En los últimos años de su vida, el filósofo francés Gaston Bachelard cultivó una imagen amable y que hoy catalogaríamos de mediática: concedía largas entrevistas radiofónicas y posaba para la cámara con una larga barba blanca y la mirada tierna del abuelo que sabe explicar buenas historias junto al fuego.
Bachelard dedicó su carrera a explorar nuestra manera de ver el mundo y nuestra capacidad para observar las cosas con un velo particular: con el idealismo voluntarista del pensamiento científico (que no es una actitud innata, insistía Bachelard, sino adquirida con esfuerzo), y con el mundo de lo onírico que emerge cuando nuestra mente se adentra en la divagación de sobremesa, en la ensoñación o —de manera más profunda— en el sueño.
Estudioso de la filosofía de la ciencia y del mundo de la poética (con sus símbolos y artefactos fantásticos y simbólicos, próximos al subconsciente y a la experiencia multisensorial), Gaston Bachelard reflexionó sobre el periplo del ser humano en las sociedades tecnificadas contemporáneas.
Mientras somos niños, reflexionaba Bachelard, nuestra experiencia es indisoluble de lo que nos rodea y no existe una frontera definida y cortante entre el individuo y el mundo. La educación se ha convertido en un proceso de condicionamiento cognitivo y cultural que construye no sólo al individuo, sino que configura la conciencia de uno mismo en tanto que entidad aislada y autónoma, capaz de considerar lo observado como algo que existe más allá de uno mismo.
Dos estados de aspiración cognitiva: pensamiento onírico y científico
El estudio de la filosofía de la ciencia no está tan alejado del estudio del sueño y el mundo onírico, tan asociados a la poesía y a los mundos fantásticos de los mitos fundacionales de la literatura y de los arquetipos filosóficos: la investigación científica requiere un rigor y una liturgia exigentes, que surgen de la voluntad de perseguir un ideal razonado a partir de conjeturas.
Tanto el pensamiento científico como las matemáticas aspiran a entrar en el mundo de la razón pura que, por inalcanzable e ilusorio, fue matizado por pensadores idealistas como Immanuel Kant. Del mismo modo, las grandes intuiciones —también las científicas— parten a menudo de experiencias oníricas e imágenes propias de la alucinación y, por tanto, tan inalcanzables e ilusorias como el propio pensamiento científico.
Para Bachelard, tanto el rigor que exige el pensamiento como el contexto y predisposición que demanda el sueño (y la poesía, o la música) se alejan del estado de espíritu convencional, dominado por las preocupaciones cotidianas y las interacciones ajenas a todo esfuerzo de «elevación» (sea el pensar científico o la poética).
Dicho esto, entendemos mejor por qué el idealismo crítico de Kant y el vitalismo onírico de Nietzsche son dos referencias fundamentales para este filósofo de la ciencia.
Cómo se llega a ser lo que se es
Bachelard reivindicará la sensación de vértigo que experimenta el creador cuando, ya sea para formular alguna tesis científica o para reflexionar sobre símbolos, parábolas e ideas abstractas, se sitúa a la luz de la lámpara de escritorio, frente a una hoja en blanco y a una pluma.
Como estudioso del simbolismo de la poesía y de los sueños, tan unidos al subconsciente, Gaston Bachelard reflexionará sobre:
«la renovación de la ensoñación del soñador a partir de la contemplación de una llama solitaria».
La cálida y tenue llama de una candela sobre un escritorio forma parte de un rito personal, pero que intuimos que ha sido realizado por otros desde los inicios: el esfuerzo de ausentarse por un momento del confort de lo cotidiano y tratar de afrontar el mundo interior de la evocación y las ideas. Esta voluntad de crear, de trascender aunque sea un instante, colma nuestra existencia de sentido.
A diferencia del fuego del hogar, asociado a la vida en familia, a la infancia y al confort de mecerse en las historias, tareas y preocupaciones de los mayores, la luz tenue que acompaña al creador en el escritorio es una llamada exigente que puede elegir tanto el idealismo racional como el onirismo de la poética (Nietzsche trata de mencionar lo que se escapa de lo racional, por lúcido e intraducible, realizando un esfuerzo filosófico a través de la poética, mediante el uso de parábolas en Aurora, Así habló Zaratustra o Ecce homo).
El agua de los sueños
Existe, según Gaston Bachelard, una lógica del imaginario, una simbología que si bien no es reductible al estudio diseccionado a través de artilugios reduccionistas como el psicoanálisis, sí obedece a un universo fantástico personal en el que nuestra conciencia se concede la libertad de permitir lo inverosímil.
