En París era una fiesta, su novela autobiográfica, un Ernest Hemingway entrado en años y sin reserva de inocencia confiesa sus filias y fobias acerca de lo que significó París para los escritores anglosajones expatriados en los años 20, apodados Generación Perdida por Gertrude Stein.
Anécdotas sobre Ford Madox Ford, hombre según él de una sola novela; sobre el magnetismo y contradicciones de un poeta más conocido por su eclecticismo y filofascismo como por su generosidad en la edición del trabajo de otros, Ezra Pound (responsable de la versión final de La tierra baldía, que consagraría a T.S. Eliot); sobre James Joyce, irlandés haciendo de irlandés, en pleno proceso etílico-creativo de concepción y publicación de Ulysses; sobre los caprichos de prima donna del delicado e hipocondríaco Scott Fitzgerald durante un viaje de vuelta a París desde la costa mediterránea… y los elogios velados, llenos de un profundo arrepentimiento, a su primera mujer y compañera de los años difíciles del comienzo en un pisucho con letrina compartida de la zona de Montparnasse, cuando el Barrio Latino todavía olía a cuadra.
Es su primera mujer, Hadley Richardson, la protagonista de un evento descrito por Hemingway del que no supuran, sorprendentemente, los reproches velados o la falsa condescendencia que el lector atento siempre intuirá, incluso cuando se trata de la buena urdimbre de los escritores excepcionales: durante uno de sus encargos como corresponsal europeo del Toronto Daily Star, Hemingway pasa un tiempo en Suiza cubriendo la Conferencia de Paz de Lausana; es allí, en Lausana, donde el escritor planea reencontrarse con su mujer, que había permanecido en París.
El periodista y editor Lincoln Steffens se encontraba también en Suiza, y había mostrado un interés genuino en leer más cosas del escritor en ciernes, así que Hadley decidió sorprender gratamente a su marido colocando el único manuscrito y todas las copias de carbón (registradas en papel de calco) de su primera novela.
Sólo dos relatos cortos permanecieron en el apartamento parisino, de modo que la maleta arrastrada por Hadley llevaba toda la obra de ficción escrita hasta el momento por el autor de El viejo y el mar. La maleta se perdió, y nunca se ha sabido más de ella.
Una maleta perdida
Hemingway describió el suceso a Ezra Pound en estos términos:
“Supongo que te has enterado de la pérdida de mi Juvenalia? Subí a parís la semana pasada para comprobar qué quedaba y comprobé que Hadley había hecho todo el trabajo incluyendo todas las copias de carbón, duplicados, etc. Todo lo que queda de mis escritos completos son tres borradores a lápiz de un poema vago luego desechado, algo de mi correspondencia con John McClure, y algunas copias de carbón de artículos periodísticos. Tú, por descontado, dirías, ‘Bien’, etc. Pero ni se te ocurra decírmelo a mí. Todavía no he logrado alcanzar el cambio de ánimo necesario.”
Ni un reproche a Hadley. Aceptación de la fatalidad. Determinación, poco más tarde, para perseverar, acaso con el vigor redoblado. Y –eso quizá no lo sepamos jamás–, una oportunidad para el joven autor de desprenderse de corsés y fórmulas literarias surgidas de la presión de bordar la primera novela, para escribir en “inglés vigoroso” y directo The Sun Also Rises (Fiesta, 1926).
La ingenuidad y energía del comienzo se transformaría en una obra literaria consolidada y un gusto por la evasión taciturna que escondían quizá una culpa: la pérdida de la inocencia del primer matrimonio y las escapadas a esquiar en los Alpes austríacos, cuando, tostado por el sol y oculto tras melena y barba, los lugareños le habían apodado “Cristo”. Allí, en el idilio invernal, había empezado un romance con la que se convertiría en su segunda mujer, Pauline Pfeiffer.
¿Qué contenía el primer manuscrito de Hemingway? ¿Cuántas obras, publicadas y no publicadas, se han perdido de manera irrecuperable? ¿Qué perdemos al cerrarse la oportunidad de revivir un texto, escrito, por definición, para que emerja un sentido –siempre lleno de matices aportados también por el lector– durante la lectura?
