La venta de cintas de casete es absolutamente residual en todo el mundo. La música es una de las mayores industrias culturales. Es un bien cultural universal que, registrada para ser reproducida o en directo, clásica o popular, versión o inédita, conmueve a todos los seres humanos. Espera, espera, no te vayas tras leer esta frase.
Los bebés (una de mis temáticas recurrentes, tras haber sido padre recientemente; de hecho, mi paternidad rivaliza con temáticas clásicas, tales como la influencia de Steve Jobs en la industria tecnológica, la doctrina kaizen, el cambio climático o el pan con tomate, muestran a los adultos el auténtico poder de sugestión de la música, esa construcción sonora que viaja a través de las ondas y se posa en nuestro intelecto, tras ser decodificada por nuestro cerebro.
Mi bebé y yo
Los bebés, decía, también se conmueven o muestran su sorpresa al desentrañar poco a poco los misterios de la música, desde edades muy tempranas: algunos estudios apuntan cada vez más claramente que la música ya puede ser percibida por el feto en el vientre materno.
Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta romántico, se dedicaba a explicar en sus rimas y leyendas, que es de lo poco que aprendía uno con gusto en el difunto bachillerato, que la poesía era similar a la música: una construcción imperfecta de lo que uno piensa o siente.
Una condensación imperfecta por resumida, por copia, por intento de imitación de lo inimitable: lo que llega del alma humana, del sentimiento. La transmisión exacta de un sentimiento en forma de canción pop de tres minutos de duración o de poema es imposible. Aunque parezca haber canciones que lo desmienten.
La música, en tanto que bien cultural necesario para la humanidad, seguirá siendo necesario mientras haya bebés para descubrir sus primeras notas musicales o biznietas de compositores de música clásica que quieran recordar las melodías preferidas de un antiguo genio familiar.
Lo digo porque la biznieta Isaac Albéniz aprovechó la investidura de su marido como presidente de la república francesa para hacer que sonara el compás de ala suite Asturias del compositor español. O chavales dispuestos a mover el esqueleto con música pop.
Desaparece el soporte, permanece la música
Olvidando lo decimonónico, Internet empezó a cambiar la industria musical hace una década. Las grandes discográficas mundiales, controladas por multinacionales del entretenimiento de masas tradicional y agrupadas en una poderosa organización, RIAA, en el que la televisión y el cine eran los otros pilares, intentaron aplacar lo inevitable: que la música pierda átomos -el soporte físico, ya sea el casete o el disco compacto- y se convierta en servicio bajo demanda a través de Internet.
Tras el cierre de la versión libre de Napster, la que funcionó, en 2000, la RIAA pensó que “su industria” volvería a su cauce. Tras nacer Kazaa, Limewire o Emule, se habló de que la industria había cambiado debido a Internet, aunque se auguró que la gente no pagaría un céntimo por la compra de música en bytes, sin formato alguno.
Hasta que llegó el iPod, cacharro mágico relacionado con iTunes. Esta aplicación tenía una tienda con centenares de miles de canciones, todas a poco menos de un dólar. Funcionó. Era la primera tienda de compra -y descarga- legal masiva a través de Internet.
La copia -ilícita o lícita- ha seguido llevándose a cabo como nunca antes. Según Jobs, ahora también pope de la música tras haber creado la más exitosa tienda en línea, iTunes Music Store, la gente compraría más si se suprimiera lo que se ha llamado DRM -digital rights management- de los bienes culturales distribuidos a través de redes digitales.
El casete
La gestión de derechos digitales, planteada en todo el mundo como actualmente, impide que sea lícito el comportamiento que millones de personas han llevado a cabo con absoluta impunidad desde la época de los casetes.
Los que asistimos a la eclosión del fenómeno Nirvana como púberes e intentamos poner acento inglés con Daughter, de Pearl Jam, o con lo que fuera, solíamos ser también unos entendidos en la adquisición de cintas de casete vírgenes “de cromo”. Las cintas de cromo, sobre todo las Basf, desprendían un olor tan fétido como característico. Las Sony de cromo también tenían su fama, mientras Maxell y TDK contaban con sus versiones decentes.
A continuación, había una retahíla de marcas más económicas que permitían comprar cintas de 60 y 90 minutos a granel, hasta el punto de que algunos de nosotros llegábamos a coleccionar cientos de ellas.
Cada una con su carátula personalizada con boli Bic negro; los más perfeccionistas empleaban incluso plumas Rotring con punta de precisión para copiar a veces mejorar- las tipografías de fantasía empleadas por los grupos musicales.
Se copiaba el diseño de los vinilos, primero; y el de los CD, a continuación. Los primeros 90, con todos aquellos grupos de Seattle, confirmaron la transición tecnológica del vinilo al disco compacto, mientras el casete permanecía como método para copiar música sin restricción.
El DRM no existía. Quienes copiábamos música y la compartíamos, intercambiábamos y coleccionábamos. seguíamos comprando música original, de acuerdo con nuestras posibilidades. Un CD original suponía el sacrificio de un sábado con los amigos o unos días destinando el dinero del bocata del almuerzo a la preciada compra.
