Cuando cruzamos en Misisipí por uno de los puentes metálicos elevados de Baton Rouge, Luisiana, han pasado dos semanas desde nuestra llegada a Estados Unidos y hemos hecho carretera en todos y cada uno de esos días.
Hace días que el relativo cansancio ha dado paso a una sincronizada rutina donde se suceden el silencio, la música, algún podcast descargado o los poemas de T.S. Eliot recitados por él mismo (el único contenido de audio que produce quejas próximas al amotinamiento en el asiento trasero: es aburrido, dicen; acordamos una tregua con algo de música del gusto de toda la familia).
Dormimos sobre todo en moteles de carretera, a los que llegamos ya en noche cerrada después de habernos despertado en algún lugar próximo a alguna de las grabaciones concertadas (casas pequeñas, innovaciones en urbanismo, arquitectura o ahorro de recursos).
Elogio de una berlina utilitaria
El día que cruzamos el gran río de Norteamérica, cuya cuenca navegable vertebró a un país complejo donde lo nativo americano, lo afroamericano y lo europeo se entrelazan con violenta complejidad, pienso en la relativa fortuna que hemos tenido hasta el momento:
- el Toyota Camry que sustituyó a la autocaravana hecha trizas que habíamos comprado de manera remota (eso sí, a precio de saldo; moraleja) es fiable y espacioso;
- no hemos tenido un solo catarro y mantenemos la regularidad en descanso y comidas, pese a carecer de lo más parecido a una casa sobre ruedas (una autocaravana o equivalente: las temperaturas desaconsejaban aventuras en tienda de campaña con tres niños).
Según la información del salpicadero del vehículo, durante el día el termómetro se ha mantenido con consistencia por encima de los 90 grados Fahrenheit (32 grados Celsius), superando a menudo (y con holgura) los 100 grados (37).
Durante la noche, la temperatura apenas ha descendido, de modo que acabamos alegrándonos del relativo infortunio de haber descartado la opción de una autocaravana con el aire acondicionado averiado. La opción sedán-motel parece la única viable para cumplir con el itinerario y acudir a nuestras citas de trabajo y mantener, a la vez, los momentos de descanso y juego para los tres pequeños.
Cruzando el Misisipí en Baton Rouge
Desde el puente, miramos hacia el agua turbia del río y hacia Baton Rouge, localidad que dejamos atrás sin haberla explorado, pues nuestra intención es llegar en unas horas a Huntsville, en el Este de Texas, donde nos espera una grabación.
Antes hay tiempo para salir de la autopista y adentrarse en una urbanización en la otra ribera del Misisipí, donde haremos un alto para comer, grabar vídeo, tomar unas fotos y hacer un poco de Tom Sawyer: nuestros hijos no pierden oportunidad de jugar con los palos y el lodo de la orilla, mientras tras ellos desciende de vez en cuando una barcaza con productos agrarios o industriales, ocultando por un instante el gigantesco nombre escrito en la otra orilla: Baton Rouge.
Días después, cuando acabamos nuestro periplo y nos disponemos a descansar con familiares en el norte de California, leeremos sobre las protestas en esa ciudad a raíz de nuevas acciones policiales violentas que habían resultado, una vez más, en la muerte de detenidos negros.
Nos preguntamos si lo que acabamos de hacer (cruzar en coche Estados Unidos, desde Nueva Inglaterra al norte de California, pasando por varios Estados del Sur y el Suroeste, hablando con decenas de personas y acudiendo a decenas de lugares con alto grado multirracial, sin sufrir ni observar un solo altercado), es lo más parecido a un viaje en carretera en un mundo paralelo del multiverso.
El Misisipí antes y ahora
Baton Rouge no es ya, como la propia Nueva Orleans, el puerto fluvial estratégico donde se concentraban los entresijos del comercio a lo largo del Misisipí y sus tributarios, en una época en que ciudades industriales como San Luis crecían a un ritmo imparable y exportaban a todo el mundo, al ensamblar o transportar río abajo materias primas y manufacturas de las Grandes Praderas y los Grandes Lagos.
Diez horas en coche hacia el norte nos separan de San Luis, a donde no acudiremos ya que nuestro periplo seguirá hacia el Oeste, a poca distancia de la frontera mexicana, otra de las estrellas inesperadas de las infames elecciones primarias.
