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Raíz, brote, fruto: la relación secreta de árboles y tocones

En España, las carreteras secundarias de la Meseta deparan paisajes condicionados por su uso y acondicionamiento durante siglos: latifundios, bosques mediterráneos de interior, dehesas de encinas y alcornoques, restos de planes de repoblación forestal… y alguna que otra sorpresa de biodiversidad.

En Cáceres, el parque nacional de Monfragüe es un territorio protegido entre el Tajo (bautizado por los romanos en honor a la victoria de Asdrúbal frente al rey íbero Tagus) y uno de sus cinco afluentes, el Tiétar.

El roble talado en las inmediaciones de la casa familiar californiana; la relación con la pequeña colina no puede ser la misma

El parque, declarado reserva de la Biosfera, apenas es visitado, está rodeado de dehesas y pequeñas localidades y depara rincones espectaculares para avistar algunas de las aves más imponentes que anidan en Europa: buitres, águilas y cigüeñas se dejan llevar por las corrientes de aire, ascendiendo y descendiendo en una danza ajena a los escasos visitantes que observan a pie de carretera.

Desde las ruinas del castillo de Monfragüe, sobre un cerro que domina las inmediaciones, se observa la extensión del parque, así como las dimensiones del «abismo» del Tajo y el embalse de Alcántara.

Lo próximo remoto

Desde allí, es más fácil imaginar el planeo privilegiado de las mayores aves de la zona, y evocar las características del bosque de matorral mediterráneo, presente con variantes en todo el interior ibérico hasta que la romanización convirtiera a Iberia en mina, granero, viñedo y olivar de Roma.

Las encinas de las dehesas de Salamanca y Cáceres, como las que se integran en el parque, hacen de mi visita anual a California, casi siempre durante el verano, una experiencia próxima y llena de reminiscencias de las vacaciones de la infancia, entre jaras, encinas, matojos aromáticos y el olor del pasto secado al sol.

«Árbol caído» (década de 1850), acuarela sobre papel verjurado a cargo de Martín Rico y Ortega (paisajista de la Escuela de la Academia de Bellas Artes de San Fernando); fondo del Museo del Prado

En los valles templados de California, con un clima seco condicionado por la influencia de la niebla procedente del Pacífico y por la nieve acumulada en las montañas del interior que sirven de separación entre California y Nevada, crecen unos árboles majestuosos de una forma familiar para cualquier paseante de origen ibérico: el roble de los valles, quercus lobata, un árbol con una copa redonda que puede superar los 30 metros de anchura y altura, soportada por un imponente tronco de corteza gruesa y moteada de líquenes, que supera en ocasiones los 3 metros de diámetro.

Las sinuosidad de las ramas, que extienden con naturalidad sus dominios horizontalmente hasta desafiar la gravedad con su peso, evoca la belleza matemática de lo orgánico, como si las formas fractales debieran, ante todo, supeditarse a la calidad estética del conjunto, observado desde una cierta distancia.

Una vieja encina

Sobre laderas redondeadas o en suaves bajíos, los robles de los valles dan al paisaje de algunos valles californianos entre el interior y la costa (como Alexander Valley en Sonoma, dos horas al norte de San Francisco siguiendo la 101, donde residimos en los meses de verano), compiten en autenticidad mediterránea con las dehesas del interior de la Península Ibérica.

Desde antes de aprender a hablar, nuestros hijos se familiarizaron con estos árboles. En verano, su aspecto estable y protector desde la lejanía invita a protegerse del sol bajo su sombra. Bajo el árbol, la temperatura cambia y el aire seco y caliente se convierte en brisa aromática: las hojas lobuladas, verdes y tiernas incluso durante los días más calurosos (que pueden serlo), emanan un olor característico, muy similar al de la dehesa ibérica.

