El mayor mito acerca de Silicon Valley se refiere a su irresistible cultura, insertada en el imaginario pop a través instantáneas de la contracultura de los 60 y la bandera pirata ondeando en las oficinas de la empresa de los jóvenes Jobs y Wozniak.
Otro mito: la interiorización de que hay alguna fuerza en el valle de Santa Clara que bloquea -o, mejor, previene– la incompetencia.
Cualquier relato de relaciones públicas, incluso cuando se refiere a Silicon Valley, es ante todo eso: un relato. Como en cualquier otro sitio, inversores, directivos y trabajadores del sector tecnológico en torno a San Francisco conviven a diario con la incompetencia.
Eso sí, los niveles de incompetencia de el mayor centro de innovación del mundo serían relativamente bajos, con algún que otro caso sonado de incompetencia estratégica.
Cuando todo el mundo (en una Internet minoritaria) visitaba Yahoo
Yahoo está de actualidad por haber pasado de rechazar una compra al alza en 2008 a aceptar una humillante adquisición por parte de una empresa de un sector de commodities (Verizon) en 2016.
Si Facebook es a MySpace lo que Pokémon Go es a Second Life, Yahoo carece de sustitutos solventes, ya que su modelo generalista (seguido por otros portales desaparecidos o marginales como MSN o Excite) dejó de tener sentido con la llegada de la Internet ubicua (móvil y de banda ancha), que permitía personalizar la experiencia para cada usuario.
En 1998, Yahoo no quiso comprar la entonces startup en ciernes Google por 1 millón de dólares; Google se convirtió en motor de búsqueda del portal haciéndose con el mercado de búsqueda en un par de años y creando el negocio de anuncios clasificados más lucrativo del mundo.
De no comprar Google a invertir en Alibaba
En 2002, Yahoo se dio cuenta del error estratégico y dio un ultimátum a Google: para permanecer como motor de búsqueda en Yahoo, debían aceptar una compra amistosa por 3.000 millones de dólares; en Google habrían aceptado por 5.000 millones, pero Yahoo se niega. A estas alturas, Google no necesita a Yahoo y su motor de búsqueda es el servicio más lucrativo de Internet.
Paralelamente, el éxito de productos como el correo, los grupos, el correo o la mensajería -así como la compra de productos prometedores, como Delicious o MyBlogLog- no sirvió de germen de las redes sociales.
Yahoo llega a trompicones hasta 2008, incapaz de adaptarse a una nueva era que supera los servicios generalistas y se centra en la Internet personalizada (web 2.0). Steve Ballmer, demostrando una vez más su peculiar visión estratégica, ordena una opa hostil para que Microsoft se haga con Yahoo! (y de paso, con el 40% de Alibaba y una sólida presencia en Japón).
La empresa que pudo ser Google, Facebook e Instagram (conjuntamente)
El precio que Ballmer está dispuesto a pagar en 2008: 44.000 millones de dólares. Yahoo se niega. El cofundador de la firma, Jerry Yang, no logra convertirla en una empresa de servicios capaz de competir con Google, Amazon o Facebook, pese a productos tan sólidos como Flickr, Tumblr, Yahoo Finance o Yahoo Mail (la alternativa a Hotmail hasta la llegada de Gmail).
Yang se va en enero de 2008, con el único gran acierto de invertir en Alibaba antes de que Silicon Valley conociera el potencial de la firma china. El fichaje de Marissa Mayer (procedente de Google) tampoco frena el declive y, finalmente, Verizon logra hacerse con la empresa por 4.600 millones de dólares en el verano de 2016.
Para deshacerse de Marissa Mayer, la Yahoo adquirida por Verizon tendrá que pagar una compensación de 57 millones de dólares a la ejecutiva.
El arte de gestionar riesgo a largo plazo
Otras empresas de menor preeminencia han sido incapaces de consolidarse, a menudo despilfarrando inversiones, pasando de potenciales “unicornios” (una firma con una valuación estimada de al menos 1.000 millones de dólares), a proyectos fallidos o adquiridos a precio de saldo, mientras otras (por ejemplo, Twitter) conviven con legendarias luchas internas en su dirección, bloqueando de paso cualquier opción de convertirse en el próximo Facebook.