En un San Luis muy distinto a la deprimida ciudad actual nació T.S. Eliot, si bien sus raíces familiares en la Nueva Inglaterra puritana y su marcha a Europa, acabarían convirtiéndolo en un londinense de adopción (también en aspecto, modales, acento).
Si bien Eliot es uno de los autores nacidos a orillas del Misisipí menos susceptibles a su folclorización, pues su vida y carrera literaria se desarrollarían en una Europa trastornada por la pérdida humana y moral de la Gran Guerra, The Dry Salvages, uno de los poemas de su obra Four Quartets, empieza invocando imágenes del Misisipí, el “Dios antiguo” de su infancia, antes del Massachusetts de su primera juventud y el Londres de su vida adulta.
Referencias al gran río y a su desembocadura
Para despedirnos del río, pongo el poema; en esta ocasión, no hay quejas. Quizá es el momento de escucharlo, pienso.
Lo escuchamos en una grabación del propio Eliot, aunque recuerdo también la excelente traducción al castellano de José Emilio Pacheco; he aquí su inicio:
No sé mucho de dioses, pero creo que el río
Es un dios pardo y fuerte,
Hosco, intratable, indómito,
Paciente hasta cierto punto,
Al principio reconocido como frontera;
Útil, poco de fiar como transportador del comercio.
Después sólo un problema para los constructores de puentes.
Ya resuelto el problema
Queda casi olvidado el gran dios pardo
Por quienes viven en ciudades
–Sin embargo, es implacable siempre,
Fiel a sus estaciones y sus cóleras,
Destructor que recuerda
Cuanto prefieren olvidar los humanos.
Cuando abandonamos el chapoteo en el Misisipí, nos adentramos durante un largo rato en el paisaje pantanoso, dominado por bosques parcialmente sumergidos y carreteras elevadas sobre pilares, que acompaña al espectador en la primera temporada de True Detective (cuyo guionista, Nic Pizzolatto, había sido loado por uno de sus ejecutivos, nuestro amigo en Montclair, New Jersey, en cuya casa habíamos dormido a inicios del periplo).
En el ambiente
Desde que, a las afueras de Nueva Orleans, cambiamos la dirección preponderante del viaje, el sol abandona el lado del vehículo para situarse delante de éste cuando viajamos de día. Los pantanos y marismas de la desembocadura del Misisipí quedan atrás y se imponen de nuevo los bosques.
Un rato después, paramos para repostar; apenas lo hemos hecho en un puñado de ocasiones, pues el vehículo mantiene una media de 29,8 millas por galón (MPG), o 7,89 litros cada 100 kilómetros, lo que nos permite desplazarnos cerca de 500 millas por repostaje.
El dato no tendría más importancia si no lo estuviéramos comparando con el consumo de la Chevy Transvan Champion de 1984 y una autonomía de menos de 200 millas en carretera, lo que habría añadido coste e incertidumbre a desplazamientos en zonas a menudo poco pobladas, como las que nos esperan en los próximos días, una vez en territorio texano.
Fuera del vehículo, la temperatura es poco soportable, pero notamos cómo la humedad remite: sombra, sombrero, crema solar, hidratación y todo irá bien, pues el calor seco permite, al menos, desenvolverse en medio de una grabación o corriendo por la mañana sin la sensación de que el entorno causa narcolepsia al más puro estilo William Faulkner o primera temporada de True Detective.
Rodando como el ritmo de una canción de Johnny Cash
Tomamos conciencia de viajar hacia el Oeste cuando las grandes arboledas, tupidas de sotobosque y alimentadas con la humedad sureña, dan paso a una vegetación más árida y espaciada, similar a la mediterránea.
En las pequeñas localidades rurales, las casas de ladrillo y madera, a menudo con el pequeño porche y la planta alargada de las shotgun, las viviendas tradicionales importadas a Nueva Orleans desde Haití (y hasta el Caribe desde África) durante la época colonial, dan paso a construcciones más eclécticas, apareciendo las construcciones habituales en todo el Suroeste: las shotgun, diseñadas para afrontar la humedad caribeña, ceden terreno a la piedra y el adobe, con galerías para cobijarse en la sombra de un calor más seco.
