La industria tecnológica domina en beneficios y capitalización bursátil, pero esta prosperidad carece de la permeabilidad mostrada por la riqueza surgida en épocas pretéritas de transformación industrial: una realidad comercial transnacional y normas fiscales obsoletas impiden que una parte de esta riqueza sea reinvertida en forma de ingresos públicos y millones de empleos de calidad, directos e indirectos.
En realidad, las empresas que más brillan en la actualidad, que todavía conservan el aura casual de los tejanos gastados y la camiseta negra de Steve Jobs, tienen mayor influencia y menos escrúpulos que los menos amables gigantes del pasado: estas megacompañías operan como Estados-pirata, evitando hasta niveles tolerables para una opinión pública adormecida e intoxicada con las relaciones públicas y la propaganda personalizada que estas mismas compañías sirven, gracias a una compleja infraestructura de rastreo de datos.
Las mayores firmas tecnológicas de Estados Unidos y, ahora también, China, logran un volumen de negocio que les permite operar como monopolios de facto en los mercados occidental y chino, respectivamente, contribuyendo en paralelo a la fortuna de un grupo selecto de empleados iniciales y estratégicos, inversores iniciales e inversores institucionales.
La gran oportunidad perdida
Pero el auténtico talento parece haberse trasladado desde los laboratorios de I+D de los gigantes de una nueva economía extractiva (la de los datos, que reemplaza en la cúspide de la economía a la industria extractiva tradicional, la de los recursos fósiles y tierras raras), al campo de la “creatividad fiscal”: parte de la fenomenal riqueza generada por estas empresas es aparcada como ahorro y no repercute ni en más empleos y mejores salarios para la mayoría, o en unos dividendos proporcionalmente suculentos para los accionistas.
En los puestos clave de estas compañías, un reducido grupo se las ingenia para invertir en campañas de relaciones públicas lo que no reinvierten en la sociedad construyendo equipamientos e infraestructuras, como hicieran grandes empresarios filántropos de otras épocas, voluntariamente u hostigados por empleados y mecanismos fiscales velando por el interés general y no por arreglos plutocráticos.
We have like a 2% unemployment rate here. I don’t think people not being able to find jobs is the problem.
— Kim-Mai Cutler (@kimmaicutler) April 20, 2018
David Gelles explica en el New York Times la razón por la que los estadounidenses deberían desconfiar cuando sus empresarios más exitosos acaparan la atención mediática debido a actos de grandiosa generosidad caritativa, estableciendo fondos multimillonarios para la investigación contra dolencias y epidemias, la erradicación de la pobreza o —usando el tono groseramente rimbombante de Mark Zuckerberg, adaptado al gusto de su crédula y poco crítica audiencia— intentar acabar con todas las enfermedades.
Los donativos que sólo llegan en nota de prensa
¿Y si en lugar de prometer donativos multimillonarios a centros de investigación que luego, una vez los focos se centran en otros derroteros, no se ejecutan según lo establecido, “filántropos” de guante blanco como el mencionado Zuckerberg pararan más impuestos que, a su vez, engrosaran la maltrecha seguridad social y la bizantina cobertura sanitaria de la principal economía del mundo?
El artículo de Gelles ejemplifica la perversidad del mecanismo de los incentivos fiscales diseñados para que los mejor remunerados eviten el pago de impuestos: en 2014, Nicholas Woodman, cofundador de la firma de videocámaras de acción GoPro, donó 500 millones de dólares a la Silicon Valley Community Foundation. Menos de un lustro después, apenas hay un trazo reconocible de los efectos de semejante donativo… ni tampoco del montante, anunciado en su momento con bombo y platillo.
Este tipo de donativos o de súbitas acciones de buen samaritano que han proliferado en el mundo tecnológico en los últimos años sólo se explican en el contexto de los fondos de caridad (los DAF, o “donor-advised funds” ), fondos de inversión con condiciones fiscales especiales que administran los donativos multimillonarios de los empresarios más exitosos.
San Francisco's sidewalk poop crisis, explained https://t.co/RMUKU6JIhu pic.twitter.com/Ve77HIPRsB
— CityLab (@CityLab) August 4, 2018
Estos donativos permiten deducir buena parte del dinero prometido (hasta un 60%) y, a la vez, convierten a las fundaciones que los administran en entidades influyentes que actúan como grupos de presión a nivel local, estatal, federal e internacional, al influir sobre industrias y regulaciones con campañas de incentivos económicos (o ausencia de éstos).
