No hay nada más evocador para dormitar con cierta lucidez (lo que puede resultar algo contradictorio para algunos) que realizar un viaje proustiano a esos momentos de la infancia en que corremos por el campo sin noción del tiempo ni más preocupación que atrapar insectos, perseguir algún que otro diente de león y recolectar alguna que otra rama caída para erigir una eventual cabaña.
Dicho de otro modo: es normal que Platero y yo guste más a los padres que leen que a los hijos que escuchan.
Con el tiempo, nuestra percepción del paisaje muta y los matices que se acumulan hasta el infinito en los primeros años (humedad, insectos, intuición sobre la presencia de millones de esporas en el ambiente, formas y características de plantas y flores) parecen desaparecer y, a la vez, emergen las nociones de «paisaje» y «tiempo», con un fuerte carácter cultural.
Pocas obras literarias son tan imposibles de trasladar a un lenguaje tan distinto como el audiovisual como En busca del tiempo perdido, con sus telescópicos recuerdos introspectivos. En 2016, BBC One nos sorprendió con la serie de 6 episodios sobre una de esas obras imposibles de trasladar con cierto rigor y éxito: Guerra y paz de Lev Tolstói.
El final de la adaptación televisiva de Guerra y Paz
Merece la pena volver a las imágenes de apertura y cierre de cada uno de los capítulos, auténticos retablos en movimiento que evocan el escenario de alguna de las escenas clave de cada capítulo. El cierre del último capítulo nos envía a una escena familiar en el campo, en uno de esos días de estío que se celebran en el norte después de un invierno especialmente triste y exigente.
En la imagen sobre la escena familiar en torno a una mesa en el prado de una era, que tiene lugar años después de la campaña napoleónica en Rusia y sus efectos devastadores sobre la vida de los protagonistas del libro, la serie de BBC regala al público de la serie (al menos, al que no ha leído el libro) un final más simple y directo. Un final, claro, más feliz y resultón que el final abierto y filosófico de Tolstói.
En la escena de campiña observamos —como todos lo hemos hecho de niños— un prado donde la vida celebra su ajetreo: insectos, flores, polen, viento y luz… Los supervivientes a años de decepciones, contradicciones y pérdidas crueles, Pierre y Natasha, han encontrado la felicidad acomodaticia de una relación tranquila, construida desde la amistad y el respeto mutuo para materializarse en una primera madurez con descendencia y cierto optimismo en lo que depare el futuro.
Por alguna razón, hay para nosotros pocas imágenes tan evocadoras y llenas de esperanza como la intuición de las posibilidades de la vida observando el mundo en medio de un prado en la plena efervescencia del avance primaveral y el inicio del verano. Después de la muerte de la guerra, llega el pálpito de la naturaleza.
Sustituir esporas y polen por microplásticos
Todo bien hasta aquí. La serie funciona, sin llegar a la altura evocadora de las escenas de infancia de Proust. Pero, ¿qué ocurre con nuestras memorias de infancia si dejamos de tener acceso a un contacto con la naturaleza de proximidad tan rico y lleno de matices como el que muchos recordamos?
La disminución del número de especies y cantidad de insectos que han observado diversos estudios es interpretada por los científicos como un testimonio en tiempo real del estrés al que el Antropoceno somete a los ecosistemas.
La pérdida de ecosistemas, el cambio de patrones climáticos y el uso de plaguicidas tienen un rol en este fenómeno, que afecta también a los principales polinizadores naturales, incluyendo la abeja melífera, que experimenta el fenómeno conocido como el problema de colapso de colonias.
Otras especies especialmente sensibles a los cambios en ecosistemas y niveles de CO2 atmosférico, como los anfibios, experimentan su mayor retroceso en climas de transición como el mediterráneo, en los que la pérdida de humedales y el aumento de las temperaturas derivarán en la expansión de patógenos como hongos específicos que atacan a anfibios endémicos de regiones como la Península Ibérica.
Se acumulan los síntomas palpables de la actividad humana hasta en los escasos santuarios de regiones ecológicas como los Pirineos: al fenómeno de los microplásticos en los océanos, así como al surgimiento de un nuevo material derivado de la erosión de este material y su combinación en el entorno con otras sustancias (para crear un nuevo mineral, en este caso artificial, el plastiglomerado), se une ahora un nuevo tipo de «polen» del Antropoceno, los microplásticos en el aire.
El plástico que ingerimos
El New York Times dedicaba no hace mucho tiempo un entretenido y bien redactado artículo a… la purpurina más fina, el tipo que más brilla y es más difícil de identificar con un único color.
El artículo nos acerca al secretismo de Glitterex, la firma que la produce en Nueva Jersey, no lejos, si bien nos vienen a la mente las veladas regadas con purpurina de las películas estadounidenses de serie B sobre festividades navideñas, o los excesos estilísticos de la pandilla de Fiebre del sábado noche (1977), que imaginamos con purpurina en cabello, vestimenta y contexto inmediato.
