¿Puede un entorno especialmente negativo afectar nuestro proyecto de vida? ¿Es posible resarcirse de un entorno pesimista con una estrategia vital pesimista? ¿Es viable ser padre en el contexto actual?
Tres preguntas con múltiples respuestas que, sin embargo, comparten viabilidad. Con permiso, eso sí, de nuestra “estrategia evolutiva”, así como del grado de optimismo en nuestra percepción de la realidad.
Percepción individual y percepción colectiva
Filosofía, psicología positiva y ciencia han tratado con insistencia sobre la percepción, individual y colectiva, de la realidad, así como de los sentimientos que labran la música de fondo de nuestra vida: ese optimismo subyacente o, por el contrario, ese existencialismo de poeta maldito.
La actualidad es terreno abonado para el nihilismo y el enésimo intento de recuperar expresiones artísticas con regusto a “punk”, ahora que Vivienne Westwood es una envejecida y respetable diseñadora de alta costura más.
Sombras de un Kierkegaard de bolsillo. Algo así como Thomas A. Anderson, el personaje de The Matrix, sosteniendo en sus manos el ensayo Simulacro y simulación (también Cultura y simulacro) de Jean Baudrillard, como metáfora de una hiperrealidad decepcionante.
Terreno abonado para el nihilismo
Rascando la superficialidad de la urticaria producida por noticias económicas y sociales negativas durante meses, si no años, los jóvenes adultos se siguen formulando las mismas preguntas, las superficiales y las profundas.
A saber: el sentido de la vida, de tener descendencia, de casarse, de hacer la revolución que toque, de dejarse llevar por las señales inconexas del hedonismo cotidiano del ir tirando (gratificación instantánea, si se puede; si no, protesta porque no es posible).
Filosofías de vida clásicas y psicología moderna exponen que el optimismo y la templanza son la receta para gozar de mejor salud e incluso vivir más años.
Contra el contexto y la predisposición a la queja
No importa que haya, como parece, un cierto determinismo genético a elegir una existencia melancólica: la voluntad individual, incluso en los casos de nihilismo recalcitrante, puede transformar el pesimismo en bienestar que se proyecta a los otros.
Las malas noticias: el pesimismo no sólo es congénito, sino que se contagia y propaga con la facilidad de un virus, sugieren algunos estudios que demostrarían la predisposición de la zona más primitiva de nuestro cerebro al gregarismo.
(Fotograma de The Matrix, donde Thomas Anderson sostiene el tratado filosófico de Baudrillard sobre hiperrealidad)
Las buenas noticias: el bienestar puede propagarse con el mismo esquema colaborativo explotado por el pesimismo. La felicidad puede ser colaborativa.
Exploro en la entrada las estrategias de los adultos jóvenes de nuestra especie, de los hombres en particular, para afrontar la realidad con optimismo, incluso en situaciones de pesar colectivo.
Sin negar la situación en que vivimos…
La falta de trabajo afecta, sobre todo, a los jóvenes, que acaban de estudiar más tarde, se emancipan más tarde y, en ocasiones, deben volver al núcleo familiar por la falta momentánea de recursos.
La baja natalidad en muchos países ricos no sólo se explica por el duro contexto económico. Hay otros fenómenos decisivos, como la incorporación de la mujer al trabajo, la planificación familiar y la transformación del propio núcleo familiar, más heterogéneo y atomizado.
…No estamos en un bucle negativo sin retorno
Las predicciones apocalípticas de Malthus no llegaron a cumplirse, explican los libros de texto, por los logros tecnológicos que permitieron producir más alimentos a un menor precio.
Pero, sobre todo, el apellido Malthus se convirtió en sinónimo de exageración debido a un fenómeno evolutivo que nos diferencia de otros animales de manera meridiana: a medida que las sociedades se hacen ricas, desciende la natalidad. El resto de organismos se comportan del modo opuesto, floreciendo en la abundancia.