En el caso concreto de Nicholas Woodman, la empresa que había cofundado se estrenó en bolsa poco antes del donativo, haciendo que su fortuna personal alcanzara los 3.000 millones de dólares. El acto filantrópico de donar 500 millones de dólares a una nueva fundación no sólo beneficiaría la imagen del nuevo multimillonario, sino que permitiría un suculento ahorro fiscal.
Boom de la filantropía opaca: ahorrar impuestos y mejorar la propia imagen
Las palabras de Woodman y su mujer en aquel momento son tan grandilocuentes como cínicas, dada la realidad fiscal en Estados Unidos:
“Nos despertamos cada mañana agradecidos por las oportunidades que la vida nos ha dado. Esperamos devolver este favor del mejor modo que podamos.”
Este acontecimiento caritativo es minúsculo, en comparación con operaciones “filantrópicas” con montantes muy superiores protagonizadas por personalidades de Silicon Valley como el matrimonio Zuckerberg y su intención de “acabar con todas las enfermedades del mundo”.
Many more people & places now rely on government programs to supplement income, but they still hate welfare, think its cash support for someone else, don’t value government, & dismiss public provision of assistancehttps://t.co/xxTqgfUuHe pic.twitter.com/N9bfHztrSi
— Matt Grossmann (@MattGrossmann) August 6, 2018
En ese acto, quizá faltó a algún periodista agradecido de estar allí si el fundador y consejero delegado de Facebook se refería a todas las enfermedades de la humanidad, o hacía la promesa extensible a todos los organismos vivos en nuestro planeta.
Una promesa que Elon Musk podría empequeñecer, cuando extienda la oferta a cualquier astro de nuestro sistema solar, sirviéndose de algún evento tan espectacular como el que puso en la estratosfera a uno de los Tesla Roadster de una de las compañías que dirige, mientras ésta era incapaz de ejecutar sus promesas de costes y producción.
Strong welfare states are crucial for capitalism https://t.co/23YNwtyKRj
— The Economist (@TheEconomist) August 3, 2018
Según David Callahan, autor de The Givers, un ensayo sobre el fenómeno anglosajón de la retribución a la sociedad de los empresarios más exitosos a través del mecanismo liberal clásico de la filantropía, este mundo pierde la transparencia de épocas pretéritas:
“En los últimos años hemos asistido al rápido crecimiento de un sistema de donaciones opacas que desvía miles de millones de dólares en regalos que no dejan ningún rastro.”
El riesgo de creer en las buenas intenciones
A diferencia de las fundaciones familiares, a las que se requiere por ley que distribuyan el 5% de sus activos cada año, los DAF (fondos asesorados por donantes) no tienen obligación legal de distribuir fondos, lo que implica que los miles de millones de dólares comprometidos a causas caritativas pueden congelarse durante décadas sin que nadie pueda impedirlo… y sin que la imagen de estos “donantes” no pierda el lustro logrado por las costosas campañas de imagen que publicitan su a menudo falso samaritanismo.
Los donativos a través de DAF no deben publicarse de manera transparente, lo que impide conocer a qué causas dedican los empresarios sus obsequios, ni cuál es el montante de estos importes. En ningún lugar ha crecido tanto el uso de este mecanismo legal de deducción (¿evasión?) de impuestos como en Silicon Valley.
Varias personalidades de la zona donan a la DAF Community Foundation, con sede en el valle: Mark Zuckerberg (Facebook), Reed Hastings (Netflix), Jack Dorsey (Twitter), Sergey Brin (Google), Paul Allen (Microsoft), y Jan Koum (ex WhatsApp), entre otros.
SF homeowners: “My house is worth $1.5m but it’s paper wealth, doesn’t mean I’m rich or should pay more taxes.”
Me: “Ok I guess you’ll be fine then with this plan that might modestly lower paper home values to make housing more affordable.”
SF owners: [rage, pitchforks, etc.]
— Brian Coyne (@BrianBicycles) August 3, 2018
David Gelles explica la popularidad de las donaciones a fondos filantrópicos (DAF) del modo siguiente:
“Los fondos asesorados por donantes, o D.A.F., permiten a los individuos adinerados como Woodman proporcionar activos (generalmente dinero efectivo y acciones, pero también inmuebles, obras de arte y criptomonedas) a una organización patrocinadora como la Silicon Valley Community Foundation (célebre en la zona por la toxicidad de su entorno laboral), Fidelity Charitable o Vanguard Charitable. Si bien los donantes conceden su dinero, no renuncian a su control. Las organizaciones patrocinadoras otorgan donativos a hospitales, escuelas e instituciones similares sólo a petición del filántropo. De modo que, mientras los donantes disfrutan de beneficios impositivos inmediatos, las organizaciones benéficas pueden esperar a que lleguen los fondos de manera indefinida, y tal vez para siempre.”
