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Escocia: Aberdeenshire, Balmoral, Charles y más

Que poco a poco, inexorablemente, cambian los hábitos de compra y consumo, es algo discutible. Aunque existen datos que lo corroboran. Ahora, “mejorar” ya no equivaldría tan claramente, parece ser, a “comprar” (a ejercer el derecho de compra), a “comprar más grande”, o “comprar más potente”. Ser más rico ya no equivale tan claramente a querer comprar más, o querer tener una casa y un coche más grandes que el vecino. 

Al menos, esta circunstancia empieza a ser divisable entre las clases urbanas de los países con rentas más altas, donde la bienestancia lleva tiempo asentada. Las tendencias parecen tomar solidez cuando uno tiene la oportunidad de viajar a otros lugares y hablar con gente que lee otros diarios, ve otra televisión, trabaja otra tierra y apoya a otros equipos de fútbol.

Símbolos de la economía de la abundancia

Quienes piensen que las actitudes y la visión que cada persona tiene de lo que llamamos “sentido común” (concepto tan etéreo como el de “opinión pública“, “democracia“, “justicia“, “felicidad” o “confianza de los consumidores“) no forman parte de la realidad, que echen un vistazo a este titular, basado en un hecho fehaciente (algo más mesurable, se entiende): en Estados Unidos, el Toyota Prius de 2004 vale dos veces más que el todoterreno Ford F150, conocido por ser el coche más vendido en Estados Unidos durante años.

Hasta que el precio de la gasolina superó los 4 dólares el galón, a mediados de 2008. De pronto, sin avisar, los estadounidenses dejaron de comprar SUV, pese a que este cambio en el hábito de compra del norteamericano corriente y moliente no había sido previsto por nadie.

Este cambio de actitud, tan real como que el precio del Prius de segunda mano puede resultar, en ocasiones, superior al del Prius nuevo, ha llevado a que el mercado valore, sin injerencias externas, el Prius de 2004 por un precio dos veces superior al de un coche igualmente popular, más grande, más potente: el Ford F150.

El sentido común, como la felicidad o la confianza de los consumidores, no se puede definir o medir fácilmente. Pero sus implicaciones son constatables.

No sólo el precio de la gasolina ha influido en el consumo de los hogares europeos y norteamericanos. Consumir menos y conciliar el trabajo con la vida doméstica se han convertido en una tendencia, bautizada como “downshifting“.

El “yuppie” o aquel gracioso “jasp” que el anuncio de Renault popularizó hace unos años tienen que hacer frente al ataque de los nuevos profesionales, que tienen intención de saborear más, de hacer las cosas más lentamente, sin temor a ser tildados de “poco eficientes”. Eficiencia ya no es rapidez. Términos como el de “eco-efectividad” ganan estatura.

Como Carl Honoré explica en su Elogio de la lentitud, lo lento ha pasado de ser considerado una atrofia social, una vergüenza que esconder, a convertirse en un mérito, en algo positivo. Slow food, slow design, slow building, slow reading (no, leer lentamente no es patrimonio de zopencos), incluso slow blogging. Ser lento no siempre es malo, parecen entender algunos profesionales de éxito.

Slow blogging puede ser un modo de justificar la lenta renovación del blog que estás leyendo.

El número de entradas puede incrementarse con mayor rapidez en el futuro, aunque me reconforta pensar que siempre tengo algo que explicar, alguna experiencia más añadida, alguna historia más capturada de una vivencia, conversación, libro, revista o viaje, cada vez que actualizo un blog al que cambié el nombre, para incorporar “slow”.

Palabra que, tal y como ha sido añadida, podría desaparecer en el futuro, aunque en estos momentos define la filosofía del contenido que puede encontrarse en esta bitácora personal.

Última vivencia: viaje al nordeste de Escocia

Aprovechando la boda de un pariente cercano con una persona oriunda de Inverurie, Aberdeen, tuvimos oportunidad de visitar, durante toda la semana pasada, el sur, este y nordeste escocés, desde Glasgow hasta Aberdeen, pasando por Perth o Dundee, entre otras localidades.

