El Antropoceno, o era geológica en la que la propia actividad humana dicta las dinámicas de cambio en el planeta, aporta una fatiga fatalista muy de nuestra época: entristecidos, todos repetimos lo importante que es «hacer algo».
Segundos después, pasamos a otra cosa y recordamos el viejo consejo estoico: preocuparnos por lo que no está en nuestras propias manos arreglar sólo puede aportar frustraciones a una vida cotidiana exigente y, creemos, repleta de obligaciones y cosas importantes.
Otros prefieren apelar a la pereza y omiten cualquier empatía hacia temáticas a escala planetaria, aplicando el mismo esquema de pensamiento que dicta la evolución de los sectores inmobiliario o empresarial en las últimas décadas: todo lo que no afecte directamente las perspectivas económicas a corto plazo, puede esperar.
Explicado de otro modo: al asistir a un evento traumático como un fuego, que transforma las colinas frente a nuestra ventana, el sentido de la responsabilidad puede invadirnos un instante hasta interesarnos sobre la regeneración de ese paisaje próximo.
Quizá nos informemos de si está previsto replantar la zona con árboles autóctonos, e incluso lleguemos a conocer si serán las autoridades locales o regionales quienes se ocupen o, por el contrario, la labor recaerá sobre voluntarios de los alrededores.
Luego, quizá, nos invada la reflexión que ha convertido el pensamiento a corto plazo imperante en las escuelas de negocio de todo el mundo en una compilación lectiva de métodos insostenibles de aumentar réditos a corto plazo sin pensar en las consecuencias de tomar acciones que unos verán como «pragmáticas». Despedir a miles de personas cuando la cuenta de beneficios se mantiene verde es una actitud que no debería diluirse en la semántica de lo «pragmático».
La dificultad de reconocer el bien común
Según esta tendencia al corto plazo, la actividad de reforestación nos interesará menos al reflexionar cínicamente cuántos años necesitaremos para volver a disfrutar de un bosque en el mismo lugar; o, en el peor de los casos, eludiremos cualquier sentido de la responsabilidad al concluir que no seremos nosotros quienes disfrutemos del trabajo a largo plazo que hay que planear y realizar hoy, y acto seguido gestionar con paciencia (y sin retribuciones sociales o económicas) durante mucho tiempo, si al final serán otros quienes disfruten de los beneficios.
— Maximus (@max_toole) February 6, 2019
El pensamiento a corto plazo está arraigado en la sociedad contemporánea, pero el fenómeno no es irreversible y su pragmatismo utilitario surge con la voluntad de cuantificar el mundo para explotarlo mejor (más «racionalmente»).
La prosperidad de que disfrutamos hoy, y la comodidad que me permite escribir el artículo que lees —la misma que te permite a ti leerlo—, está íntimamente ligada con el éxito de la Ilustración y la sociedad industrial para multiplicar la prosperidad material y permitir el desarrollo (y acceso generalizado a educación y medicina moderna), en una porción cada vez más importante del mundo.
Este proceso, hoy cada vez más desmaterializado y puesto a prueba por los límites de una cultura materialista incapaz de poner en práctica métodos que mitiguen nuestro impacto a gran escala, puede ganar el vigor que nunca ha tenido ni en la organización de base hasta los grandes intereses geopolíticos y empresariales, inspirándose en viejas intuiciones de nuestra especie.
Viento a favor para vendedores de miedo
Intuimos que ideas como neomaltusianismo y decrecimiento no responden todas las respuestas, tal y como reflexiona el ensayista estadounidense Charles C. Mann en The Wizard and the Prophet, obra bien documentada en la que contrapone las ventajas e inconvenientes para la humanidad de dos pensamientos opuestos a mediados del siglo XX: el de Norman Borlaug (el «mago» de la historia, promotor de los fertilizantes industriales que aumentaron la producción agrícola después de la II Guerra Mundial, con un coste medioambiental y cultural asociados); y William Vogt (el «profeta», ecologista de tesis malthusianas y figura influyente en el ecologismo moderno con su llamada al «decrecimiento»).
La relación entre población y consumo no es matemática, y el pensamiento apocalíptico de Thomas Malthus no se materializó gracias a nuestra adaptabilidad como especie: ¿necesitamos más alimentos? Creamos nuevas técnicas para, literalmente, multiplicar la producción de alimentos a gran escala.
