Ocurre a veces que, al subir a un bus en San Salvador, alguien pase pidiendo algunas monedas. Como suele suceder en estos casos, antes de pedir el preciado metal, se explican las fatalidades e injusticias que han llevado a esa situación y, casi inevitablemente, la persona que pide limosna acaba jurando y perjurando que el dinero será bien empleado porque no pertenece a ninguna mara.
Las maras y pandillas son un fenómeno muy extendido en América Latina y especialmente en El Salvador. El último estudio realizado sobre este tema, señala que entre 30.000 y 35.000 jóvenes salvadoreños forman parte de las temibles maras.
Tachados por las autoridades y la opinión publica de temerarios delincuentes que han hecho del crimen su forma de vida, lo cierto es que las maras ejemplifican la necesidad de miles de jóvenes y adolescentes de buscar formas alternativas de vida que suplan las carencias de la sociedad en la que viven.
Pero retrocedamos en el tiempo. Las maras no son un concepto nuevo, nacieron en Nueva York, en los años 20, si bien su nombre se adopta en el argot popular a partir de los 60.
Lorena Cuerno, antropóloga salvadoreña, explicaba recientemente en una conferencia que el término implica valores como “identidad, independencia grupal, afinidades y objetivos comunes”.
El origen de las maras salvadoreñas esta íntimamente ligado al conflicto armado del país (1980-1992). De hecho, la mara Salvatrucha, una de las mas numerosas, nació en Los Ángeles, en 1982, y estaba integrada por jóvenes refugiados de la guerra que compartían una condición social de pobreza y de desintegración familiar.
En un primer momento, no eran grupos violentos. El deterioro llegó con la proliferación de otros grupos, lo que desembocó en hostigamientos mutuos y enfrentamientos entre miembros de diferentes pandillas.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz en 1992 que pusieron fin al enfrentamiento armado, se produce el regreso masivo de todos los expatriados, incluidos aquellos pandilleros que fueron excarcelados por Estados Unidos aprovechando la ocasión.
Regresan, pues, a su hogar. Pero se trata de un país destruido, sumido en la pobreza y la reconstrucción posbélica, sin demasiadas oportunidades para nadie. Y la mara sigue ahí, dispuesta a acoger a jóvenes vulnerables, desempleados, que por no tener, no tienen ni acceso a educación.
De ahí que la progresión de las maras fuera en aumento. Actualmente, hay unos 42 grupos pandilleros identificados en El Salvador, si bien la Salvatrucha y la M18 son las más populares.
Si has nacido en un país en guerra y si la muerte ha formado parte de tu vida cotidiana, resulta lógico que acabes asumiendo que la violencia es la única manera de resolver los conflictos. Y máxime si las condiciones económicas, sociales y culturales que te rodean fomentan y perpetúan esta violencia estructural.
En un país donde 300 jóvenes emigran diariamente hacia los Estados Unidos, las maras ofrecen una alternativa de vida fácil que se contrapone a las limitaciones de la sociedad salvadoreño. “Un empleado de una gasolinera gana 5,50 dólares por 12 horas de trabajo diarias. El saldo mínimo es de 160 dólares, pero con la extorsión los mareros pueden llegar a conseguir hasta 500”, comentaba Lorena Cuerno.
El resultado son grupos que recurren a la violencia como modus vivendi. “Hay maras que han hecho veredas y caminos porque no pueden atravesar el territorio de otra mara”, explicaba la antropóloga. “Para un pandillero, la muerte natural es ser asesinado por otro pandillero”, apostillaba.
Frente a la desesperanza social, la mara ofrece, a juicio de Cuerno, seguridad, soporte afectivo e inserción “sin las exigencias del mundo adulto”. Pero también se rigen por un particular código de honor que reproduce prácticas machistas y violentas. “Las chicas que entran en la mara deben tener sexo con su pareja siempre que él lo quiera”, informaba la antropóloga. Eso si, previamente, no han obtenido su ingreso a cambio de ofrecer servicios sexuales a todos los integrantes de la pandilla.
No todas las maras son iguales, ni se rigen por las mismas conductas. “La M18 tiene más códigos de honor, dice cómo hay que vestir, prohíbe consumir drogas o beber en la calle”, comentaba esta experta en maras y que, actualmente, desarrolla un programa de reinserción de mareros en el área metropolitana de San Salvador.
Súper Mano Dura
¿Cuál es la respuesta que ofrece el Gobierno al fenómeno de las maras? Pues, mano dura, y nunca mejor dicho. El actual Ejecutivo salvadoreño ha hecho alarde de su creatividad al promulgar dos leyes antimaras -conocidas popularmente como Ley de Mano Dura y Ley de Súper Mano Dura– que se basan en la represión, encarcelamiento y limpieza social.
Como era de esperar, los resultados han sido desastrosos. Ni se ha reducido el número de mareros (más bien se ha incrementado), ni se ha aumentado la seguridad ciudadana. Lo único que se ha logrado ha sido aumentar la psicosis social y convertir a la mara en el blanco perfecto al que atribuir todos los episodios violentos que suceden en la sociedad salvadoreña.
Y todo aquello que se relacione con la mara –tatuajes, juventud o una estética determinada- se ha demonizado de tal manera que se ha llegado a “crear una adversión, miedo y paranoia” latente entre la población salvadoreña. Tanto es así que incluso para obtener trabajo en las maquilas, los jóvenes han de desnudarse para probar que no tienen tatuajes.
Para Lorena Cuerno, asociar pandilla a crimen organizado o narcotráfico, es una estigmatización: “Es como decir que todo aquel que tenga un tatuaje, es un pandillero o ha estado en la cárcel”.