Como las encinas de la Meseta ibérica, los robles de los valles californianos dan la impresión de ser el testimonio estable de lo que ocurre a su alrededor. Su propia localización, dimensiones y forma son portadores de la historia de cada ejemplar: los ejemplares más longevos y con copas más majestuosas denotan la presencia de abundante agua subterránea, necesaria durante todo el año para soportar un clima con pocas precipitaciones, que recibe su humedad ambiental de la niebla del océano y el rocío.

Jugando en casa; al fondo, la pequeña colina con un robledal que alberga especímenes de todas las variantes de quercus presentes en California

Nuestra relación con los árboles está plagada de metáforas, y éstas suelen describirlos como espectadores silenciosos, incapaces de comunicarse, pensar, sentir. Desde la cúspide del género animal, nuestra estrategia de supervivencia, heredada de los vertebrados de sangre caliente, es una carrera acelerada por la alimentación y la reproducción, que deben producirse antes de que la oxidación celular dicte su sentencia biológica.

La estrategia de las plantas es muy distinta, tan ajena a nuestra ventana perceptiva y uso ancestral de frutos y madera, que árboles y matojos son un elemento inanimado más del que proveerse, apenas distinguibles de los objetos inanimados que forman parte de un entorno que aspiramos a cuantificar, guiar, amaestrar.

Conciencia y plantas, según Emerson

Algunas reflexiones afortunadas con hilo conductor de inspiración panteísta, como las de Emerson en sus ensayos (por ejemplo, en The Natural History of Intellect) están más próximas a la sensibilidad no reconocida de los árboles, hoy objeto de estudio científico, que el papel tradicional otorgado al reino vegetal.

Para Emerson, nuestra aspiración a progresar en la vida oculta un determinismo no tan alejado del de los árboles.

Incluso nuestra conciencia, cumbre de la evolución entre los vertebrados, responde a patrones orgánicos a los que las plantas, esos seres rígidos y sin células nerviosas, no son ajenas.

Una de las construcciones culturales más reconocidas como fruto sofisticado de la conciencia, el pensamiento crítico —que Karl Popper atribuye a los presocráticos y a su voluntad de convencer a sus alumnos con argumentos y no con dogmas—, sigue una melodía universal que Emerson atribuye a una organicidad compartida por todas las cosas, y que Schopenhauer asociará a la voluntad de vivir, el instinto de supervivencia.

Una actividad en familia: reciclar una caja de cartón de una entrega en una cabaña de montaña para el juego

Primero, dice Emerson, llega el instinto. Sólo después brotan la opinión y, cuando el razonamiento se eleva por encima de la apreciación parroquial, la opinión cristaliza en conocimiento: la opinión que, al sostener una voluntad universal, se sostiene también en la apreciación que de una realidad similar tienen los otros.

Las plantas deben conformarse con una analogía primordial de instinto, opinión y conocimiento: la raíz, el brote y, finalmente, el fruto.

Lenguaje de patrones

Y así, con una vieja edición en inglés de los ensayos de Ralph Waldo Emerson, que la familia de Kirsten trajo desde su Nueva Inglaterra natal al mudarse a California, observo con cierta nostalgia el tocón imponente de un roble de los valles, único testimonio superviviente de la copa majestuosa que ya no preside la cúspide de un suave collado a dos minutos de la casa, en una pequeña localidad de Alexander Valley.

He preguntado qué ocurrió al roble. Me dicen que una enfermedad había secado las ramas. Quizá, especulo, el acceso al agua subterránea ya no fuera suficiente para hacer frente a un entorno más seco y con mayor vegetación que hace unos años: otros robles, de menor tamaño, permanecen en el lugar.

Sentado en un banco de hormigón, a la sombra de uno de los robles supervivientes en el lugar, observo que la vertiente del tocón orientada al sureste acumula varios brotes repletos de las características hojas lobuladas, con el aroma característico de bosque reteniendo su humedad del ataque implacable del mediodía del estío en el interior californiano.

Encontramos todo lo necesario para elaborar la cabaña de montaña en las inmediaciones del roble talado (pomo de la puerta inclusive)

La copa ausente y el tocón superviviente han inspirado algunos ratos de contemplación en solitario a lo largo de la semana, además de inspirar el juego compartido con mis hijos: durante las horas de calor, decidimos acudir a la colina en cuestión para recoger los palos dispersos por el suelo, restos secos de ramas de los robles del lugar.