J.G. Ballard speaking in 1976 (!) pic.twitter.com/rq3mSTReAw
— Alan Finlayson (@ProfAFinlayson) May 13, 2019
Cuando divagamos o soñamos, nos dedicamos a una «contemplación» en la que tenemos licencia para entrar en estados similares a los experimentados por los chamanes de sociedades tradicionales cuando se ayudan de sustancias alucinógenas para entrar en estado de trance. Bachelard:
«Si tuviera que aconsejar a una mente cansada, le diría: ¡ves a profundizar en tus sueños! ¡Trata de dormir bien! ¡Y la mejor manera de dormir bien es tener sueños acuáticos!»
Bachelard recurre al simbolismo del agua como elemento uniforme y envolvente, de carácter íntimo y femenino, distinto al militantismo de la poesía del fuego y de la tierra. El onirismo emplea el agua como aroma de la existencia, pero también un elemento en constante transformación que evoca las reflexiones presocráticas sobre la transitoriedad de la existencia.
Cuando el filósofo francés llegó incluso a recomendar departamentos de la ensoñación en las instituciones y empresas, no bromeaba: para él, el sueño (que no equivale a «dormir», sino que implica también una experiencia onírica venturosa y reparadora, algo así como si contáramos con nuestro propio «modo chamán») es indispensable de la condición humana y necesario para reconocernos y afrontar una parte de nosotros.
La modernidad de un grabado
La capacidad de ensoñación y la calidad del pensamiento abstracto (el literario, el científico) son, en definitiva, vasos comunicantes a los que se llega abandonando el estado «despierto» de la conciencia, que a menudo se aleja de la semántica de «lúcido». Los auténticos «despiertos» —léase lúcidos—, reflexionarán Cervantes y Calderón entre otros, quizá sean los que han aprendido a soñar.
El filósofo, el científico y el poeta son derivas de una aspiración similar a la que se llega alejándose de la conciencia de lo cotidiano: el hombre que piensa y el que sueña necesitan afrontar con asiduidad el vértigo de la página en blanco a la luz de la candela.
De lo contrario, advierte Bachelard, eludir la exigencia de pensar sobre lo abstracto y despreciar el carácter onírico de la poesía o el sueño pueden conducirnos al nihilismo (Schopenhauer, Nietzsche) o la angustia existencial (Kierkegaard, Camus). El nihilismo aparece —tanto a escala colectiva como a nivel individual— cuando los viejos valores pierden su vigencia y capacidad de sugestión y, en paralelo, no hay nuevos valores con suficiente credibilidad o consistencia para reemplazarlos.
En esta tierra de nadie, más que la ensoñación que nos anima a superarnos (la voluntad de crear a la que, según Nietzsche, debemos aspirar), el sueño conduce a la superstición y, en última instancia, a la autodestrucción.
Desde los inicios de la modernidad, Francisco de Goya elaboraba el grabado número 43 de sus Caprichos, pensado como frontispicio y que debía llevar el título de Sueños (el pintor se había inspirado en la obra filosófica de Quevedo, Sueños y discursos). En el grabado, observamos al propio pintor sentado, reclinado sobre la que vemos papel y pluma. En el frontal de esta superficie, se lee: «El sueño de la razón produce monstruos».
La lucidez de lo fantástico
La divagación, cuando va acompañada de desesperación, alimenta las tendencias humanas que Fiódor Dostoyevski explora en los personajes de sus obras. El sueño pierde entonces el carácter de manantial filosófico, de matriz en la que explorar nuestra transitoriedad y de afrontar nuestras contradicciones; el sueño alumbra entonces las pesadillas de la superstición, la ignorancia, la tentación de apelar a soluciones fáciles para solventar conflictos complejos.
A escala colectiva, el sueño de la razón (o el sueño de, más bien, la aspiración a la razón, según el propio Bachelard, o partiendo del racionalismo crítico de Karl Popper) produce monstruos a gran escala que adquieren una inercia autónoma y carente de responsables humanos: se trata del carácter anónimo y aleatorio de la burocracia (Franz Kafka), del fin en sí mismo por el que parece abogar la técnica (Martin Heidegger), del carácter banal de las máquinas del terror burocráticas que disuelven la responsabilidad humana tras una estructura (Hannah Arendt), o del intento orquestado de moldear nuestra existencia y conducta como especie (Michel Foucault).
Well, shit. pic.twitter.com/c0g1gycolV
— Dan Kaminsky (@dakami) April 7, 2019
A mediados de los años 70 (una época especialmente dada a la especulación milenarista, debido a la sombra de la Guerra Fría, la crisis del petróleo de 1973 y los disturbios raciales que azotaban las urbes estadounidenses), el escritor de ciencia ficción J.G. Ballard concedía una entrevista radiofónica en la que se abstraía de la presión postmoderna del momento (un nihilismo marcado de superstición y teorías del fin del mundo), y otorgaba la perspectiva onírica que necesita la buena futurología.
No es casual que los buenos autores de ciencia ficción sean a menudo los periodistas menos tendenciosos a la hora de hablar del futuro, así como los mejores futurólogos. En cierto modo, como sugiere Bachelard, el ejercicio de establecer hipótesis matemáticas y científicas no está tan alejado de otro estado excepcional de la conciencia, el onírico.