Una oportunidad para observar este cambio de revoluciones en los patrones y valores sociales universales que creemos están ocurriendo. Un modo de mirarse al espejo a través de la observación de otra sociedad.

Aberdeen es una de las localidades que más ha crecido económicamente en el Reino Unido en los últimos años, gracias a su papel de puerto y centro de gestión de la explotación petrolera escocesa en el Mar del Norte.

El descubrimiento de los principales yacimientos junto a la costa escocesa durante los 70 del siglo pasado dio pie a que Escocia fuera también llamada la Capital Europea del Petróleo o la Capital Energética de Europa (esta última denominación parece evitar el tono peyorativo de una palabra tan malsonante en la actualidad como “petróleo”).

El tradicional tejido industrial de la región, no especialmente próspera en el pasado (lo que dio pie a una abundante emigración hacia Norteamérica, Australia, Sudáfrica y otros países de la Commonwealth, fundamentalmente, se centraba en la pesca, la construcción de barcos y la confección textil.

La industria petrolífera y la importancia comercial del puerto de Aberdeen son ahora el único motor de una ciudad construida con granito, muy similar al empleado también en Galicia.

En alguna esquina, embelesado en sus cosas, el paseante foráneo cree estar en la calle Algalia de Arriba de Santiago de Compostela, caminando hacia la estatua de Cervantes que se encuentra más abajo, hasta que un ejército de reminiscencias anglosajonas borran el suspiro de hermandad celta que acaso algún día existiera.

Tenue luz, cielo encapotado, lluvia fina y tan constante que daría sentido a aquello de “monotonía de lluvia tras los cristales”, incluso en verano.

Inverurie, tranquila localidad 16 millas al noroeste de Aberdeen, se convirtió en nuestra tranquilo rincón escocés durante una semana.

Pese a sus cerca de 15.000 habitantes, no hay edificios altos en la villa, y una tradicional calle principal (Main Street, por supuesto) alberga tiendas, pubs, iglesias y edificios más notables. Más allá, se extienden casas y un par de hipermercados que, junto a la gasolinera, marcan sus límites.

Inverurie no promete demasiado al visitante, acaso tranquilidad, acceso a agradables paseos en las riberas de los ríos Don y Ury (etimológicamente, “Inverurie” proviene del gaélico escocés “Inbhir Uraidh”, o “boca del Ury”), o la visita a alguna de las tiendas de la calle principal, que conservan un aire de provincias.

No falta la tienda especializada en la ropa bien confeccionada y duradera empleada para pasear al aire libre en un clima tan inclemente como el británico.

Ni Inverurie ni mucho menos Aberdeen, capital de la región y tercera ciudad más poblada de Escocia, parecen notar las prisas por un cambio en el modelo de consumo, en los patrones sociales o en el modelo energético, tan dependiente del petróleo.

La economía de Aberdeen vive sobre todo de los réditos del petróleo y de las plataformas en el Mar del Norte, del mismo modo que lo hace Noruega.

Buena parte de la población de Inverurie, antaño íntegramente dedicada al campo y la ganadería, tiene un puesto en la industria energética. Tuve oportunidad de hablar con un par de trabajadores en las plataformas de extracción, que son fletados a sus puestos de trabajo en helicóptero.

Otras tantas personas que conocimos se dedican a la misma industria.

No obstante, Inverurie no se encuentra al margen del Reino Unido en su conjunto: un paseo al hipermercado convencional de turno (visitamos Tesco en varias ocasiones) muestra la mayor penetración que en este país tienen los productos de comercio justo para el consumo masivo: azúcar, café, té, cereales, productos de repostería y un largo etcétera.

Resultaba algo exótico comprobar cómo las parejas de ancianos compraban azúcar refinado de comercio justo para su té.

