En 1919, el invierno fue especialmente duro en Europa Central. Un ejército de veteranos de guerra en harapos, perdedores de guerra señalados tanto por los Aliados de la Gran Guerra como por sus propios compatriotas, deambula por ciudades como Múnich y Viena. No hay piedad para hambrientos, heridos y envenenados, alienados o ese ejército paralelo que había visto el infierno de las grandes batallas de trincheras.
En Berlín, facciones rivales de extrema derecha y extrema izquierda luchaban por hacerse con el control de la calle, con la intención de alentar un golpe de Estado o una revolución marxista. Los líderes revolucionarios Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo eran abatidos por comandos paramilitares consentidos por la socialdemocracia.
Entre el desorden en las calles y la desorientación de la ciudadanía desmoralizada, se fraguaba la República de Weimar.
Vida de un sociólogo entre el Imperio alemán y Weimar
En enero de 1919, un año y medio antes de su muerte en Múnich, el sociólogo Max Weber daba una conferencia decisiva, Política como vocación, en la que diseccionaba lo que llamó la era de la demagogia.
Weber entendió la necesidad de los líderes moderados de comprender cómo la sociedad moderna, aleccionada con medios de masas, sería conducida por el carisma —y no por la sabiduría— de sus líderes. Esta convicción era un aviso: la puerta estaba abierta para los charlatanes encantadores, los diletantes capaces de oler el miedo en las calles y construir, con la ayuda de la agitación propagandística y la acción en las calles, la ilusión del liderazgo mesiánico. La misión del pueblo. La mueca distorsionada, en definitiva, del idealismo del siglo XIX.
Weber distinguió en su clase magistral entre la «ética de la convicción» (el carisma intransigente de quienes se mantienen fieles a sus convicciones, aunque éstas causen grandes daños) y la «ética de la responsabilidad» (evitar maximalismos y brindis al sol para, desde el realismo, encontrar acuerdos ventajosos en cada ocasión).
En ocasiones, reflexionó Weber, los líderes debían demostrar que eran capaces de realizar dolorosas cesiones, pues éstas aportarían a la larga la prosperidad y florecimiento que todos querían, incluidos los intransigentes y los impacientes, amigos de soluciones demagógicas y facilitadores de grandes catástrofes.
Sonámbulos en Verdún
Los atrincherados de ambos bandos en Verdún, agachados durante meses en los húmedos y pestilentes pasadizos convertidos en ratoneras debido al uso indiscriminado de gas lacrimógeno, gas mostaza o fosgeno, entre otros, volverán del escenario dantesco con una extraña dolencia: muchos de ellos, sin daños físicos aparentes, se mantienen agachados meses después del fin de la contienda, y son incapaces de erguirse.
No hay en ellos un dolor de espalda físico, pero los soldados afectados por el mal no pueden enderezar su espina dorsal. Las órdenes nerviosas y musculares han sucumbido al miedo sordo del interior de las trincheras.
Weber murió con la convicción de que la ética de la responsabilidad estaba en peligro. Era la época de los enanos venidos a más: tres años después de su muerte, en 1923, Adolf Hitler intentaba un golpe de Estado. Diez años más tarde alcanzaba el poder a través de unas elecciones democráticas.
En 1919, Europa Central reniega de sus perdedores, esos soldados hambrientos y aturdidos que ya no forman parte de la guerra y no pueden retornar a la paz.
Empieza entonces la cruel medicina punitiva para estos heridos con un trastorno propio del sinsentido de la primera guerra total, la que había convencido a los jóvenes indolentes de la próspera Europa de 1914 a enfrentarse entre naciones y a olvidar la consigna internacionalista y de boicot bélico lanzada por los socialistas. Pesará más el festejo en torno a la bandera, que dará paso poco después a una guerra de aniquilación que nadie entiende, sobre todo quienes se encuentran en su interior.
La guerra vista desde dentro
Para escribir el incomparable y multifacético escenario bélico de Guerra y paz, Tolstói reconoció haberse inspirado en el decepcionante periplo bélico de Fabrizio del Dongo, el joven hidalgo italiano que dejará la indolencia del lago de Como para escaparse hacia el norte, cruzar los Alpes y Francia y plantarse en la batalla que deberá restituir a un Napoleón atosigado por la Restauración.