Especulación poética y científica
Dicho de otro modo, sólo los soñadores son capaces de no confundir las fobias coyunturales con la deriva del mundo y de la propia existencia.
Aunque la prensa insista sobre lo contrario, hay más probabilidades de que los adolescentes de la actualidad sean la cohorte más longeva de la historia de la humanidad que su muerte prematura debido a un acontecimiento cataclísmico a escala global (lo que implicaría que, como ocurrió con el papel del aumento de la producción alimentaria a mediados del siglo XX, que evitó las hambrunas generalizadas anunciadas por los malthusianistas, cualquier especulación sobre la deriva de las sociedades humanas debe incluir componentes impredecibles debido a nuestra propia ingenuidad y capacidad de adaptación).
En la mencionada entrevista (transcripción íntegra), la periodista Carol Orr pregunta si Ballard no ve, dada la coyuntura y la retórica propia de la crisis energética, los disturbios en Estados Unidos y el trasfondo de la Guerra Fría, un inminente cataclismo nuclear.
• Question.
• Hypothesize.
• Experiment.
• Fail.
• Learn.
• Repeat.
— Richard Feynman (@ProfFeynman) May 19, 2019
La respuesta de Ballard (recordemos, el escritor «fantástico», uno de esos «lunáticos» de la «ciencia ficción») aporta realismo y rigor científico, y nos recuerda que la buena ensoñación se comporta —aunque con distintas reglas, o más bien con la ausencia de éstas— como la más escrupulosa especulación científica, al evitar el nihilismo y la superstición.
Reflexiones de J.C. Ballard
Ballard cree que hay más riesgo en que la sociedad abierta se adentre en un terreno de negación del rigor científico y abrazo del sesgo supersticioso y la propaganda, que cualquier catástrofe natural o bélica a gran escala. Respuesta de J.C. Ballard, sobre si el mundo está a las puertas del Armagedón milenarista:
«Yo no creo que eso sea de ningún modo posible. No soy un estratega nuclear y soy incapaz de calcular los puntos exactos de una posible aritmética apocalíptica. [Pero] no creo que, de haber algún peligro para la vida en este planeta, éste llegue de la posibilidad de una guerra nuclear.
«Creo que es mucho más plausible que [un escenario cataclísmico] llegue del uso indebido de antibióticos, de la cibernética, [o] de la superpoblación como resultado de una mejor salud, una mejor nutrición y demás, así como de una ausencia generalizada de control [entendido como métodos de gobernanza humana].
«Lo que me preocupa es que las personas, al reaccionar contra la tecnología, al adoptar una visión arcadiana de lo que debería ser la vida en este planeta, dejen de reconocer las amenazas reales cuando comiencen a gestarse en la tecnología, pues probablemente lo harán.
«Las amenazas a nuestra calidad de vida, que tanto preocupa a todos, vendrán mucho más de, por ejemplo, la aplicación generalizada de ordenadores en todos los aspectos de nuestra vida, donde se materializarán todo tipo de fantasías de ciencia ficción. Los saldos bancarios se controlarán en tiempo real y toda la información existente sobre nosotros estará archivada en algún lugar y será accesible. Todo tipo de agencias, políticas y gubernamentales, tendrán acceso a ea información. Creo que esta deriva es mucho más peligrosa.
«Si damos la espalda a la tecnología, creo que corremos el riesgo de perder la manera de aprender cómo hacer frente a sus excesos. Porque esto es algo que hay que hacer: es como negarse a aprender a conducir un automóvil».
La pseudociencia personalizada de las redes sociales
Otro autor acostumbrado a navegar entre el onirismo y el rigor científico, el astrónomo y divulgador Carl Sagan, ofrecía una reflexión similar en El mundo y sus demonios, ensayo de 1995:
«(…) La ciencia es más que un cuerpo de conocimiento: se trata de una manera de pensar. Tengo un presentimiento sobre la época de mis hijos o mis nietos, cuando Estados Unidos sea una economía de servicios e información; cuando casi todas las principales industrias manufactureras se hayan ido a otros países; cuando los increíbles poderes tecnológicos estén en manos de muy pocos y nadie que represente el interés público pueda siquiera comprender los problemas; cuando la gente haya perdido la capacidad de establecer sus propias agendas o cuestionar sabiamente a los que tienen autoridad; cuando, abrazados a nuestras bolas de cristal y en plena consulta nerviosa de nuestros horóscopos, con nuestras facultades críticas en declive, incapaces de distinguir entre lo que se siente bien y lo que es verdad, nos deslicemos de vuelta, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad.
«El embobamiento de Estados Unidos está especialmente presente en la lenta decadencia de contenido sustantivo en los medios de gran influencia, en los fragmentos de 30 segundos (ahora reducidos a 10 segundos o menos), en la programación orientada al denominador común más bajo, en presentaciones crédulas de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia».