Del mismo modo que la música de fondo en el lenguaje audiovisual pierde su sentido cuando aparece sin interrupción de principio a fin, el uso excesivo de términos como “innovación” y “tecnología” —por no hablar de la retahíla de anglicismos relacionados, tales como “disrupción”— ha invalidado su uso en ensayos, periodismo y relaciones públicas.
En los últimos años, mientras se consolidaba la revolución numérica y la sociedad de la información lo inundaba todo gracias al teléfono inteligente y la Internet ubicua, todos nos convertimos, sin siquiera planteárnoslo, en adalides del “cambio” tecnológico, en promotores de un solucionismo que iba a transformarlo todo, mejorando la economía, nuestras vidas y cuestiones existenciales.
Sin saberlo, reflexiona el filósofo surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han, todos confundimos el potencial de la digitalización en poco menos que un culto pseudo-protestante con características inquietantes tales como la dependencia de algoritmos de recomendación, el exhibicionismo (Byung-Chul Han lo llama “hipertransparencia”) y una frustración creciente al compararnos con arquetipos del éxito contemporáneo, representados en forma de hologramas-fetiche.
Los números de la transformación numérica
Mientras tanto, gobiernos de distinto nivel, medios y clase docente actuamos de avanzadilla de un proceso que ha sido definido como “inevitable” desde el epicentro comercial de la cibernética, Silicon Valley, pero que continúa empleando a un porcentaje diminuto de la población y carece de la tracción prometida para generar el empleo y las oportunidades de previas transformaciones de la producción.
Recientemente, Greg Satell, un ensayista estadounidense, remarcaba en una columna para Harvard Business Review algo que todavía cuesta afirmar, pese a la evidencia acumulada al respecto:
“La revolución digital, pese a todos sus encantos, ha tenido un impacto económico claramente limitado, comparado con cambios tecnológicos anteriores como la electrificación o la llegada de los motores de combustión interna. Las tecnologías de la información apenas conforman el 6% del PIB en las economías avanzadas.”
Y, pese a ello, la prensa generalista y el nuevo entretenimiento de masas —series televisivas, memes en redes sociales, videojuegos— apenas se ocupan de sectores como el agroalimentario, la gestión y construcción de infraestructuras, la industria química, la gestión turística o la construcción, pues todos ellos representan un porcentaje mayor que el de las tecnologías de la información en la mayoría de países avanzados.
Nuevos modelos que captan más de lo que devuelven
En estos países, el sector terciario (servicios) suele acaparar tres cuartas partes de la actividad económica (la industria acapara una quinta parte de la economía, y la agricultura un porcentaje marginal de ésta).
Las tecnologías de la información han ganado la batalla de las relaciones públicas y el teléfono inteligente ha aumentado nuestra dependencia con respecto al entretenimiento digitalizado, pero esta preeminencia de las nuevas tecnologías en la cultura popular percibida no se traduce, de momento, en empleo y riqueza generalizada, más allá de la hiperconcentración del modelo de la Internet comercial en torno a Silicon Valley (Occidente) y a sus equivalentes en China (mercado asiático).
„The digital revolution, for all its charms, has had a fairly limited economic impact, compared with earlier technologies such as electricity and internal combustion engines. Information technologies make up only about 6% of GDP in advanced economies“ https://t.co/eFskINQfD8
— Wolfgang Blau (@wblau) July 21, 2018
En el resto del mundo, los cambios promovidos por estos dos epicentros son cada vez más claros y generalizados, si bien no distribuyen todavía el empleo y las oportunidades que sus promotores —empresas privadas con incentivos económicos y ausencia de cualquier consideración ética sobre posibles efectos adversos— habían anunciado durante su implantación.
Así, los efectos del proceso de transformación tecnológica, descritos por el economista austríaco Joseph Schumpeter como inherentes al capitalismo (una nueva era técnica suplanta a la anterior en un proceso de “destrucción creativa“) son más percibidos —en forma de fenómenos como el desempleo, la evasión fiscal de gigantes tecnológicos o la erosión de viejos modelos de servicios— que sus beneficios potenciales.
El interés de las empresas de rastreo
En este nuevo sector de la economía, todavía marginal pero capaz de recopilar todo tipo de información sobre nosotros y convertir este rastreo de datos en su auténtico negocio, ¿existe alternativa alguna a los modelos estadounidense y chino?