El inocentón Fabrice del Dongo viajará pensando en batallas idealizadas y deseoso de ver la gloria de ese Petit Caporal que había tratado de modernizar toda Europa bajo unos mismos ideales ilustrados, para encontrarse con el poderoso arraigo de las tradiciones del Antiguo Régimen en toda Europa, así como con la intervención decisiva de las tropas inglesas en el último suspiro de las Guerras napoleónicas.
Pero lo que encuentra Fabrice es el desorden de un conflicto bélico: las guerras no son como las pintan; no hay planos en perspectiva con líderes guiando a sus hombres contra un enemigo definido y aglutinado en torno a una imagen pictórica. Desde dentro —comprenderá el ingenuo Fabrice del Dongo—, las batallas son desorden, ceguera, pillaje y anarquía.
Tolstói aprenderá la lección y describirá el conflicto entre la Grande Armée y el ejército ruso bajo el mando de Kutúzov como una amalgama de escenarios dinámicos e impredecibles, en la que el viejo militar zarista se aliará con el invierno y la falta de vituallas para derrotar a los franceses, que entran en Moscú vencedores y se van poco después, enfrascados en una nueva lucha, esta vez por la supervivencia.
La ingenuidad de Fabrizio del Dongo
Waterloo, la batalla que hará capitular a Napoleón se desarrolla en 1815, un siglo antes de los escenarios deshumanizadores de la Gran Guerra, con un Frente cruel y una retaguardia indolente. Stendhal usa el contrastre de la mirada ingenua del bello Del Dongo, para describir el fin del sueño napoleónico y el inicio de una lucha autodestructiva por la hegemonía continental en torno a excesos idealistas del siglo XIX.
La lucha por la hegemonía continental alimentará, tres décadas más tarde, la Primavera de los Pueblos de 1848. Se repite de nuevo un todos contra todos en el que el orden burgués se alía o rechaza, según la conveniencia, a los paladines del Antiguo Régimen (nobleza y clero) y a los socialistas utópicos que tratan de rebelar a los primeros obreros contra un empeoramiento de condiciones con respecto a la vida rural recién abandonada.
La dialéctica entre Antiguo Régimen e Ilustración, entre nacionalismo y movimientos sociales, entre viejos imperios y pueblos reunificados como el italiano y el alemán, no se resolverá hasta desembocar en las dos guerras mundiales. En los extremos de la tensión entre Alemania, Austria-Hungría, Francia e Italia, británicos y rusos serán arrastrados una y otra vez a los conflictos diplomáticos de Centroeuropa.
En las dos contiendas mundiales, Británicos y rusos se acordarán de Stendhal y de Tolstói como fanáticos de una verdad revelada: la del retorno de aprendices de Napoleón, esta vez deformados y deseosos de poner en práctica nuevos experimentos para unificar Europa, pero no ya con los valores ilustrados, sino bajo el nacionalismo excluyente o bajo el materialismo revolucionario. En ambos casos, los fanáticos aprovecharán los momentos de mayor tensión para anteponer el fin a los medios. Todo valdrá.
La infancia de Stefan Zweig
Las últimas décadas del siglo XIX habían sido prósperas para la burguesía y la clase media urbana, gracias a la mejoría relativa de las condiciones obreras y al aumento del comercio y a la emigración a América de los desposeídos; será una época dulce para los ciudadanos cosmopolitas de Francia, Italia, Mitteleuropa y, en su centro, el punto de encuentro en las montañas, la Suiza de La montaña mágica de Thomas Mann.
Europa Central, ese conglomerado multicultural asociado a la cultura alemana que estrechará las relaciones entre las élites de Berlín, Danzig, Hamburgo, Múnich, Viena, Ginebra, Praga o Budapest (estas dos últimas con amplias comunidades de habla alemana hasta la II Guerra Mundial), creará las condiciones para un florecimiento sin precedentes de las artes, la ciencia y el pensamiento.
El escritor y pionero del pensamiento paneuropeo moderno, Stefan Zweig, describirá con vibrante detalle la transición desde los años prósperos, culturalmente exuberantes y materialmente indolentes para la burguesía europea que entra en el siglo XX, hasta el horror de la Gran Guerra y sus consecuencias: el cosmopolitismo, el espíritu de convivencia y la polinización cruzada multicultural de ciudades como Viena dará paso a una ciudad hambrienta y derrotada en 1919, con sus calles y comedores públicos repletos de veteranos de guerra convertidos en parias sociales.