Sobre libros perdidos y libros reencontrados
La historia literaria universal está llena de pequeñas catástrofes de consecuencias difíciles de calcular, con eventos traumáticos como la desaparición de copias completas y únicas de innumerables libros, conocidos o no, pertenecientes a autores, conocidos a través de menciones de terceros o no, en rollos, pergaminos y pieles de viejas librerías de las civilizaciones con una cultura escrita más prolija.
En Occidente, eventos como la destrucción de la biblioteca de Alejandría en varios eventos de los siglos III y IV d.C., y la destrucción de Constantinopla, reducto bizantino de la herencia helenística y romana, durante su conquista otomana en 1453, son el símbolo de un vacío insustituible: el de las obras, anecdóticas, administrativas, puntuales, clásicas, teológicas, etc., que existieron en uno o varios manuscritos en la era anterior a la imprenta, y sobre las cuales se ha perdido el rastro.
Conocemos el título y temática de algunas de las grandes obras de la Antigüedad que no han sobrevivido ni siquiera a partir de traducciones y copias concatenadas perdidas en los scriptorium de la Edad Media, como el descrito por Umberto Eco en El nombre de la rosa, a partir de rollos precedentes que se remontan a la caída de Roma; en ocasiones, desconocemos su propia existencia.
En ambos casos, la pérdida es incalculable, aunque la serendipia, las nuevas tecnologías de recuperación de rollos en mal estado, de textos ocultos bajo otros textos (debido a la práctica medieval de los palimpsestos) o incluso carbonizados, y el uso de técnicas de computación para recomponer textos a partir de fragmentos diseminados y a medio identificar, arrojan un tipo de esperanza que, dado el contexto, puede tildarse de quijotesco.
Una búsqueda contra el olvido y los elementos
El propio Renacimiento y sus ramificaciones, entre ellas el surgimiento de la propia modernidad y los principales conceptos de la Ilustración, partirán del sustrato de la Antigüedad clásica y la carrera por salvar de la pérdida definitiva los textos que habían sido copiados en reductos de erudición durante épocas en que la lectura y la escritura se circunscribían a minorías urbanas y religiosas: sin los scriptorium de abadías de Europa, Oriente Próximo y Oriente Medio, la obra parcial que conservamos de los autores y teólogos de la Antigüedad habrían también desaparecido, restando hoy apenas alguna mención y versión apócrifa.
A partir del siglo XI, los seminarios teológicos empiezan a ampliar su enseñanza, originando las escuelas que constituirán después las primeras universidades; el uso del latín atraerá a maestros de toda Europa a los centros más prestigiosos, garantizando la expansión y revisión de obras clásicas transmitidas a menudo a partir de traducciones árabes que llegarán a Constantinopla o los últimos reductos eruditos de una Al-Ándalus debilitada por la Reconquista.
Tal y como imagina Eco en su fabulación en torno a la supuesta última copia del –peligroso para la moral– tratado sobre la comedia de Aristóteles, el celo religioso y el desconocimiento o falta de criterio de los escribas monásticos, antepuso obras menores sobre teología a clásicos grecolatinos, cuyas últimas copias fueron raspadas y quedaron sepultadas, primero, bajo nuevos textos en palimpsestos; y, a continuación, fue el propio texto que había sepultado al primero el que sucumbió a una tercera obra, acaso menor en importancia que la segunda, e incomparablemente anodina por contraste a la obra clásica yaciendo sobre el dañado primer estrato del polvoriento soporte.
El ejército del tiempo, los elementos y los acontecimientos, desde erupciones volcánicas a inundaciones, terremotos e incendios, han impedido que lleguen a nosotros algunos libros cuya lectura habría influido sobre la historia, quizá, como lo hicieron los manuscritos únicos salvados durante el Renacimiento, como el extraordinario hallazgo, en 1417, del buscador de clásicos desaparecidos Poggio Bracciolini en el scriptorium de la abadía de Fulda: una copia completa de De rerum natura de Lucrecio.
El giro: la influencia de Lucrecio
De rerum natura cambió el curso del Renacimiento e inspiró corrientes de pensamiento tales como la libertad religiosa, el perspectivismo y el libre albedrío, además de aportar un conocimiento inédito de primera mano y calidad sobre las tesis de los atomistas griegos y sus discípulos grecorromanos, los epicúreos.