Estos restos de ramas conservan el color metálico característico de las ramas del roble californiano, recubiertas de una fina corteza escamosa en la que crece el musgo del roble, un liquen fruticuloso que parece empecinado en reproducir, a escala diminuta, la abovedada estructura fractal que constituye la propia copa del roble (al fin y al cabo, un diseño semejante se caracteriza por reproducir la misma estructura a diferentes escalas).

La vida secreta de los árboles

Esta noticia silenciosa de la proximidad, que ha obrado un cambio tan brusco en la inmediación de la colina y en nuestra relación con el lugar, quizá también me haya llevado a leer sobre lo que sabemos sobre nuestros compañeros aparentemente estáticos, aparentemente silenciosos, aparentemente inertes.

Si La vida secreta de los árboles (evocación libre de una vieja obra New Age, La vida secreta de las plantas, descrita por Michael Pollan en el New Yorker en diciembre de 2013), el ensayo del ingeniero forestal alemán Peter Wohlleben, nos invita a ponernos en la piel (en la corteza) de los árboles y tomar prestada su parsimoniosa estrategia evolutiva, sorprendentemente atenta a todo tipo de señales de lo circundante, las últimas investigaciones científicas nos invitan a tener en cuenta incluso a los tocones.

La cola escolar no tóxica permite elaborar proyectos en familia con resultados observables por los propios participantes

Desde nuestro punto de vista y percepción, superficial tanto por definición como por imposibilidad de observar la compleja vida del sotobosque y del subsuelo, un tocón es un marcador inerte, el mensaje ancestral que todo humano asocia a un árbol ausente que no ha caído por un rayo ni se pudre en el bosque sin que haya habido intervención humana: un tronco sesgado denota su tala (a manos de humanos o de mamíferos con similares delirios constructivos, los castores).

Pero el tocón es, casi siempre, lo que la seta es a la maraña invisible de micelios, o filamentos que los hongos extienden bajo tierra para nutrirse y comunicarse entre sí y con organismos con los que entran en simbiosis, para conformar un complejo sistema atento a los estímulos del subsuelo y el clima: las raíces de los árboles.

Superar el conocimiento superfluo

La falta de interés científico en los tocones (sobre los cuales se tiene constancia de que en ocasiones permanecen vivos durante décadas, incluso cuando no muestran señales superficiales reconocibles como brotes y hojas) da paso a un interés creciente sobre lo que ocurre bajo el suelo.

Investigadores de la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, han acabado con la ausencia de literatura en este ámbito: su análisis de tocones del kauri, un imponente árbol de la familia de las coníferas endémico de la isla norte de Nueva Zelanda, cuyas dimensiones rivalizan con la secuoya, la conífera gigante de la Costa Oeste estadounidense.

Los investigadores Martin Bader y Sebastian Leuzinger han publicado un estudio que confirma que los tocones vivientes mantienen la salud de sus raíces gracias a la solidaridad de árboles intactos de la misma especie que viven en las inmediaciones.

La cabaña, lista para el juego (obsérvese la buhardilla, que permanece abierta para facilitar la manipulación del interior)

El fenómeno nos recuerda que, para numerosas especies de árboles, la supervivencia no depende de lo que los humanos consideramos una entidad viva con carácter estanco (el árbol, con su ramaje y hojas), sino de un sistema compuesto por «lo que vemos» (el árbol, o el tocón cuando éste es talado), las raíces y la relación de éstas con otros organismos: ya sean las raíces de árboles de la misma especie; las raíces de árboles de otras especies; o los micelios (filamentos) que componen la maraña subterránea de los hongos, cuyo diseño fractal recuerda a la estructura de las células nerviosas en los animales vertebrados (o, si lo preferimos, a los bellos dibujos de neuronas y células nerviosas a cargo de Santiago Ramón y Cajal).