El té, por cierto, acostumbra a ser una especie de merienda-cena durante los días de trabajo; en Aberdeenshire, como en otros lugares del Reino Unido y la Commonwealth, “dinner” sólo se refiere a veladas algo más especiales, tales como un encuentro familiar o de fin de semana.

La hospitalidad escocesa, si no cálida como la mediterránea, permite a uno sentirse cómodo desde el primer momento, aunque uno echa de menos al instante la falta de la sofisticada socialización urbana que existe en el sur de Europa.

Nada de cafés o veladas en que uno encuentre a un grupo de chicos y chicas tomando un café en un bar. Existe una manera de ir al pub, y ésta pasa por los amigos, independientemente de la edad de uno.

Balmoral

Inverurie está muy castillo de Balmoral, palacio que emplea la familia real británica como retiro veraniego, también en Aberdeenshire.

Carlos de Inglaterra suele alojarse con el resto de la familia en el castillo durante al menos unos días, verano tras verano.

No soy un aficionado a las líneas dinásticas de ninguna familia real europea, una institución de otros tiempos que dejó de tener poder del modo más elegante en el Reino Unido, a diferencia de España, cuyos dos últimos siglos dan para varios libros de sainetes, con restauraciones, repúblicas, pseudo-revoluciones, desamortizaciones, golpes de Estado, declaraciones solemnes (de independencia, de estupidez, de abulia, de puro esperpento).

En el Reino Unido, sobre todo en lugares con una identidad nacional diferenciada, como Escocia, la monarquía es una institución que aparece en chismes, chistes, críticas, burlas, artículos, de un modo libre.

No existe pena alguna por hablar libremente sobre todo tipo de cuestiones, y a cualquier británico sorprende que en España no sea así.

Declaraciones de Carlos de Inglaterra sobre los transgénicos

Pese a mi desconocimiento e indiferencia por el Castillo de Balmoral o la familia real británica, sigo con atención algunas entrevistas y artículos sobre el Príncipe Carlos, uno de los personajes públicos más relacionados con el movimiento conservacionista británico contemporáneo.

Con todos los chismes que corren sobre él, parece que la pobreza genética tan relacionada con las familias reales no ha evitado que el Príncipe, públicamente más conocido en España por un ya antiguo támpax que por sus declaraciones en contra de los cultivos transgénicos, o genéticamente modificados.

En una entrevista para el Telegraph, Carlos de Inglaterra muestra su tajante oposición a la expansión de los cultivos genéticamente modificados, como solución ante la pobreza en los países pobres y el crecimiento desmesurado de la población.

La entrevista, cuyo audio puede escucharse íntegramente en este enlace, ha suscitado un apasionado debate en el Reino Unido durante todo el mes de agosto.

El sucesor natural al trono británico ha sido catalogado de ludita, treehugger, radical y poco menos que hippy. Sus palabras, no obstante, no muestran ningún tipo de locura o alucinación repentina, sino que parecen surgir de un cierto conocimiento por la situación del mundo y del campo en particular.

Carlos de Inglaterra, sobre los cultivos genéticamente modificados: apoyarse sobre las corporaciones gigantescas como modelo para el mundo sería uno de los grandes errores de la humanidad, que acabaría desplazando a millones de agricultores en todo el mundo. En términos medioambientales, también supondría una catástrofe.

Bastante meridiano, para tratarse del representante de un linaje que dice tener derecho a dirigir el Estado Británico por la Gracia de Dios (el Dios anglicano, se entiende, que el católico tiene sus propios representantes divinos en la Tierra, más numerosos).

“Apoyarse en las corporaciones gigantestas… ¿Es realmente ésa la respuesta? Yo no lo creo así. Siento mucho decir esto, pero creo que ello supondría la absoluta destrucción de nuestra sociedad.”

“Si este es el futuro, que no se cuente conmigo”

“Si ese es el futuro [grandes corporaciones dominando el mercado agrario mundial con productos transgénicos], que no se cuente conmigo.”