Este mundo, el del coleccionismo y el gusto por la música, tanto el más light como el sentimiento melómano más enfermizo, ha creado a algunos de los seres huraños más bien cultivados, en términos de cultura pop , de la era que precedió a la Web 2.0: es decir, cuando ningún usuario osaba crear su propio contenido, los blogs eran cosa de cuatro y la edición y YouTube.com era un dominio libre que cualquiera podría haber registrado por 18 dólares al año, tasas incluidas.
La época de las cintas de casete, del intercambio de cómics o de la transición entre vinilo y casete es también el momento culminante de la cultura pop, dirigida desde las empresas:
- El formato físico de la música y el espacio finito de las tiendas limitaba a unos cuantos miles de discos (o libros, o cómics, o películas, ya que el comportamiento de estos contenidos también ha mutado con Internet), hacía que la oferta fuera limitada. La música, incluso la etiquetada como independiente, se limitaba a un catálogo que no solía pasar de las primeras páginas. El espacio de lo que no vendía costaba dinero, de manera que la distribución tradicional evitaba las rarezas.
- Las tiendas especializadas, o destinadas a un público especializado (freak?) reinaban en los cul de sac del mundo mundial. Léase (o véase, si se opta por sus recomendables secuelas cinematográficas) High Fidelity o American Splendor.
- El mercado, controlado por grandes empresas y pequeños sellos que permanecían en la órbita de estas grandes compañías, se limitaba a un centro con artistas que vendían millones de copias y una periferia muy limitada.
- Más sobre la evolución del consumo cultural de masas al consumo más variado que ha propiciado Internet (no hay espacio que cuesta dinero, de manera que la música puede almacenarse y ponerse a disposición de cualquiera que tenga ordenador y conexión a Internet sin costes adicionales), en el artículo de Chris Anderson en Wired sobre la teoría de la larga cola (The Long Tail). El hombre se ha hecho de oro exponiendo su idea, ha escrito un libro con el mismo nombre y su blog, también sobre la misma temática, no está nada mal.
Aunque lo que se puede llamar periferia, en el apogeo y caída de la cultura de masas dirigida desde la televisión, la radio y las cuatro publicaciones musicales de turno, eran los púberes ávidos de novedades.
Los anónimos chicos tímidos de barrio desangelado y vida aburrida que se gastaban las perras en cintas de casete para pasarse, en un marketing viral primigenio, lo recomendado por el amigo de un amigo de un hermano. Era el “marketing viral” de andar por casa.
La época en que las cintas de casete enamoraban a chicos y a chicas.
Cintas de cromo. Así llamábamos a los casetes magnéticos de mayor calidad, algunos de los cuales seguían sonando decentemente tras periplos de años que dejaban cicatrices imborrables sobre aquel soporte de plástico, generalmente transparente: manchas del bocata, golpes en todos los costados, pequeños tornillos de menos -esto no es broma: si un amigo necesitaba tornillos para sus casetes más preciados y podía hurtarlos de la cinta ajena, mejor- e incluso parches. Las cintas baratas no tenían tornillos y no podían ser abiertas por artesanos de las grabaciones. Aún recuerdo a más de uno sustituyendo el filme de una buena cinta de cromo por algo muy malo, color marrón claro, a alguien que nunca repararía en semejante triquiñuela de melómano quinceañero.
Un amigo me envía una noticia de la edición electrónica de BBC News Magazine. En “10 usos para casetes de audio”, Tom Geoghegan recuerda que las cintas fueron, no hace mucho, la parte esencial de las colecciones musicales, “ofreciendo poratibilidad y piratería”. Piratería en los ochenta, también realizada a gran escala.
Como recuerda Geoghegan, elaborar una recopilación era “un rito de iniciación en los ochenta. Grabar canciones de la radio o de otra cinta si tenías un radiocasete de doble pletina para darle la cinta a la persona querida o a un amigo constituía una complicada tarea. Parar la cinta antes de que el locutor de radio pronunciara una palabra se convirtió en un arte”.
Aún recuerdo cómo oí durante centenares de veces un inconcluso “esta era la m…” al final de una de mis canciones preferidas de todos los tiempos, una de esas canciones que sin duda, a fecha de hoy, tiene presencia en mitop 10, como diría el protagonista de High Fidelity, inmortalizado en la cara de John Cusack. Parece, tras leer a Geoghegan, que los chicos de los ochenta y los noventa compartimos una relación de amor y odio con el formato magnético que alimentaba nuestros walkman.
Prosigue el artículo de BBC: “Y el sonido de cargar pacientemente juegos de ordenador usando cintas en un ZX Spectrum (en casa de un amigo, en Sant Feliu, Barcelona, lo hacíamos en un flamante Amstrad CPC 464 con 64 Kb de memoria) o Commodore 64 permanecerá en la memoria”. Sin duda, míster.
Esa musiquilla es la que todos deberíamos llevar en el móvil. O, a lo sumo, si se quisiera optar por un politono un tanto más sofisticado, podría permitirse llegar hasta la melodía de Encuentros en la tercera fase, que dudo si tengo que enseñar a mi hija o no.