La ausencia de olfato estratégico en Yahoo contrasta con los no menos legendarios ejercicios de valentía y gestión del riesgo en mercados inexistentes o dominados por otros. Sirven como ejemplo:
- el regreso de Steve Jobs a Apple en 1997 (con asistencia anímica y económica de su presunto archirrival, Bill Gates);
- la personalidad y consistencia de Jeff Bezos, que pasó de oír en los 90 que Amazon apenas lograba beneficios a convertirse en la primera tienda del mundo, crear los servicios en la nube Amazon Web Services e impulsar mercados como el libro electrónico;
- la paciencia estratégica de Mark Zuckerberg para evitar una venta fácil de Facebook a numerosos interesados (Google y Microsoft entre ellos), comprar Instagram o WhatsApp y convertir la red social en otro gigante con varios productos entre los más usados del mundo (y una preocupante capacidad de influencia sobre el diálogo público y la prensa);
- o la sólida visión estratégica de Elon Musk en todo lo que ha intentado en serio desde su salida de Paypal, incluyendo Tesla (con sus como mínimo “ambiciosos” nuevos planes) y SpaceX (un proyecto no menos ambicioso que podría iniciar la conquista comercial del espacio).
GoogleX y sus “moonshots” (proyectos a largo plazo)
Silicon Valley facilita el acceso al capital y la experimentación desde los primeros estadios de desarrollo de una idea, con manidas -y recordadas- historias de firmas nacidas en garajes, en departamentos universitarios y en encuentros no planeados de emprendedores e inversores.
Pero ni siquiera las mentes más brillantes del valle de Santa Clara (o los procesos de aprendizaje de máquinas que asisten en cada vez más decisiones) son capaces de pronosticar si una empresa prometedora será la próxima Yahoo! o Google, o si alguna de las apuestas experimentales de GoogleX, la división de I+D+i de Alphabet, logrará o no proyectos capaces de redefinir industrias (como Elon Musk lo pretende en dos sectores: el automovilístico y el espacial).
Hay más ejemplos sonados de buena gestión estratégica y del riesgo en Silicon Valley, y muchos de sus productos han acelerado antiguos procesos e inventado nuevos procesos, con la promesa de aumentar nuestra capacidad (cognitiva, física, etc.).
Para progresar hay que probar (y fallar continuamente)
Lo que más cuesta comprender a prensa y opinión pública sobre las firmas más innovadoras del mundo tecnológico es su capacidad para mejorar procesos y productos usando la mejor herramienta al alcance del progreso humano (según el filósofo Karl Popper y el físico David Deutsch, entre otros): mejorar fallando (o explorar y pulir conjeturas/ideas con un proceso de ensayo y error que nunca acaba).
Las apuestas más arriesgadas y lucrativas, según Jeff Bezos, van acompañadas de fracasos cuyo tamaño e impacto es proporcional a su ambición, y Amazon se ha propuesto, según su fundador, grandes fallos, porque ello implica que la firma seguirá intentando crear nuevos procesos, productos e industrias enteras.
Arriesgarse y perder no forma parte de la mala gestión, sino que puede ser también la parte esencial del éxito que no aparece destacada en los informes para inversores y accionistas o en la prensa, encargada del relato (como supo reconocer Steve Jobs y explicar a un incrédulo empleado de NeXT en la cafetería de la entonces compañía de Jobs).
De Google Glass a Pokémon Go
O dicho por Jorge Luis Borges en su particular versión del riesgo y de la relación de éste con la experiencia y el conocimiento humanos:
“Si hay un destino que no deseo es el de no correr ningún peligro.”
Para lograr éxitos como Amazon Web Services, Kindle o el asistente doméstico Echo, la empresa ha asumido fracasos igualmente sonados, como Fire, su teléfono inteligente, o su sistema de pago para competir con Paypal.
Larry Page y Sergei Brin tampoco quieren convertirse en un gigante incapaz de adaptarse a nuevos retos, y GoogleX trastea con asistentes digitales (Google Glass llegó quizá demasiado pronto, pero Pokémon Go muestra su potencial) o vehículos capaces de crear sectores inexistentes (desde coches voladores al equivalente a mochilas a reacción).
Orígenes del concepto “realidad aumentada”
Expertos en el devenir tecnológico de industrias surgidas en las últimas décadas (informática personal, Internet, servicios web, etc.), como el editor y conferenciante Tim O’Reilly (quien acuñó en su momento el manido término “web 2.0”), creen que la automatización, el proceso masivo y el aprendizaje de máquinas no reemplazarán a las personas, sino que aumentarán sus capacidades.