El Este tejano muestra poca influencia arquitectónica española y las construcciones de piedra con buena inercia térmica aparente tratan de replicar un estilo texano surgido, como la comida y las costumbres de los influjos culturales de frontera, desde las primeras migraciones de colonos anglo-estadounidenses a la independencia del territorio y su posterior anexión a Estados Unidos.
De Luisiana al Este de Texas
Huntsville es una pequeña localidad del Este de Texas, históricamente “tierra de nadie” hasta que la compra de Luisiana (por la que Estados Unidos adquiría la Luisiana francesa en 1803) obligara a españoles y a estadounidenses a establecer una frontera clara, aunque despoblada en las décadas siguientes hasta que la emigración informal de colonos anglo-americanos al entonces territorio mexicano consolidara sus rutas, ranchos y núcleos de población con postas, presidio y otros servicios administrativos.
Hoy, Huntsville (que toma su nombre de la localidad homónima de Alabama, lugar de nacimiento de su primer administrador de correos) vive de los servicios carcelarios, nos explican Dan Phillips y su mujer, con quienes hemos quedado para grabar un vídeo sobre los peculiares edificios creados con todo tipo de materiales reciclados. Bajo, enjuto y con melena blanca recogida en una coleta, Dan Phillips nos recibe en una de sus construcciones, en una de las arterias de la localidad, con poco menos de 40.000 habitantes.
Nada parece distinguir a la Huntsville actual de cualquier otra pequeña localidad rural del Sur, pese al intento de los lugareños de capitalizar su pasado: una enorme estatua ejecutada con cierta pobreza técnica da la bienvenida a quienes se acercan a la localidad desde el sureste por la carretera 45.
Una visión particular de la construcción
Kirsten apuesta desde la lejanía a que se trata de Sam Houston y acierta: Houston, artífice de la Revolución texana y presidente de la República de Texas, marcó el carácter individualista texano oponiéndose en su momento a causas contra las que estaba mal visto enfrentarse debido a su apoyo entre el público, como la Guerra de Secesión. Me pregunto si habría existido un Sam Houston, de no haber existido también un Antonio López de Santa Anna, su antagonista mexicano.
Dan Phillips, que nos acompaña en su vieja camioneta a visitar dos viviendas y una casa en un árbol como ejemplos de sus construcciones, obtiene todo tipo de materiales desechados y los integra en nuevas viviendas y estructuras o en pequeñas remodelaciones, pero lo que le diferencia de cualquier otro constructor es el uso de materiales tan poco frecuentes en acabados como suelos y repisas de tapones de corcho o huesos de vaca, a menudo creando patrones orgánicos.
Phillips nos explica que sus edificios son económicos y reparables, y se ajustan al pequeño presupuesto de los habitantes de una localidad no tan próspera como otras zonas de Texas, que aparece en los últimos años como uno de los económicamente más dinámicos del país.
Aclara que cree en los beneficios empresariales y el libre mercado, así como la compatibilidad de éstos con la justicia social. Un discurso que no suena ni excéntrico ni fuera de lugar en Texas.
Houston aprende a experimentar
Al despedirnos de Phillips, volvemos un rato a la carretera, pues nuestra intención llegar a Houston, a una hora hacia el sur, para acudir a otro encuentro antes del atardecer.
En esta ocasión, nos dirigimos a un barrio tradicionalmente afroamericano de la mayor ciudad de Texas, dominado por humildes viviendas unifamiliares inspiradas todavía en el estilo shotgun (recordando la cercanía de la ciudad al Golfo de México) y elegido por un profesor de arquitectura sostenible de origen chino, Zui Ng, para construir la económica e innovadora vivienda donde reside con su mujer y su hija pequeña.
La vivienda, de dos plantas y con fachada que combina madera y acero perforados que sirven de membrana climática y de privacidad en una calle densa, ha sido bautizada por su creador Camaleón Shotgun por su versatilidad y adecuación al clima de la zona, pues combina el espacio exterior con la privacidad y el rendimiento climático, tanto con aire acondicionado como sin él, al favorecer -como las originales shotgun- las corrientes de aire que refrescan el interior en el atardecer.
Zui Ng y su familia nos detallan los entresijos de un proyecto que no sólo los implicó en diseño, sino en buena parte de la construcción: el propio Zui coordinó los trabajos y realizó personalmente muchos de los acabados para reducir al máximo el coste total sin arriesgar la inversión en estructura. Según Zui, lo estructural hay que realizarlo en el momento y sin escatimar, mientras lo supletorio puede añadirse poco a poco.