Qué envidia: en el Reino Unido, la última polémica relacionada con la institución monárquica se centra en un debate sobre si Carlos de Inglaterra debería haber criticado con tanta dureza los proguctos GMO o, por el contrario, debería haberse mantenido vegetando, con su chaqueta de tweed, su caricaturesco rostro y su impecable corbata, en su papel “simbólico”, como parece aconsejarle el laborista Ian Gibson, profesor de Biología.

No estoy de acuerdo con el tal Gibson. Qué menos que aprovechar la posición privilegiada de uno para suscitar debates como el de los cultivos genéticamente modificados, que no han mostrado hasta ahora ser la respuesta a la crisis alimentaria mundial.

Carlos de Inglaterra también intenta impulsar el desarrollo sostenible en el Ducado de Cornualles, título que él mismo atesora.

Conoce a todos los habitantes del ducado, ha fomentado la restauración de casas y edificios históricos, ha evitado la construcción desmesurada, y tanto los cultivos como la ganadería siguen métodos que evitan el uso intensivo de fertilizantes químicos, plaguicidas o piensos compuestos.

Campos de Golf

No, no me he equivocado: no quería mencionar el magnífico libro de Martin Amis, Campos de Londres (menuda generación de escritores, la última ilustre hornada británica, que ya empieza a entrar en años: además del propio Amis, Ian McEwan, Hanif Kureishi, Patrick McGrath, l’enfant terrible escocés Irvine Welsh…).

Aberdeenshire es también un lugar conocido por sus campos de golf y por la creciente afición a este deporte de familias enteras de la región. Un interés que ha crecido en proporción a la importancia de la explotación petrolífera en la zona.

Hace poco ojeaba un artículo en la revista neoyorquina Vanity Fair, conocida por la exquisitez de algunos de sus reportajes (no perderse los firmados por el inglés afincado en Estados Unidos Christopher Hitchens), que glosaba el interés del magnate Donald Trump por la construcción de un gran campo de Golf junto a Aberdeen, que se juntaría al puñado de recorridos que ya exsisten en Aberdeen (parece más fácil jugar a golf que a fútbol, en según qué barrios).

Historias del “fucking genious”

Donald Trump, machote y seguro de sí mismo él, ha declarado ser “un jodido genio”. El jodido genio ha localizado una hacienda al norte de Aberdeen que cuenta con kilómetros de dunas con una importancia natural insustituible en la zona.

Trump, enterado de este inconveniente, asegura querer erigir un impresionante complejo hotelero dedicado a la práctica del golf, una suerte de Pebble Beach escocés.

El magnate sigue interesado en tirar adelante su proyecto, que incluye la construcción del mayor campo de golf del mundo, pese a que éste fue desestimado por un comité de Aberdeenshire en noviembre de 2007.

Muchos habitantes de la región están del lado de Donald Trump. Creen que el complejo atraería un turismo de calidad a la zona, que seguiría la práctica del golf en un entorno con una belleza estereotípicamente escocesa: verde, plagado de suaves colinas, mirando hacia el mar.

Pocos se preguntan sobre el auténtico legado del lugar donde se erigiría el complejo, denominado Menie Estate.

No hay nada de Slow en un resort de Golf

He aquí otro tema para que Carlos de Inglaterra o quien sea que tenga una mirada algo menos cortoplacista en la zona levante la voz y, al menos, exija un desarrollo respetuoso con un lugar con una importancia natural esencial en el noreste de Escocia.

Si Trump se sale con la suya, 18 hoteles, más un hotel gigantesco con 450 habitaciones, 500 casas, 950 apartamentos y 36 mansiones aportarán “riqueza” a la zona. Las dunas formarán parte del campo de golf más grande del mundo.

Parece que los habitantes de Aberdeenshire que han elegido ponerse del lado de Trump no desean rendir cuentas con generaciones futuras de escoceses. Estaremos atentos para ver qué ocurre.