La «fórmula de la Coca-Cola» de que presume Glitterex para producir la mejor y más fina purpurina quizá dé para una lectura entretenida en el New York Times. De la pieza, firmada por Caity Weaver, tenemos que quedarnos —además de con el interesante reportaje fotográfico que la acompaña— con los últimos párrafos, que mencionan de soslayo el impacto medioambiental del material.
Debido a las dimensiones de cada partícula de purpurina, el material es considerado por NOA, la administración oceánica y atmosférica de Estados Unidos, como un microplástico, o sustancia susceptible de acabar en el medio ambiente, con efectos sobre la vida terrestre y acuática.
Bolsas y embalajes de plástico y derivados, lentes de contacto de usar y tirar y restos de juguetes y de todo tipo de bienes de consumo conforman las diminutas unidades no biodegradables de microplástico, hoy presentes en el aire, el mar y la cadena trófica.
Averiguando los efectos del plástico más diminuto
Desde la cerveza a nuestros propios restos fecales, los microplásticos son hoy ubicuos. Así lo atestigua un estudio de la Universidad Médica de Viena y la Agencia Medioambiental de Austria.
Los microplásticos en el pescado se han convertido en un riesgo para la salud. Las campañas medioambientales nos han ofrecido hasta ahora imágenes dramáticas, tales como tortugas muriendo atragantadas al confundir bolsas de plástico con medusas.
Pero los microplásticos en el organismo del pescado ingerido pueden convertirse en un riesgo para la salud: el ecotoxicólogo Mark Browne, autor del primer estudio (2008) que demostraba que no todos los microplásticos pasan por el organismo de los vertebrados sin afectar la salud, estipula que estas partículas pueden dañar físicamente órganos internos y emitir sustancias químicas tóxicas al contacto con los ácidos del estómago.
En Madrid, el equipo del ecotoxicólogo Marco Vighi, del Instituto del Agua en el IMDEA, estudia los efectos de los polímeros de plástico descompuestos y sustancias como pesticidas tienen sobre el organismo y, en concreto, el sistema hepático.
Procedencia de los microplásticos
Desde la arena de las playas al el viento lleno de esporas y dientes de león que recordamos de nuestros días de infancia en prados primaverales, la «purpurina» plástica cambia nuestro medio ambiente y tendrá efectos sobre insectos —que no han evolucionado para distinguir restos plásticos diminutos de esporas o polen— y, potencialmente, sobre la salud del resto de animales marinos y terrestres.
El microplástico de los océanos procede, por este orden, de textiles sintéticos expulsados durante el lavado de ropa (35%), neumáticos (28%), partículas en suspensión de entornos urbanos (24%), marcas viales degradadas (7%), protección contra el óxido en navíos (3,7%), productos de higiene personal (2%) y bolas de resina de plástico usadas para producir polímeros (0,3% del total de microplásticos en los océanos).
Las corrientes atmosféricas expanden microplásticos hasta el último rincón oceánico y terrestre del planeta, y no deberíamos celebrar este fenómeno como una fiesta. Si necesitábamos alguna otra razón para preguntarnos el porqué de producir partículas brillantes no biodegradables sin más utilidad que su daño medioambiental, su expansión es la gota que debería colmar la paciencia de la población y los reguladores.
Purpurina atmosférica en medio de los Pirineos
Hasta hace poco, la polución por plástico en poco afectados por la polución, como los valles más inaccesibles de los Pirineos, se centraba en los restos de basura abandonados por los visitantes. Un estudio más profundo arroja conclusiones más preocupantes.
La investigadora Deonie Allen, del Laboratorio de Ecología Funcional (EcoLab) de Toulouse, ha publicado un estudio en Nature Geoscience que corrobora el transporte atmosférico de microplástico hasta zonas elevadas del interior pirenaico como la región de Vicdessos, en el Parque Regional de los Pirineos de Ariège (la zona francesa de la ecoregión que se extiende hasta el Parc Nacional d’Aigüestortes i Estany de Sant Maurici, al otro lado de la frontera).
El estudio de Deonie Allen explica cómo la purpurina cae literalmente del cielo en los valles del Pirineo interior. Es un estudio pionero de otros tantos que llegarán sobre el impacto de los microplásticos en océanos, territorio y cadena trófica.
Un mundo diseñado sin tener en cuenta el día después
La revista Scientific American se hace eco del estudio del microplástico en los Pirineos titulando poéticamente: los microplásticos «are blowing in the wind».
Dadas las dificultades para contener el abocamiento de bolsas y grandes residuos plásticos en ciudades, zonas periurbanas y océanos, la batalla de los microplásticos requerirá altas dosis de paciencia, ingenuidad y, quizá, suerte. Acaso el futuro nos depare tecnologías inocuas que aceleren su descomposición.
De momento, deberemos ocuparnos de ofrecer a nuestros hijos la oportunidad de disfrutar por sí mismos de la frenética actividad de la vida en un prado que se despierta a los meses cálidos. En ese prado, el polen, las esporas y los dientes de león están todavía presentes. La purpurina no es necesaria.