La salsa estandarizada con ritmo de pianillo electrónico, la pachanga poperil global y otras perlas de los ritmos que ahora escuchan las masas en los trenes de Renfe fomentan el odio con mayor efectividad que cualquier retraso o caos provocado por el transporte público.
Qué hacer con los cientos de cintas que has relegado a una caja, o a una caja almacenada en casa de tus padres (tener un desván, en estos tiempos, implica más que tener un cierto poder adquisitivo), es algo que quizá te hayas planteado.
Antes existía la opción del coche: un maletero, un radiocasete instalado, una guantera que deja alguna rendija para poder cuantro casetes que en dos semanas se convierten en cuatro carátulas sin casete dentro, en cuatro carátulas con casete dentro, aunque desparejo, o en cuatro casetes sin carátula. Llenar el maletero del choche con cajas llenas de casetes es algo desaconsejable, al menos en las latitudes ibéricas, propias de spaghetti western.
De ahí que los 10 consejos para aprovechar los casetes que tenemos acumulando polvo en casa, en casa de nuestros padres, en el coche o en el propio desván si se cuenta con un piso con desván, ofrecidos por Tom Geoghegan, despierten interés:
- Convertir la música registrada en casete a formato digital. La tarea es relativamente sencilla, aunque “la calidad de sonido no va a ser increíble, pero nunca lo fue con las cintas”. La mayoría de los ordenadores cuenta con una línea de entrada de audio a la que se puede conectar un equipo de música.
- Al cubo de reciclaje: una solución menos romántica y, para los coleccionadores de recuerdos, sacrílega. Sin embargo, totalmente recomendable si la alternativa es abandonar el plástico en cualquier parte. No obstante, reciclar cintas de casete no parece tan sencillo, al menos en el Reino Unido: un casete dispone de varias partes, incluyendo la cinta, la carátula de plástico y otras piezas internas. No existe una capacidad o infraestructura entre los consistorios locales, encargados del reciclado, para descomponer las cintas en varias partes, por lo que no suelen ser reaprovechadas. O lo que es lo mismo: los casetes constituyen, en 2007, un residuo que no se recicla en el Reino Unido. Dudamos que la situación sea mejor en el resto del mundo.
- ¿Vender las cintas en Internet? Según la información de BBC, “los fans de un tipo específico de subasta por Internet adquieren cualquier cosa si el precio es el correcto… Incluso cintas de casete”.
- Pulsar play: “para quienes tienen todavía un radiocasete, no es necesario hacer nada sino poner una cinta de vez en cuando y recordar viejos tiempos. Aunque puede ser una buena idea empezar a realizar copias digitales antes de que el reproductor o los casetes se acerquen al final de su vida útil.”
- Ahuyentar a los pájaros: ¿Has trabajado o vivido alguna vez en algún edificio que amaran las palomas? Como bien saben las mejores estatuas del mundo (clásicos, ciudades italianas del renacimiento, aquellas de Chillida, de Oteiza, de Rodin) y también las peores (bustos de jefazos y dictadores de cualquier sitio, emplazadas en cualquier sitio), las heces de paloma pueden resultar incluso corrosivas. Las cintas de casete pueden ahuyentar, siempre según nuestro amigo de BBC, los estragos causados por esos descendientes del archaeopteryx y los dinosaurios.
- Hacer la hebilla de una correa, digna del más atrevido atuendo del más pasado miembro de la Movida madrileña, en una de sus más pasadas noches de juerga tiernogalvaniana. Digno de un inspirado Paco Clavel, o monedero ideal de la Bruja Avería.
- Hacer monederos. Geoghegan: “la diseñadora Marcella Foschi parte cintas de casete y las vuelve a unir usando cremalleras para hacer un monedero”. Una idea similar a la que retrata Kirsten Dirksen en su reportaje sobre la marca de complementos de Mataró (Barcelona) Vaho, fundada por dos jóvenes estudiantes de diseño que reciclan carteles publicitarios que se convierten en preciadas bolsas de diseño ocarritos de la compra convertidos en exclusivos asientos. Esta corriente del diseño se conoce como Trashion.
- Regalar tu colección de cintas. Aunque, a estas alturas, ya no es tan fácil como parece. Es necesario encontrar a alguien que, además de estimar tu música, todavía emplee el casete.
- Atar papel en un fardo improvisado: “la cinta puede actuar como cuerda para asir diarios, y es reutilizable. Podría ser también empleada como cinta para coronar el envoltorio de un regalo.”
- Un juguete para los niños. Todavía no lo he experimentado con mi hija Inés, que tiene sólo tres meses y medio de vida. Pero Geoghegan asegura que las cintas adquieren un sentido especial cuando se ve a los niños disfrutando con una actividad mágica para ellos.
Se trata de introducir y sacar cintas de la pletina del radiocasete.
Yo incluiría una nueva salida para las cintas de casete que ganan polvo en cualquier sitio: ofrecerlas a través de faircompanies. Tenemos una sección (Clasificados) que espera vuestras recopilaciones interrumpidas por la voz, cortada a mitad de la primera frase, del locutor radiofónico de turno.
Cuando los locutores radiofónicos actuaban de oráculo.