- por un lado, el modelo utilitarista de Silicon Valley maximiza el beneficio sin tener en cuenta consideraciones éticas o redistributivas;
- mientras, de manera todavía más preocupante, las empresas tecnológicas chinas se alían con un Estado nominalmente comunista y de Partido Único para practicar un hipercapitalismo que no sólo acumula información sobre los usuarios, sino que la usa para clasificar a la ciudadanía.
Antes de que la promesa cibernética se materializara en la actual concentración empresarial y modelo de rastreo en Internet, Estados Unidos y Europa experimentaron con formas de producción alternativas al capitalismo más impersonal y burocratizado.
Partiendo del contexto que el sociólogo Max Weber identificó como “ética protestante”, sectas puritanas emigradas a Estados Unidos como los “shakers“, minoría entre el puritanismo inglés cuáquero, transmitieron con celo y espíritu innovador tradiciones artesanales como la ebanistería y las artes aplicadas, influyendo sobre estilos arquitectónicos y artísticos.
Orígenes de la cultura “maker”
Sin salir de la esfera anglosajona, aunque en esta ocasión al otro lado del Atlántico, varios diseñadores e intelectuales, como William Morris, abandonaron la que consideraban idea errática de la mecanización más despersonalizada, consistente en organizar el trabajo de tal forma que cualquier empleado industrial fuera sustituible por otro; esta idea de progreso, sostenida por capitalismo y su supuesto antagonista, el comunismo, hasta hace apenas unas décadas, fue rechazada por un anarquismo en busca de la autenticidad y experiencia del individuo.
Morris fue el principal promotor y exponente del movimiento Arts and Crafts, que pretendía poner los avances tecnológicos de la Revolución Industrial en manos de artesanos cualificados, capaces de mejorar el resultado de su trabajo y de producirlo en serie gracias a las nuevas herramientas. Más que rechazar los avances tecnológicos, Morris —inspirado en el anarquismo— trató de ponerlos al servicio de un individuo potenciado e imprescindible.
El germen del anarquismo libertario en el mundo anglosajón entronca con las sectas religiosas emigradas a Nueva Inglaterra. Los trascendentalistas estadounidenses Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau lograron conservar el espíritu de la autosuficiencia sin caer en el dogma de shakers y otras sectas, y sus reflexiones influirían sobre experimentos de producción anarquista de Lev Tolstói.
Y las pruebas de Tolstói en su latifundio de Yásnaia Poliana influirían, a su vez, sobre Mohandas Gandhi, quien trató de devolver con el Movimiento Swadeshi la autonomía productiva a la población india tras el proceso de centralización de la metrópolis colonial (la cual importaba materias primas para producir manufacturas y captar el valor del producto).
De shakers, hippies y hackers
Esta tradición de autosuficiencia productiva y espiritual reivindicaba una relación con métodos de producción y con la metafísica sin intermediarios, traduciéndose en fenómenos como la producción en cadena de manufacturas de estética artesanal y en la lectura bíblica sin intermediación de la Iglesia (en contraposición a la jerarquizada Iglesia Católica, auténtica heredera de la burocracia romana).
A mediados del siglo XX, la llegada de la cibernética dio pie a la simbiosis de esta mentalidad artesanal (con elementos shaker, trascendentalistas, libertarios y de reivindicación artesanal siguiendo las reflexiones de William Morris y el movimiento Arts and Crafts) y el pensamiento de sistemas (ecologismo, ciencias cognitivas, ciencia computacional).
En Silicon Valley, hippies y proto-techies enarbolaron el “hazlo tú mismo“, parafraseando una máxima del discurso de posesión presidencial de JFK:
“No preguntes qué puede tú país hacer por ti. Hazlo tú mismo.”
La informática creó el primer producto de masas surgido de esta simbiosis; desde el primer momento, el idealismo ético de hackers y miembros del Homebrew Computer Club perdió la batalla de ideas ante el utilitarismo pragmático de quienes vieron la oportunidad de negocio.
Una visita de los jóvenes Steve Jobs y Bill Gates al laboratorio de I+D de Xerox en Palo Alto sirvió de chispa de inicio de una carrera comercial que ha acabado en la concentración empresarial de lo que llamamos sociedad de la información.
Los “makers” no se rindieron, inspirando una versión comercial y edulcorada de la ética hacker en torno al mercado del hazlo tú mismo (DIY), expuesto por el ex director de Wired Chris Anderson en su ensayo Makers: The New Industrial Revolution.
Autosuficiencia y “hazlo tú mismo” en Europa
Más preocupada por las consideraciones éticas y sociales de modelos de producción alternativos, la evolución de lo que hoy llamamos cultura o movimiento “Maker” (así, con el palabro inglés en todos los idiomas, símbolo de la mundialización que trata de contrarrestar con la producción local), la Europa continental ha explorado sistemas de industrialización descentralizada y a escala humana partiendo de una postura más ideológica y próxima a las instituciones.