El concepto de “realidad aumentada” es una vieja promesa del mundo tecnológico, con origen en la intersección entre contracultura, industria militar e inversión tecnológica en los inicios de Silicon Valley, cuando Timothy Leary, Ken Kesey o Stewart Brand (Merry Pranksters, Whole Earth Catalog) trasteaban con modos de “aumentar” la experiencia y percepción humanas.
John Markoff explica estos años en What the Dormouse Said, mientras The Guardian recupera en un artículo reciente el papel de Brand en los inicios del mundo techie, entre DIY (código abierto, Homebrew Computer Club) y emprendedor.
¿Un marco ético para los algoritmos antes de que se autorrepliquen?
La informática personal y la programación orientada a objetos fueron los primeros peldaños de este desarrollo, pero -a juicio de Kevin Kelly, colaborador de Stewart Brand y posterior cofundador de la revista Wired– la simbiosis no facilitó auténticos avances hasta que se combinaron ordenador personal y módem para crear Internet.
Quizá ha llegado el momento para crear interfaces que respondan a la promesa de “aumentar” radicalmente las capacidades humanas, pues la opinión pública parece dispuesta a aceptar los beneficios prometidos que podrían aportar: una encuesta de Pew Research muestra cómo la mitad de la población estadounidense cree que en las próximas 5 décadas:
- el trasplante e implante de órganos artificiales en humanos será rutinario;
- habrá cura y/o antídoto para la mayoría de cánceres;
- el implante de chips en nuestro cuerpo será rutinario;
- sensores implantados controlarán constantes vitales y medicación cuando sea necesario;
- la manipulación genética evitará la mayoría de enfermedades congénitas y malformaciones de nacimiento.
El riesgo de estas y otras innovaciones preocupa a Elon Musk y otras personalidades de Silicon Valley (Sam Altman, de Y Combinator, o Amazon Web Services), que creen que la inteligencia artificial necesitará supervisión humana y protocolos para crear máquinas con un marco ético. Para lograrlo, Musk aboga por OpenAI, organización que promueve algoritmos de código abierto.
Confundir las buenas ideas con “soluciones para todo”
Pero, ¿hasta qué punto Silicon Valley ha logrado “aumentar” realmente las capacidades humanas y qué avances son más bien un exponente de “solucionismo”, resolución superficial de “problemas” apretando un botón o usando éste o aquél servicio web?
La idea de que un poco de tecnología puede arreglarlo todo (la actitud de usar éste o aquél servicio, o usar ésta o aquella aplicación, para solventar cualquier problema), o el concepto de que cualquier servicio descrito como “abierto”, “transformador” o “innovador” lo sea por el mero hecho de nacer en Silicon Valley (o recibir capital riesgo de alguna firma de la zona, o saltarse cualquier regulación regional o estatal) no garantiza la utilidad, credibilidad o buenas intenciones de una compañía o servicio.
El relato entre libertario, progresista y altruista de Silicon Valley no sirve para todas sus personalidades o empresas: ni Peter Thiel se comporta como un libertario (apoyando explícitamente al candidato republicano más intervencionista e inconsistente que se recuerda), ni Uber beneficia tanto al mundo como se pretende (aunque su sólida marca le permita recibir inversiones de lugares como Arabia Saudí, donde las mujeres no pueden conducir -“detalle” que no parece importar a ningún usuario ni inversor de la compañía-).
Cosas que importan
La indiscutible fuerza positiva de muchos servicios surgidos en el valle de Santa Clara, acelerando procesos y conectando al mundo para permitir a cada vez más gente acceder a información y servicios incluso en entornos de falta de infraestructuras y libertades básicas (un ejemplo: África crea -y lidera- muchas innovaciones en telefonía móvil, como las transacciones seguras sin intermediarios), no oculta las limitaciones y medias verdades del gran relato del valle.
El propio Tim O’Reilly ha insistido en los últimos años que hay demasiado dinero y talento invertido en mejoras relativas o anodinas.
En 2009, O’Reilly escribía: “trabaja en cosas que importen”).
Siete años después, ¿hay más apuestas tecnológicas para solucionar grandes problemas -empleo, vivienda, deuda estudiantil, etc.-? Y las tan loadas “disrupciones” de sectores y servicios tradicionales, ¿mejoran la calidad de vida de las personas cuando aceleran la separación de productos que hasta ahora funcionaban?