Hongos, insectos, temperatura y humedad inadecuadas, polvo, trasiego y uso (o falta de éste durante largos períodos)… Hay innumerables razones que hacen del libro impreso un soporte difícil de superar incluso en la era actual de madurez digital, espacio y comunicaciones sin límite práctico: portabilidad, comodidad y autonomía (sí, el libro electrónico es ilegible sin el uso de energía), así como durabilidad bajo circunstancias normales.
Eso sí, el libro convencional es tan fácil de conservar como de destruir, tal y como demuestran los pogromos registrados y olvidados por la historia (o acaso narrados en manuscritos únicos y copias únicas que aguardan una nueva oportunidad en la sombra de algún archivo a medio catalogar -como todos los archivos, desde las bibliotecas de Tombuctú que han sobrevivido al polvo y a los contrabandistas a las sedes de las bibliotecas nacionales europeas más prestigiosas- o alguna ruina sepultada).
La centralidad que Occidente ha concedido al pasado grecolatino como inicio cuasi-exclusivo de una civilización dominante de la que los países más prósperos desde la Ilustración se sienten herederos, explica la pasión sostenida desde el Renacimiento por descubrimientos de obras inéditas del pasado equiparables al hallazgo del mencionado De rerum natura.
El azar y los manuscritos únicos
El historiador Stephen Greenblatt se llevó el Pulitzer de ensayo de 2012 con The Swerve: How the World Became Modern, que narra su investigación sobre una investigación: el hallazgo de la obra maestra atomista de Lucrecio por Poggio Bracciolini y su ramificación de consecuencias, entre ellas el cambio de mentalidad que condujo a pensadores como Michel de Montaigne, Voltaire y David Hume a replantear conceptos básicos de la condición humana de los que, de un modo u otro, somos herederos. Para este trasvase clave en la historia, bastó un solo bibliófilo para salvar Sobre la naturaleza de las cosas de la pérdida definitiva.
No es el único caso:
“¿Cómo concebir la tragedia griega sin Las coéforas de Esquilo, sin la Ifigenia en Áulide o sin Las suplicantes de Eurípides? ¿Cómo concebir la poesía latina sin las obras de Lucrecio, de Catulo, de Tibulo? ¿Cómo concebir la historia de la Antigüedad sin Polibio, sin Tito Livio, sin Tácito? ¿Cómo concebir el pensamiento moral y filosófico antiguos sin Epicteto, sin Séneca, sin Marco Aurelio? ¿Cómo concebir el estudio del arte de gobernar en los antiguos sin La República de Cicerón? ¿O el de la historia de la lengua latina sin el De lingua latina de Varrón? ¿Cómo imaginar un estudio del derecho ateniense ajeno a los discursos de Lisias? ¿Un estudio del derecho romano que pasaría sin las Instituciones de Gayo? ¿Un estudio de la geografía y de la arqueología griegas que pasaría sin Pausanias? ¿Un estudio de la topografía antigua que pasaría de la Tabla de Peutinger?”
El historiador belga Jean Stengers, desaparecido en 2002, publicaba en 1986 un influyente artículo sobre el rol en la historia de los manuscritos únicos, recuperados o no (un manuscrito evocado o recuperado a medias deja un hueco, una melodía igualmente sugestiva).
Stengers trata de definir esta rareza bibliográfica, potencialmente tan influyente como lo fuera “De la naturaleza de las cosas” de Lucrecio durante el Renacimiento y la Ilustración:
“el manuscrito único sería aquel que, en una época alejada de aquella de la redacción de la obra, habrá sido el único, ya sea a alumbrar a toda la tradición manuscrita tal y como la conocemos en la actualidad, ya sea a permitir ediciones impresas. El riesgo, en este caso, es patente: sin este único testimonio, éste era, aparentemente, el naufragio [la imposibilidad de acercarse con certidumbre al texto original extraviado].”
El encargo de Aretas
Además del célebre caso de Lucrecio, la obra de Catulo se conoce a través de un único manuscrito. De los 40 libros de las “Historias” de Polibio, sólo se conservan los libros entre el I y el V, copiados de un manuscrito único hoy perdido; de Tito Livio, se conservan 35 libros sobre 142; una veintena de los 35 conservados han llegado a nosotros a través de un manuscrito único. Toda la obra superviviente de Tácito se ha conservado gracias a 3 manuscritos únicos.
