tabaco, la obesidad o la falta de ejercicio.
En Japón, los hikikomori parecen empeñados en mantener la solidez de las tesis de Sigmund Freud sobre el síndrome de Peter Pan y otros tantos conceptos desprestigiados en las últimas décadas: el Japan Times dedica un reportaje a algunos casos extremos de este fenómeno: en ocasiones, los jóvenes que permanecen años aislados, sin apenas salir de su dominio: la habitación de la casa paterna.
La madurez del hikikomori
Incapaces de afrontar las expectativas de una tradición social rígida y exigente, algunos hikikomori —a menudo varones primogénitos, sobre los que recae una responsabilidad ancestral que alcanza un tamaño épico en la sociedad tecnificada contemporánea— empiezan por retirar la palabra a sus padres y hermanos al salir de la adolescencia, adentrándose en un aislamiento que condicionará la entrada en la vida adulta.
Hay casos extremos. El Japan Times nos acerca a la vida de Ikeida, que permanece con su régimen de aislamiento… a los 55 años.
Hasta hace poco, la percepción social circunscribía el fenómeno a veinteañeros poco preparados para aguantar la presión, pero los hikikomori parecen haberse adaptado a la tendencia demográfica del país, el más longevo y el más envejecido del mundo desarrollado.
Según el Japan Times, los últimos datos oficiales sitúan al número de jóvenes aislados de la sociedad en una torre de marfil erigida en sus habitaciones de adolescentes en más de medio millón (encuesta gubernamental de 2016).
Viaje en la habitación
La metodología de esta encuesta adaptaba a la mutación del fenómeno a medida que la población envejece, al tener en cuenta a la población con menos de 39 años, con lo que el gobierno nipón decidió crear otro estudio que estudiara el aislamiento social entre los 40 y los 59 años.
Ikeida se tituló en una prestigiosa universidad de Tokio en los 80 y recibió varias ofertas de empleo, pero la crisis económica que vivió el país y la presión para convertirse en un asalariado productivo para la sociedad. Optó por desertar de un futuro con expectativas que percibía como postizas y deprimentes.
Quizá la crítica de Ikeida cause la empatía de quienes lean el artículo del Japan Times; no obstante, Ikeida no optó por abrirse paso por un terreno desconocido, creando su propio viaje iniciático, imaginando los molinos de viento o las ballenas blancas que fuera necesario.
Ikeida se quedó en la habitación.
Quizá la labor de quienes conservamos esperanza en el potencial de Internet para aportar inspiración y conocimiento práctico a los inconformistas estriba en mostrar caminos posibles más allá de la puerta de la habitación junguiana y del nihilismo de los foros radicales.