A medio camino entre Barcelona y Génova sin abandonar la costa, se erige otra urbe también costera, antigua, pescadora, comercial e industrial. Marsella, segunda urbe de Francia y gran puerto Mediterráneo del país, es también la conexión francesa con las viejas rutas, las aventuras de fortuna, las grandes apuestas y las grandes decepciones.
Por Marsella pasan, en momentos clave para el imaginario o la historia francesa, los grandes exploradores, el Napoleón que debe construirse un halo en África, el ya consagrado y el desposeído.
De Marsella es Edmond Dantès, de allí es la naviera que lo emplea y desde su muelle se observa, y allí, en el castillo de If, la fortaleza sobre el célebre islote de la bahía de Marsella donde será injustamente encarcelado. Alexandre Dumas imagina, en la desesperación de uno de sus húmedos calabozos, al Dantès educado por el abate Faria, y lo convierte en el conde de Montecristo.
Imaginamos en el Edmond Dantès que, al principio del relato, se apresura al barrio popular de pescadores catalanes a encontrarse con Mercedes, el acento provenzal repleto de préstamos lingüísticos del occitano provenzal, los dialectos italianos en torno al Piamonte, corso, catalán, genovés, turco, griego, armenio…
La permeabilidad de un puerto mediterráneo
A inicios del siglo XIX, comerciantes y fugitivos del antiguo Imperio Otomano ofrecían sus servicios en los muelles; entre ellos, los musulmanes recaían a menudo en las galeras, mientras las poblaciones cristianas del Levante (griegos egipcios, coptos, sirios), concedían a muchos negocios, platos, costumbres y canciones un halo oriental que perdurará en la memoria romántica y naturalista.
Gustave Flaubert describirá Marsella como «una ciudad bonita (…) [donde] puedes percibir algo oriental, (…)». La ciudad será también el primer contacto con Francia de inmigrantes con aspiraciones culturales que remontarán a París, pero conservarán en su imaginario una Marsella simbólica de viejo abolengo mediterráneo.
La bahía, el viejo puerto, el nuevo muelle en torno al Mucem (Museo de las civilizaciones de Europa y el Mediterráneo) y los barrios populares otorgan a la ciudad el brío de urbe en perpetua reivindicación: no puede ser París, ni tampoco es Barcelona.
Sus lazos con el Mediterráneo son, sin embargo, tan profundos como los viejos mitos importados por sus primeros comerciantes (Marsella es también la ciudad más antigua de Francia, fundada hace 2.600 años por los foceos como colonia griega —o «emporion»— de Masalia).
Un mar que se proclama “nuestro” y “en medio de la tierra” se encuentra hoy en el centro de las principales crisis de nuestro tiempo: la permeabilidad histórica y el intercambio entre las orillas de este mar interior en el extremo occidental de Eurasia (puerta, por tanto, a las rutas de África y de la seda) ha dado paso a una frontera rígida entre la UE, África, Oriente Próximo, Anatolia y, en el mar Negro, el viejo nacionalismo ruso.
Melodías del puerto marsellés
Marsella prosperó como urbe de conexión entre realidades permeables y sufrió en épocas de conflicto y bloqueo comercial con el Levante mediterráneo, vieja aspiración religiosa, estratégica y comercial de la ciudad y el país: francos, cruzados, comerciantes renacentistas, expedicionarios ilustrados, aventureros y depauperados en busca de fortuna en África y América…
Marsella prosperará como principal puerto de la expansión francesa en África y nexo de unión con la ruta marítima oriental a través del canal de Suez, una empresa que no se entiende sin la vocación de los promotores marselleses, y afianzará sus lazos con el departamento francés de Argelia. Italianos, armenios, corsos, comoreses, turcos, libaneses, griegos y españoles observarán el mediterráneo desde el ajetreado muelle de la ciudad, adonde llegan las materias primas y de donde parten las manufacturas producidas en la región.
Después, la ciudad también acogerá, tras la traumática guerra argelina, al grueso de los exiliados pied noir llegados desde Argel, así como a la inmigración económica de origen magrebí inmediatamente posterior.