Al parecer, este fenómeno no tiene demasiado sentido desde el punto de vista evolutivo. La explicación tradicional a esta paradoja consistía en diferenciar entre dos estrategias evolutivas: la de las sociedades menos avanzadas, o con entornos en mayor riesgo; y la seguida por las familias en las sociedades más estables y prósperas.
Selección “r” (minúscula) y selección “K” (mayúscula)
La teoría de la selección r/K diferencia a las poblaciones (humanas y animales) cuya tasa de mortalidad es alta y, por tanto, tienen mucha descendencia, que recibe un cuidado deficiente (“selección r”).
En la otra estrategia, o “selección K”, el objetivo no es tener mucha progenie, sino reducir la descendencia hasta los límites que garantizan el futuro relevo generacional e invertir en su entorno para que se conviertan en “especímenes” (hablamos de cualquier especie) con mayores posibilidades de competir entre los mejores.
Un estudio de la británica Anna Goodman, publicado en Proceedings of the Royal Society y citado por The Economist, la transición de las sociedades humanas desde la estrategia de la “selección r” hasta la más selectiva “selección K” chirría, cuando la hipótesis es puesta a prueba con procedimientos empíricos.
Sobre estrategias (y extinciones)
Usando un universo de estudio de 14.000 individuos nacidos en la localidad sueca de Uppsala entre 1915 y 1929 y sus descendientes, la doctora Goodman concluye que la interpretación científica de las estrategias r/K chirría con la realidad.
En efecto, mirando los datos, reducir el tamaño de la familia en entornos cada vez más prósperos crea descendientes más competitivos (hijos, nietos y biznietos que mejoran en general el rendimiento escolar, tienden a ir a la universidad y ganan más dinero que sus padres).
Pero, y aquí estriba la paradoja, estos descendientes no compiten mejor en el entorno más importante desde el punto de vista darwiniano, según la teoría de la “selección K”: la reproducción. Familias socialmente más exitosas tienden a retroalimentarse a sí mismas y, al disminuir su descendencia, su contribución genética se reduce.
O: en términos de estrategia de supervivencia de la herencia genética, la “selección K” es deficiente hasta el sonrojo.
La pérdida de una ventaja competitiva
El comportamiento de los individuos que optan por la “selección K” (tener menos descendencia y cuidar mejor de la progenie, como ocurre con las sociedades humanas más prósperas), parece minar su capacidad de éxito en el futuro, al menos desde el punto de vista reproductivo.
Para biólogos como Anna Goodman, este fenómeno es difícil de explicar, a no ser que la predisposición psicológica y ambiental que promueve el comportamiento de la estrategia “K” (mejos hijos, mejor atendidos) fuera apropiada en el pasado, pero haya perdido su sentido en la sociedad actual.
Del mismo modo que los países más prósperos han perdido buena parte de su ventaja competitiva en la economía, produciendo bienes, innovando o incluso en educación, debido a la pujanza de los principales países emergentes, han desaparecido las desventajas de ser un descendiente de la “selección r” (uno más de una gran progenie).
La mejora del resto del mundo
En buena parte del mundo, las mejoras en higiene y nutrición, así como el acceso a la medicina moderna, reducen la mortalidad infantil, con lo que la ventaja de “K” sobre “r” disminuye cada vez más.
No parece que los países todavía llamados prósperos, sobre todo los más endeudados y aquellos con una menor tasa de natalidad (a menudo negativa) y para juvenil, como los del sur europeo, se preparen con las mejores recetas para el futuro.
Y, pese a la situación actual, parece más plausible que países como España o Italia mejoren antes económicamente que aumenten su natalidad.
Estudios, estereotipos y usos sociales tampoco juegan a favor de que las familias, sean de la naturaleza que sean, aumenten su progenie. El soltero de oro y el hijo único han pasado de poco menos que leyendas urbanas a la norma.
Sobre estrategias reproductivas
Cambios sociales, estudios, dificultades económicas y laborales, priorización de la carrera profesional -o miedo a la pérdida del puesto de trabajo-, etc., continúan retrasando la edad del primer hijo (a menudo el único).