Somos mucho peores a la hora de gestionar sistemas complejos a largo plazo, y la cultura preeminente en la actualidad premia a quienes «producen» y generan «crecimiento», castigando a quienes se conforman con mantener tradiciones, nivel de vida y alegría de vivir. Los primeros son premiados por inversores y actores bursátiles; los segundos son castigados y obligados a capitular.
¿Qué tiene esto que ver con nosotros? No hay dónde esconderse en lo que respecta a la deriva climática, pero sí recordar un rasgo característico de nuestra especie —además de nuestra capacidad para olvidar, convenientemente, las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones—: los sistemas humanos evolucionan para garantizar la supervivencia, y es la crisis de esta adaptabilidad la que nos pone ahora contra las cuerdas.
Recordar viejos puntos fuertes
Los procesos a gran escala dependen de constelaciones de intereses que gravitan en torno a viejas construcciones geopolíticas, aunque, dicho así, todo suena demasiado grave: la sociedad contemporánea se comporta como un único ecosistema de flujos —físicos y virtuales— de recursos, mercancías, ideas, personas.
Hallazgos antropológicos e hipótesis sobre la expansión de culturas líticas nos hacen comprender que siempre hemos buscado este intercambio de recursos, mercancías, ideas y personas, a menudo de manera forzosa. También sabemos que nuestra evolución como especie y como civilización no ha sido lineal, y el concepto de «progreso» es una construcción conveniente, pero una construcción al fin y al cabo.
«Progreso» no implica inevitabilidad, ni superioridad o avance de la cultura real con respecto a culturas pretéritas. «Progreso» tampoco equivale a negación, del mismo modo que la explotación de recursos no deriva, como tampoco lo hacen el concepto de propiedad privada o el derecho de explotación de un determinado recurso «descubierto» en algún lugar del planeta, de leyes divinas.
Además de la adaptabilidad de los sistemas humanos, tanto en grupos de cazadores-recolectores como en bandas, señoríos, sociedades agrarias y sociedades industriales, nuestra especie desarrolló desde sus inicios la capacidad para transmitir «cultura» y acontecimientos cíclicos ocurridos en grandes intervalos, sirviéndose de relatos míticos transmitidos oralmente.
Gracias a las parábolas e historias míticas explicadas en torno al fuego, al final de la jornada, los ancianos transmitían a los más pequeños las hazañas o catástrofes que ellos habían oído de niños, quizá explicadas entonces por ancianos que tampoco habían asistido a ellas.
Mitos para aumentar la resiliencia
Gracias a este proceso, algunas sociedades tradicionales se han preparado durante milenios para, a menudo con acierto, interpretar señales ambientales que puedan señalar un evento catastrófico: un maremoto, una invasión, un terremoto, el inicio o el fin de una larga sequía, la necesidad de respetar los límites del río, la montaña, el valle.
Poco a poco, ciencias humanas y ciencias puras convergen para estudiar los beneficios de aplicar mapas de conocimiento humanos a procesos cíclicos, crisis y acontecimientos en entornos locales, acudiendo a menudo a datos históricos (en literatura, pintura, archivos administrativos) cuando éstos existen por escrito, a mediciones en el entorno (sean climáticas o de carácter geológico o arqueológico), y a las propias historias y tradiciones orales de las culturas tradicionales que han habitado entornos concretos durante siglos, milenios o decenas de milenios.
La antropología ha constatado en los últimos años cómo viejas historias de pueblos tradicionales ocultan métodos de interpretación de eventos naturales interpretados como señales de desastres potenciales.
Las Islas Andamán es un archipiélago remoto del Océano Índico, administrativamente una parte de India y habitado por pueblos que migraron a las regiones costeras del subcontinente indio y el sureste asiático hace decenas de miles de años —siendo desplazados después por migraciones posteriores—.
Aprender sobre eventos de periodicidad equívoca
En una isla de este mismo archipiélago habita una tribu no contactada, los sentineleses, recientemente en la prensa mundial al acabar con la vida de un misionero estadounidense que, pese a las advertencias, había acudido a convertir al cristianismo a un grupo humano cuyo aislamiento y falta de inmunidad a enfermedades del resto del mundo pone en riesgo su supervivencia, en el caso remoto —pero que ocurre periódicamente— de la visita de un extraño que trate de alargar su visita en las playas de la isla.