Pando

Árboles de más de 150 especies de árbol, los kauris entre ellos, pueden sobrevivir al fuego o la tala discriminada, si sus raíces tienen al alcance las raíces de otros miembros sanos de la especie, con los que se fusionarán en un único organismo y de los que tomarán nutrientes, agua e incluso microorganismos.

Los tocones, por tanto, sobreviven a menudo y contribuyen a superorganismos con una vida que puede extenderse siglos (la colonia clonal Pando, en Utah, está conformada por miles de álamos temblones surgidos a partir de un único árbol).

Gracias a la instalación de varios sensores, los investigadores de Auckland comprobaron que el flujo de savia y agua en el interior del tocón se renueva de manera inversamente proporcional a la actividad de los árboles sanos con los que el tocón conforma un superorganismo.

Durante los días soleados, cuando los árboles intactos concentran sus energías en la fotosíntesis, las necesidades de agua crecieron en estos especímenes, mientras los sensores apenas registraron flujo de agua en el interior del tocón. Por el contrario, al llegar la noche, la ausencia de fotosíntesis y el descenso de necesidades hídricas en los árboles intactos contrastó con una elevada actividad del flujo de agua en el interior del tocón, receptor de recursos y nutrientes.

De momento, se desconoce el motivo de este fenómeno de solidaridad observada entre árboles de la misma especie, que ofrecería pistas sobre una posible estrategia de supervivencia durante catástrofes como incendios y otros eventos extremos.

Síndrome del árbol amputado

Al hacerse eco del estudio, The Economist indica con acierto que, al describir semejantes fenómenos, corremos el riesgo de quedar atrapados en una terminología antropomórfica, concebida para explicar nuestra manera de entender el mundo: la colaboración entre árboles intactos y tocón puede parecer, en un análisis superficial, de naturaleza recíproca, pero en estos casos el árbol talado no vuelve a convertirse en árbol.

Desde el punto de vista evolutivo, al no poder reproducirse, el tocón habría dejado de estar vivo. O, si recurrimos de nuevo a la apreciación metafórica de Emerson y Schopenhauer, en el equivalente de los árboles a seguir la voluntad de progresar desde raíz a brote, y desde brote a fruto (con simientes en su interior), el tocón carece ya de esta «voluntad de vivir».

Acabo los apuntes para este artículo en el banco junto al tocón que fue un gran roble californiano hasta hace poco. Quizá, en este caso, los brotes sobrevivan y se conviertan en auténticas ramas incipientes preñadas de bellotas. O quizá se mantenga en el limbo de los árboles expuesto por los investigadores de Auckland.

Nuestra relación averbal con los árboles

En la analogía vegetal para nuestra conciencia de Emerson, haríamos bien en evitar que nuestro razonamiento sea «talado» y permanezca en un limbo vano, entre el instinto y la opinión parroquial.

Poco después, un artículo que descubro en el New York Times me permite abandonar por un instante este Mediterráneo transplantado en California, para volver al originario en el Viejo Continente. Concretamente a la isla de Quíos.

Allí, el lentisco de la zona produce una resina aromática usada como remedio y goma de mascar en la Grecia clásica: las lágrimas de mástique («mastic», raíz importada por las lenguas románicas y algunas germánicas, como el inglés, a partir del latín «masticare»).

Quizá unas lágrimas de lentisco nos ayuden a recordar hasta qué punto desconocemos los misterios y beneficios que arbustos, árboles y bosque tratan de desvelarnos.

En cierto modo, nuestra salud y estado de ánimo (que mejoran cuando paseamos por el bosque y estamos en contacto con la vegetación), sean indicadores de que, quizá, nuestra comunicación con los árboles —y comprensión mutua— siempre ha tenido lugar, si bien la expresión de esta relación había tomado hasta ahora una forma etérea (como el fenómeno emergente de nuestra propia conciencia), relacionada con lo que no podemos explicar de manera racional.

Lo expresamos a través de la música, las parábolas, la poesía, la metafísica.