Neil Young escuchando música
Si preguntamos a Neil Young acerca de la calidad de la experiencia musical filtrada por los ineludibles algoritmos digitales de la música comprimida, nos dirá que la música ya no suena tan bien (y, por eso, él se limita a formatos no comprimidos y en soporte físico: como protesta y, sobre todo, porque se lo puede permitir).
La protesta de Neil Young no es una pataleta de bebé, y puede extenderse a otros servicios que, al reducir su coste marginal y acercarse éste a cero (recuerda Chris Anderson en un ensayo), experimentan una reducción de su calidad.
Cuando tratamos de mejorar algo, ¿es necesario empezar desde cero en cada ocasión? O -escribe Allison Arieff en un artículo para The New York Times– ¿necesitamos de verdad una aplicación que nos permita preparar el café desde cualquier lugar? ¿O pagarlo antes de tener que recogerlo en la tienda?
Servicios anodinos en un entorno autocomplaciente
Allison Arieff escribe:
“Cada día, empresas innovadoras prometen hacer del mundo un lugar mejor. ¿Lo están consiguiendo?
He aquí una muestra de los productos, aplicaciones y servicios que se han cruzado en mi radar durante las últimas semanas:
Un servicio que envía a alguien a llenar de gasolina el depósito de tu vehículo.
Un servicio que envía a un aparcacoches en motocicleta a tu localización, estés donde estés, para aparcar tu coche.
Un servicio que grabará cualquier cosa que desees con un dron.
Y así hasta 18 ejemplos de servicios web y aplicaciones multiplataforma que pretenden hacer más cómodo algún proceso que no mejoran, evitan o reemplazan.
De querer arreglarlo todo a rizar el rizo
El relato, alimentado con aciertos empresariales y su cobertura en la prensa, de que Silicon Valley atrae cada vez más talento y capital gracias a nuevos avances, patentes e invenciones tiene algún que otro pero: la mayoría de nuevas ideas son pequeñas mejoras incrementales de modelos de negocio ya existentes, y la mayoría se centra en un público específico y minoritario.
Arieff bromea:
“como un colega cubriendo tecnología me explicaba recientemente, para la mayoría de la gente trabajando en este tipo de proyectos, el objetivo es básicamente proveerse ellos mismos de todo lo que sus madres ya no hacen por ellos.”
El riesgo estriba en la parte cierta de la ocurrencia. Un alto porcentaje de estas nuevas ideas satisface necesidades superficiales que apenas son mejoradas con el nuevo golpe de tuerca, y ponen su acento en el supuesto confort y gratificación instantánea (satisfacer necesidades inmediatas en detrimento de objetivos a largo plazo) que lograrían.
Los departamentos de prensa de varias compañías de bandera en Silicon Valley empiezan a tomar nota del sarcasmo con que la cultura popular, desde la serie de HBO Silicon Valley a comentarios de usuarios en la prensa y las redes sociales, empieza a tomarse las grandes frases de los expertos en el relato optimista de Silicon Valley.
Lo que es capaz de transformar el mundo no presume de ello
Así que estos departamentos de prensa explican a los trabajadores que se dejen de frases grandilocuentes del estilo “Estamos haciendo del mundo un lugar mejor”.
Porque –prosigue Allison Arieff-:
“Cuando todo se define como ‘capaz de transformar el mundo’, ¿queda algo que de verdad lo sea?”
El primer paso es importante: dejar de comparar un servicio que entregue a domicilio cepillos de dientes innovadores en algo comparable a un avance digno de un premio Nobel, escribe la periodista de The New York Times.
Pero el primer paso no lo es todo: más que aportar innovaciones que nadie necesita, reflexiona, ¿qué pasaría si recursos y talento similares sirvieran para mejorar el día a día de grupos de población que con “la desgracia de no ser suficientemente interesantes”? O lucrativos.
El “hacker” que lo “hackee”, buen “hackeador” será
Un nuevo ensayo de Jessica Helfand, Design: The Invention of Desire, reflexiona sobre uno de los conceptos clave de la cultura en torno a la que gira Silicon Valley: “hackear”, cuyo significado original es cortar, rajar, romper; profundiza en la creencia de que nada merece ser conservado y todo requiere arreglo.
En efecto, el software -basado en código- siempre puede mejorarse, pulirse. Pero no así muchos productos y servicios de ese mundo cada vez más “desmaterializado”, a medida que -en palabras de Marc Andreessen-, “el software se come el mundo.”