Suena a parodia de revista satírica, pero el mecanismo escrupulosamente legal de los donativos a fondos asesorados por donantes funciona de la manera que sus instigadores han diseñado para minimizar el pago de impuestos y, a la vez, beneficiarse tanto del efecto de campañas de relaciones públicas como de la capacidad de influencia política y regulatoria de becas y donativos estratégicos.
En paralelo, San Francisco evidencia los efectos más crudos de la desigualdad y el aumento del nivel de vida cuando se multiplican los empleos bien remunerados en la zona sin que el fenómeno produzca la construcción de más viviendas o multiplique los ingresos públicos para minimizar el impacto del aumento del nivel de vida sobre los más vulnerables. La ciudad mantiene a duras penas una mínima higiene en las aceras y la población de sin techo eterniza su exclusión.
Glad to see reporting on DAFs outside the trade philanthropy press. https://t.co/G699IzZbb6
— Kim-Mai Cutler (@kimmaicutler) August 3, 2018
El crecimiento ininterrumpido de la economía estadounidense durante los últimos nueve años, los buenos resultados de PIB en el segundo trimestre y un mercado laboral próximo al pleno empleo (la tasa de paro oficial se encuentra en el 3,8%, aunque no cuenta a quienes han abandonado la búsqueda activa de trabajo), no ocultan las grandes tensiones y desigualdades en la sociedad supuestamente más próspera de la historia.
Riqueza en las ciudadelas tecnológicas, miseria a pie de calle
Hay que poner estos datos positivos en la perspectiva de lo que percibe el elevado porcentaje de la población que trata de anclarse a la clase media, pero que es incapaz de hacer frente a pequeñas emergencias y considera la baja por maternidad, las vacaciones pagadas o la sanidad universal —entre otros derechos garantizados al otro lado del Atlántico—, poco menos que una utopía inalcanzable.
El 40% de los estadounidenses es incapaz de afrontar el pago imprevisto de 400 dólares y afronta la inseguridad anímica de encontrarse a una mensualidad de distancia del desahucio efectivo.
Una vez más, los buenos datos de la macroeconomía no se trasladan a una parte considerable de la población: mientras los mejores ingenieros de Amazon pueden negociar sus salarios y condiciones con la seguridad de encontrar un trabajo garantizado si deciden marcharse o son despedidos, los operarios subcontratados de los gigantescos almacenes logísticos de la empresa malviven con sueldos que rozan la precariedad.
Cualquiera puede observar las consecuencias de esta desigualdad a pie de calle. Kirsten y yo lo hemos atestiguado durante nuestro último viaje a lo largo de las principales ciudades californianas, incluyendo las urbes de Central Valley y los núcleos principales en torno a la Bahía de San Francisco y Los Ángeles.
3.8% unemployment rate and yet 4 in 10 (40%) Americans can't cover a $400 emergency expense – many are a paycheck to two away from being homeless – and don’t speak out about economic policies, fearing that doing so may cost them their jobs, and make them homeless – what a trap! https://t.co/gEssg0Vi9E
— Adam Khan (@Khanoisseur) June 1, 2018
El Estado más rico de Estados Unidos es incapaz de resolver emergencias como el acceso a la vivienda para los más jóvenes y desfavorecidos, el empleo de calidad para una mayoría suficiente en un contexto de subempleo y explotación encubierta en el sector servicios (incluyendo las subcontratas de las principales firmas tecnológicas, encargadas del trabajo sucio), o acciones de emergencia para paliar el fenómeno de los sin techo, visibles en cualquier lugar donde no son expulsados.
La cohesión social interesa también a las empresas y a los más ricos
Cualquier ciudadano europeo que visita las principales urbes estadounidenses se preguntará en un momento u otro en dónde reinvierte Estados Unidos la supuesta riqueza de su población, si atendemos a su PIB per cápita y lo comparamos al de los países más prósperos del otro lado del Atlántico.
Las dificultades patentes de los más desfavorecidos en la sociedad rica más desigual —según datos de la OCDE— son un recordatorio en tiempo real de que el Estado del Bienestar surgió como corrector de tendencias en el capitalismo plutocrático que incrementan la desigualdad y excluyen a quienes tengan que hacer frente a cualquier situación traumática.
Una publicación tan poco sospechosa de radicalismo como The Economist dedicaba recientemente un artículo a explicar el vínculo indiscutible entre una seguridad social fuerte, equitativa y plenamente funcional y la prosperidad real de la mayoría de la población, que se consolida en torno a una clase media inclusiva.