El encanto de Austin
Nos despedimos de los Ng cuando empieza a refrescar, pero no podemos permitirnos el lujo de sentarnos en la terraza y continuar con la charla: nuestra intención es conducir la mayor parte de las tres horas de trayecto hasta Austin esa misma noche, pues a primera hora de la mañana nos espera un proyecto que suscita curiosidad en nosotros, dada su aspiración a la escalabilidad a partir de un diseño modular, precisamente una de las limitaciones de las casas pequeñas y su acento en la personalización artesanal.
Jeff Wilson es el joven profesor, empresario y creativo Jeff Wilson detrás del proyecto Kasita, una microcasa modular con diseño y acabados modernos que puede cambiar de emplazamiento o instalarse en estructuras que conformarían edificios de microapartamentos: edificios, en definitiva, adaptables a sus habitantes y con un comportamiento de quita y pon (Wilson usa la expresión, más tecnológica, “plug and play”), siguiendo un concepto similar al concebido por el arquitecto metabolista japonés Kisho Kurokawa en su “torre de cápsulas” Nakagin (Tokio).
El 2 de julio a las 6.30 de la mañana, justo dos semanas después de haber iniciado el trayecto que nos llevará una semana después a destino en San Francisco, nos levantamos en un motel de las afueras de Austin. La mañana es especialmente calurosa. Después de salir a correr, ponemos rumbo a la dirección en Austin donde nos espera Wilson.
Jeff Wilson y Kasita, su microcasa modular
Cuando llegamos al solar del Este de Austin donde Wilson tiene instalado su prototipo de la microcasa modular Kasita, con tamaño y transportabilidad similar a los contenedores logísticos pero sin la inconveniencia de afrontar sus limitaciones, observamos una escena de “postal” de nuestro tiempo: un adulto alto y delgado, con sombrero tejano, gafas de pasta negras, tejanos y zapatillas deportivas, lee tranquilamente un libro en una silla de camping, aprovechando el frescor matutino que sí hace en esta parte de la ciudad.
Wilson nos saluda y es capaz de conectar con nosotros con la facilidad de un profesor universitario. Nos explica que, después de la grabación, mantendrá un encuentro con entusiastas de las casas pequeñas de todo el territorio texano.
Nos pregunta por nuestros hijos y le explico que tengo que ocuparme de ellos mientras Kirsten empieza con la entrevista. Wilson me recomienda lo que describe como un excelente lugar de desayunos tex-mex: Cenote.
Cinco minutos después, me dispongo a entrar en Cenote con mis tres hijos, realmente animados con la perspectiva de explorar un nuevo lugar y, quizá, nuevos sabores. Es un lugar de habituales, la mayoría jóvenes urbanitas, algunos de ellos hablando por teléfono, mientras otros charlan en grupo.
Un cenote en Austin
Me suena buena parte del menú escrito en tiza ante mí, pero carezco del conocimiento de cualquier estadounidense del Suroeste o de la Costa Oeste de Estados Unidos, entusiastas de la comida mexicana, así que pido unos tacos para los niños y, sin saber de qué se trata, pido para mí la palabra que más interés suscita en mi escrutinio semántico-etnológico, que aparece en lo que confundo con opciones para el desayuno.
El dependiente ante la caja, seguramente el copropietario, me mira extrañado, pero me sirve igualmente la bebida, que efectivamente lleva alcohol. Empieza fuerte por las mañanas este papá, pensaría el dependiente de Cenote. Afortunadamente, mis hijos comparten sus tacos conmigo y, media hora después, estamos de vuelta en el solar de Kasita, donde Wilson y Kirsten prosiguen con la entrevista, en la que me sumerjo desde un plano más alejado.
Kasita parte de un concepto al que parece haber llegado el momento: microespacios modulares de calidad para vivir con flexibilidad, que pueden instalarse como un equipamiento tanto en solares de propiedad como en estructuras donde se alquilaría el espacio siguiendo un modelo de pago por uso.
Objetivo: desconectar vivienda y suelo
Wilson concibe algo así como una integración de lo aprendido en servicios electrónicos en el hiperregulado mercado residencial. Horas después, partimos convencidos de que pronto habrá ideas similares compitiendo con Kasita.
