Si algo nos deberían haber enseñado ejercicios de futurología como las tarjetas ilustradas por Jean-Marc Côté en 1900 para la Exposición Universal de París de 1900 (El mundo en el año 2000), o los no menos importantes desvaríos encumbrados en Futurama, la Expo sobre el futuro celebrada en Nueva York en 1939, es la distancia entre nuestra visión ideológica de la técnica y la realidad.
La amenaza a los valores universalistas y cosmopolitas llega a través de herramientas que surgieron como producto de estos valores: Internet, redes sociales y análisis de datos (la mayoría de estos últimos compartidos voluntariamente por la ciudadanía, encantada de apretar al botón de “Aceptar” sin leer los términos del contrato de uso para llegar cuanto antes al servicio en cuestión, por insignificante que sea).
El “progreso” tecnológico no aporta lo prometido y no hay reversión posible de inercias como la hiperconexión y la tendencia a la transparencia, un arma de doble filo que de momento se decanta hacia la vigilancia panóptica, y no hacia la realización personal de los participantes en una conversación más global que nunca que, sin embargo, se vuelve hacia temáticas tribales.
Sociedad abierta
Englobada en la idea de progreso surgida de la Ilustración (liberales como John Stuart Mill y proto-socialistas como Henri de Saint-Simon basarán su visión optimista del futuro en una aspiración al perfeccionamiento de la humanidad con conocimiento socrático y técnica positivista, al más puro estilo de Rousseau), la tecnología es, desde el fin de la II Guerra Mundial, mucho más que una aspiración.
La “tecnología” propulsa la sociedad de consumo: vajillas victorianas, cámaras fotográficas de pequeño formato (las primeras para las masas: Kodak), automóviles (Ford T), cinematógrafo, radio, televisor, electrodomésticos, teléfonos inteligentes…
El progreso mutará desde la esfera política e intelectual hacia el materialismo de la sociedad de consumo, abandonando posiciones revolucionarias y de un utopismo igualitarista a favor de una existencia materialmente confortable que, en las autodenominadas “democracias avanzadas”, irá de la mano de los valores universalistas que el filósofo francés Henri Bergson (y, más tarde, también los filósofos centroeuropeos exiliados en Reino Unido y Estados Unidos, respectivamente, Karl Popper y Hannah Arendt) asociará a la “sociedad abierta”: separación de poderes, prensa libre y libertad de expresión como elementos protectores de las libertades fundamentales (individuales y civiles).
El riesgo de ningunear liberalismo y socialdemocracia
El universalismo (asociado en el imaginario colectivo al enciclopedismo, la Revolución Francesa, la democracia estadounidense o, desde los Tratado de Roma de 1957, la propia Unión Europea) todavía pilar nominal de los países occidentales y entidades supranacionales como la Unión Europea, se encuentra en una profunda crisis, como demuestra la facilidad con que se producen choques identitarios en el mundo anglosajón y en el propio epicentro de la históricamente convulsa Centroeuropa: políticas xenófobas de Viktor Orbán en Hungría, ataque a la separación de poderes en Polonia, cortejo de Putin a la ministra de Asuntos Exteriores en la boda de esta última, o los disturbios xenófobos en Chemnitz (Sajonia, antigua Europa del Este), auge de la extrema derecha desde Suecia hasta Italia…
El Este europeo, ajeno al largo recorrido del universalismo liberal de Europa Occidental y Norteamérica, está compuesto por países étnicamente más homogéneos que en el pasado (convulsiones del siglo XIX, Revolución Rusa y dos guerras mundiales alentarán pogromos y el exilio de minorías) que, aislados del resto del mundo hasta el colapso del Telón de Acero, rechazan la apertura ideológica, económica, cultural y social de sus vecinos del Oeste (socios actuales en Bruselas, en el caso de los países del Pacto de Varsovia integrados en la UE a partir de las ampliaciones de 2004, UE-25, UE-27 y UE-28).
La idea flexible y etérea del liberalismo, así como la ambivalencia semántica del término “liberal” a ambos lados del Atlántico, define en buena parte su éxito: las democracias liberales basaron su prosperidad en abandonar la intromisión secular en los asuntos privados de la población, a la vez que garantizando sus derechos y deberes sin favoritismos.
Orígenes de “meliorismo” y “progreso”
Pero el liberalismo, inaugurado por figuras de la Ilustración como Jean-Jacques Rousseau, sus conocidos d’Alembert y Diderot, así como Holbach, Beccaria y Hume, entre otros, halló soportes contra viejas estructuras y clientelismo en el sur de Europa, América Latina y el Este Europeo.