Y qué decir de libros fundamentales del estoicismo, cruciales en el pensamiento occidental: parte de su obra nos llega de un solo manuscrito elaborado en Oxford en el siglo XI; una parte fundamental de Séneca procede de un manuscrito único del mismo siglo; las Meditaciones de Marco Aurelio sobrevivieron gracias a un manuscrito único, hoy perdido, que Aretas de Cesarea (obispo de esta localidad de Capadocia), mandó copiar en la primera mitad del siglo X de un ejemplar más antiguo que tampoco ha sobrevivido.
Partiendo de la definición de Stengers, cuando se trata de textos antiguos, el manuscrito único puede haber llegado a la actualidad a través de un sólo texto antiguo conservado, o a través de una o varias copias que permiten restituir las partes del manuscrito que han sufrido daño, o mediante copias derivadas de un manuscrito extraviado.
Se conocen, en su totalidad o parcialmente, menos del 10% de tragedias y comedias griegas escritas. Los tres grandes autores de la tragedia griega, Esquilo, Sófocles y Eurípides –pertenecientes a tres generaciones concatenadas durante el siglo ateniense de Pericles–, escribieron una extensa obra de la que han sobrevivido un puñado de obras.
El vacío de lo que no ha perdurado
Se cree que Esquilo, alabado por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia por la tensión entre la racionalidad y la visceralidad (entre Apolo y Dioniso), escribió 79 obras, de las que se conservan 7, incluyendo la única trilogía completa de la Antigüedad que ha llegado a nuestros días, la Orestíada.
Sófocles escribió unas 130 obras, contando tragedias y dramas satíricos. Se conservan 7 tragedias. Eurípides, cuya perfección y racionalidad temática y estilística fueron denunciadas por Nietzsche como prueba irrefutable de la victoria de Apolo sobre Dioniso en la tensión entre racionalidad y vitalismo en Occidente, escribió al menos 92 obras, de las que sobreviven 18 tragedias y un drama satírico.
Durante los siglos VI y V a.C. hubo al menos 46 tragediógrafos; en el siglo IV a.C., la cifra ascendía a 45 autores de tragedias, que disminuyeron a 35 en el siglo III a.C. En siglos posteriores se acelera el empobrecimiento del género, si bien continúa la tradición, que no legará ningún texto completo para la posteridad y cuyos atributos conoceremos en ocasiones gracias a citas y comentarios de otros autores o mediante fragmentos. Suena la melodía dejada por el vacío de lo que se ha perdido sobre Euforión (hijo de Esquilo), Evetes, Polifrasmón, Eveón, Notipo, Aristias, Mesato, Ión de Quíos, Licofrón, Timocles, y tantos otros.
Existe la certeza de que el filósofo cínico Diógenes de Sinope, de quien no se conserva ningún texto, fue también autor de tragedias. Sus postulados radicales habrían ganado poderosos detractores en siglos posteriores, que habrían asegurado la destrucción de su obra para la posteridad con el celo demostrado en la ficción por Jorge de Toledo en El nombre de la rosa, temeroso de que un tratado pagano sobre la comedia haga tambalear los pilares eclesiásticos durante una época de duras rencillas teológicas, ejemplificadas por tesis radicales como las de Francisco de Asís y Dulcino de Novara.
Por qué no han perdurado más comedias griegas
Sólo se conservan comedias griegas completas de un autor clásico, Aristófanes, mientras apenas se conocen los títulos de las principales obras del resto de autores de comedia antigua, tanto contemporáneos de Aristófanes, iniciador del género, y posteriores: Leneas, Cratino, Crates, Ferécrates, Eupolis, Leneas, Arístónimo, Amipsias.
La historia de la supervivencia de manuscritos originales no depende únicamente de la lucha contra la decadencia de los soportes ante el efecto del tiempo y las plagas que afectan a los soportes usados a lo largo de la historia: maderas de rollos y encuadernaciones, piel, pergamino, papiro, tejido vegetal, etc.: si bien han existido célebres buscadores de manuscritos inéditos, sobre todo a partir de inicios del Renacimiento (época que coincide con la máxima actividad de los scriptorium y con el nacimiento de las primeras universidades), también ha habido cazadores obcecados con hacer desaparecer libros indeseados para siempre.