John Chau, el joven misionero, murió atacado por guerreros sentineleses. Este grupo ha aprendido, desde los contactos iniciales con el exterior, el riesgo a su supervivencia que presentan estas visitas.
Quizá su explicación sobre el fenómeno diste mucho del riesgo vírico constatado por la medicina moderna (que causó, con la llegada de los europeos, muertes masivas entre la población amerindia, que carecía de inmunidad ante las enfermedades que habían evolucionado en el Viejo Mundo, tal y como explican Jared Diamond y Charles C. Mann en Armas, gérmenes y acero, y 1491: Una nueva historia de las Américas antes de Colón, respectivamente).
Un nuevo estudio confirma la hipótesis y relaciona la llegada de los europeos al Nuevo Mundo con la Pequeña Edad de Hielo.
A buen seguro, los sentineleses han desarrollado una elaborada historia mitológica que transmite oralmente el riesgo de muerte que presenta todo contacto con humanos del exterior, dado que los eventos anteriores causaron estragos en el grupo.
El cuento de Labún
Pero hay otras historias que han interesado a los antropólogos acerca de los métodos orales de transmisión de códigos de supervivencia entre los grupos de este archipiélago, quienes se habrían servido de mitos para transmitir eventos que sólo ocurren una vez cada varias generaciones.
Los moken, un grupo de las Andamán cuyo mayor contacto con el exterior los ha hecho más vulnerables a dolencias importadas que los sentineleses, han explicado la historia de Labún desde tiempos inmemoriales. Labún (traducimos fonéticamente desde el inglés «Laboon») es «la ola que engulle a la gente».
Gracias a la vieja historia, los moken sabían que primero aparecía la ola, y luego llegaba el evento traumático según el mito: un gigantesco muro de agua engullendo la orilla de la isla; según la historia, este acontecimiento tenía un sentido cosmogónico, pues el golpe de agua sobrenatural era enviado una vez cada varias generaciones para arrasar con lo impuro y demoníaco de la isla.
Los ancianos moken, encargados de transmitir la historia, explicaban cómo hacer caso a las advertencias de Labún: si alguien divisaba a la criatura acercándose con rapidez a la isla desde su guarida en el océano, debía avisar para que todos, niños, mayores y ancianos, corrieran a protegerse al interior elevado de la isla.
Sobre la Atlántida y el diluvio universal
Cuando en 2004 un tsunami procedente de Sumatra barrió las islas de Nicobar y Andamán, entre otros puntos del Índico, los pueblos indígenas de estos archipiélagos que habían escuchado las viejas historias de Labún y mitos análogos con ligeras variaciones, corrieron a protegerse a los montículos más elevados del interior.
El número de víctimas fue muy inferior en las islas que habían transmitido este mito que en el sur de Nicobar, cuya población no contaba con un método para «recordar» historias traumáticas capaz de saltarse generaciones sin necesidad de disponer de una cultura escrita.
La divulgadora científica Pam Weintraub relaciona el método de defensa a escala de civilización con que cuentan los pueblos tradicionales con el origen de algunos de los mitos fundadores de la propia cultura occidental.
Acaso el mito de la Atlántida, recuperado por Platón, es el remanente de un evento traumático inmemorial en el Mediterráneo Oriental, del mismo modo que existen referencias a una inundación catastrófica entre los ríos Tigris y Eúfrates de la fértil Sumeria, que habrían anegado la civilización del Creciente Fértil en tiempos inmemoriales.
El evento, recogido en la primera epopeya escrita conservada, el Poema de Gilgamesh, se reproduce con sospechosa similitud en el Antiguo Testamento abrahámico, transmutado en el diluvio universal.
Orientarse por una brújula interior
Hemos aprendido desde la Antigüedad a prepararnos inconscientemente, en tanto que civilizaciones, a acontecimientos traumáticos, algunos de los cuales se suceden una vez cada varias generaciones, o incluso de un modo todavía más espaciado.
La belleza poética de los relatos ancestrales no debería darnos la impresión de que su único sentido de la existencia es la mera celebración estética y catártica, sino un compendio de enseñanzas codificadas: ahora, las viejas historias y tradiciones que las acompañan, desentrañan sistemas de conservación de los recursos y de organización del trabajo que ecologistas y sociólogos se ocupan de desentrañar.