Desconozco cuál es mi estrategia reproductiva personal. O, dicho con más propiedad, nunca me la he planteado. Provengo de una familia con tres hermanos, a su vez fruto de dos familias de de la posguerra rural española, con cierto cariz a lo Ramón J. Sénder, o a lo Manuel Rivas: una con siete hijos, la de mi madre; la otra, con un hijo único, la de mi padre.
Si he puesto en práctica o no una estrategia “K” (menor descendencia, con mayor atención, recursos y expectativas de futuro), no se nota tanto en los números, ya que el pasado 19 de agosto nació nuestro tercer hijo, lo que ha renovado mis cuestiones existenciales acerca de la paternidad y el papel masculino en el núcleo familiar.
El fin del “pater familias”
Nuestra generación, más exigente e informada, quizá también más desencantada con el mundo que se ha encontrado y el que puede legar a su descendencia, contesta con cierto desdén y cinismo a la pregunta de si la paternidad puede hacer a un hombre feliz (o a una mujer, aunque me centro, en esta entrada en la figura del pater familias).
La razón de centrarme en la paternidad es, además de por la voluntad de incluirme en el colectivo de jóvenes adultos con hijos (otra pregunta, por cierto: ¿se sigue constando como “joven” en las estadísticas con 35 años, u ocurre como con los “jóvenes escritores”, que dejan de serlo, al menos para los concursos, a los 34 años?) es por la meridiana diferencia en la estrategia sexual y de relaciones que ambos sexos describen a lo largo de la vida.
Paternidad y felicidad
La respuesta científica a la pregunta de si la paternidad puede hacernos felices es tan equívoca como los estereotipos y leyendas urbanas sobre la materia.
Por ejemplo, abundan los estudios que han relacionado la paternidad con niveles más reducidos de satisfacción marital, así como mayores índices de depresión, que los encontrados entre los hombres adultos que no son padres.
Estos estudios no se corresponden con mi experiencia personal, y dudo que muchos hombres adultos sean más infelices o padezcan depresión cuando les llega la paternidad.
Muchos estudios, asimismo, fracasan en distinguir entre la declaración de un individuo en un momento determinado y su conducta o valores reales, debido, sobre todo, a que a menudo contestamos lo que percibimos de deberíamos contestar, o nos adaptamos a lo que creemos que reforzaría la hipótesis de quien conduce un estudio o investigación.
Una conducta similar a decir que votaríamos a un partido y, cuando llega el momento de efectuar el voto, nos abstenemos o nos decantamos por otra opción.
No confundir exigencia con infelicidad
Los padres, novatos o no, dormirán menos, padecerán más en entornos de incertidumbre económica; pero difícilmente, si me guío por la experiencia personal, estarán más insatisfechos, sobre todo si han aprendido a regular los deseos de la gratificación instantánea (el pequeño demonio que se posa en nuestro hombro) y, a la vez, aprecian lo que tienen y conocen la recompensa duradera de una estrategia vital que priorice la gratificación aplazada (la parte más reflexiva, racional y positiva de la conciencia, que se posa en el hombro opuesto del personaje de dibujos animados de turno).
Asimismo, ser más infeliz y estar más depresivo con hijos que sin ellos no tiene sentido biológico, expone The Economist.
Para arrojar luz a los estudios con resultados equívocos acerca de la relación entre paternidad y bienestar, la investigadora de la Universidad de California en Riverside, Sonja Lyubomirsky, decidió tanto recabar las conclusiones de los estudios existentes, así como corroborarlos -o refutarlos- con estudios propios.
Sobre los beneficios cognitivos -y existenciales- de la paternidad
Los resultados de Lyubomirsky, publicados en un artículo en Psychological Science, exponen que tener descendencia en general, y la paternidad en particular, son sin lugar a duda beneficiosos. Y más interesante: ello es así incluso cuando el propio padre no lo percibe.