En paralelo, la creatividad fiscal ha permitido a los trabajadores, empresarios e inversores tecnológicos mejor establecidos aprovechar mecanismos de evasión que, para colmo, son celebrados por la sociedad tras costosas campañas de difusión: se trata de las grandes deducciones a quienes realicen campañas filantrópicas con parte de los impuestos a los que están sometidos por ley.
La auténtica crisis estructural encubierta en Silicon Valley no está tan relacionada con la crisis de la vivienda como con la reticencia de población más próspera a reinvertir en la sociedad una fracción tolerable de su riqueza real, tanto a modo de impuestos como participando de manera activa y real en el entorno urbano y de infraestructuras del que se benefician: la mayoría de las ganancias permanecen ocultas como réditos del capital y las inversiones —con tributaciones marginales—, y no como réditos del trabajo —que cuentan con un tipo impositivo muy superior—.
Salarios que nunca tributan como tales, beneficios que son parcialmente reinvertidos en otros países para que se pierda su rastro, ausencia de tributación en los países donde tiene lugar la prestación de los servicios y, sobre todo, connivencia con grupos de presión y legisladores para que los beneficios acumulados tributen lo mínimo y eviten los elevados porcentajes impositivos a los que hace frente la clase media (población que depende de un sueldo).
El billón de Apple
Un trillón anglosajón (equivalente al billón, o millón de millones europeo). Apple es la primera compañía que supera esta cifra en capitalización bursátil, lo que convertiría en una historia digna de explicar a quienes hayan mantenido títulos desde que una fuerte crisis interna y de ventas la hiciera casi desaparecer, facilitando la vuelta de Steve Jobs cuando su valor rondaba los 3.000 millones de dólares.
De firma marginal para creativos y académicos a artífice de la digitalización del entretenimiento y la emergencia del smartphone. De tres mil millones a un millón de millones en poco más de dos décadas, un valor que supera el PIB anual de la decimosexta economía mundial, Indonesia, o que es también superior al valor de toda la industria mediática que cotiza en Estados Unidos (incluyendo en el paquete a Netflix, Comcast y Disney).
Sus rivales no quedan muy atrás: el valor combinado de Amazon, Google y Microsoft alcanza 2,546 billones europeos, equivalentes al trillón anglosajón, una cifra pareja a la riqueza anual producida por la séptima economía mundial, Francia, con un PIB nominal en 2017 de 2,583 billones según el Fondo Monetario Internacional.
Pese a haber vendido 280 millones de teléfonos, tabletas y ordenadores sólo en 2017, Apple mantiene una cierta imagen contestataria e inconformista, con el halo romántico de haber empezado su andadura en un garaje y haber transformado esa primera oficina, que obligó al padre de Jobs a erigir otro garaje para aparcar su vehículo, en una costosa y gigantesca sede circular, cuyo coste (5.000 millones de dólares) es una fracción de los ingresos trimestrales, que multiplican por 10 esta cifra (si bien los beneficios trimestrales se quedaron en 11.520 millones de dólares).
Extracción de datos vs. transformaciones anteriores
Mientras tanto, las infraestructuras de la bahía de San Francisco son incapaces de reducir los gigantescos atascos en los accesos al norte, sur y este del valle de Santa Clara, transitados a diario por quienes deben desplazarse desde lugares cada vez más distantes a la zona debido al obsceno incremento del precio de la vivienda en la zona.
Para comprender qué tamaño han alcanzado los gigantes del valle de Santa Clara, basta con centrarse en el hito de Apple, cuyo valor equivale a la capitalización de 111 empresas del índice S&P. Un sector simbólico en la transformación industrial a inicios del siglo XX, el del automóvil, mantiene su importancia relativa y crece con el ascenso de la clase media en los países emergentes; y, pese a que Volkswagen, Toyota, General Motors y Ford fabricaron 35 millones de vehículos en 2017, el valor bursátil de todo el sector del automóvil es inferior a la cotización actual de Apple.
Otro sector simbólico en el papel preponderante de la industria del pasado para ofrecer empleo abundante y bien remunerado en forma de puestos de trabajo directos e indirectos, el de la aeronáutica y la aviación tras el fin de la II Guerra Mundial, es incapaz de alcanzar, combinando el valor de mercado de las principales empresas (incluyendo Boeing, Airbus y las aerolíneas), la cotización actual de Apple.
Y de los sectores automovilístico y aeronáutico a un sector que se ha convertido en mercancía con escaso coste marginal en la economía digital, el conformado por la industria del entretenimiento: el valor del fabricante del iPhone es superior a la combinación de toda la industria mediática estadounidense, incluyendo a los principales proveedores de contenido Internet como Netflix.