Del descontento obrero al patriotismo exacerbado
La I Guerra Mundial habrá empezado como una mera exaltación de fuerzas contenidas, como un extraño baile de máscaras que se convierte en horror a altas horas de la madrugada, tras haber empezado en cada nación como una agradable fiesta movilizadora.
Los amigos separados por lenguas y países dejarán de frecuentarse y la comprensión cederá ante el odio y la caricaturización de enemigos externos, mientras se popularizan los panfletos denunciadores de supuestos enemigos internos.
Los millones de muertos se acumularán en listas dolorosas llegadas a los pueblos de Europa, Norteamérica y Oceanía (la batalla de Galípoli hará más por el sentimiento de autonomía nacional de Australia que cualquier agravio de la monarquía británica). El sinsentido de la guerra descrita por Stendhal es la antesala de todos los conflictos modernos: la caballería y los valientes —los Del Dongo y los Kutúzov, cada uno en su papel— pierden sentido entre la bruma de las nuevas armas y la mecanización, los ventajistas sacan pecho lejos del cuerpo a cuerpo y los militares disciplinados se dejan controlar por la estrategia de la retaguardia y las comunicaciones instantáneas.
Stefan Zweig narra cómo los sentimientos nacionalistas acaban engullendo a viejas amistades transnacionales; sólo una minoría de intelectuales de la generación de quienes hunden a Europa en el sinsentido de la Gran Guerra se mantendrán en las posiciones humanistas y moderadas anteriores a la Gran Guerra: Stefan Zweig hallará consuelo en la amistad del poeta flamenco de obra francófona Emile Verhaeren, en la intuición hipersensible de Rainer Maria Rilke y en la responsabilidad de los pocos que, en momentos de un sectarismo nacionalista insoportable, se declararán europeos sin más.
La sombra del humanista Settembrini
Entre ellos, el intelectual francés Romain Rolland, que intuirá que la Gran Guerra inicia la espiral que acabará en la barbarie nazi, así como humanistas italianos que recuerdan a Settembrini, el «buen europeo» de La montaña mágica: el filósofo Benedetto Croce y el compositor Ferruccio Busoni, ambos próximos a la cultura compartida del viejo Imperio Austro-Húngaro.
La miseria de la posguerra y la procesión de desposeídos por Europa Central perseguirá como una maldición a los perdedores del viejo Imperio Austro-Húngaro, sometido al troceo y a la humillante negación de su razón de ser por parte de las potencias ganadoras en el «tratado de paz» más belicista de la historia, el de Versalles (28 de junio de 1919).
En esos momentos difíciles para una Austria sin los Habsburgo, empequeñecida y sometida a la hiperinflación (luego llegaría el turno a Alemania), y para una Alemania no menos humillada y con su industria y mejores tierras ocupadas que trata de sustituir su belicismo prusiano por una república moderna que ataje a nacionalismo y socialismo, la política moderada el peso diplomático de sus respectivos países.
Heinrich Lammasch intentará explicar a los vencedores que humillar a Austria traerá consecuencias a la larga, pero su argumentación será desoída fuera y dentro de su país; y el industrial Walther Rathenau (amigo personal de Zweig), ministro de Asuntos Exteriores de la recién creada República de Weimar, será asesinado poco después. Lammasch seguirá en segundo plano sirviendo a su país y tratando de evitar lo inevitable: el éxito de los grupúsculos fascistas que se emulan entre sí en el norte de Italia, Alemania y, poco después, Austria.
Princesas en Berlín
El mundo de ayer incluye un tétrico hilo que se contagia por Europa. Durante una visita a Venecia, Zweig observa por primera vez lo que se convertirá en un sorprendente y descorazonador patrón de conducta: unos obreros se manifiestan en un momento especialmente tumultuoso en la Plaza de San Marcos; al rato, aparecen unos camiones relucientes con jóvenes bien vestidos, los cuales descienden y se dedican a echar a mamporros a los obreros concentrados, sin vergüenza y con total impunidad.