¿Estamos arreglando las cosas correctas? ¿Estamos “hackeando” las cosas incorrectas? La periodista de The New York Times cree que la búsqueda de la siguiente innovación carece de ingredientes necesarios como empatía, humildad, compasión, conciencia.
El modelo de innovación de Silicon Valley (poner siempre en entredicho lo que diga el “establishment”, transformar antes que valorar, mejorar servicios aunque los actuales funcionen correctamente, etc.) coincidiría, en muchos aspectos, con el discurso público que se ha impuesto en las primarias estadounidenses, dice Arieff:
“Una desconfianza en las instituciones combinada con una insolente confianza en el propio juicio que descarta como posibles soluciones arreglar, reparar o mejorar, y las empuja a la destrucción por su propio bien. (¿No suena como cierto candidato presidencial? ¿O como ‘Brexit’?”
Los problemas que a nadie interesan
Mientras tanto, recuerda el artículo, San Francisco padece una severa crisis de la vivienda debido al éxito económico de una parte de la población y a la incapacidad de la ciudad (y de Silicon Valley) para flexibilizar regulaciones y proporcionar más vivienda como parte de una realidad compleja que requeriría distintos tipos de innovación.
San Francisco, donde la disparidad de ingresos entre ricos y pobres ha crecido con mayor rapidez que en cualquier otro lugar de Estados Unidos y muchos ciudadanos gastan auténticas fortunas para que sus hijos acudan a escuelas privadas, estigmatizando a los niños que acuden a la escuela pública, o donde el sueldo anual familiar necesario para comprar una vivienda media asciende a 254.000 dólares.
Para poner las cosas en perspectiva: una familia con 4 miembros viviendo en Silicon Valley con ingresos de 80.000 dólares al año es considerada oficialmente “de bajos ingresos”, debido al coste astronómico de vivienda, educación o servicios sanitarios.
La semántica de Silicon Valley
Por no hablar de otras deficiencias en una de las regiones más prósperas del planeta, que no han atraído, de momento, a tanto talento de la zona para lograr soluciones: los atascos, la cultura del “no en mi patio trasero” (NIMBY), o los problemas endémicos de pobreza y marginalidad en localidades como East Palo Alto y Oakland, sin olvidar la polémica de los sin techo.
Como recordaba recientemente una entrada publicada en Hacker News con innumerables comentarios, abundan las “cosas rotas” sin arreglo fácil aparente o posible, pero ¿no es esta la especialidad de la perseverante ingenuidad y optimismo que han propulsado Silicon Valley?
Los problemas cotidianos de Silicon Valley no ensombrecen su posición como centro innovador mundial: lejos de decaer, la zona atrae un cada vez mayor porcentaje de la inversión tecnológica; a medida que sectores como el automovilístico integran software más sofisticado, las principales marcas invierten más recursos en sus centros de I+D+i en torno a San Francisco.
Y, si bien abundan los servicios que pretenden mejorar pequeños aspectos cotidianos de un pequeño porcentaje de la población, tal y como muestra Allison Arieff con sus frívolos ejemplos, otras firmas crean o transforman sectores, abriéndose paso pese a la presión de regulaciones y viejos procesos.
Motivaciones
Firmas como Stripe, fundada por dos hermanos irlandeses afincados en San Francisco, arriesgan su talento en servicios como Atlas, que facilita algo tan esencial como la creación de una empresa legal que pueda enviar y recibir pagos de usuarios de todo el mundo, sin importar el lugar de procedencia del emprendedor, que en un par de pasos crea una compañía con sede en Estados Unidos preparada para operar sin trabas.
Lo que ofrece Stripe no parece tan esencial desde el punto de vista europeo o estadounidense, pero millones de personas con ideas y domicilio en otras regiones no tienen la suerte de contar con un marco regulatorio y jurídico mínimamente efectivo y confiable.
La ingenuidad con mayúsculas también está presente en emprendedores como Elon Musk, que responde sin ponerse nervioso a las críticas recibidas por revelar planes “demasiado ambiciosos” para su firma de coches eléctricos Tesla, que entraría dentro de un plan para generar y almacenar renovables al margen de combustibles fósiles.
Elon Musk:
“Honestamente, no me interesan demasiado los negocios. Por descontado que éstos no son mi primera motivación.”
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