La Iglesia toleró el paganismo de muchos autores clásicos “recuperables” para la fe, debido a la influencia de sus escritos sobre los propios debates teológicos: desde la conexión perdida para la historia entre peripatéticos de cultura griega con conocimiento de los clásicos que habrían influido sobre las propias doctrinas abrahámicas en ciernes, a la posterior apreciación de los filósofos estoicos y, sobre todo, tanto de la doctrina dualista de Platón como de la lógica, ética y metafísica de Aristóteles.
Gracias a los comentarios de Avicena sobre Aristóteles y a las traducciones andalusíes sobre la obra del filósofo, Aristóteles se convertirá en el pilar de la escolástica, garantizando la salvación de todos los textos y comentarios teológicos importantes relacionados con su interpretación cristiana.
Evangelios apócrifos y gnosticismo
No ocurrirá lo mismo con poetas, filósofos, historiadores y sabios clásicos cuyas obras contradicen las doctrinas abrahámicas, o textos religiosos considerados como “heréticos” por alguna de las iglesias institucionalizadas desde época temprana. Así, el Evangelio de los egipcios o el Evangelio de Judas. Se sospechaba la existencia de este último, usado por los gnósticos cainitas en los centros monásticos del Sinaí en el siglo II d.C., a través de menciones; no obstante, su existencia no fue confirmada hasta los años 70, cuando se encontraron fragmentos en buen estado en el códice Tchacos (traducción del siglo IV a partir de un ejemplar griego perdido para la historia).
El mismo códice con el Evangelio de Judas contiene otras tres obras. Ya se conocía la existencia de dos de éstas a través de los hallazgos arqueológicos en los restos del primer monasterio cristiano (Nag Hammadi, fundado en la ribera del Nilo en 320 d.C.: en 1945, se recuperaron en el sitio varios códices antiguos, incluidos los evangelios gnósticos de Tomás, Felipe y Valentín): el Primer Apocalipsis, atribuido a Santiago; y la Epístola a Felipe, atribuida a Pedro. Un tercer texto, ilegible por su mal estado, el Libro de Alógenes, es inédito.
Otros textos, aún más antiguos, quizá no nos hayan sobrevivido debido a sanciones moralizantes posteriores. Es el caso de la lírica homoerótica de la poetisa Safo de Mitilene, cuya obra, compuesta entre los siglos VII y VI a.C., fue incluida en la lista de los nueve poetas líricos.
La poesía de Safo
De nada importaron los elogios posteriores de Platón, que la llamó “la décima musa”: el contenido de la obra de Safo incentivó su destrucción. Su indudable popularidad garantizó la difusión de copias de su obra en rollos intercambiados en distintos puntos del mundo antiguo, lo que ha permitido el hallazgo de citas tardías y menciones en papiros: sus poemas eran tan populares en la Atenas de Pericles que se recitaban en la calle.
Ya durante la Antigüedad, y tras la relativa decadencia que siguió a la Atenas clásica, los libros menos copiados por ricos mecenas interesados en mantener copias en buen estado en sus bibliotecas privadas, aceleraron su decadencia en formatos especialmente vulnerables al paso del tiempo: este evolucionismo cultural explica la pérdida irreparable de innumerables textos de la Grecia Clásica ya durante el apogeo de Roma.
Ocurriría otro tanto con los textos latinos durante la caída de Roma: los escribas de Bizancio priorizaron su propia selección y, debido a este azaroso evolucionismo, condenaron a manuscritos escasos o únicos al ostracismo y, salvo excepciones, a la desaparición.
El siglo XV combina como ningún otro lo trágico y lo esperanzador: por un lado, desaparecen fondos de incalculable valor en Constantinopla; por otro, la invención de la imprenta convertirá acelerará y abaratará la difusión de los libros más populares (si bien las autoridades administrativas y religiosas censurarán la edición de obras ajenas a la moralidad de la época y perseguirán con celo cualquier intento de edición clandestina.
Las grandes pérdidas bibliográficas
La toma de Constantinopla condena la desaparición se manuscritos únicos pertenecientes a los fondos de Bizancio, el Imperio Romano de Oriente y, como tal, tanto depositario de obras grecolatinas como puerta a obras representativas del sincretismo entre Oriente y Occidente (con intercambios que se remontan a la campaña asiática de Alejandro III de Macedonia y prosiguen gracias a la Ruta de la Seda.