El mutualismo de Pierre-Joseph Proudhon y Francesc Ferrer i Guàrdia, entre otros, inspiró propuestas financieras, educativas y de producción entre personas, sin necesidad de una mediación, financiación ni control institucionales.
Pronto, las ideas comunistas (insistentes en una idea de progreso burocratizada y deshumanizadora que anteponía el fin a los medios, donde los trabajadores eran “prescindibles) arrinconaron en el mundo radical a estas propuestas anarquistas, que permanecieron minoritarias a excepción de lugares concretos como la Barcelona de inicios del siglo XX.
La opción libertaria de la Europa continental no se extinguió por completo y fue reivindicada por la socialdemocracia, que trataba de salvar las libertades individuales de una democracia liberal atacada por distintos radicalismos, desde el fascismo al comunismo:
- la República de Weimar no pudo contrarrestar con aciertos el agravio sentido por la población alemana en torno a la dureza de las reparaciones de guerra estipuladas en el Tratado de Versalles, si bien sentó las bases de un diseño industrial europeo con espíritu artesanal, atento al detalle y a la personalidad local: la escuela de la Bauhaus no sólo influiría sobre el diseño industrial moderno, sino que renacería tras el trauma del Tercer Reich y la II Guerra Mundial, en forma de la Escuela de Ulm, auténtica piedra angular del éxito estético e industrial de la Alemania de posguerra;
- en el Benelux, Francia, Italia o España, el diseño industrial y la tradición artesanal convergieron en un nuevo tipo de arte local que partía de romanticismo y modernismo: el francés Jean Prouvé, hijo de un ebanista modernista, trató de manufacturar en cadena casas desmontables que hoy son consideradas una obra maestra, así como predecesoras europeas del actual “movimiento de las casas pequeñas”, sobre el cual hemos grabado y escrito desde sus inicios.
Tecnicidad
Así, mientras la contracultura de Silicon Valley abrazaba la teoría de sistemas del antropólogo británico asociado en California Gregory Bateson (autor de Pasos hacia una ecología de la mente) y el liberalismo económico para fundar las teorías cibernéticas, la informática personal e Internet, en Europa Occidental el filósofo Martin Heidegger advertía antes de morir de lo que se avecinaba.
Tal y como había predicho Max Weber con el símil de vigilancia burocrática de la “jaula de hierro“, metáfora precursora de la vigilancia panóptica que esperaba al individuo postmoderno, exhibicionista y despistado, Martin Heidegger había aventurado en los años 50 que no habría escapatoria a la numerización (él llamó al proceso “tecnicidad”).
El filósofo social austríaco André Gorz no era tan pesimista como Heidegger, y creía que la numerización engendraría una vía de salida al capitalismo salvaje, ya que otorgaría a cada individuo el poder de convertirse en artesano de su propio destino gracias al “hazlo tú mismo” y a ideas mutualistas tales como la economía circular o el consumo sostenible (circuitos de comercialización cortos, etc.).
Con estas diferencias de base entre el libertarismo de corte hipercapitalista en Silicon Valley, el libertarismo mutualista y ético de Europa Occidental y el estatismo vigilado y distópico de China, la sociedad contemporánea se asoma al vértigo traumático de un cambio radical de modelos de producción y consumo.
¿Rematerialización?
En efecto, el software ha impulsado la dematerialización, logrando que los productos concentren más valor en menos material. Sin embargo, el “hazlo tú mismo” y tecnologías descentralizadas como la propia Internet (y vástagos con potencial de reorganización de la información mundial, como la cadena de bloques), así como impresoras 3D y fresadoras de control numérico de bajo coste, impulsan en la marginalidad del sistema la “rematerialización” de las cosas.
Europa Occidental parece más cómoda en el escenario de la rematerialización de las manufacturas y los proyectos de economía mutualista, tales como los servicios que se construyen sobre la cadena de bloques.
Falta ver si la tradición mutualista europea, afincada en los laboratorios de fabricación de todo el continente, continuadores de un sistema de gremios y artes aplicadas de profunda raigambre en Italia, Francia, Alemania, España y el Benelux, puede presentar una alternativa creíble para los más jóvenes… y para el mundo.
Hará falta mucho más que lo existente, pero iniciativas como el Chaos Computer Club (CCC) representan un principio que merece la pena continuar.