Recuerdo mi propia visión de un esquema residencial modular bajo demanda similar, que sitúo en la novela de ciencia ficción El valle de las adelfas fosforescentes.
Nos despedimos de Austin con carretera por delante: nos esperan siete horas de trayecto en coche hasta llegar a Marfa, en West Texas, el territorio desértico y despoblado en la ribera norte del río Grande, olvidado y letárgico rincón fronterizo repleto de ciudades fantasma hasta que, en los años 70, el escultor neoyorquino Donald Judd decidió mudarse al pueblo, tras haber pasado por él durante sus años en el Ejército estadounidense y haberse quedado prendado de la intensidad y plasticidad de su luz y la inmensidad de su cielo, que se abre ante el visitante como una gigantesca mariposa monarca que ha mutado sus tonalidades marrones por azul intenso y sin filtro.
Una del Oeste
Quedan lejos los días de tránsito por carreteras ensombrecidas por interminables hileras arboladas; en el parque nacional de Big Bend, se impone la aridez de un territorio demasiado duro para suscitar el interés de nativos americanos y colonizadores europeos, un terreno de tránsito refrescado por el río y por alguna que otra sombra bajo algún peñasco recalentado por el sol.
Río Grande: territorio sólo apetecible para pistoleros y contrabandistas cuyas historias siguen la olvidada tradición hispana de las novelas de cordel de bandoleros. El auténtico origen del género western…
Es la segunda vez que acudimos a la zona y seguramente no será la última. En la anterior ocasión, habíamos entrevistado a los propietarios de una pequeña casa estrecha edificada en la que había sido una barbería y, con anterioridad, un pequeño callejón de la soñolienta Marfa.
Horas después de la grabación, habíamos perdido todo el trabajo realizado en una transferencia entre la tarjeta de memoria y el ordenador portátil, así que nos decidimos a recuperar lo perdido y, en esta ocasión, los hados nos respetaron.
Entre esculturas
Aprovechamos para descansar unas horas por la zona y visitar, desde distintos puntos de vista, el conjunto escultórico que Donald Judd instaló en una propiedad a las afueras de Marfa y, cargados de energía, y música, volvemos a la carretera: siete horas hasta Tucson, en Arizona, tras cruzar el Nuevo México fronterizo y experimentar un calor abrasador fuera del vehículo.
El desierto de Sonora es un mundo en sí mismo. Su influencia no sólo influyó en la decadencia de la civilización de nativos americanos Anasazi, que florecieron en su frontera norte, sino que evitó que los colonizadores españoles crearan una ruta terrestre practicable (con postas, vituallas y colonias -a partir de misiones y presidios-) hasta las prometedoras tierras de la California Nueva.
Los nativos americanos conservaron la sabiduría del estudio del entorno, hasta el punto de alimentarse -cuando era necesario- del jugo y los frutos de cactus como el saguaro y arbustos leguminosos como el mezquite, cuyo fruto se asemeja a la algarroba y, como la algarroba, puede convertirse en una harina dulzona comestible.
Tenemos la suerte de haber concertado una entrevista con Brad Lancaster, experto en sistemas integrados de recolección de agua, eficiencia energética y permacultura.
Escuchando el desierto
El propio Lancaster nos ofrecerá distintos frutos de la zona, recolectados y guardados en potes de mermelada: harina de mezquite, frutos se saguaro y una bebida refrescante de frutos de cactus; nos explica también la existencia de bebidas de cactus como la senita (musaro en México).
¿Desierto? No hay ningún territorio “desierto” si se conocen las propiedades de su clima y organismos que han evolucionado de acuerdo con sus exigencias, reflexiona Lancaster.
Su propia vivienda es un caso práctico mencionado en sus libros de recolección de agua de lluvia en un entorno aparentemente tan poco propicio como Tucson, convenciendo a las autoridades de la ciudad para que le dejaran integrar en las aceras cercanas a su vivienda ideas para que las cortas y copiosas tormentas que en ocasiones sorprenden la zona fueran aprovechadas por las plantas del vecindario.
Entre sus ideas: crear aperturas entre el pavimento asfaltado de la calle y los alcorques de árboles, así como conexiones -a través de tubos soterrados- entre alcorques y jardines domésticos, para que la abundante agua de tormenta, que aparece de repente y se pierde en escorrentía y evaporación, se aproveche al máximo.