Las violentas protestas obreras, las escaramuzas de grupos de extrema derecha —entre ellos las SA—, la hiperinflación, la desorientación de la población, la demanda de estabilidad de industriales y funcionarios de carrera… Todo pasea por novelas como Una princesa en Berlín, de Arthur R.G. Solmssen.
Poco después, el evento volverá a repetirse a inicios de los años 20, esta vez en Alemania, y luego en una plaza austríaca. El patrón es siempre el mismo: los camiones relucientes (Zweig se pregunta quién compra esos vehículos y quién equipa a esos jóvenes), la violencia gratuita e implacable y la indiferencia de la población y la policía.
El libro de Zweig avanza y Weimar cede ante Hitler, y la impunidad de esos gamberros de extrema derecha se convierte en legalidad.
En la antesala de la II Guerra Mundial, Zweig se instala en Inglaterra y, durante uno de sus viajes a Norteamérica, el paquebote hace escala en Vigo. Allí, Zweig observa de nuevo el mismo fenómeno: camiones relucientes llegando a una plaza, para permitir el descenso de unos esbirros disciplinados y bien equipados, camino de llevarse a unos campesinos desarrapados.
Una tela de araña europea
En España, se cuecen las miserias cuya hebra conduce de un modo u otro a la guerra que británicos y franceses tratan de evitar a toda costa (aunque sea humillándose ante Hitler, como hará Chamberlain). Y sí, los Soldados de Salamina serán la avanzadilla premonitoria de que lo peor está por llegar (hay que recordar el periplo del antihéroe descrito por Cercas, desde la Guerra Civil hasta la entrada triunfal en el París liberado).
El ensayo de Zweig para en la antesala de la guerra abierta durante la segunda contienda mundial (el propio autor no sería testigo de las atrocidades de la Solución Final, al quitarse la vida en febrero de 1942 Petrópolis, Brasil, el último hogar de alguien que se había quedado sin el suyo para siempre).
El periplo de Stefan Zweig gana fondo y forma si, dejándonos llevar por la febril narrativa de tela de araña a la que recurre Joseph Conrad en Nostromo, evocamos junto al escritor austríaco, la trayectoria de otros intelectuales que reivindicarán su europeísmo cuando nadie lo hizo, en una época de tensiones inflamadas entre el nacionalismo y el socialismo revolucionario, con una socialdemocracia empujada a usar medidas represivas en las débiles repúblicas alemana y austríaca.
Optemos por elegir una tela de araña escalonada: cuatro generaciones de intelectuales frente al terror de extremismos y guerra total de inicios del siglo XX: el sociólogo alemán Max Weber (nacido en la década de 1860 y fallecido en 1920, más de una década antes de que la llega de Hitler a la cancillería de Weimar); el mencionado escritor austríaco Stefan Zweig, nacido en la década de los 80 del siglo XIX; el reportero y escritor inglés George Orwell, nacido en 1903; y, finalmente, el escritor francés Albert Camus, nacido en el entonces departamento francés de Argel, en 1913, un año antes de que empiece la Gran Guerra.
Orígenes del europeísmo
Todo es diferente en ellos: el origen, la cultura, la formación, la personalidad, el periplo vital y sus respectivas contribuciones a la cultura europea. La relación de todos ellos con los conflictos armados será exasperante y descorazonadora; cada uno de ellos, aunque desde posiciones muy distintas, asistirán a conflictos con la desorientación del joven italiano que cruza Europa para luchar junto a Napoleón en 1815, como Stendhal describe, o con la incapacidad de saber qué ocurre en realidad que experimentan Pierre y el príncipe Andréi en Guerra y paz (ambientada en la campaña rusa de los franceses tres años antes, desde la victoria de Napoleón en Austerlitz hasta su retirada desde Moscú).
Weber asumirá durante su vida el rol de profesor y pionero de la sociología, y se enrolará en política en posiciones a menudo moderadas y progresistas, si bien reconocerá el ascenso del populismo y tratará de animar a un «uso responsable» de este poder propagandístico por parte del poder para evitar el avance de revoluciones traumáticas.
El europeísmo de Weber estudiará la falla entre el mundo romano (la Europa católica) y el protestante, presente según él en las dinámicas de Europa Central, embebida en realidades contradictorias y, por tanto, tan humanista y convencida de que el europeísmo es la salida a las guerras fratricidas como Settembrini, el ya mencionado personaje de La montaña mágica.
