¿Más ricos cuanto más frugales? Eso parecen probar datos sobre consumo personal y patrimonio.
Mirando fríamente distintos datos socioeconómicos, quienes tienen un sueldo elevado y un nivel de gastos igualmente alto, perse a ser socialmente percibidos como pudientes (y tratados por el fisco como tales), no llegan a ricos, mientras los millonarios huyen mayoritariamente de la exhibición y el consumo “de lujo”.
Thomas J. Stanley, autor del libro Stop Acting Rich… and Start Living Like a Real Millionaire explica la paradoja con un provocativo enunciado: si quieres llegar a serlo, deja de actuar como si fueras un “millonario” tal y como es visto por la cultura popular.
El libro, que parte de un trabajo de campo empírico y ha sido mencionado en medios como The Washington Post, ilustra una tesis de perogrullo que, sin embargo, no aparece con claridad en los medios de comunicación y el resto de vehículos de la cultura popular. Cuando gastas mucho para aparentar, aunque tu cotidianeidad esté rodeada de productos de gama alta, difícilmente acumulas riqueza.
Millonario, en este contexto, designa a quienes cuentan con un patrimonio neto en inversiones de más de 1 millón de dólares excluyendo la residencia en la que viven. Las inversiones pueden incluir dinero en efectivo, acciones, bonos, fondos de inversión y cuotas de capital en empresas.
Pobres que viven como celebridades y ricos que evitan los focos
Quienes sueñan con su visión personalizada de riqueza, a menudo relacionan a las personas más pudientes con un nivel de vida desenfrenado y poco austero. Inconscientemente, vestimos a los más ricos con las alhajas propias de un estereotipo, casi siempre peyorativo, que ha madurado en la cultura popular.
Tal y como aparecen en las películas o en las revistas, los ricos vivirían rodeados de artículos de lujo, ropa pret-à-porter, zapatos Manolo Blahnik, vehículos de gama alta, y unas gotas de desenfreno de la vida “en sociedad”; irían de compras a las tiendas más selectas y tendrían armarios roperos o garajes tan bien surtidos como los del virtualmente arruinado y ex-millonario Nicholas Cage, que lucha por mantener las migajas de las grandes sumas de dinero conseguidas con su talento y duro trabajo.
En definitiva, caricaturizamos a los millonarios con la etiqueta propia del estilo grueso y fácil de proyectar al común de los mortales, educados para entender el valor económico de una u otra marca.
Ocurre que los consumidores de productos de lujo son, sobre todo, personas con un patrimonio personal muy limitado, a menudo pagado a crédito, mientras los millonarios reusan participar en el consumo relacionado con las marcas de vanidad, incluso cuando se trata de grandes fortunas.
Y, sin llegar a los extremos de más dudoso gusto ni caer en la caricatura, los profesionales con sueldos elevados y un nivel de vida muy alto apenas ganan lo suficiente para evitar problemas económicos acuciantes y en raras ocasiones llegan a millonarios.
“Llegué a rico porque no me interesaba la vida opulenta”
¿El mundo al revés? No. Aparentemente, explica Stanley, la mayoría de los millonarios -los que han creado una fortuna, pequeña o grande, y no quienes la han heredado-, han llegado a serlo no sólo por sus dotes personales o profesionales, sino porque practicaron la austeridad y se guiaron por valores como la frugalidad para acumular un patrimonio superior al del resto de sus conciudadanos.
Los datos recabados por Stanley para su libro aclaran que los “aparentones” (del inglés “pretenders”) son uno de los segmentos sociales más afectados por la crisis económica, mientras que los millonarios se sitúan, como lo han hecho antes de la crisis y posiblemente mantendrán cuando ésta acabe, en las antípodas de este comportamiento.
Según Stanley, los millonarios se preocupan por sus gastos y, entre ellos, abundan las personas con un comportamiento más austero que la media, difícilmente influenciable por el consumo conspicuo, aquel que realizamos “para no quedarnos atrás”, e igualar el nuevo coche del vecino o la nueva casa de campo de un familiar cercano.