En esta última región, la más homogénea de la UE y la que más rechaza la integración de inmigrantes no europeos, la historia es cíclica y la idea de “progreso” tiene un valor menos positivo, más unidimensional, al haber sido promovido por funcionarios alejados de la realidad de las distintas poblaciones.
Cuando abandonó viejas estructuras imperiales del Antiguo Régimen —en una convulsa lucha por el dominio de la región entre alemanes, austríacos, rusos, otomanos y la Francia napoleónica—, Europa Central y del Este sucumbió a ideas de progreso revolucionarias en las que el fin justifica los medios: la Revolución Rusa y sus “exportadores” como Rosa Luxemburgo, el eugenismo que alimentará el antisemitismo y culminará en el desatino de la “solución final”, etc.
En el mundo ajeno a Occidente, liberalismo y progreso no irán de la mano. Ninguno de los dos términos jugará un rol de peso en las civilizaciones asiáticas más potentes, ni las colonizadas (India, Indochina), ni las amenazadas por intentos de colonización (China), ni las que tratarán de importar la técnica occidental (la era de las máquinas surge de conceptos ilustrados como mecanicismo, meliorismo, evolucionismo —y su hijo bastardo, el eugenismo—, positivismo científico, etc.): el Japón del período Meiji.
Los conceptos abstractos surgidos de la evolución del humanismo del Antiguo Régimen hacia sistemas de poder basados en el rendimiento y las capacidades, y no en el derecho de clase o la costumbre, irán de la mano: “libertades fundamentales”, “opinión pública” o “justicia social” se asociarán con “progreso”, y este último concepto, asociado con el meliorismo —prosperidad en la tierra, y no en el cielo—, se adaptará al idealismo imperante en cada contexto.
Nadie reivindica a Eduard Bernstein
En las sociedades liberales, el progreso deberá ser espiritual (cultural, educativo, político) y material, proclamando una supuesta igualdad de oportunidades, mientras el materialismo dialéctico se impondrá como fin la igualdad real —y estrictamente vigilada— entre la población, una vez se imponga el autoritarismo de corrientes como la bolchevique al internacionalismo trotskista: el sueño de Trotsky, educar a una sociedad de profesionales, cederá ante la realidad estalinista del control burocrático de obreros insustanciales e intercambiables.
Las sociedades liberales afrontarán la presión de los movimientos obreros revolucionarios y del fascismo con una transformación semántica del “progreso”: el progresismo deberá hacerse moderado, dirá el teórico marxista alemán Eduard Bernstein; sus tesis, enfrentadas a la violencia revolucionaria de los partidarios de Rosa Luxemburgo, fundarán la socialdemocracia, o socialismo moderado.
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Antes de triunfar entre la población, el socialismo moderado deberá esperar al colapso de la República de Weimar y a la hecatombe de la II Guerra Mundial. Tras ésta, la socialdemocracia se inspirará en el modelo de consumo surgido en Estados Unidos y tratará de crear una sociedad de clases populares prósperas, en contraposición a la idea que había equiparado “progreso” a “revolución obrera”.
El progresismo bernsteiniano no mostrará síntomas de agotamiento irremediable hasta la crisis de 2008, que aceleró el colapso del socialismo moderado en toda Europa. En el Este, el “progresismo” de corte revolucionario entrará en vía muerta mucho antes de su colapso definitivo en 1989.
Estragos de la idea de “progreso” en regímenes totalitarios
La técnica se amoldará al ideal de progreso de cada modelo: en Occidente, la sociedad de consumo garantizará la supervivencia y prosperidad de las democracias liberales —incluidas las potencias del Eje—, tuteladas por Estados Unidos; en el Bloque Soviético, la producción estatista de los planes quinquenales chocará con la realidad de una sociedad con vínculos antiguos y distintas cosmogonías nacionales, así como con la tozudez de la naturaleza: el exterminio de descendientes de cosacos, rusos blancos, trotskistas y otros disidentes en los gulags siberianos o la práctica desaparición del mar de Aral al fallar estrepitosamente la faraónica infraestructura de canales que tratará de convertir la aridez de Asia Central en el principal éxito de la agricultura planificada.
Los planes del mar de Aral, surgidos del ideal de progreso del estatismo soviético, pronto derivarán en un desastre ecológico visible desde el espacio. En paralelo, otros proyectos soviéticos de bandera, como el avión de pasajeros supersónico que había de competir con el Concorde franco-británico, el Tupolev Tu-144, registrarán problemas de producción y seguridad debido a fallos en diseño y materiales, lo que suscitaría sospechas de espionaje industrial.