Zweig evitará la Gran Guerra y deberá abandonar Austria en la antesala de la anexión de Austria por el Tercer Reich, como apátrida desposeído de sus derechos debido a su condición de judío. Sin embargo, luchará junto a Romain Rolland por crear una hermandad entre pueblos europeos capaz de contrarrestar el internacionalismo interesado de las diferentes facciones de la Revolución Rusa (hasta la purga de Stalin y el asesinato de Trotsky en México).
Entre Eric Arthur Blair y George Orwell
La experiencia en Indochina como funcionario raso del Imperio Británico despertará a un joven Eric Arthur Blair, alias George Orwell, de cualquier idea preconcebida sobre el rol europeo en el resto del mundo.
Orwell no aspirará a asentarse en París o Londres y emular a Joyce o la Generación Perdida desde la retaguardia: las tensiones son insoportables en la Europa de los años 30 y se enrolará en la Guerra Civil Española, de cuyas decepciones alumbrará su Homenaje a Cataluña, que hoy debería leerse y citarse más (junto al mencionado El mundo de ayer).
El reportero británico, alérgico a alambiques literarios y con una caja de herramientas estilística tan escueta y efectiva como la caja de herramientas que abrirá (como buen inglés) en el cobertizo para sus proyectos de bricolaje, asumirá la maldición de toda persona lúcida y comprometida de su época: afrontar las contradicciones de todos los movimientos y denunciar los excesos de quienes, a un lado y otro, justifican lo injustificable con la excusa de hacerlo como paso previo a una supuesta utopía revolucionaria.
Camus no necesitará salir asqueado de las rencillas entre facciones de la España republicana durante la Guerra Civil para constatar que sus primeros periplos socialistas en Argel no llevan a ninguna parte.
Pronto, esas soflamas llenas de cliché de desinflan en el sol del mediodía. Albert Camus militará entonces en un anarquismo ácrata, una coraza contra las falsedades que observa entre revolucionarios de distinta calaña.
La educación de Meursault
Camus nace con la Gran Guerra y su filosofía del absurdo inicial parece el resultado de lo que esa locura ha sembrado en europa años antes. En la metrópolis, Camus se convierte en un reportero con cuarto en Montmartre y tiempo para escribir febrilmente esa novela corta con la que se identificarán generaciones de europeos.
Meursault, ese extranjero en el interior de sí mismo, incapaz de tomar las riendas de su propia existencia, será el representante de esas vidas indolentes e inauténticas, absurdas y angustiadas. Periplos sin flema ni objetivos reales, en los que la existencia se mece en la realidad sin que el individuo decida nada apelando a su conducta… Absurdismo hasta llegar incluso a cometer un asesinato porque un reflejo solar nos ha molestado por un instante, y ser condenado a muerte poco después sin salir de una escena surrealista.
Pero, acabando con estos apuntes sobre el europeísmo surgido en el peor momento de europa como lo hace la propia esperanza en la narrativa de tela de araña que despliega Joseph Conrad en Nostromo, Albert Camus no se queda estancado en la desesperanza de Meursault. Camus evoluciona, como lo hace Europa.
Su evolución no agradará a muchos de sus amigos. Consolidado como escritor e intelectual de peso, aunque conocedor de su condición de «voyou» pied noir entre la intelectualidad parisina de Grande École, Camus ascenderá en los años de la resistencia francesa y la liberación, para escribir poco después El hombre rebelde, en el que se atreve a decir basta al método de anteponer el fin a los medios que ha arruinado a Europa.
La dificultad de respetar y comprender
Camus aboga por una filosofía de la comprensión mutua, combinada con un celoso individualismo humanista y con la afirmación de una verdad que duele (mucho) a los intelectuales comunistas de salón, tan presentes en el París de posguerra: Europa deberá construirse con solidaridad entre pueblos y clases, y el método para lograrlo deberá partir del abrigo común de las democracias liberales, las cuales no privan de libertades prometiendo el paraíso y ofreciendo en realidad soluciones totalitarias y sin libertades.
Después de la II Guerra Mundial, Albert Camus perderá la amistad de Jean-Paul Sartre por su crítica a todos los totalitarismos, tanto a los que atentan contra los derechos del hombre desde la derecha como los que lo hacen desde la izquierda.