Stephen Levinson y John Haviland, profesores de antropología lingüística y psicolíngüística, respectivamente, han constatado cómo determinados grupos aborígenes australianos carecen de términos equivalentes a la dirección «derecha» o «izquierda», sino que se sirven de una interpretación del espacio como matriz tridimensional que contiene todos los puntos cardinales.
En estos pueblos, la navegación por el territorio se realiza a través de coordenadas dinámicas que asombrarían a Giordano Bruno, a Nicolás Copérnico o al propio Albert Einstein, ya que su lenguaje de dirección incluye las coordenadas con respecto al sol y a otros astros (luna y estrellas). Así, observaciones cotidianas de los pueblos de la península del cabo de York, en Queensland, toman la siguiente forma equivalente en nuestra cosmogonía occidental: «hay un insecto en tu brazo situado al noroeste».
Tú dices belugas, yo digo castores
La evolución de estas lenguas nos evoca una relación directa con el medio, tanto con los ritmos de la tierra y los astros como con nuestro propio ritmo circadiano. Un reloj interno conectado al reloj del mundo y del universo próximo. ¿Por qué nos da la sensación de que las nociones más cercanas a un hipotético origen son las más modernas y radicales? ¿Qué dice esta impresión de la evolución de nuestro modo de ver el mundo?
Henry Huntington, director de investigación sobre la evolución climática del Ártico en la organización Ocean Conservancy, cree haber hallado patrones de conocimiento en culturas ancestrales de zonas polares en Norteamérica y Eurasia, capaces de aportar valiosos detalles sobre la evolución de las precipitaciones y de la época de deshielo.
It's the first time a new coal mine has been rejected in Australia because of the potential contribution to global warming. https://t.co/xRU9QrJyQT
— Nature News & Comment (@NatureNews) February 11, 2019
Los pueblos inuit de Alaska y los sami del norte de Escandinavia conocen su entorno con una profundidad que la ciencia no puede desdeñar: mientras estudiaba cómo el calentamiento del Ártico estaba afectando a las ballenas beluga en su tránsito por la zona, Huntington decidió conversar con ancianos inuit en Alaska, los cuales parecieron cambiar de tema y empezar a hablar de otros mamíferos: los castores.
Pero los ancianos inuit seguían respondiendo a la pregunta sobre las belugas, aunque aportando partes esenciales del contexto requerido para comprender el comportamiento de los ecosistemas de la región: la población de castores había crecido hasta el punto de reducir el hábitat de cría del salmón y otros peces, lo que implicaba una reducción considerable de la principal razón de la visita de las ballenas a la zona: la abundancia de su alimento preferido.
Los pueblos tradicionales no necesitan ampliar sus estudios científicos con una tesis interdisciplinaria que despierte su sensibilidad sobre la teoría de sistemas: éstos nunca han perdido su visión holística (confirman los estudios sobre el conocimiento técnico del medio de los pueblos indígenas) de un mundo en el que las culturas evolucionan descubriendo los sutiles e intricados lazos y ritmos de la vida y los elementos.
El conocimiento que no olvidan los pueblos ancestrales
Poco a poco, aparecen canales de reconocimiento de la valiosa información que conservan los pueblos nativos que no han perdido un contacto cotidiano con sus viejos mitos y prácticas, y una nueva disciplina, el Conocimiento Ecológico Tradicional, TEK en sus siglas en inglés, expande la influencia y resultados de la «etnosfera».
Wade Davis, antropóloga de la Universidad de la Columbia Británica, define la «etnosfera» como:
«la suma total de todos los pensamientos y sueños, mitos, ideas, inspiraciones, intuiciones, traídas a la existencia por la imaginación humana desde el primer despertar de la conciencia. Es un símbolo de todo lo que tenemos, y de todo lo que podemos ser, en tanto que especie sorprendentemente inquisitiva.»
Al fin y al cabo, si bien los pueblos nativos del mundo constituyen apenas el 4% o 5% de la población mundial, éstos se sirven de al menos un cuarto de la superficie terrestre y gestionan el 11% de los bosques, contribuyendo decisivamente a mantener el 80% de la biodiversidad del planeta.
Esta constatación, cada vez más reconocida, no nos impide mantener un sentido condescendiente de la superioridad cultural con pueblos que han mantenido una estrecha relación de sostenibilidad con su territorio. Al fin y al cabo, pensamos, nuestro modelo de civilización es el más «exitoso».