En la orilla soviética del mar Caspio, el lago de Asia Central al oeste del mar de aral, otro proyecto tecnológico soviético, el ekranoplano, una aeronave que se desplaza sobre la superficie del agua aprovechando la diferencia entre presiones (efecto suelo), constituirá un esfuerzo tecnológico secreto abandonado a su suerte tras el colapso de la URSS, como sucederá con hangares espaciales, ciudades secretas, empresas estatales crónicamente deficitarias o centrales nucleares negligidas.
Carniceros largamente reivindicados por la intelligentsia europea
Durante la Guerra Fría, las naciones no alineadas, las antiguas colonias —en pleno proceso de emancipación— y los regímenes comunistas asiáticos tratarán de crear su propia idea de progreso, pero este desarrollo, a la par ideológico y técnico, quedará frenado en unos casos por la rentabilidad de la explotación de hidrocarburos (OPEP a partir de 1973), o por el maoísmo más delirante: la Revolución Cultural china y los desmanes de los revolucionarios de las antiguas colonias francesas en Indochina, con el carnicero Pol Pot en cabeza, constituirán un experimento aberrante de “progreso”, con millones de desplazados y muertos.
Tras la independencia del Imperio Británico, el subcontinente indio tratará de volver al puesto comercial hegemónico que había contado hasta la llegada de los europeos (historiadores como Felipe Fernández-Armesto, cada vez menos eurocéntricos, reconocen l estatura de China e India en el mundo antes y durante la que llamamos Era de los descubrimientos); trifulcas religiosas, territoriales y de modelo de Estado dejarán en segundo plano el esfuerzo técnico y educativo, que se centrará en el desarrollo armamentístico (pese a las presiones exteriores, India y Pakistán se convertirán en potencias nucleares).
La filosofía del siglo XX tratará de describir la tensión entre la ideología del “progreso”, surgida en el contexto del idealismo hegeliano (y, por tanto, detestada por los precursores del postmodernismo, desde Schopenhauer a Heidegger, pasando por Nietzsche).
El sociólogo Max Weber describirá con preocupación el auge de la técnica y lo que ello supone: las sociedades más burocratizadas asignarán un espacio cada vez más supervisado al individuo, que se comportará de acuerdo con unos parámetros asignados por el sistema o intuidos por él mismo (lo que se espera de él: Michel Foucault llamará a este último fenómeno “gubernamentalidad”).
Los heterónimos de un lisboeta
Con la llegada de la cibernética y la sociedad numérica, técnica y “progreso” se fundirán en una entidad informe y supranacional: se inicia así, con la inocente aquiescencia o incluso celebración de todos, el culto a la tecnología y a la sociedad de la información.
La transparencia se impondrá al derecho a la privacidad, el ciudadano se transformará en un mero “usuario”, el derecho fundamental será ahora un “servicio”, y el exhibicionismo de vidas vacuas e impostadas se democratizará con la rapidez que, décadas antes, lo había hecho el turismo de masas.
La cibernética ayudará, una vez más, a ahondar en el reduccionismo tecnológico. La tecnología y el progreso deben aspirar a ser “exactos”, como lo son —estipula la filosofía analítica—, las ciencias exactas y las matemáticas.
La tecnología como herramienta de ampliación de las capacidades humanas, idea que tomará peso en la universidad estadounidense a través del trabajo de Vannevar Bush y Gregory Bateson, entre otros, enlazará con la idea positivista de que es posible reproducir la conciencia humana conociendo los mecanismos del lenguaje y la lógica proposicional, una idea simplista que condicionará toda la evolución de la filosofía analítica (desde los postulados matemáticos del Círculo de Viena y el neopositivismo del departamento filosófico del Trinity College de Cambridge, del que surgirán Bertrand Russell y su díscolo discípulo Ludwig Wittgenstein).
Medio siglo después del inicio de la informática personal y la evolución de la electrónica, nos adentramos en un mundo post-exacto, donde el perspectivismo de los postmodernos, desde las burlas de Nietzsche a la nueva “religión” científica (por sus aspiraciones dogmáticas) a los heterónimos de Fernando Pessoa, toman una importancia renovada al observar el desatino de una opinión pública influida por algoritmos y un mundo de sistemas e infraestructuras técnicas cuya supuesta exactitud e infalibilidad cae a pedazos: botones que no funcionan, diseños laberínticos con instrucciones que se asemejan a una ilustración de Escher, repositorios de código (como el de Tesla) de los que dependen flotas de automóviles con instrucciones que se contradicen y bucles destinados a causar disfunciones…
Cuando la complejidad del mal diseño era loada
Ciencia ficción, prensa, ensayos y —ahora también— políticos, ahondan en nuestra ansiedad sobre el reinado de las máquinas inteligentes, como si el “progreso” social y material hubiera mutado al fin en una exactitud mortífera, capaz de convertir a los algoritmos en tiranos supuestamente infalibles, surgidos de una exactitud propia del mundo de los ideales matemáticos y platónicos.