Ninguna gran ciudad mediterránea se entiende reducida a la percepción de ciudad-estanco inmune a las rutas comerciales que han alimentado su mutabilidad y apertura a productos, culturas, ideas… más que moverse al son del himno que lleva su nombre, Marsella está más abierta al sonido oriental, meteco, italiano, magrebí e italiano, ya sea al compás de Brassens (oriundo de Sète, frente a la bahía marsellesa) o del raï, género musical popular originado entre los beduinos que acudían a la Orán colonial, la ciudad argelina más española y cementerio de músicas sefardíes y andalusíes sepultadas por los vaivenes de la historia.
Inicio y término de una vocación romántica
El pasado de una ciudad erigida en torno a la permeabilidad de los intercambios en el Mediterráneo y, con la construcción de Suez y las aspiraciones francesas en África, va también ligado a su vocación ilustrada: el espíritu cartesiano e industrial del mercantilismo impulsado por Colbert convertirá a Marsella en un puerto global, con aspiraciones tanto comerciales como culturales y civilizadoras.
Las primeras expediciones científicas y museísticas de la Ilustración culminarán, ya en pleno siglo XX, con el humilde viaje —en un hacinado paquebote desde el puerto marsellés— de un joven antropólogo en busca de los enigmas de las sociedades humanas primitivas: Claude Lévi-Strauss se referirá al inicio de sus aventuras en el interior de Brasil en un libro escrito décadas después, Tristes tropiques. Este origen heterodoxo de la etnografía moderna y el estructuralismo entronca con la tradición «mediterránea» de una ciudad de llegada y de partida, jamás completa con los absolutos del pensamiento científico.
En la costa del mediodía francés, las colinas radiantes colgadas sobre el mar son la imagen de postal anterior a la existencia de las postales: lugar de refugio de aventureros y de exiliados románticos en épocas en que había dejado de existir el romanticismo: por Marsella pasarán los pacientes flemáticos del Grand Tour europeo.
En el Midi morirá Charles Forestier, el personaje tuberculoso que introducirá a Georges Duroy, el Bel Ami de Guy de Maupassant, en los círculos periodísticos parisinos, y los pintores acudirán en busca del sol radiante y la vida apacible.
Por Marsella pasará un exiliado polaco de origen noble antes de convertirse en Joseph Conrad, y allí acudirá con sus amigos un adolescente de origen judío ruso sin padre conocido criado por una madre ambiciosa y castradora no lejos de allí, en Niza.
Un barrio radiante que inaugura la arquitectura de posguerra
Frente a la bahía de Marsella desaparecerá para siempre la avioneta P-38 Lightning pilotada por Antoine de Saint-Exupéry. El misterio de su desaparición el 17 de julio de 1944 mientras realizaba una misión de cartografía permanecerá irresuelto hasta que, hace unos años, Horst Rippert, un aviador de la Luftwaffe retirado quiso explicar algo antes de morir: «fui yo quien abatió el avión de Saint-Exupéry». El aviador alemán había sorprendido al autor de «El principito» por la cola de su aparato. Frente a ellos, la costa francesa y la ciudad de Marsella.
Desde las colinas de Marsella, es fácil observar ese mar lleno de escenas familiares para un imaginario colectivo que empieza con relatos sobre héroes errantes extraviados en sus corrientes: el escape a nado de Edmundo Dantès desde el castillo de If a los islotes de Frioul, la silueta del avión de Saint-Ex en el ocaso, instantes antes de ser abatido…
Uno puede imaginar la ciudad y su memoria desde uno de los célebres balcones que ofrece la ciudad: la Cité radieuse, símbolo de la arquitectura residencial popular y del brutalismo, un «bloque de pisos» elevado sobre pilares de hormigón, fruto del trabajo de Le Corbusier y del pintor Nadir Afonso.
Este complejo, bautizado oficialmente como Unité d’Habitation, se asoma al mar mostrando sin complejos su imponente envergadura iluminada por el sol: claro hormigón bruto en la fachada frontal y despliegue de colores primarios en los muros interiores de las terrazas, para otorgar al complejo un aspecto travieso y caleidoscópico.
Cuando la vivienda colectiva aspiraba a la convivialidad
La Unité d’Habitation es el manifiesto del movimiento brutalista: sus 130 metros de longitud y 56 metros de altura sostenidos sobre pilotis albergan 337 apartamentos en forma de dúplex distribuidos en 12 plantas, coronadas por una cubierta plana concebida para el uso comunitario: torres de ventilación de aspecto escultórico, terraza con vistas al mar, pista de atletismo, piscina y un gimnasio reconvertido hace unos años en sala de arte.