Algo abundante, barato, transportable
Esta y otras ideas han hecho de la propiedad de Lancaster, de su patio y de la calle circundante un oasis en pleno desierto, donde florece la vegetación del desierto.
Lancaster no sólo se prestó a enseñarnos cómo ha convertido una calle y un terreno áridos en paisajismo y huerto florecientes usando agua de lluvia, sino que nos mostró su sencilla vivienda, diseñada por él mismo y acondicionada para mantener la frescura interior pese al clima del desierto.
Sin tiempo que perder, al día siguiente estábamos en Phoenix, la gran urbe de Arizona, una ciudad extensa que carece de centro urbano y con una temperatura que encontramos todavía más sofocante -incluso a primera hora de la mañana- que la propia Tucson.
En Phoenix, habíamos quedado con los responsables de la firma VRBO, que en los últimos años se han especializado en diseñar y construir pequeños complejos de apartamentos económicos sin renunciar a la experimentación: para ello, se sirven de dos contenedores logísticos High Cube (con mayor altura -2,58 metros- en una misma planta por apartamento, lo que acaba con una de las mayores limitaciones del uso residencial de contenedores reciclados: techos bajos).
Ecos
Partimos de la ciudad con el convencimiento de que el vídeo que Kirsten edite sobre nuestro encuentro con VRBO ofrecerá buenas ideas y sugerencias a quien quiera apostar por este tipo de construcción, sobre todo en entornos semi-industriales como el que el complejo residencial que visitamos (ocho unidades, apiladas en cuatro conjuntos de dos plantas, con dos apartamentos por conjunto).
Cuando conducimos hacia San Diego, California, junto a la frontera con México, tenemos la sensación de estar cada vez más cerca de California. Nuestros hijos celebran la entrada en el Estado de la Costa Oeste por todo lo alto, una vez el letrero mostrando el amarillo característico de la amapola de California ya ha quedado atrás.
Para nuestros hijos, California equivale tanto a “casa” como nuestra vivienda en Europa, donde viven dos de sus abuelos. Pero la auténtica familiaridad que convierte la llegada a California en un acontecimiento familiar exultante, sobre todo cuando todavía nos quedan dos jornadas de trayecto hasta llegar a San Francisco, es la presencia de la brisa del océano Pacífico.
El Pacífico
Siguiendo la autovía 8 hacia el Oeste, que discurre literalmente frente a la frontera entre Arizona, California y México, el exigente secarral desierto de Imperial Valley da paso a un cañón tras cuyas montañas la temperatura baja en varios grados centígrados, mientras la vegetación, todavía desértica, empieza a cambiar. La brisa -y la niebla- del Pacífico convierten a la costa del sur californiano en un lugar fresco y apacible incluso en pleno verano.
En efecto, los niños intuyen la “California” que conocen, todavía alejada varias horas hacia el norte, una vez observan la vegetación en las calles y abren la ventana del auto sin que el ambiente los abrase.
Reflexiono por un instante sobre la mirada de Juan Bautista de Anza, Junípero Serra, Gaspar de Portolà y el resto de expedicionarios españoles que, en la segunda mitad del siglo XVIII, viajaron a California siguiendo un trayecto por la costa que se convertiría, primero, en un camino hacia el norte señalado con plantas de mostaza, un viejo truco misionero en el Nuevo Mundo para no perderse antes de que lleguen los mojones de madera y, luego, los de piedra.
Caballeros fronterizos
Años después, se convertiría en el camino Real que vertebraría una red de misiones franciscanas en la zona y que todavía sigue la autopista costera californiana hacia San Francisco, en cuya bahía Juan Bautista de Anza había imaginado una nueva ciudad.
Conduciendo hasta San Francisco desde Nueva Inglaterra, nos reencontramos con una parte de los orígenes de nuestra familia. Y somos distintos: conocemos más un lugar donde, incluso en momentos de populismo e incertidumbre, siempre hay energía y actitud para aprender, mejorar, dar un paso más.
Ocho de julio de 2016. Final del trayecto costa a costa. Dejamos la carretera. Por ahora.
Hemos, de algún modo, conversado con un viejo chamán compuesto por innumerables paisajes, biografías, personas, conversaciones, percepciones. Son nuestras “enseñanzas de don Juan” particulares.