Las sedes desarraigadas de su entorno
El éxito comercial y bursátil de los gigantes monopolísticos de la Nueva Economía coincide con la pérdida de lustro público de algunos supuestos que habían calado entre los usuarios de una Internet que concentra su actividad en un puñado de servicios propiedad de un puñado de empresas, tales como la supuesta bondad del uso de motores de búsqueda y redes sociales, o el hipotético uso responsable de datos e historial de los usuarios.
Fenómenos como la propaganda personalizada, la polarización política, y el uso de datos recabados de usuarios para afinar la publicidad contextual y ofrecer herramientas de contrainformación al mejor postor, han acelerado la destrucción de cualquier residuo de ética hacker de épocas pretéritas, dejando patente el utilitarismo irresponsable de personas y empresas clave en Silicon Valley, que no sólo se muestran incapaces de “solucionar” los problemas del mundo (como prometen en sus “donaciones” filantrópicas), sino artífices de tensiones difícilmente resolubles a la puerta de sus lustrosas sedes de planta apaisada.
Google, filial del conglomerado Alphabet (surgido, una vez más, como mecanismo capaz de otorgar ventajas fiscales, al convertir a un gigante en una entidad supuestamente descentralizada y diversificada, con filiales filantrópicas que dependen de la matriz), ha transformado el tráfico y el precio de la vivienda en la bahía de San Francisco tanto como sus vecinos Apple y Facebook, contribuyendo a una desigualdad entre los trabajadores con empleos de servicios subcontratados y precarios, y quienes acuden a los gigantescos campus de estas firmas.
Una ciudad “inteligente” o una distopía
Las sedes de estas compañías son auténticas ciudades autónomas que carecen de permeabilidad con los barrios y localidades circundantes, a las que no es posible acceder sin credenciales; esta es una de las razones por las que los habitantes de Toronto muestran opiniones divididas con respecto al proyecto de Google de crear un barrio conectado (en la jerga actual, barrio “inteligente”) en Quayside.
¿Se convertirá Quayside en un experimento distópico, donde los transeúntes y habitantes deberán ceder su privacidad por el simple hecho de deambular por un entorno urbano diseñado para el rastreo permanente de datos? De erigir su ideal de “ciudad inteligente” a imagen y semejanza de Googleplex, su sede en Mountain View, Google aislaría el perímetro del lugar del resto de la zona, e impediría la entrada de cualquier “indeseable”, eliminando cualquier concepto humanista de urbanismo y civilidad.
The Economist, semanario liberal clásico, recuerda en un artículo que los avances en cobertura y cohesión social en las sociedades más prósperas partieron del consenso transversal entre la clase política y la población.
Sin una corrección redistributiva de los peores efectos de la desigualdad que emerge en los momentos de grande transformación tecnológica, en los que la “destrucción creativa” de viejos modelos productivos crea tensiones sentidas por los trabajadores más vulnerables, el capitalismo genera la desigualdad a la que asistimos entre los nuevos gigantes transnacionales, atrincherados en su éxito, y la despreciada sociedad circundante, que se agolpa en la puerta vigilada de la ciudadela tecnológica.
Bitumen de bits
El mecanismo histórico que redujo el impacto de transformaciones pretéritas consistió en mejorar la cobertura social y la protección del grueso de la población, buscando un equilibrio —siempre complejo y ajustable en función de la coyuntura y el color político gubernamental— entre ingresos y amplitud de la cobertura.
En sociedades como la estadounidense, las empresas más beneficiadas por la última transición tecnológica no están dispuestas a compartir la riqueza generada en los países donde prestan sus servicios, incluyendo el entorno inmediato donde se elevan (tan herméticas y opacas como sus algoritmos mejor custodiados) sus sedes corporativas.
De momento, ni gigantes del rastreo de información ni administraciones han hallado maneras de paliar los peores efectos de la “destrucción creativa” y la desigualdad derivada de ésta. El tiempo de la credulidad y las campañas de buenas intenciones se agota.
Sólo reguladores y un público concienciado con sus derechos y los riesgos de la deriva actual, permitirán que la riqueza de las nuevas empresas extractivas —tan celebrada por los artículos de prensa escritos en todo de publirreportaje y las campañas de pseudo-filantropía—, revierta de veras en la sociedad.
En efecto, la extracción de datos no mancha las manos de bitumen, como ocurre con el sector de los hidrocarburos, sustituidos en la cúspide por los gigantes de la Nueva Economía. Habrá que aprender a distinguir entre conveniencia contraproducente (como confiar en un servicio que no devuelve a la sociedad lo que ésta le otorga) y consumo tecnológico responsable.