Practicar la frugalidad, una actitud vital con referentes de peso a lo largo de la historia, no sólo puede ser positivo para nuestras finanzas personales y aumentar nuestra riqueza material, sino que potencia aspectos no materiales en nuestra vida:
- En la alimentación, comer de todo, aunque comedidamente, y beber un poco de vino no sólo aumenta el pequeño placer de la comida diaria, sino también nuestra esperanza de vida. Comer alimentos no procesados y en moderación beneficia nuestra salud y bolsillo. Más barato y más sano.
- Comprar menos productos y sacar el máximo partido de los pocos objetos que creemos esenciales puede simplificar nuestras decisiones cotidianas y reduce la huella ecológica asociada.
- Consumir menos y hacer frente a nuestros anhelos creativos puede despertar nuestro deseo inherente de ser creadores que, según Brett y Kate McKay, autores de The Art of Manliness: Classic Skills and Manners for the Modern Man, todos tenemos y podemos afrontar, para así alcanzar nuestro objetivo. Puede ser la madurez, o nuestro modo de entender la plenitud. Puede tratarse de un oficio, quizá una afición. Sea como fuere, reducir nuestro consumo, a la vez que afrontamos el proceso creativo de la hoja en blanco, o disfrutamos de experiencias que no dependen de comprar, alimenta nuestro bienestar.
- Deshacerse de las exigencias económicas de la vida rodeada de lujo, o del deseo de alcanzar un nivel de consumo que asociamos con la imagen popular de riqueza, reduce la ansiedad y pone al individuo en contacto con otros de idearios y maneras de entender conceptos como el de plenitud.
Diferencia entre sueldo y riqueza
Michelle Singletary explicaba en The Washington Post que la investigación de Stanley argumenta con maestría las diferencias entre dos valores que a menudo confundimos, el sueldo y el patrimonio.
Una confusión en la que incurrimos no sólo nosotros. También lo hacen, a sabiendas, las apuradas administraciones de los países más castigados por la crisis, preocupados por su descrédito y deseosos de evitar debacles electorales, que anuncian subidas de impuestos no a los más ricos, sino a los que más ganan.
Las medidas que animan a unos a subir más los impuestos, producen el desánimo entre los llamados ciudadanos con “rentas altas”, que son así incentivados para trabajar menos, ya que su esfuerzo profesional, reconocido económicamente y muy a menudo con toda la legitimidad de principios como el de la meritocracia, desaparece con una mayor presión fiscal. Si trabajando menos pago menos impuestos, dicen estos últimos, el mensaje es claro.
Volviendo al libro de Stanley, existe una diferencia abismal entre sueldo (nuestra nómina) y patrimonio (riqueza contante y sonante). Muchos “aparentones” (los “pretenders”, según el autor) han perfeccionado con maestría su imagen de ricos, al usar sus ingresos elevados para disfrutar de un nivel de vida muy alto, si éste es medido con el acceso a productos y servicios de lujo.
Pero “entre los incapaces de transformar su salario en riqueza, se encuentran aquellos con ocupaciones de estatus elevado”.
Hay más millonarios frugales que desenfrenados
En Estados Unidos, abundan las falsas percepciones acerca de la generación de riqueza en función de la carrera profesional elegida y, si bien tradicionalmente se recuerda a los jóvenes que se quieren dedicar a la enseñanza que se trata de uno de los campos donde uno no se hará rico “con toda seguridad”, hay más de 350.000 millonarios en el sector educativo de este país.
Y no sólo se trata de eminentes profesores universitarios ya retirados, sino maestros de enseñanza primaria y secundaria que han sabido cómo rentabilizar sus inversiones. Han logrado ser millonarios con austeridad y trabajo constante, huyendo del consumo desmesurado que relacionamos inconscientemente con riqueza.