Lyubomirsky estudió primero las respuestas de la World Values Survey, proyecto que recopila una vasta cantidad de información sobre la vida de la gente en todo el mundo, desde los detalles más insignificantes a respuestas dadas a decenas de preguntas, que luego son cotejadas con el comportamiento de las personas para percibir cómo estas respuestas se ajustan a la realidad. Un “no” que quiere decir “no sé” o “a veces, sí” no es un “no” rotundo, y a la inversa.
En esta encuesta, se formularon 4 preguntas a 6.906 estadounidenses: número de hijos; grado de satisfacción con la vida; grado de felicidad; y con qué asiduidad los inquiridos se preguntaban acerca del propósito de la existencia.
Paternidad y [el fin del] nihilismo apocalíptico
Los resultados recabados por la World Values Survey son consistentes, más allá del año en que las preguntas fueron formuladas a cada individuo: los padres mostraban una mayor felicidad, y satisfacción, así como una respuesta más positiva sobre el significado de la vida, que quienes no contaban con descendencia.
Las conclusiones de estudios basados en la respuesta a 4 preguntas vagas y subjetivas -también sujetas a cambios de humor, coyuntura, etc.- deben ser interpretadas con precaución, reconocen incluso quienes las conducen.
Pero la divergencia consistente entre la tendencia optimismo ante la propia existencia de los adultos jóvenes con descendencia y el regusto nihilista de las respuestas de los jóvenes adultos sin hijos se debe a algo más que la posible predilección de este último grupo por los poetas malditos.
Sonja Lyubomirsky era consciente de que la World Values Survey basa sus resultados en hacer preguntas profundas relacionadas con la percepción de intangibles culturalmente decisivos (felicidad, bienestar, la propia existencia, etc.), en lugar de preguntas más relacionadas con la realidad cotidiana, ello causaría cierta parcialidad hacia respuestas positivas, en retrospectiva.
Reivindicando el dominguerismo
Para evitar al máximo la parcialidad en los resultados, Lyubomirsky condujo un estudio propio para cotejar los resultados con los de la World Values Survey. Eligió a 329 adultos estadounidenses con edad, contexto socioeconómico, etnicidad y valores dispares, a los que se preguntaba en momentos aleatorios del día cómo se sentían, en aquel momento y lugar.
Los resultados del estudio de Sonja Lyubomirsky son calcados a los de la World Values Survey: quienes son padres, independientemente del género, reivindicaron emociones más positivas y mayor sentido en su vida que quienes no lo son.
Un estudio más profundo de los datos revela, asimismo, que son los padres quienes más disfrutan de los supuestos beneficios psicológicos de la paternidad.
Y una sorpresa, si cabe, mayor, que refuta el estereotipo masculino como el género hedonista, más atento a la gratificación instantánea y a los placeres impulsivos: este mayor bienestar provenía de actividades en familia, en las que los niños juegan un papel activo.
Sorpresas evolutivas
The Economist apunta a una posible conclusión sobre los resultados del estudio y posterior artículo de la doctora Sonja Lyubomirsky: “Parece, por tanto, como si la evolución hubiera grabado en los hombres un mecanismo psicológico para mantenerlos en la familia”.
A simple vista, prosigue el artículo, es extraño que las mujeres no compartan este mecanismo. Seguramente, no lo necesitan.
Tener hijos parece no ser tan pelmazo como explotan algunas películas, libros, leyendas urbanas. No nos equivoquemos: ser padres no implica convertir la realidad de uno en el decorado tirolés de cartón piedra de Sonrisas y lágrimas.
Juego de espejos
Tampoco es la mayor locura que uno puede hacer en “momentos de crisis”. Más allá del fatalismo del momento colectivo, el individuo puede elegir su estado de ánimo.
Qué modo de protesta más radical puede haber en el presente que proyectar un bienestar real, sin necesidad de estridencias ni canciones. Con esa imparable aureola de realidad.