La escala de estas cifras contrasta con la humanidad del edificio y la calidad de su estética. Sus proporciones están adaptadas al uso cotidiano, y la elevada densidad no impide la sensación de luminosidad y espacio en el interior de apartamentos, cuya fachada acristalada con balcón permite que la luz bañe tanto los dormitorios de la entreplanta superior y la cocina-salón de la planta inferior.
En el interior, el diseño de los apartamentos en forma de dúplex ahorra la necesidad de pasillos y amplía sus dimensiones, convirtiendo lo que en otras ocasiones son interminables pasillos de arquitectura burocrática en calles sombrías del Mediterráneo.
El barrio de Santa Ana, en el costero distrito octavo marsellés, destaca por unos parques y jardines que juegan con la perspectiva de proximidad y el punto de fuga de la bahía, que a veces juega a evocar los viejos textos latinos que alaban la belleza de otra bahía mediterránea, la de Nápoles.
Los bloques de viviendas del complejo de la Unité d’Habitation no constituyen un mero manifiesto de la arquitectura moderna que los marselleses han aprendido a apreciar después de décadas de opiniones contradictorias y críticas a sus supuestas dimensiones alienantes.
Un bloque de pisos mecido por el mar
Le Corbusier concibió el complejo de viviendas en busca de lo opuesto. Las viviendas económicas podían no sólo mantener las ventajas de modelos pretéritos de inspiración burguesa, sino también aprovechar ventajas de la planificación a gran escala: nuevos métodos y materiales podían abaratar las construcciones y permitir distribuciones más osadas, mientras la densidad reducía el coste de construcción y centralizaba el mantenimiento.
A diferencia de otras construcciones residenciales icónicas de la arquitectura moderna y brutalista, la Ciudad radiante de Le Corbusier ha evitado la degradación material y social, y ha crecido en prestigio entre los habitantes de un vecindario históricamente pudiente. La silueta de las moles, dicen, es ya tan propia de Marsella como el «Château d’If».
Eso sí: los bloques de Le Corbusier fueron construidos entre 1947 y 1952 para suplir la demanda de viviendas en la zona tras la guerra, con la cohesión social como tema vertebrador; la fortaleza de If, del siglo XVI, evolucionó desde castillo defensivo a prisión, tanto para vigilar como para proteger a Marsella de los marselleses (como el conde de Montecristo, no necesariamente culpables). Curiosamente, es el complejo de Le Corbusier el que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco (2016).
¿Puede un complejo residencial de 337 apartamentos de 23 tipos distintos separados por «calles interiores» reproducir la compleja dinámica cívica y convivial de una ciudad? Así lo creía al menos el arquitecto, cuya «ciudad vertical» estaba dominada por el tipo E2 de apartamento: un dúplex con balcones tanto en las fachadas como en los pasillos interiores, con el fin de fomentar con espacios de transición semi-privados la permeabilidad entre la vida en el interior de la vivienda y la convivencia con el resto de vecinos.
En la apacible azotea de un gigantesco bloque de hormigón
El clima de Marsella y la idílica localización frente a la bahía han contribuyeron a que el diseño encontrara un equilibrio entre uso y diseño ausente en edificios brutalistas posteriores.
El estatuto de «monumento histórico» concedido en 1995 y el reconocimiento de la UNESCO atraen hoy a «turistas arquitectónicos», y el «bloque» no sólo ha evitado la degradación suburbana asociada a este tipo de construcciones sociales, sino que cuenta con un hotel de 21 habitaciones con el nombre del arquitecto y un gimnasio en la azotea —Le Corbusier era un apasionado de la calistenia, o rutinas de ejercicios de estiramientos— reconvertido en el espacio artístico MaMo (Marseille Modulor), del joven diseñador marsellés Ora-ïto.
Esta ciudad vertical en el distrito octavo de Marsella está diseñada a partir de un diseño racional de proporciones que toma la escala humana como unidad fundamental; Le Corbusier diseñará cada «apartamento tipo» como una estructura modular diseñada teniendo en cuenta el flujo ideal de una familia de la época.