El bloqueo otomano de la Ruta de la Seda no logrará las consecuencias esperadas por el nuevo poder en el Mediterráneo Oriental: la imposibilidad de usar las viejas rutas comerciales incentivará a los pequeños reinos cristianos de Europa Occidental a circunnavegar África (Portugal) y a toparse fortuitamente con las Américas de camino a las Indias (España primero, seguida de Portugal y los reinos rivales al norte de Iberia).
La llegada a América representará un impacto inesperado: el descubrimiento de la avanzada cultura ceremonial mesoamericana escrita en náhuatl, que la Iglesia tratará de suprimir y, a la vez, recopilar en lo que constituyen las primeras muestras de una antropología moderna (como el Códice Florentino, recopilado por el monje franciscano Bernardino de Sahagún entre 1540 y 1585; o del Códice Osuna, obra azteca elaborada en papel europeo y lengua náhuatl en 1565). La mayoría de los textos mesoamericanos, confeccionados en piel, serán destruidos, sobreviviendo los que pueden visitarse en el Museo de Antropología de Ciudad de México.
La desaparición de manuscritos e incunables (libros impresos antes de 1501), sobre los que se conservan fragmentos, citas insertadas en otras obras o sobre los que puede deducirse –a partir de estudios comparativos– su existencia previa, lega un resquicio de esperanza a los buscadores de libros, encargados de auscultar fondos bibliográficos apenas debidamente catalogados, incluyendo los abultados –y a menudo pobremente conservados– fondos públicos europeos, así como los fondos privados y eclesiásticos.
La digitalización parcial de obras y entradas bibliográficas aporta nuevas herramientas comparativas para hallar fragmentos y alguna que otra sorpresa: incunables que se creían perdidos o a los que nadie había prestado interés, fragmentos de clásicos legibles insertados en el fondo raspado de palimpsestos, rollos deteriorados o calcinados a cuyo contenido puede accederse gracias a nuevas técnicas láser…
Sabios que decidieron no escribir
La tragedia para la que no existe esperanza alguna es la obra, popular o erudita, sobre la que se conoce por referencias su incalculable valor pero, a la vez, se tiene la certeza de que no existe: es el caso de las enseñanzas y discursos de los sofistas, así como de los diálogos reales de Sócrates.
Los sofistas y el propio Sócrates (quien sostenía, como los sofistas, que la sabiduría ocurría a través de la demostración dialéctica ocurrida en tiempo real) no escribieron una palabra. Todo lo que conocemos de Sócrates y atribuimos a su genio, incluido su comportamiento durante su juicio por corrupción de la moral juvenil, lo sabemos a través de lo escrito por sus discípulos más célebres (tanto Platón como Jenofonte escribieron una apología socrática), o por aquellos que recopilaron historias sobre éste a través de relatos conocidos en las décadas y siglos posteriores.
¿Habría un manuscrito más chocante que una obra elaborada de manera certera por el propio Sócrates? Ni siquiera el hallazgo completo del segundo libro de la Poética de Aristóteles, dedicado a la comedia y al arte de reír (que Umberto Eco imagina en el scriptorium de su abadía en El nombre de la rosa), estaría a la altura de un compendio de textos socráticos elaborados por el propio Sócrates.
Entre la comedia y unos diálogos nunca escritos
Lo más cercano que hemos estado de encontrar el segundo libro de la Poética aristotélica parte del estudio del Códice Coisliniano, un manuscrito anónimo del siglo VI d.C. escrito en griego, que incluye una definición de la comedia que podría derivar de un fragmento copiado del mencionado tratado del filósofo. Quizá el futuro nos depare alguna grata sorpresa.
El propio principio esencial de la metafísica aristotélica (o la teoría de los universales), nos hace desistir de este tipo de supuestos: si Sócrates afirmó que no escribiría una sola palabra, declaración que evocan sus discípulos directos, podemos deducir que no escribió ningún texto filosófico.
Circunscribiendo sus enseñanzas al perímetro del ágora ateniense y sus calles aledañas, Sócrates nos privó del ensueño de poder encontrar, algún día, un fragmento suyo. El alfa y el omega de lo dicho sobre nosotros mismos.
Para quienes nieguen lo posible tildándolo de imposible: La República de Cicerón fue hallada por Angelo Mai en 1819, oculta en un palimpsesto.
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