Su estatuto de escritor con aspiraciones filosóficas pero sin conseguirlo, una leyenda negra fomentada por sus detractores, dejará paso con los años a la auténtica estatura de un escritor y un filósofo que habrá partido de un absurdismo próximo a la negación de Schopenhauer para acabar acercándose a posiciones próximas a Nietzsche y, sobre todo, a Kierkegaard y su llamada a la comprensión. Conocerse, respetarse, entenderse. Convertir al otro en alguien nuestro.
Max Weber, Stefan Zweig, George Orwell y Albert Camus, representantes de cuatro generaciones que habían asistido a las peores atrocidades nacionalistas y revolucionarias. Todos distintos y, a la vez, más cercanos que muchos de nosotros a una idea de esperanza, incluso cuando —como en el caso de Orwell y Camus, ambos supervivientes, aunque por poco tiempo y distintas razones, al horror de la Shoah y de las bombas atómicas sobre Japón—, quedaba patente que ya no había retorno posible a la inocencia.
Entre Orwell y Camus, el Canal de la Mancha (y el Mediterráneo)
Camus trabajaría en su obra y compartiría su vida con la actriz hispano-francesa María Casares, aguantando la crítica agria de la intelectualidad de izquierdas oficialista que salía de los altavoces de París, empezando por su epicentro, la revista Les Temps Modernes, fundada por Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty en 1945.
Las reflexiones de Camus sobre su época, sus intuiciones sobre el horror soviético y sobre la hipocresía de quienes atacaban la democracia liberal desde la libertad y comodidad de sus apartamentos parisinos, han aguantado mejor el examen del tiempo que la justificación de los comunistas de Europa Occidental al Estalinismo y a la violencia gratuita de los movimientos terroristas de supuesta «liberación», que trataban de sustituir viejos valores ilustrados por la supuesta alquimia de un oxímoron: el marxismo nacionalista.
A Camus no se le perdonó que no apoyara la estrategia del FLN argelino, cuando todo lo que él podía hacer era preocuparse por los suyos, que seguían viviendo allí; anteponer el fin a los medios implicaba extender una sanción ideológica que permitiera anteponer el fin a los medios. El escritor y filósofo no entró por el aro y lo pagó caro en vida, si bien los años lustran sus ideas, que sobresalen clarividentes entre los aspavientos de su época.
Los viejos trotskistas, como el propio Orwell o sus amigos de Barcelona, estaban muertos y enterrados, ninguneados por el oficialismo intelectual, por una parte; y marcados de por vida por el régimen totalitario de Europa del Este. Orwell y Camus habían estado mucho más próximos de la izquierda revolucionaria que había defendido los valores humanistas europeos y la libertad individual de sus participantes: ¿cómo se podía construir un mundo mejor acallando el sentido crítico de sus participantes?
Iván Denísovich, presente
En 1962, dos años después de la muerte de Albert Camus en un accidente de tráfico cuando viajaba por Francia como copiloto de su editor Michel Gallimard, aparecía Un día en la vida de Iván Denísovich, la novela de Aleksandr Solzhenitsyn que personifica todos los horrores del siglo XX en la jornada de trabajos forzados del prisionero de Gulag SCH-854.
Empezaba la desestalinización en la Unión Soviética, pero el experimento que había cambiado el Dios abrahámico por el Dios científico, el materialismo dialéctico que había sepultado bajo millones de muertos los sueños socialistas libertarios de los jóvenes Orwell y Camus, había abrasado cualquier semilla regeneradora.
De haber vivido para conocer el evento, Camus habría sin duda leído la novela con atención. No la habría celebrado. El horror no se celebra, se trata de comprender para, sabiéndose cómplice de una época capaz de tales atrocidades, trabajar para que no vuelva a ocurrir.
Hoy, cuando extrema derecha y extrema izquierda vuelven a pasear sus consignas y sus escuadras callejeras, las reflexiones de Weber, Zweig, Orwell y Camus, cada uno desde su generación y ángulo, se elevan para ayudarnos a no caer en el desánimo. Ellos lo tuvieron mucho más difícil y no desfallecieron, incluso llevando las heridas de la lucidez, pues, para ellos, estas «dos» guerras «mundiales» eran, en esencia, una Guerra Civil Europea.
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