En los años 80 la amenaza procedía, para el imaginario cibernético, del Japón descrito por William Gibson; poco después, cuando todavía era demasiado costoso visitar Japón o traspasar el conocimiento anecdótico y superficial de los artículos escritos de oídas, el mundo se maravillaba por la supuesta sofisticación distópica de los teléfonos móviles de NTT Docomo.
Steve Jobs bajó de la montaña poco después y nos explicó que, en todo caso, la sofisticación estaba en la sencillez; empezaba la era de los dispositivos informáticos con el ethos de los electrodomésticos diseñados por Dieter Rams para Braun: el iPhone apenas tenía un botón y usaba el dedo humano como puntero, mientras los teléfonos japoneses constituían la última iteración de las laberínticas interfaces de los aparatos electrónicos de Sony y Matsushita.
El meliorismo tecnológico (que nos traerá poco menos un Übermensch a través de la corriente transhumanista), oculta una idea menos trillada, en la que todos reparamos pero a la cual no prestamos importancia, algo así como si su presencia no fuera suficiente para poner en duda la infalibilidad del progreso tecnológico: el mundo acumula una miríada de botones y mecanismos que no funcionan correctamente o simplemente han dejado de funcionar.
Un mundo de tecnología disfuncional y botones placebo
El botón que se muestra pero no funciona o lo hace a medias (“pulsa aquí para arreglar tu vida, encontrar trabajo, encontrar pareja, curar una enfermedad o arreglar el mundo”) se convierte, sin que prestemos al fenómeno la atención que se merece, en el equivalente contemporáneo a los exvotos en ermitas rurales con la intención de sanar enfermos y procurarse un buen porvenir: la ilusión es flagrante, pero más incómodo es analizar la impostura.
Un artículo de Jacopo Prisco nos invita a reflexionar sobre el número de botones (en pasos de peatones, puertas automáticas, ascensores, etc.) que hemos pulsado sin que ocurra nada a continuación.
El mundo está repleto de mecanismos que no funcionan y diseños laberínticos que carecen de sentido incluso cuando actúan de acuerdo con la voluntad del diseño original…
Por no hablar de los “botones placebo”:
“botones mecánicamente sólidos y se pueden presionar pero no proporcionan ninguna funcionalidad.”
Incluso cuando carecen de propósito, estos botones estarían cumpliendo una función muy de nuestro tiempo. Tal y como explica a Jacopo Prisco la psicóloga de Harvard Ellen Langer, estos mecanismos sin utilidad aparente “tienen un efecto psicológico”. Nos otorgan una sensación de control.
Ritmo interno y mirada propia no residen en el teléfono
En un mundo inexacto y plagado de incertidumbre, sin grandes creencias ni ideologías que conserven el lustro de épocas pretéritas, en el que ni siquiera la conciencia es algo fijo y definible, sino algo inconcreto y mutable como las personalidades literarias múltiples de Pessoa, estos botones proporcionan la sensación de control sobre una situación.
“Hacer algo suele sentar mejor que no hacer nada.”
Al parecer, afrontar la incertidumbre de la vida, comprender la multiplicidad de perspectivas y nuestra capacidad de decidir lo que podemos hacer a cada instante, es una responsabilidad demasiado grande para el hombre postmoderno.
Pulsar un botón, como tomar una píldora o sumergirse en un baño de narcóticos, no puede sustituir el ejercicio de reflexionar sobre la transitoriedad de la existencia, lo bello e imperfecto de la vida, las victorias y los sinsabores, los momentos de gozo y los ratos de tedio, necesarios también.
Quizá, al pulsar el próximo botón mal diseñado o que no funcione, o al obsesionarse acerca de la supuesta incomodidad de un teclado en un costoso ordenador portátil, podamos combatir la tendencia contemporánea a la narcosis de la sensación de control tecnológico dedicándonos un rato de sosiego analógico.
Acaso leyendo las líneas deshilachadas de un libro, manteniendo una conversación o prestando la atención merecida a lo que nos rodea, una vez hayamos levantado la vista de la pantalla.
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