Curiosamente, quienes no sitúan el éxito económico como su prioridad vital y, sin embargo, relacionan felicidad con la mejora constante del trabajo propio y una vida más centrada en la creación personal y los valores menos materiales, en detrimento de la adquisición de productos, tienen más opciones de convertirse en millonarios que los más interesados en comprar un estilo de vida lujoso. Las experiencias, no los productos, aumentan el bienestar.
Abandonar una vida centrada en el supuesto estatus social que se alcanzaría comprando productos y servicios tiene consecuencias inmediatas no sólo sobre las finanzas personales, sino también sobre nuestras posibilidades de adquirir mayor riqueza. Una paradoja que valida el proverbio “una persona se hace pasar por rica, pero no tiene nada; otra pretende ser pobre, y tiene una gran riqueza”.
La investigación de Thomas J. Stanley sobre la riqueza en Estados Unidos se basa en datos que aportan pistas sobre algunos valores imperantes, también ampliamente representados en los medios que difunden la cultura popular:
- El 86% de los coches de prestigio y lujo son adquiridos por personas no millonarias, según la definición incluida al principio de esta entrada.
- Los millonarios de Estados Unidos pagan una media de 16 dólares por su corte de pelo, incluida la propina (a diferencia de España y otros lugares de Europa, la propina es prácticamente mandatoria en Estados Unidos, ya que buena parte del margen de beneficios en las pequeñas empresas de servicios, que compiten duramente entre sí, se consigue a través de esta fórmula).
- 4 de cada 10 millonarios compra vino a 10 dólares (7 euros) de media por botella (en Estados Unidos, el vino es comparativamente más caro que en España, al ser considerada una bebida de alta gama, a diferencia de la cerveza o los refrescos, más presentes en la cotidianeidad y los espectáculos deportivos, donde suele estar prohibido todo tipo de alcohol; beber vino a diario durante las comidas no es un fenómeno extendido, propio de profesionales urbanos, cuando no algo esnob). El vino a 10 dólares es relativamente económico o de baja gama en un país donde la bebida tiene una imagen asociada a la sofisticación.
- Los zapatos más vendidos entre las mujeres millonarias son de marcas de gama media. En cuanto a ropa, no abundan las boutiques, sino los establecimientos discretos.
Rememorando la batalla de todos los tiempos
Ser menos materialista tiene muchas ventajas, pero es difícil relacionar la cultura del esfuerzo, el ahorro, los valores sólidos y la buena administración que persiguen personas con una meta predefinida, con la riqueza económica, a la que el individuo menos hedonista llegaría con mayor facilidad.
Para muchos, la dialéctica de los valores ya no se divide en la actualidad entre derecha e izquierda, pseudo-marxismo y capitalismo; sino en la frugalidad contra el consumo, el eudemonismo de Aristóteles y el estoicismo de Marco Aurelio contra el hedonismo de Epicuro.
De vuelta en la tesis de Thomas J. Stanley, alejarse del espejismo de bienestar del lujo vanidoso nos acercaría a una mayor riqueza, no sólo espiritual, sino también, aparentemente, material.
Al fin y al cabo, valorar la cultura del esfuerzo y la buena administración del espíritu repercute sobre una gestión más exitosa de nuestro dinero. No sólo en los individuos, sino también en cualquier organización. Una empresa de cualquier tamaño. Una administración pública de cualquier tamaño.
Acerquémonos, después del desenfreno de la vida lujosa, siempre por encima de nuestras posibilidades, a referentes que nos enseñan a ser mejores, desde el espíritu hasta el bolsillo.
Es fácil ser mejore de lo que pretendía impostar. Falta que nos demos cuenta de ello y aprovechemos nuestro talento.
Llevando un tren de vida menos dependiente del consumo, lo peor que puede ocurrir es que logremos reducir nuestra deuda personal mientras nos preguntemos qué nos hace más felices. No suena mal.