Este sistema a escala humana, bautizado como Modulor (a partir de un individuo tipo de 1,83 metros de estatura y una cintura de 1,13 metros), entroncará el trabajo de Le Corbusier con los ideales renacentistas y con la propia teoría de las proporciones de la época, presente de manera icónica en el hombre de Vitruvio.
Las viviendas estarán integradas en un «armazón» diseñado para la convivencia, con dos células verticales dispuestas de este a oeste a lo largo de la envergadura del edificio, vertebradas por amplios pasillos a modo de «calles interiores». El pasillo situado entre las plantas tercera y cuarta aumenta su amplitud y se abre al mar: el «deambulatorio» es un lugar de paseo y encuentro en el interior de un bloque de pisos.
Modulor: la escala humana sugerida por Modulor
Al acudir a la «Ciudad radiante», evocamos las imágenes de Le Corbusier con su modelo Modulor a cuestas, paseando por su maqueta real como lo hacen los demiurgos de la cultura griega fundadora de la ciudad: inmiscuyéndose en los problemas de los hombres.
Esta «maqueta desde dentro» a escala real (reminiscencias de la sobreimpresión de mapa y territorio imaginada por Borges en uno de sus cuentos), habitada por Le Corbusier, la figura de cartoné negro Modulor y los futuros habitantes y visitantes, se aleja de los supuestos errores de bulto del brutalismo y reivindica su humanidad, que está en el uso, en la convivencia imaginada por oposición a la real.
Por el lugar se pasearían los colaboradores de Le Corbusier para crear su armazón de hormigón compuesto de viviendas modulares; su vivienda tipo en forma de dúplex, o inmueble de gran altura (IGH), aprovechará el trabajo interdisciplinar del «taller de constructores» ATBAT (Atelier des bâtisseurs), dirigido por el ingeniero Vladimir Bodiansky, amigo y colaborador de otro gran defensor de la arquitectura modular (y desmontable), Jean Prouvé.
Modulor es un ideal humano puesto en práctica en un bloque de 137 metros de largo, 56 metros de altura y 24 metros de anchura. La densidad no es siempre sinónimo de hacinamiento, del mismo modo que la civilidad es una condición imprescindible para evitar la distopía alienante que muchos han querido asociar a los edificios de Le Corbusier.
Sección áurea en el apartamento dúplex de Unité d’Habitation
Quizá Modulor, un ideal, pueda convertirse en lo que una sociedad decida: un individuo integrado en una sociedad cohesionada… o la víctima resentida de un mecanismo burocrático de rígido encasillamiento social. La arquitectura debería facilitar, no constreñir. Los bloques de pisos pueden ser menos distópicos que un barrio de viviendas unifamiliares diseñado en torno a la desconfianza hacia el exterior y al desplazamiento en vehículo privado.
Desde una de las «calles interiores» de la Unité d’Habitation, en el espacioso «deambulatorio» entre la tercera y cuarta planta del edificio, los «paseantes» pierden de vez en cuando su mirada en el mar para bañar sus ideas en la bahía. Al fondo, Edmond Dantès se acerca a nado a un islote. Al fondo, una avioneta P-38 Lightning se pierde en el horizonte. Quizá se estuviera alejando… o quizá haya caído al agua.
París, Palacio de Chaillot, en la plaza de Trocadéro de París, balcón a la torre Eiffel. Allí, en el interior de la exposición de la Cité de l’Architecture et du Patrimoine, el museo de arquitectura de la ciudad, se erige una vivienda tipo E2, la vivienda dúplex más común en la Cité radieuse de Le Corbusier, a escala real.
En este caso, el mapa y el territorio se superponen en un contexto museístico, pero no nos cuesta imaginar el Mediterráneo delante de nosotros. La silueta de Modulor se erige junto a este apartamento dúplex, símbolo del brutalismo, modelo que Le Corbusier trató de integrar en el espacio diseñado a partir de ideales de proporcionalidad concebidos en el Mediterráneo.
Las dimensiones de Modulor parten de esta proporción ideal renacentista, representada numéricamente como la sucesión de Fibonacci, la serie infinita de números naturales en la que cada cifra está compuesta por la suma de las dos cifras anteriores.
El cociente entre la altura de la figura, 183 centímetros, y la altura hasta el ombligo (113 centímetros), es 1619, pequeño homenaje al número Φ («phi», fi), o proporción áurea (1,6180339…).
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